Era cierto. Desde aquella noche en que Dargo la abandonara, se había negado a ver a nadie y apenas había probado bocado. Tan sólo salió del castillo cuando la llevaron a ver al doctor McKey, médico habitual del servicio, que la atendió, limpió su herida y la desinfectó. Afortunadamente la bala no había tocado hueso, por lo que sólo tuvo que vendar.
El mismo inspector Powell accedió a interrogarla en su habitación, a la vista de su estado hipnótico.
Tha gradh agam ort
. «Te amo. Siempre te amaré.» Se llevó una mano a la boca para ahogar otro sollozo al recordar las últimas palabras de Dargo. Viviría el resto de su existencia añorándolo y con aquella frase grabada en la mente.
Una vez que Dargo salió de la cripta en pos de Tyron Hibert, los acontecimientos se sucedieron de forma vertiginosa. En medio de la noche, unos gritos espeluznantes pusieron en guardia al castillo entero. Algunos de los hombres vieron correr al americano como un demente, el rostro desencajado por el terror. Subía, bajaba, iba y venía por los pasillos. Dijeron que actuaba como si tratara de escapar de alguien, avanzando y retrocediendo, esquivando, sin dejar de proferir aullidos de pánico. Como si una fuerza invisible lo empujara, se dirigió a las escaleras que ascendían hasta las almenas del castillo. Rob y otro de los criados lo habían seguido asustados, en pijama, mientras el resto, fuera del castillo, hacía frente con capuchas a la incesante tormenta para ver cómo se encaramaba, siempre corriendo y mirando atrás, intentando huir de lo que parecía perseguirlo, al punto más alto de la torre norte, la que se había incendiado hacía siglos. Hibert se lanzó al vacío sin que Rob ni su acompañante pudieran hacer algo por impedirlo. Los rumores se extendieron entre el personal, y alguno afirmó haber visto una sombra en lo más alto de la torre después de que el cuerpo se estrellara, con un ruido sordo, contra las baldosas del jardín.
A Cris la encontraron poco después, medio desmayada en la cripta, y la subieron a su habitación para hacerle una primera cura.
El cofre con la reliquia se encontró en el patio de las columnas, lo que causó un gran revuelo entre todo el personal, conocedor como era de la leyenda sobre su desaparición, que se trasmitía de generación en generación.
Cristina sabía muy bien qué era lo que había perseguido a Tyron, quién lo había impulsado a escoger el camino que lo había llevado a la muerte. Sabía perfectamente por qué De Hibert había saltado al vacío: para acabar con el horror que su mente le dibujaba.
También Miriam lo sabía. Cristina lo había visto en sus ojos. Ambas eran las únicas que conocían la verdad, pero callarían hasta la tumba.
Después de relatar al inspector Powell lo sucedido en la cripta, evidentemente omitiendo la intervención de Dargo, aquél puso el castillo patas arriba intentando localizar las dagas que Tyron Hibert confesó haber robado. Nada. No aparecieron, y Powell decidió cerrar el caso definitivamente. Pero no dejó de expresar lo sorprendente que resultaba el súbito ataque de locura que había sufrido el americano cuando parecía haber conseguido su objetivo. En definitiva, hubo de dar carpetazo a la investigación, al menos oficialmente, ya que un policía concienzudo como él seguiría por su cuenta cualquier nuevo indicio sobre el paradero de las armas. Según él, se había resuelto un misterio, pero había surgido otro igualmente intrigante.
—Ha venido el señor Watford —dijo Miriam—. Baje a cenar con todos nosotros, señorita, por favor.
Cristina se demoró en su respuesta y luego, vencida, acabó accediendo. Trataría de adaptarse a las circunstancias lo mejor posible para no amargar la velada a los comensales, aunque sabía que apenas probaría bocado. Aquellas Navidades difícilmente se recordarían por la festividad en sí, sino por los sucesos que las precedieron. El contrapunto agradable era la confirmación de la repentina, absoluta y extraña recuperación de lord Killmar.
Miriam caminó junto a ella por la galería. Aunque estaba ansiosa por saber lo que el abogado se traía entre manos, guardó silencio, como le habían pedido, respecto a la insólita llamada que había recibido a la mañana siguiente de la muerte de Tyron Hibert. Una llamada telefónica que la extrañó sobremanera. Lian Watford notificaba el restablecimiento de milord y le ordenaba severa y escuetamente que no permitiera a la señorita Cristina Ríos abandonar el castillo bajo ningún concepto hasta que él llegara. Sus palabras exactas fueron:
—Aunque deba romperle usted una pierna para evitarlo, señora Kells. Gracias a Dios, no hizo falta llegar a tal extremo para impedir su marcha, puesto que el inspector Powell se encargó de mantener a todos a buen recaudo mientras llevaba a cabo sus pesquisas.
