Lo que me queda por vivir (16 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

BOOK: Lo que me queda por vivir
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La presencia fantasmal de mi madre duró seis años, el tiempo comprendido entre su muerte y el nacimiento de Gabriel. Pensé entonces que al fin había sentido piedad de mí. Desapareció el sueño recurrente que me atormentó durante tanto tiempo. Podía darse sólo una vez al mes, dos como mucho, pero siempre volvía con la misma intensidad, escalofriante e idéntico, y me dejaba atemorizada durante el resto de la noche. En aquel sueño yo la visitaba en un piso vacío que se encontraba, sin ninguna duda, en el barrio frente al cual estaba la casa familiar, es decir, la que había sido suya. Ella, sentada frente a la ventana, contemplaba los bloques de pisos donde había estado su casa, y donde ahora vivíamos mi hermana y yo. Desde aquel punto disfrutaba de una amplia perspectiva y podía vigilar nuestras vidas desde el terreno silencioso de la muerte. El sueño, con pequeñas variaciones, parecía calcado del sueño anterior: yo trataba siempre de explicarle aquellos cambios que su muerte, en parte, había desencadenado, y ella asentía, distraída, como si mis noticias sobraran. Nadie puede contarle a los del más allá lo que hacen los del más acá. Lo saben todo. «Papá se ha casado», le decía. «Con una rubia», afirmaba. «Es una rubia, sí, pero teñida», le decía yo suavizando la maldad de mi padre. «Lo sabía, lo supe desde que me imaginé a mí misma muerta.» El nacimiento del niño borró esa presencia, la borró de los sueños y de los pasillos.

A pesar de ganarse la vida gracias a la fabulación acerca de seres inexistentes, Martín Ramos ostentaba un poder cierto, real, material, entre las personas que le escuchaban cada noche en la radio. Su voz susurrante y muy bien modulada sobre la psicodelia musical nos hacía creer en su palabra con una fe que sentíamos fundamentada en razones científicas. En su programa se anunció el curso en la parroquia de mi barrio, ¡de mi barrio!, y corrí a apuntarme, enamorada de él antes de conocerlo en persona.

Ramos no decepcionaba, al menos al público ignorante (como yo) o demasiado tierno (como yo) al que solía atraer: tenía el físico del perfecto gurú. Había algo blando en su complexión y en sus gestos, una blandura que yo interpretaba entonces como el lenguaje corporal de un hombre ponderado, tranquilo, el nuevo hombre de maneras femeninas, como decía aquel columnista vivaz que mi padre leía en voz alta. «¡El hombre femenino!», repetía mi padre, «eso, que yo sepa, se ha llamado siempre de otra manera».

En las sesiones de la iglesia nos hacía colocar las sillas en círculo. «Esto», decía, «no es una charla, es una puesta en común. Aquí no hay maestro ni discípulos, hay una corriente que fluye entre todos nosotros y que sólo va a propiciar algo interesante si somos capaces de abandonar los prejuicios y el cinismo a los que nos sometemos a diario y estamos dispuestos a creer. Cuanto más positiva sea nuestra actitud, más seremos capaces de entender aquello que sólo se ve si se tiene una buena disposición». Sus fieles, en gran mayoría amas de casa, salvo dos o tres adolescentes, jamás nos hubiéramos atrevido a interrumpirle. Creíamos ciegamente en nuestra posición subordinada.

Era un milagro que aquella voz, que en la oscuridad de nuestro cuarto parecía surgir de otra dimensión, surgiera de la boca de aquel hombre de barba pulcramente recortada, nada en la onda de las barbas salvajes que se estaban dejando mis hermanos y que adornaban las caras de casi todos sus amigos. Sus palabras se deslizaban sobre la música que el ayudante, Jabato, iba poniendo y cambiando en su cometido de
discjockey
precario, alternando con delicadeza y gracia los dos casetes. Música con trinos de pájaros salvajes, música bajo la que se escuchaba, en un segundo plano, alguna voz que pronunciaba una frase indescifrable, y que generaba un ambiente de expectativa, de alientos contenidos.

La fe en Martín Ramos terminó la noche en que nos citó para un avistamiento. El acontecimiento iba a tener lugar en un campo cercano a Patones de Arriba, un pueblo de la provincia de Madrid. Lo dije en casa porque tenía que pagar el billete del autocar y un dinero extra por la experiencia. Nunca se me había pasado por la cabeza que mi padre se apuntaría, aunque su afición a los fenómenos inexplicables era tan antigua como mis recuerdos.

—¿Creéis que Dios sería tan poco práctico como para haber creado habitantes en un solo planeta? Mañana la Tierra se va a tomar por culo por el impacto de un meteorito y qué. ¿No es muy arrogante pensar que en el espacio infinito no existirá la posibilidad de otros tipos de vida? Con ojos, sin ojos, seres voladores o reptiles inteligentes. ¡Algo, algo, ahí tiene que haber algo! —y nos señalaba el cielo.

Las reflexiones visionarias de mi padre, siempre pronunciadas con gran vehemencia fuera su audiencia mucha o poca, infantil o adulta, me dejaban apesadumbrada y pesimista ya a mis seis años. La peculiaridad de la fe que mi padre parecía profesar por los misterios paranormales es que se fiaba tan poco de los gurús como de los curas. No le valían los intermediarios. Pensaba que todos escondían turbios intereses sexuales. «Escúchame lo que te digo, Julia, nunca me he quedado a solas con un cura en una habitación y nunca me quedaré, aunque sea un obispo. Un día se me sentó al lado un cura en un autocar y me cambié de sitio inmediatamente.» Por supuesto yo no entendía el alcance de lo que insinuaba. Ahora, cuando recuerdo esas palabras tantas veces repetidas por un hombre de la envergadura física de mi padre, les encuentro aún un efecto cómico.

Mi padre vino al avistamiento. Era el único hombre, salvo nuestro pastor y su técnico de sonido. Yo, que ya empezaba a sentir las grietas que se iban produciendo en mi inquebrantable admiración infantil por él, soporté su incontrolada sociabilidad con una sonrisa tensa, tratando de concentrarme en la oscuridad sólida que había más allá de la ventanilla del autobús. Le sentía hablar con las mujeres del asiento de al lado, ofrecer su petaca de coñac a unas y a otras o cambiarse de asiento para fumarse un cigarrillo con Jabato, que iba en primera fila.

Es a esa edad, creo, cuando empecé a sentirme incómoda ante su incontenible necesidad de llamar la atención. Nuestros papeles estuvieron invertidos de aquella noche en adelante: mientras la hija se mantenía contenida, el padre se mostraba hiperactivo, insolente, revoltoso, haciéndome quedar en mal lugar delante de toda esa gente con la que yo había compartido tantas emociones de orden trascendental. Pero la comunión de almas terminó para mí aquella noche de esa manera abrupta en que se dan por zanjadas las lealtades juveniles. Tuve suerte de que mi recién iniciado interés por la ufología se frustrara ahí, en ese avistamiento en el que un grupo de mujeres fantasiosas, dos de ellas (mi amiga y yo) de quince años, miraban al cielo, esperando y temiendo un objeto extraño que se fuera acercando hasta posarse sigilosamente sobre la Tierra y nos hiciera vivir un acontecimiento que nos diferenciaría del resto de los seres humanos de por vida. Lo había leído, se lo había escuchado a él en la radio, era así. Vivías aquello y ya no había retorno: eras un elegido.

Pero no se vio nada. Y no es sólo que nada se viera, sino que mi padre no nos dio tregua. No paró de hablar, señalar, interrumpir al maestro, ofrecer la tortilla de patata con pimientos que le había preparado mi madre y exponer, con una convicción que delante de aquellos fieles me parecía sonrojante, las razones por las que aquella noche no era la noche adecuada para un avistamiento: «El número de probabilidades de que aparezca en Patones esta noche un objeto volador no identificado es insignificante. Que hay seres en otros planetas, desde luego, jamás lo he dudado, que lo diga mi hija, pero que se vayan a presentar aquí por capricho nuestro, eso lo calificaría yo de milagroso. Personalmente, no creo en los milagros. Yo sólo creo en la estadística.»

Martín Ramos le miraba con una sonrisa que quería aparentar imperturbabilidad, pero en la que se apreciaba un fondo de gran irritación. Se veía incapaz de controlar a aquel hombre de simpatía exasperante, que estaba allí, como en un bar, para impedir que otro hombre focalizara la atención de todas aquellas mujeres. La paradoja es que el rencor que sentí hacia mi padre aquella noche no era sólo por su comportamiento sino por hacerme ver y juzgar con sus ojos al hombre al que hasta ese momento yo había concedido total credibilidad. Me daba coraje saberme a merced de ese sarcasmo tan suyo, que desautorizaba, a veces con razón, otras sin ella, a cualquiera que compitiera con él por cautivar al público. Mi furia era contra mí por no tener un criterio sólido propio.

Jabato observaba la situación y compartía mi misma ansiedad, pero mientras yo miraba a un punto indefinido, deseando que la experiencia acabara pronto, él movía la cabeza de manera involuntaria a un lado y a otro, hacia su jefe y hacia ese hombre, mi padre, que de alguna manera había sido como un padrino hacía unos años.

Pero la época dorada de Jabato en mi familia fue mucho antes, en el verano de la pizarra. A dos de mis hermanos les catearon las matemáticas y mi padre compró una pizarra de tamaño escolar, la puso en el hall de entrada y decidió darnos a todos, fuera cual fuera nuestro nivel, ecuaciones de primer y segundo grado, logaritmos, raíces cuadradas, ¡todo! Para un genio del cálculo como él resultaba humillante que sus hijos, los chicos, fueran no ya torpes sino desapasionados con las ciencias numéricas. Mi torpeza la toleraba, por mi condición de niña, aunque en una ocasión me lanzó una tiza a la cabeza por dormirme. Daba la clase en pijama. Llegaba a casa con su traje impecable y la corbata ya colgada del hombro. Cruzaba el pasillo a grandes zancadas sonoras con sus zapatos de tafilete y se liberaba de toda una mañana de tensiones numéricas tirándose unos pedos tremendos, como truenos, y si oía que se nos escapaba alguna risa, nos mandaba callar desde el cuarto, gritando: «¡Chicos, un respeto!», frase que luego se convirtió en la manera en que nosotros, a sus espaldas, anunciábamos una descarga ventosa. El primer día en que Jabato escuchó este recital gaseoso de mi padre soltó una carcajada enorme y se quedó helado cuando vio que los demás nos callábamos. Las zancadas de mi padre se dirigieron al salón. Miró a Jabato, que estaba como solía cuando se ponía nervioso, de color naranja, y dijo: «Y éste, ¿quién es?» «Jabato», le dijo Pepe, «que su madre no tiene dinero para pagar las clases de recuperación y él nos ha dicho que si le dejas venir, viene». Mi padre le dio esa especie de tortazo en la cabeza con el que saludaba a los chicos, un amago de abrazo brusco entre de bienvenida y de advertencia.

Jabato se quedó. Su madre era cocinera en un bar, así que la mitad de los días el chaval acompañaba a mis hermanos hasta el portal y allí empezaba a remolonear sin ánimo de irse a comer solo a su casa. Mis hermanos llamaban a mi madre por el telefonillo para hacerle la pregunta casi diaria: «¿Se puede quedar a comer Jabato?»

Mi padre le diagnosticó, casi de inmediato, una incapacidad total para las matemáticas, una torpeza que jamás achacaba a su tosquedad pedagógica. El pobre chaval se atropellaba cada vez que mi padre se dirigía a él. Se levantaba como si estuviera en la escuela y no daba pie con bola. Luego, ya en la comida, mi padre le hablaba del futuro.

—Y tú, ¿qué piensas hacer en la vida?

—Yo…, pues lo que todo el mundo.

—No, todo el mundo no hace lo mismo; unos estudian una carrera y otros aprenden un oficio. Pepe, ¿tú sabes lo que vas a hacer?

—Sí, papá, yo Derecho —respondía mi hermano, falso, mecánico.

—Bien, ¿y tú, Nicolás?

—Yo, matemáticas puras —decía Nico, sin molestarse en levantar la mirada y dejar de comer.

—La niña será mi secretaria, ¿verdad, hija?

Me hubiera gustado decir que no, que ya había pasado ese tiempo en que yo quería vivir para servirle. Pero no me atrevía a traicionarle, él vivía feliz manteniéndome en la infancia. En realidad, el único que era temerariamente sincero con él era Jabato, que no estaba entrenado en el arte de la mentira fácil, que era la que nosotros practicábamos con naturalidad. Mi padre, como buen narcisista, no prestaba demasiada atención al tono y a la intención con que le contestábamos. Le bastaba que las respuestas fueran las acertadas. Era uno de esos seres autoritarios tan centrados en sí mismos que estimulan en los súbditos una habilidad extraordinaria para burlar las normas. Pero Jabato, de natural franco, iba de frente. Y eso, ante los ojos de mi padre, le hizo visible, de una visibilidad exasperante pero jamás anodina.

—No sé, pues estudiaré una carrera, entonces.

—¿Qué carrera?

—Lo quiero pensar con tiempo.

—¡Ahora ya nadie quiere ser fontanero ni electricista! ¿Qué quiere esta gente joven? —preguntaba mi padre a ese público silencioso que procuraba esquivarle la mirada por no significarse. Y volvía a Jabato—: ¿Tú sabes lo que gana un fontanero?

—Es que yo no quiero ser fontanero.

—¿Y electricista?

—Tampoco. Yo quiero estudiar una carrera, como ellos.

—Y en tu madre, ