Lo que me queda por vivir (15 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

BOOK: Lo que me queda por vivir
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Le seguía muy cerca, justo detrás de él, casi pisándole los talones. Pienso que en el acto de no darle la mano habría un fondo de desconfianza, el miedo acumulado por tantas figuras de hombres terribles que poblaban los cuentos; y en la determinación a arrimarme a sus pisadas, la necesidad de los niños de confiar en el adulto que tienen al lado. Una entrega no ciega pero inevitable. Sí, había desconfianza y resignación.

Las calles se fueron ensanchando y llegamos a una que parecía la mía, la calle por la que el coche de mi padre subía cada verano, cada Navidad, la cuesta ahora iluminada pobremente, casi a oscuras, que desembocaba en la casa de los gritos de bienvenida de mi tía Celia y los besos húmedos de las vecinas. El hombre gritó desde la cortina de cuentas, pronunció los nombres de mi tía, de mi abuelo.

Aquel pobre paisano, al que no recuerdo haber visto más, se ha quedado en mi memoria injustamente dibujado como una mezcla de ogro y salvador; fruto, tan extraña mezcla, de las muchas veces que intentaron aleccionarme para que no me volviera a «escapar», decían. Yo acepté la idea de que me había escapado, acepté que mis hermanos se unieran a esa especie de bondadosa recriminación y disfrutaran añadiendo los mil tipos de peligros de los que por muy poco me había librado.

«El hombre del saco», decía mi abuelo, «el hombre del saco que se lleva a los niños cuando se hace de noche y ya no se sabe de ellos nunca más; ellos gritan desde el fondo del saco, pero sus gritos de auxilio no llegan a los oídos de la gente y nadie ha vuelto a ver nunca más a una criatura que él se llevara». En mi recuerdo el hombre que me llevó a casa aparece con un saco colgado del hombro. Quién sabe, tal vez fuera el hombre del saco y me perdonó la vida. Lo que sí sé es que no contemplé otra posibilidad que la de seguirle, que me hubiera llevado adonde hubiera querido. Yo no hubiera gritado, ni me hubiera rebelado, habría aceptado mi destino, frágil y valiente, esa eterna dualidad de los niños que les hace más proclives a ser sacrificados.

—No sé si pasé más miedo por perderme o por todos los peligros de los que me advertisteis cuando volví —le digo a mi tía.

—El miedo es necesario, a los niños les sirve para que anden con cuidado. Qué sería de ellos si se dejaran llevar por su capricho y no pensaran en las consecuencias.

El niño, vestido de falso corredor de encierros, baja de la cama y viene a mi lado. Se acerca a mí como si aún pudiera protegerme de un peligro antiguo. Me pone la mano sobre el hombro.

—No temas, galán, que mira cómo se las apañó tu madre para encontrar el camino de vuelta a casa.

La mano de Gabi se desliza por mi pecho, que en estos momentos me duele por una tensión que surge de un interior profundo y parece brotar en el pezón como si me lo fuera a desgarrar. Acaricia su contorno, de arriba abajo. Se diría que lo estuviera estudiando o midiendo. Mi tía lo observa. Se levanta, se mira en el espejo para anudarse el pañuelo y me dice, en apariencia, distraídamente:

—Te veo más pecho, a pesar de lo flaca que estás.

Yo deseo que no se aprecie el rubor que me ha inundado el rostro. Tengo la sospecha de pronto de que los dos, que estudian mis gestos y mis palabras con la atención anhelante de los que temen no ser amados tanto como ellos aman, lo saben todo acerca de mi secreto.

C
APÍTULO
4

EL CHICO

Seguro que había oído su nombre muchas mañanas. Ese nombre, Javier Comesaña, se habría colado innumerables veces por la puerta ligeramente abierta de su estudio y habría llegado hasta mis oídos cuando me encaminaba hacia el mío.«A los mandos,como cada madrugada», decía el gurú de los fenómenos paranormales, «manejando con destreza el timón de esta nave que nos lleva por unos terrenos poco transitados por la ciencia ortodoxa, el inefable Comesaña». Su nombre quedaba aplastado por ese recurrente blablablá con el que los locutores perezosos consumen los últimos cinco minutos de programa; en este caso, la charlatanería se adornaba con la particular jerga de los que creen descubrirle al oyente insomne esos secretos que nunca están a la vista de los que no quieren ver. Era un clásico.

Marcos y yo nos mirábamos de reojo de camino a nuestro estudio, sin perder tiempo comentando la rutinaria estupidez verbal que nos asaltaba a diario, cansados ya de haberlo hecho muchas veces —porque a la hora en la que
Voces del más allá
acababa, nosotros empezábamos lo nuestro—. Teníamos la disciplina tácita de reservar los comentarios sarcásticos para la hora del desayuno. Ahora íbamos cargados de papeles, absortos en lo inminente, como si fuéramos los encargados de abrir puertas y ventanas y expulsar del local a todos esos inocentes que escuchaban voces de fantasmas, frecuentaban casas encantadas, miraban al cielo seguros de que algún día aparecería una nave espacial y esperaban ser los elegidos para vivir la experiencia de la abducción.

Pero esa mañana le dije a Marcos, «Espera, espera un momento». Retrocedí unos pasos y asomé la cabeza por el control de sonido. Dios mío, cómo no había reparado antes. Javier Comesaña. Allí estaba. A los mandos, efectivamente. Sentado en el control, el piloto en su nave. Le sonreí y me dijo, «Vaya, al fin te decides a entrar», como si llevara esperándome desde el primer día en que empecé a presentar mi programa, hacía ya un año, y presintiera que alguna mañana caería en la cuenta y entraría a saludarle.

—¡Jabato! Cómo iba a saber que eras tú.

—Pues yo sí que sabía que eras tú quien corría por el pasillo, Chico.

El mote me hirió a la manera tonta en la que hieren los motes que nos pusieron de niños. Ya pueden perder su capacidad de describirnos en el presente, y sin embargo tienen la cualidad de hurgar en las siempre tiernas pequeñas cicatrices de la infancia. Le sonreí ocultando cualquier rastro de enojo, sabía que cualquier muestra de enfado provocaría la repetición de aquella bobada. Es el precio que se paga con los amigos del pasado, son poseedores del catálogo de los defectos de fábrica y no van a aceptar que ni el tiempo, ni el dinero, ni tan siquiera los lógicos cambios que propician la experiencia y la educación, borren lo que fuimos. Lo gordos, lo bajos, lo maniáticos, vulnerables y risibles que fuimos.

Chico. Así me llamó mi padre un 6 de enero cuando entró al cuarto donde mis hermanos y yo veíamos una y otra vez dos escasos minutos de aquella película de Charlot,
El chico
, en el CinExín que me habían traído los Reyes. «Chico», dijo mi padre, apoyado en la puerta, «eres como el Chico, clavadita», y me señaló con la mano que sostenía el cigarro. Y como nada que dijera mi padre caía en el olvido o se pasaba por alto, aquél fue un triste bautismo para mí y una celebración para mis hermanos. Mi padre les acababa de conceder la potestad de llamarme así desde ese momento, y lo que para un adulto no era más que la constatación de un parecido —que yo reconozco ahora cada vez que veo imágenes de aquel niño actor, Jackie Coogan, con sus ojos melancólicos y su flequillo recto—, para mí fue un suplicio que me acompañó muchos años, cuando aún habitaba felizmente en mis maneras de niña chicazo y, más tarde, cuando no lograba encajar dentro de las fronteras agobiantes de lo femenino.

Chico: todos mis complejos infantiles quedaron resumidos en ese nombre. Qué raras son las palabras, qué distintas en su sentido según quién las pronuncie: aquel mote consigue hoy reconciliarme con toda aquella vulnerabilidad infantil cuando lo utiliza mi marido. Dos sílabas, que en sus labios transforman en bueno todo aquello de lo que yo venía huyendo, y que me escuecen, sin embargo, como pellizco de monja, si vienen de alguien que me conoció entonces.

Pero los recuerdos no me colocaban en desventaja: yo también tenía en mi memoria el historial de taras infantiles de Jabato. No era su mote lo que podía molestarle, no. Él había exhibido siempre con orgullo ese apelativo de superhéroe pobretón y castizo; era una tarjeta de presentación más que una carga. Se lo asignaba sin problemas en el colegio, nombrándose a sí mismo en tercera persona, con una soltura de héroe de tebeo, como si el nombre respondiera a una leyenda, lo que provocaba un efecto cómico porque las leyendas que perseguían a Jabato no eran en absoluto memorables.

Lo estudiaba ahora, en esos cinco minutos escasos que me quedaban para salir corriendo y saludar a mi audiencia madrugadora. Me esforzaba en verlo como si no hubiera conocido todo ese anecdotario risible que le había definido de niño. El naranja de su pelo infantil, que tantas bromas añadía a las otras bromas, se había suavizado convirtiéndose en un ocre que le enmarcaba la cara y le confería una expresión cálida, de franco optimismo. No, no estaba mal, tenía un aspecto sano, compacto, agradable. Sin ser alto, uno sesenta y ocho tal vez, tenía ese pecho levantado con el que algunos hombres bajos parecen querer añadirse algunos centímetros más y eso le confería un aire muy masculino. Fumaba Celtas. Seguía fumando Celtas, con esa fidelidad que las personas temerosas de no poseer convicciones superiores conceden a las cosas sin importancia. Los vaqueros se habían convertido en chinos, las camisetas en camisas holgadas, siguiendo los cambios de la moda de una manera discreta. Siempre más joven de barrio que progre ortodoxo.

Jabato. En la radio, Javier Comesaña. Un nombre casi irreconocible para mí. Había estado escuchándolo durante trescientos días sin relacionarlo con el bruto de Jabato, el payaso de Jabato, Jabato el monohuevo, Jabato panocha. Ah, si no lo hubiera conocido de niño. Qué mala suerte. Todo el encanto de un hombre se puede perder por haberlo conocido de niño. De no haber formado parte de mi infancia habría sido capaz de analizar de manera inocente su presencia en un primer vistazo, igual que solía hacer en aquellos años, entregada como estaba a la búsqueda de un hombre que me gustara. Habría sopesado la posibilidad de una aventura pasajera y me habría dicho, «No está mal, por qué no, tiene ángel».

El pasado no se borra. En mi sonrisa estaba contenida toda la ironía del recuerdo: la falta de piedad con la que los chavales hablaban de ese padre con dos familias que era el padre de Jabato. La suya, lo sabíamos, era la segunda en el escalafón. Jabato era hijo de una mujer apocada de pelo prematuramente blanco que parecía incapaz de encarnar el papel que le había correspondido, el de amante. El padre pasaba unas veces por viajante; otras, decían, participaba en timos abocados al desastre. Más que chulo, era chuleta; más que infiel, un mentiroso que iba lidiando torpemente con la señora oficial y con aquella otra que, poco a poco, asumió física y moralmente un papel maternal para aquel impostor. De hecho, nosotros creímos, al principio, que Blanca no era la madre de Jabato, sino la abuela, que Jabato era un huérfano al que, de vez en cuando, entre negocio y negocio y sin previo aviso, visitaba su padre. Pero aun cuando la estrecha relación con él nos deshizo el malentendido, bautizamos cruelmente a su madre como la abuelita Blanca y nunca dejamos de considerarlo del todo un chico abandonado.

Mi padre sostenía, bajando la voz, que las ausencias del padre coincidían con estancias en la cárcel, y nos hacía sentir una pena enorme por el pobre Jabato, traerlo a casa, invitarlo a comer como si pasara hambre. A veces parecía que nos lo imponía con su compasión y nos contagiaba esa rara piedad que mi padre practicaba hacia los desgraciados, mezcla a partes iguales de compasión y arrogancia, por su incapacidad de considerar un igual a quien le producía pena, el hijo de la amante vieja de un hombre absurdo y bajito, también de pecho levantado, por chulería unas veces, por ahogo vital, imagino, otras.

Sí, la leyenda precedía al nombre, pero no de la manera en que Jabato hubiera querido, sino más bien de la contraria. Era el chico que, se decía, tenía un solo huevo. El de aspecto desastroso, con la cara humedecida por el sudor del entusiasmo exagerado, el que andaba por la vida con una sonrisa de agradecimiento, como si aún fuera peor lo que pudiera haberle ocurrido.

No era fácil mirar a alguien en el presente borrando todos los prejuicios acumulados; a pesar de que los años lo habían convertido en un hombre y habían transformado la inocencia de sus ojos en ironía y el cutis del niño pelirrojo que fue en una piel recia de la que brotaba la sombra de un vello anaranjado, me resultaba imposible, más allá de la turbación de los cambios físicos, no acabar presintiendo su antigua condición de inferior, de inferior de mis hermanos en ese escalafón escolar tácito que los niños respetan como los perros de una jauría.

—Me alegro de verte —le dije, y era cierto.

El último recuerdo o el más nítido que conservaba de él no era el rigurosamente infantil de las meriendas en casa de mis padres sino el de aquellas tardes, ya en torno a los quince, en una sala de una iglesia del barrio en la que Martín Ramos, el mismo charlatán que era hoy su jefe en la radio, impartía cursos de psicofonías, aparecidos, fenómenos paranormales y avistamientos de ovnis, lo cual no dejaba de ser lógico en una parroquia en la que los curas eran tan rojos que, prácticamente, ya no creían ni en Dios.

Nos habíamos perdido la pista desde que dejamos el colegio para ir al instituto y me sorprendió verle allí, con aires de técnico profesional a sus diecisiete años. Manejaba con soltura dos casetes que hacían las veces de equipo de sonido, tratando de conferirle, con una mezcla de música pseudooriental y voces indescifrables, un fondo dramático al discurso de Martín, que estaba allí para convencernos de algo de lo que ya estábamos convencidos por el mero hecho de asistir a sus charlas, de que los muertos nos hablaban, nos hablan.

A Martín Ramos lo escuchaba yo con candor religioso cada jueves en Radio Juventud, siempre anduvo a vueltas con lo mismo, como experto en fenómenos inexplicables. Arrimaba mi cama con ruedas a la de mi hermana, poníamos la radio entre las dos y nos acercábamos al aparato, del que surgía, a un volumen casi imperceptible para no molestar a mi padre, su voz nasal y mansa en la oscuridad. El efecto que provocaba en cada una de las dos era bien distinto: a ella le relajaba, a mí me llenaba la cabeza de amenazas. Los programas sobre el exorcismo me hicieron creer que yo padecía algunos síntomas de endemoniamiento, los de contacto con los muertos me llevaron a organizar sesiones de güija y los dedicados a los fantasmas llenaron el pasillo de mi casa de muertos que paseaban a mis espaldas. Este último miedo no puedo achacárselo sólo a Martín Ramos porque en esas presencias ya me había hecho creer de niña mi tía Celia. Un año más tarde de aquellos programas de radio, cuando mi madre murió y yo ya había superado mis devaneos con los fenómenos inexplicables, era habitual que sintiera sus pasos lentos de enferma cruzando el pasillo a mis espaldas.

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