Cristina avanzaba con paso cansino, un poco mareada, atravesando el patio de las columnas hasta alcanzar el pequeño comedor donde se reunía, año tras año, la plantilla del servicio. En esta ocasión dudaba siquiera que se cantaran villancicos. Aquella noche iba a ser la Nochebuena más horrible de su vida.
Cuando Miriam empujó por fin la doble hoja de la puerta para cederle el paso a Cristina, los murmullos y la animación eran la nota dominante, lo que sorprendió a ambas.
Miriam se paralizó y Cristina sufrió un vahído. Se sujetó a la jamba de la puerta y miró, muda de asombro, al hombre alto, de anchos hombros y larga cabellera negra anudada que, en esos momentos, daba la espalda a la concurrencia frente a un ventanal.
—Dargo… —musitó, tan bajo que solamente ella se oyó.
Como si su presencia lo hubiera alertado, lord Killmar se dio la vuelta, y ella sintió que las piernas le fallaban al verse reflejada en aquellos ojos, de un hermoso color esmeralda. Salvo por el atuendo, aquel hombre podía ser su adorado fantasma. Hasta ese momento ella no había sido consciente del enorme parecido entre ambos. Podían haber sido gemelos de no ser porque los separaban siglos. Contemplar a Kevin Killmar era como estar mirando al espectro del que se había enamorado. Se mordió los labios para controlarse, para evitar salir corriendo de allí. Se obligó a pensar con racionalidad, algo que había hecho poco desde su llegada.
Bien. Dargo se había ido. Y aquél no era otro que el actual lord, ciertamente repuesto. Tenía que aceptar la verdad, la dura y cruel realidad.
¡¡¡No era Dargo, no era Dargo, no era…!!!
Él avanzó hacia ella y se encontraron cara a cara, a pocos centímetros.
—Buenas noches.
Cristina se agarró más fuerte al marco. ¡Joder!, hasta su voz sonaba igual. Terciopelo y acero a la vez.
Quiso responder, pero las palabras se le atascaron. Sintió la quemazón de una lágrima que le resbalaba por su mejilla y no pudo moverse cuando él se la enjugó con un dedo.
Aquella caricia fue tan suave como el contacto de una flor. Le resultó imposible apartar sus ojos de los de él, que parecían ejercer un poder hipnótico sobre ella. De fondo, oía a Watford animar a la servidumbre a abrir sus regalos antes de la cena, en tanto explicaba que era deseo de lord Killmar reanudar la costumbre de su padre de entregar presentes a todos los empleados del castillo en Nochebuena. Cristina parpadeó varias veces, como saliendo de un trance, y desvió su mirada hacia los criados que desenvolvían pequeños paquetes, gratamente asombrados y un tanto incómodos ante tan repentino cambio de actitud por parte del joven Killmar.
¿Era posible que hubiera decidido retomar costumbres de su padre? Indudablemente, debía de haberle afectado el golpe en la cabeza. Su recuperación, además de increíble, llevaba aparejado al parecer un talante distinto. Era como si hubiera vuelto del coma con otra personalidad.
Repuesta de la primera impresión, se separó de él, altanera, con un gesto de disgusto, recordando aún su primer y único encuentro.
—Bienvenido, lord Killmar —lo saludó, distante, y se alejó. Le resultaba demasiado doloroso verlo con tan buena salud cuando Dargo…
El conde admiró, sin poder remediarlo, el contoneo de sus caderas mientras caminaba hasta el otro extremo del comedor. Miriam, entretanto, lo observaba con la boca abierta. El, sonriendo, colocó suavemente su dedo índice en la barbilla de la irlandesa para cerrársela.
—Le entrarán moscas.
El ama de llaves tragó saliva y tartamudeó:
—Me alegro… de… su… recuperación, milord.
—Fue un milagro, Miriam. —Ella asintió—. Quiero pedirle un favor, señora Kells.
—Usted dirá, milord.
—Localice a Sorcha, a Daniel y a Colin. Ruégueles en mi nombre que se reincorporen a sus trabajos y asegúreles que les pediré disculpas en persona por su despido.
Miriam se atragantó con su propia saliva, tuvo un acceso de tos y él le palmeó ligeramente la espalda con una risita cómplice.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamó ella, persignándose—. Usted nunca supo… Nunca se interesó por los nombres de…
—¿De veras? —Frunció el ceño, divertido—. Puede que el golpe me haya refrescado la memoria. ¿Es que no piensa abrir su regalo?
—El regalo —repitió ella, como una beoda—. Sí, claro. Claro, milord.
El conde se agachó a su altura para comentarle al oído:
—Es el envoltorio de papel amarillo. No debería decírselo, pero es una estola de piel y un manguito a juego… —La inundó un cosquilleo de agradecimiento—. Espero que con eso la compense en parte por haberla llamado bruja.
Si en ese momento la tierra se hubiera abierto bajo los pies de Miriam Kells, ella ni siquiera habría pestañeado.
—¡Santa Madre de Dios! —rezó, al tiempo que se santiguaba varias veces seguidas.
