Mis pasos ya a un metro de él y él sin volverse. Bueno, qué más da, pensé, debo tomarlo como un juego. Hagamos que es un juego.
Le abracé por la espalda. Y se volvió sin sorpresa alguna, como concediéndome la razón: había sentido el ruido de mis tacones por el largo y silencioso pasillo.
Me sonrió abiertamente, como si fuera posible repetir la jugada desde el principio, después del primer intento malogrado de hacía un año: aquel reencuentro con un antiguo compañero de colegio cuyo recuerdo quedaba tan enmarcado en el mundo escolar que sólo podía recordársele por el mote, Jabato.
Pero yo estaba allí para tratar de modificar nuestro frustrado primer intento. Había que dejar que el presente se impusiera: ya no le cuadraba aquel apodo ni su antigua condición de pequeño desgraciado, de digno de lástima. Ahora era un profesional que acumulaba horas de trabajo y que provocaba respeto por su meticulosidad, por ser un realizador primoroso y sensible, conocedor concienzudo de la música pop, al que acababan de nombrar jefe de técnicos en la radio de la que a mí me habían echado hacía dos meses. Ahora él programaba música para los oídos más exquisitos y yo escribía guiones al peso para estrellas de la tele. En cuanto al pasado, por qué no mirarlo con otros ojos, por qué no agrandar los estrechos caminos de la memoria y hacer flexible no ya el recuerdo sino nuestra opinión sobre el recuerdo. Jabato podía ser evocado como el amigo al que mi padre trataba casi como si fuera un hijo, reprendía cariñosamente, con una irritación que perdía su aspereza y adquiría un tono de comedia con el paso del tiempo. Fue, al fin y al cabo, ese amigo peculiar que toda familia desea para reforzar aún más su autocomplacencia, su carácter gregario.
Era Jabato, renacido ya como Javier Comesaña, un hombre compacto, sereno en apariencia, seguro de sí mismo también en apariencia. ¿Por qué no aceptar aquello que parecía a primera vista?
Nos sentamos en el sofá de uno de aquellos corredores pobremente iluminados de dimensiones franquistas y, mientras hablábamos de trivialidades, nos estudiamos con discreción, tratando de adivinar qué le había pasado al otro en ese tiempo en el que, tácitamente, habíamos acordado no vernos. Le había echado mucho de menos. Las partidas de billar en los bares en torno a la plaza de Santa Ana. Las copas y las canciones propias de cada antro que nos hacían bailar con el palo mientras reíamos una mala jugada del otro o intentábamos hacerle perder la concentración. Nos unía el juego, el disfrute de algunas canciones y la efervescencia etílica. Nos había unido el sexo también, pero más por necesidad que por haber sido una experiencia reveladora. Pero había otras cosas, imágenes que con su ausencia habían cobrado una importancia inesperada, provocando una segunda lectura de la relación. Había escenas como la de aquella noche, por ejemplo, en que nos habíamos quedado dormidos tras haber jugado, bebido y hecho el amor y el teléfono nos había sacado del sueño más allá de las tres de la madrugada. Eran los padres de unos amigos de Gabi en cuya casa lo había dejado esa noche a dormir. El niño había tenido una pesadilla y lloraba sin consuelo, me llamaba.
Fuimos a buscarle. Le pedí que me esperara abajo. No quería que aquella pareja viera cuál era la razón por la que les había pedido que me cuidaran al crío esa noche. En cuanto me vio, el niño miedoso se me echó a los brazos, agitado aún, sofocado. «Pero ¿qué te pasa, carita de mono, qué te pasa? Si estabas tan contento esta tarde cuando te dejé. Ay.»
Cuando bajamos a la calle, Jabato tiró el cigarro y se subió a Gabi a hombros. El crío, agotado de la llantina, apoyó la cabeza en la suya. Me rezagué un poco para verlos. La noche era tan clara que parecía teatralmente iluminada, una brisa benévola movía con dulzura las ramas de los álamos y dejaba en el aire ese aroma húmedo que tanto se parece al del semen. No nos dirigimos la palabra en todo el camino. Ni luego, al llegar a casa, cuando con la naturalidad de quien lo hubiera hecho cada noche Jabato tumbó al crío en la cama, le quitó los zapatos y le tapó con la colcha. Le acompañé a la puerta, le dije, «Lo siento», o le di las gracias. Él me acarició la cara, me dio un beso de cariño, de aceptación. Es posible que ésa fuera la noche en la que más cerca estuvimos el uno del otro.
—No lo paso mal —le dije— y encima me pagan el doble que aquí.
—Y eso te gusta.
—A mí y a ti y a todo el mundo —un ligero brote de suspicacia surgió. Lo borré de inmediato, lo quise borrar—. Preferiría haber seguido en la radio, es lo mío; preferiría que no me hubieran echado, pero no soy fija, como tú. Mi sino es ir dando tumbos.
—Eso no es dar tumbos. Eso es tener facilidad para buscarse la vida. No te va a faltar nunca nada.
—¿Sabes qué? Me leyeron las cartas el otro día.
—¿Te leyeron las cartas? ¿En quién te estás convirtiendo?
—Ay, Jabato, en la televisión tienes que ser abierto. Como te pongas exquisito no hablas con nadie. Fue una bruja. Nerea Volonsky, ¿la conoces?
—Me suena de habérsela oído nombrar a mi antiguo jefe.
—La tía cobra un huevo por leerlas pero a mí me lo hizo gratis, por ser yo quien preparaba la entrevista.
—¿Y qué? ¿Te predijo algo interesante?
—No te vas a creer lo que me dijo.
—Que volvías con tu marido.
—Pero qué dices, hombre. ¿No te lo imaginas?
—Pues no…
—Pues que me casaba contigo, tío.
—¿Conmigo? ¿Y cómo aparecí yo en las cartas?
—No, hombre —dije, soltando una carcajada—. Lo supuse yo. Ella me dijo, «Será un amigo de siempre, terco como un mulo pero buena gente. Le acaban de hacer jefe en su empresa y es idóneo para ti, que tienes que sacar un niño adelante…».
Jabato me miró. Sus mejillas se habían hinchado ligeramente, había acentuado su tono de piel, el canela del pelirrojo se había vuelto ocre. Mi broma le había pillado de sorpresa, y también a mí, después de que pronunciada irreflexivamente se quedara sostenida en el aire, entre nosotros, sacando a flote aquello que nos esforzábamos en ocultar.
—No, no dijo nada de eso, claro. Al contrario. Dijo que nunca me faltaría el trabajo, ni dinero, pero que siempre sería una desgraciada en mis relaciones sentimentales.
—¿Te pusiste a huevo para que te dijeran eso, allí, en una sala de espera de la tele?
—No dijo exactamente la palabra «desgraciada», ésa es la lectura que yo hago de sus palabras, lo que dijo es que nunca me sentiría tan satisfecha en el amor como en el terreno laboral.
—Te oigo y me parece que no te conozco. No darás crédito a esas bobadas.
—No, no es que me lo crea, pero aun no creyendo, no me gusta rondar a los adivinadores. Me afecta cualquier bobada que me digan aunque racionalmente no crea en ello. Esta gente tiene cierta perspicacia y, en realidad, es fácil calar a alguien como yo. Yo me sentiría capaz de leerle el futuro a alguien parecido a mí.
—¿Ah, sí? ¿Qué le dirías a alguien como tú?
—Lo mismo que me dijo ella: tendrás dinero, tampoco mucho pero el suficiente como para vivir bien e incluso para malgastarlo, aunque siempre sentirás el dinero como una maldición que compensa tu incapacidad para retener a alguien a tu lado.
—Eso es un tópico.
—El tópico se cumple en mí.
—Yo tenía entendido que esa gente dice siempre lo que el cliente quiere escuchar.
—Será cuando pagas… A mí, que me lo hizo gratis, me dijo la verdad —nos reímos, y vagamos por el silencio, buscando cómo llenarlo.
—¿Y de tu marido, qué?
—¿De mi marido? Ella dijo que volvería de nuevo y que de nuevo saldría mal.
—No te estaba preguntando qué te dijo la bruja. Hablaba de la vida real.
—En la vida real nada nuevo. Como la vez anterior: me llama por las noches desde una cabina, imagino que antes de subir a casa de ella, y me dice que se ha equivocado, que me quiere…
—Entonces, ¿le preguntaste a la bruja por él?
—No, no le pregunté. Salió…
—¿Tu marido salió en las cartas? ¿Hay una carta especial para los maridos? ¡Ja! Le preguntaste.
—Sí, le pregunté.
—Le preguntaste porque presientes que le vas a dejar volver.
—No, no le dejaré.
—Le dejarás. Y eso te aislará aún más porque sabes que la gente ha escuchado demasiadas veces la misma historia y los errores sentimentales pierden fuerza cuando se repiten, agotan al que los escucha.
—No era mi intención darte el coñazo con esa historia, eres tú quien la ha sacado a relucir.
—A mí no me cuentas nada no porque esté harto de escucharte sino porque sabes que te daría mi opinión y no quieres escucharla. Alguien como tú no puede culpar a nadie de haberle robado la voluntad. No quieres quedar como víctima a ojos de los demás, pero con él te comportas como si lo fueras.
—No es eso, es que hace tiempo que perdí la noción de lo que es bueno o malo para mí.
—Hay algo más complicado que todo eso.
—¿Lo ves? Tú también te ves capaz de leerle el futuro a alguien como yo.
—Sí, yo sí. Pero lo que yo te digo no está al alcance de una echadora de cartas. Para saber por qué actúan como actúan las personas hay que haber estado atento a por qué unas veces te rehúyen, otras te persiguen, haberlas querido.
El verbo en pasado. No sabía si por vergüenza a pronunciarlo en presente o porque ya estábamos hablando de algo perdido.
—Dime, ¿cuál es la razón para que le deje volver? ¿No es el amor entonces? ¿Es el niño? ¿Es el miedo?
—Puede haber algo de esas tres cosas, pero en un porcentaje tan insignificante que no convierte a ninguna de ellas en la verdadera razón. Es una cuestión de competitividad: lo que de verdad te humilla es perder. No quieres perder y aún tienes la esperanza de salir ganando. Y eres capaz de destrozarte en esta lucha. El único futuro que ves con esperanza es haber ganado la partida. No soportarías ser la perdedora. Tu papá no os enseñó a aceptar la derrota, porque él, al que pierde, no lo quiere, lo ignora.
—Ay, no, una interpretación psicoanalítica, no, por Dios. Mi vida es mía. Mis penas no se las debo a nadie, ni a mi padre.
—No hace falta ser psicoanalista, basta con haberos observado de cerca desde niño, haber comido en vuestra mesa. Para mí era extraordinario ese universo de hermanos que vivíais la debilidad de manera clandestina. Relacionabais el ganar con ser queridos y el perder con ser rechazados. Si te has educado en eso, es lógico que cualquier signo de vulnerabilidad te aterre. Cuando no os van bien las cosas preferís esconderos o mentir antes que enfrentaros a la vergüenza de reconocer un fracaso —bajó la voz, como si fuera a resumir lo dicho con una frase que resultaría más grave y dolorosa que las anteriores porque contendría la esencia de todas ellas—: Lo que te ocurre es que no puedes entender que alguien a quien tampoco querías tanto haya dejado de quererte. No aceptas esa humillación.
¿De quién estaba hablando? Sentí vértigo. El mareo que produce una verdad a la que hasta entonces no le habíamos dado forma. Tuve que sobreponerme cuando una antigua compañera se acercó a saludar. Nos levantamos los dos. Ellos charlaron luego unos minutos de algún asunto referido a los turnos.
De pronto me pareció estar viendo a otro hombre. No hay abrasivo más potente contra los complejos y debilidades que enturbiaron nuestro pasado que el poder. Su manera de meterse la mano en el bolsillo, de estudiar lo que se le preguntaba con la actitud ponderada de quien tiene la última palabra, de mesarse la barba incipiente le conferían un atractivo renovado; puede que esos gestos hubieran estado siempre delante de mis ojos y yo no los hubiera percibido, pero ahora parecía que todos sus movimientos respondieran al lenguaje corporal de un hombre que ostentase algún tipo de autoridad. La ausencia de varios meses había favorecido esa transformación ante mis ojos.
Volvimos a sentarnos en el sofá.
—Vaya —le dije, levantando las manos, como si lo presentara ante sus conocidos del pasado—, aquí lo tenemos ahora: dando órdenes.
—¡Ja! —cuando algo le desconcertaba, empezaba las frases con una risa seca, cortante—. A mí no me resulta extraño. No estoy en un corral ajeno, estoy en mi ambiente. Llevo en esto algunos años. A lo mejor a la única que le extraña es a ti.
—No, yo me alegro. Eché de menos que no me llamaras para contármelo, que no quisieras celebrarlo conmigo. Me enteré cuando vine a arreglar lo de mi liquidación.
—Bah, tampoco esto es ni tan importante ni tan difícil. Se trata simplemente de ser injusto: en esta casa el secreto está en concederle los mismos privilegios al que se toca los huevos que al que trabaja. Si te sales de esa casilla lo llevas crudo. Mandar aquí es rutinario. No como tu vida de ahora.
—Mi vida de ahora… Muchos días pienso que debería anotar cada situación grotesca que vivo a diario. Tal vez en el futuro…
—Por favor, no te enfades conmigo por todo lo que te he dicho —me tomó la mano y yo le dije que no con la cabeza, que no me enfadaría, que acababa de concederle el derecho a verme tal cual era. Aguantaría lo que fuera con tal de llevarme aquello para lo que había venido, una pequeña victoria.
—El otro día vino a la tele un grafólogo.
—¿Y éste te leyó la letra?
—Ah, no ironices, en este caso no se dice
leer.
Esto es científico, Jabato. O bueno, más científico. Era un grafólogo que trabaja para la Audiencia Nacional. Antes de comenzar el programa nos pidió a todos los del equipo que escribiéramos unas líneas y estampáramos la firma. Luego las fue leyendo en antena mientras la hoja de cada uno aparecía en pantalla. Mi tía Celia estaba viendo la tele y reconoció la mía antes de que dijeran mi nombre. Lo que dijo el hombre no estaba mal: sentido artístico, imaginación, generosidad, un carácter un poco maniático… Pero cerró su descripción con esta frase: «Dicho esto, yo personalmente evitaría en todo lo posible salir a bailar con ella.»
—¿Por qué?
—Eso dijo mi jefa, ¿por qué? Y el tío sólo añadió: «Tiene mucho peligro.»
—Jajajá, ¡acertó!
—No, no tiene gracia. No sé lo que quiso decir. Le esperé a la salida y le pregunté, «Mire, me gustaría que me explicara cuál era el significado de esa frase, porque no he acabado de entenderla». Y él va y me dice con una sonrisa, «Ah, ¿eso? No tiene importancia, tener mucho peligro no ha de ser algo necesariamente malo, me refería más bien a que yo suelo evitar ese tipo de peligros». Y ya no le pude sacar más. Coincidimos luego, desmaquillándonos, y me senté ostensiblemente lejos de él, como diciéndole, «Mira, chico, no quiero perturbarte con mi cercanía».