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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (12 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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—Deja a los muertos con los muertos.

Cristina pegó un salto, y el eco devolvió un grito aterrado. Volvió la vista de un lado a otro de la cripta, buscando a quien le hablara al oído, pero no vio a persona alguna. No había nadie más en aquel lugar, sólo ella y… los muertos.

Cristina no creía en fantasmas, aparecidos o espectros —como se quisieran llamar—; de hecho ni siquiera creía en la parapsicología. Aunque nunca le gustaron los cementerios, se creía muy capaz de pasar una noche en el interior de uno, en caso necesario. Los que realmente asustaban eran los vivos. Pero en ese momento, con el vello de punta y la sangre galopando alocadamente por sus venas y latiéndole de un modo atroz en los oídos, tomó conciencia de que estaba allí, estaba a solas y le habían hablado. No se lo había imaginado. Era real. No pensó más. Salió corriendo de la cripta, enfiló hacia las escaleras, ascendió los escalones de tres en tres y cerró la puerta de golpe a sus espaldas.

Dargo permaneció un buen rato sentado sobre su propio sarcófago, riendo entre dientes, felicitándose por el susto con que había ahuyentado a aquella cotilla.

Cristina no bajó a cenar y se disculpó excusándose en su trabajo. Una de las criadas llamó a su puerta y ella sólo abrió cuando la sirvienta le explicó que le subía una bandeja con algo de cena. Antes de dejarla pasar, escondió tras la enorme cama la maleta que estaba llenando con sus pertenencias. Esperó a que la criada dejase la bandeja, le dio las gracias y cuando volvió a quedarse a solas, colocó de nuevo la maleta encima de la cama para seguir guardando cosas.

Había tomado una decisión. Se marchaba de Killmarnock. ¡Al demonio la tasación y al demonio el jodido castillo! Nunca hasta entonces había tenido una experiencia tan demoledora y tan terrorífica. Si alguien quería asustarla, ¡como si lo había conseguido!

Recogió el porta-retratos que depositara a su llegada sobre la mesilla de noche. La fotografía de su abuela, a quien había querido de forma especial. Lo lanzó dentro, casi con rabia.

Entonces se quedó muy quieta, mirando con obsesión la fotografía de la anciana, elegante, de bondadoso gesto y cabello blanco.

—¡¡¡Maldita sea!!! —rumió en voz alta.

Se sentó en la cama y se tapó el rostro con las manos. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaba volviendo loca? ¿Cómo podía ser tan estúpida?

Los muertos no hablan. No regresan.

—Había alguien. ¡Había algo allí abajo!

Si los muertos pudiesen volver, tu abuela se te habría aparecido ya, chica.

—¡Qué tontería!

Y mucho menos dan órdenes como la que has oído en la cripta.

—Fue una sensación terrible. Te estás poniendo histérica.

—¡Nunca he estado histérica en mi vida! —gritó. Una risita interior la hizo reflexionar. Su insoportable conciencia, aquella voz que escuchaba de cuando en cuando y que parecía contradecir sus opiniones, la sacaba a veces de sus casillas. Aunque reconocía que, en la mayoría de los casos, solía acertar.

Respiró hondo varias veces y se relajó, notando que se serenaba. ¡Menuda licenciada estaba hecha! Se había comportado como una idiota allí abajo, sólo porque alguien —iba a averiguar quién demonios era— le había gastado una broma pesada. Había escapado como un conejo asustado. Con seguridad, alguien la vio entrar en la cripta y pensó que era la víctima ideal para una broma, aunque fuera tan macabra. Bajar tras ella, esconderse detrás de alguna sepultura y soltarle aquella siniestra frase le habría resultado muy divertido. Extremadamente divertido, con toda seguridad. ¿Qué había hecho ella, aparte de salir disparada, perdiendo el culo y su carísimo ordenador? El muy condenado debía de estar aún riéndose de ella.

Cristina rezó para que la broma quedase entre ellos dos y no fuera motivo de chanza entre el personal de servicio, pues de lo contrario no iba a ser capaz de mirar a nadie a la cara.

Bufó, se levantó y comenzó a recolocar las cosas donde estaban. Afortunadamente había recuperado la sensatez; ¿iba a ser tan estúpida de abandonar el castillo sin acabar su tarea? Perder su trabajo por semejante actitud resultaba ridículo. ¿Qué podría aducir ante su jefe? ¿Que había oído la voz de un fantasma? ¡Por Dios, vivimos en la era de los viajes espaciales, no en la de las brujas!

Por otra parte, necesitaba su ordenador, pero no pensaba bajar otra vez a la cripta sola. Tendría que hablar con la señora Kells, pero ¿qué explicación iba a ofrecerle? ¿De qué argumento iba a valerse para justificar su presencia allí?

Una vez que todo se encontraba en su lugar, tomó el móvil y marcó el número de su amiga. ¡Tenía que hablar con alguien o acabaría demente! Alba tardó demasiado en responder.

—¿Dónde estás?

—En la cama —respondió su amiga, con voz agitada.

—Te dejo, entonces.

—¡Ni se te ocurra! ¿Qué pasa? ¿Te lo has ligado?

—Sería lo último que haría. ¡Es un gilipollas!

Alba guardó silencio al otro lado. Cristina pudo oír un susurro masculino, una exclamación de su amiga y luego una larga carcajada. Estaba a punto de cortar cuando la voz de Alba sonó de nuevo:

—¡Cuéntame!

—No quiero interrumpir. Te dejo.

—No pasa nada. Anda, tesoro —la oyó decir a su acompañante—, prepara una copa y dame un momento. Enseguida estoy contigo. —Luego volvió a dedicarle toda su atención—. Cuéntame, Cris. No me gusta cómo suena tu voz.

—Vas a pensar que estoy loca…

—¿Quieres decirme de una puñetera vez qué pasa? —exigió Alba.

—Estoy asustada —respondió Cristina muy bajo, casi con vergüenza.

—¿Te ha acosado?

—¡No, por Dios! Deja de decir tonterías.

—Entonces ¿qué?

—Me he colado en una cripta.

Un corto silencio al otro lado.

—Y ¿qué tiene eso de especial? Los castillos las tienen, ¿verdad?

—Es que… me pareció oír algo. ¡Oh, déjalo! Es una bobada.

—Acaba de una vez, me tienes en ascuas.

—No sé… No había nadie aparte de mí, al menos eso creo, pero… oí una voz y…

Sonó un silbido que la hizo apartar el móvil del oído.

—¿Un muerto? —preguntaba Alba, divertida—. ¿Quieres decir que has hablado con un muerto?

—¡No te atrevas a reír! —Se irritó por el modo en que su amiga le tomaba el pelo.

—¡Coño, Cristina! ¿Cómo quieres que no me ría? Los cadáveres no van por ahí hablando a los vivos. Lo que te hace falta es irte a la cama con un tío y relajarte.

—A estas alturas prefiero una tila —gruñó.

—También, aunque no es lo mismo —volvió a reír Alba—. Seguramente no es más que cansancio. Te conozco y podría jurar que te has tomado el trabajo muy en serio.

—Anda, cariño —la animó ya en serio—: métete en la cama, trágate un par de aspirinas y deja de ver cosas raras. Mañana todo te parecerá una tontería.

—Creo que te haré caso. Descansa.

—¡No tengo la más mínima intención! —bromeó Alba, y colgó.

Por un momento, Cristina se quedó mirando el móvil. Su amiga estaba en lo cierto, seguramente todo se debía al cansancio y al exceso de trabajo. Llevaba dos años sin tomarse unas largas vacaciones. Tiró el aparato sobre la cama y se acercó al armario a preparar la ropa que se pondría a la mañana siguiente. Miriam había dicho que los meteorólogos habían anunciado una caída de las temperaturas y ella se había comprado un delicioso conjunto de lana color verde musgo que hacía juego con sus ojos, antes de salir para Irlanda. No habría ocasión mejor para su estreno.

Abrió la puerta del armario.

Y se quedó helada.

¡Encima del estante de los zapatos estaba el portátil! Como si jamás lo hubiera perdido.

Se le cayó el alma a los pies.

Giró en redondo y miró la habitación con el miedo reflejado en el rostro. Le pareció que las piernas se negaban a sostenerla. Tenía la garganta y la boca secas, pero hizo un esfuerzo y masculló:

—La broma está durando demasiado. ¡Y maldita la gracia que me hace! ¡Salga para que pueda verle!

Se sintió espantosamente ridícula. Nadie salió de detrás de las cortinas, y la situación le recordó la escena de una película de terror. No había nadie, pero ella percibía una extraña presencia, algo intangible, una fuerza inexplicable. ¿A quién hablaba? Allí sólo había mobiliario. Resultaba absurdo, pero ella temblaba como una niña asustada. La habitación le resultó opresiva, los muros parecían más oscuros, más estrechos, las luces titilaban como si amenazaran con apagarse. Sintió el frío exterior que se filtraba entre las rendijas de la piedra, a través del marco de las ventanas, alcanzándola y envolviéndola con una capa gélida que la hizo tiritar. ¡Podía oler su propio miedo!

Retrocedió hasta la pared muy despacio, sin dejar de observar cada rincón, cada sombra. Le vinieron unas ganas inmensas de gritar, pero ni siquiera era capaz de pronunciar palabra. Tenía la garganta acorchada y se sintió paralizada. Un sudor frío le adhería la ropa al cuerpo.

Con la espalda contra el muro, respiró hondo para sobreponerse, tratando de recuperar la cordura. Allí no pasaba nada, ¡por los clavos de Cristo! Era todo fruto de su imaginación. Las sombras únicamente albergaban sombras, no seres de fantasía. Poco a poco, según transcurrían los segundos, los alocados latidos de su corazón se fueron normalizando.

La escena de Don Juan Tenorio le vino de repente a la mente, y ella gimió en voz baja. No la recordaba bien, y sabía que no era más que una obra de teatro, pero se vio reflejada en ella. Tenía que superar el miedo. Tratando de aparentar una serenidad que no sentía y de que su voz sonara irónica, invitó:

—De acuerdo. Si eres un fantasma, fíltrate por las paredes y muéstrate.

Una forma humana comenzó a materializarse en medio de la habitación. Y entonces Cristina maldijo su propia idiotez y maldijo a Zorrilla. Un grito ahogado se heló en su garganta, las piernas se le doblaron y ella se precipitó en un pozo oscuro.

Capítulo
10

A
brió los ojos, parpadeando con rapidez, y lo primero que vio fueron las baldosas del suelo debajo de sus narices. Notó un dolor punzante en la cabeza, se llevó la mano a la frente y se incorporó de golpe al verla manchada de sangre. Se quedó sentada en el suelo, como una estúpida, mirando aquella sustancia viscosa y roja en sus dedos. Sentía que su cabeza estaba a punto de estallar. Llegó gateando hasta la cama, en la que se apoyó para ponerse de pie. Cuando consiguió recuperar la verticalidad, se tambaleó. Inclinada contra la pared, pudo acercarse hasta el cuarto de baño.

No recordaba qué demonios había sucedido ni el motivo por el que estaba en el suelo con una brecha en la frente. Nunca hasta entonces se había desmayado. Tenía una extraña sensación de déjà vu y el estómago revuelto. Rumiando un taco se acercó hasta el espejo del armario y se miró, con un gesto de contrariedad: la herida no era importante pero iba a quedarle un precioso cardenal en la sien derecha. Abrió el armario en busca de alcohol y tiritas.

Al cerrar la puerta, volvió a verlo. A su espalda. Reflejado a medias en el espejo.

Como un tifón, ella se encaró con el hombre con los dedos crispados de furia.

—Va a responder por esto, ¡grandísimo cabrón…!

Dargo sonrió, retrocediendo hacia las sombras de la habitación para evitar que ella le viera el rostro. Antes, al oírla gritar y caer al suelo como un fardo, se había quedado perplejo. Claro que la reacción había sido lógica. No podía esperar aparecer de golpe y que ella le diera las buenas noches. Reconocía que su materialización podía causar ese efecto en los vivos, tal como le sucediera a la señora Kells y a algún otro a lo largo de los siglos. Temió que el golpe hubiera sido grave, ya que la frente de la joven había chocado contra las baldosas en un golpe seco. Sin embargo, aquella preciosidad era al parecer mucho más fuerte de lo que él pensaba, porque apenas unos segundos después de la caída se había despertado, había gateado, y ahora, aparentemente recuperada, lo había insultado… Todo eso, por lo visto, sin estar demasiado asustada.

—Me alegro de que no sea nada grave lo de la cabeza —habló con voz profunda.

Cristina le regaló un rictus de enojo, sintiendo un escalofrío al escucharlo. Aquella voz ronca y aterciopelada resultaba realmente seductora. Ella tomó un trozo de papel higiénico, dando la espalda al intruso, lo mojó en alcohol y se limpió la pequeña brecha, volviendo a jurar en voz alta por el escozor.

—Voy a hacer que le despidan. —Abrió una tirita y se la puso sobre el corte. Al volverse para encararse de nuevo con él, sus ojos despedían rayos de indignación—. ¡Explíquese, coño!

Dargo se encogió ante el exabrupto y retrocedió más, hasta los ventanales, adonde la luz no llegaba. Aún no era el momento de mostrar su rostro, pensó. La admiró mientras caminaba resuelta, para enfrentarse a él. Estaba hermosa como ninguna otra mujer, con el pelo revuelto, aquel pequeño apósito en la frente y los ojos inyectados en sangre, mirándolo de frente, con los brazos en jarras, como una Valkiria de leyendas Vikingas.

—Siento haber aparecido tan de repente, pero vos me invitasteis, si lo recordáis.

—¿Qué yo le…? —Lo llamó algo muy feo—. ¿Qué hace en mi habitación?

—Traje vuestro juguete.

—¿Mi juguete? —Miró hacia el armario por un segundo— ¿Se refiere al ordenador?

—Creo que se llaman así —asintió Dargo.

Cristina se relajó en parte mientras atisbaba entre las sombras, tratando de verle la cara, que él parecía desear mantener oculta en la oscuridad. Al menos, no parecía peligroso, uno de esos que invaden la intimidad de una mujer para violarla. ¡Sólo era un condenado idiota que casi le había provocado un infarto! Pero aquella voz… era la misma que le hablara entre los sarcófagos. Presa de otro ataque de ira, Cristina se encrespó:

—¿De modo que fue usted el imbécil que me dio un susto de muerte en la cripta? —Avanzó un par de pasos, acordándose de Óscar, quien le advirtiera que debía solicitar licencia de armas y hacerse con una pistola. Ahora, podría disparar a aquel idiota entre las cejas—. ¿Se divierte así? ¿Asustando a la gente?

—Cristina, lo lamento de veras —se disculpó Dargo al verla tan alterada. La ira la hacía más atractiva aún—. No pretendía asustaros, sólo aparecí. Vos me convocasteis.

—¿Qué yo le convoqué? Eso sí que tiene gracia. ¡Y no use mi nombre de pila, condenado sea! —gritó ella de nuevo—. ¿O acaso nos han presentado?

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