Cristina, atenta a los detalles, se percató de su palidez y se acercó a ella mirando de soslayo a Killmar.
—¿Se encuentra bien?
La señora Kells la observó fijamente mientras sus ojos se inundaban de lágrimas. Le era imposible articular palabra, pero consiguió sonreír de un modo que Cristina jamás había visto antes. Y se alejó para tomar su paquete envuelto en papel amarillo y estrecharlo contra su pecho.
—También hay un regalo para ti.
Cris se puso tensa al oírlo.
—No era necesario, milord —repuso—. No me gustan estas fiestas y…
—Lo sé —la cortó él—. Pero te gustará lo que te he conseguido. Señor Watford, por favor.
Lian se retiró brevemente, mientras Cristina retaba a lord Killmar con la mirada, en una lucha interior que le confería un aspecto tan rabiosamente atractivo como el de Dargo. Cuanto más lo miraba más se deprimía. El dolor de su ausencia era como un puñal que se hundía un poco más ante una similitud que ella percibía inevitablemente.
El abogado regresó con el regalo de Cris en brazos, y ella se perdió en un tobogán de recuerdos. Watford le tendió un cachorro. Un hermoso setter irlandés. Un precioso cachorro de color canela con ojillos que parecían buscar su aprobación mientras su cuerpecito temblaba acurrucándose en las palmas de sus manos.
La mirada de Cristina se dirigió al conde con una mezcla de gratitud y temor. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo había llegado siquiera a imaginar que…? Se le hizo un nudo en la garganta y abrazó al perrito con tanta fuerza que el animalillo ladró, protestando. Ella rió y lo acarició con un mimo exquisito.
—Es precioso —pudo articular brevemente, con un semillero de lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos.
Él mostraba una satisfacción absoluta, y ella se obligó a ofrecerle una sonrisa que le expresaba su agradecimiento.
De repente se encontró representando una parodia burlesca. Repudiaba a aquel hombre prepotente desde el momento en que lo conoció pero ahora se rendía a su encanto, simplemente porque él le había regalado un perro. Es verdad que lord Killmar parecía más humano: se había acercado a todos, había tenido el detalle de los obsequios y, por encima de todo, restituía en su puesto de trabajo a quienes había despedido con tanta ligereza. Hasta podrían perdonársele, dadas las circunstancias, su grosería e indiferencia anteriores. Pero ella no tenía por qué someterse a su despliegue de cortesía.
El contacto de su mano en la cintura abolió todo razonamiento. La invadió un calor abrasador que se extendió por cada molécula de su cuerpo. Era una descarga que ya conocía. Aquella mano grande, morena y cuidada, no era la de Dargo, pero su tacto…, las sensaciones que le provocaba… Se encontró incapaz de moverse y lo miró con algo de miedo.
Todo el mundo estaba pendiente de ellos.
Pero el mundo desapareció para Cristina Ríos cuando él dijo, muy bajito, para que sólo ella le oyera:
—Se llama Enrique. Y yo,
tha gradb agam ort, acushla
.
E
staba en sus brazos.
Ahora, realmente, estaba en sus brazos. No era una ilusión.
Cristina apenas recordaba lo sucedido después de aquella frase con la que Dargo la devolvió a la vida.
Cenaron como una familia, y el conde brindó por todos y después se despidió.
La velada pasó en un suspiro y ella sólo fue consciente de que, cuando todos se retiraron, Miriam se le acercó y la besó efusivamente en la mejilla, con los ojos llorosos. No hubo palabras, pero entre ellas no hacían falta. Ellas sabían.
Después, el conde la llamó en silencio, sin decir nada, y ella se fue hacia él. Una atracción mágica la obligaba a seguirlo como una sonámbula. Se habían tomado de la mano y ella recordaría, vagamente, que subieron las escaleras entre miradas y silencios. Ya en la habitación de Cristina, los aposentos de Dargo en otros tiempos, ella se abandonó en sus brazos.
Dargo la estrechó con delicadeza pero con urgencia, le besó el cabello, la frente, los ojos. Ella bebió de lágrimas calientes con que él regaba su rostro, nadando en un mundo irreal del que esperaba no volver. ¿Aquello estaba pasando? ¿Dargo había vuelto realmente del Más Allá para estar a su lado, para amarla?
Se convenció cuando sus manos le arrebataban la ropa mientras se despojaba de la suya con aspavientos de ansia por volver a abrazarla con fuerza y besarla de un modo enloquecedor. Era una avidez acuciante, un apetito insaciable retenido durante siglos, que la contagiaba y purificaba a un tiempo. Ella posó sus manos en el pecho granítico de él para sentir la fuerza de sus músculos y el suave vello que lo cubría. No había un milímetro de su carne que no deseara tocar, acariciar, chupar y morder. Necesitaba olerlo y saborearlo, convencerse de que había vuelto, de que estaba con ella, de que era verdad. ¡De que estaba vivo!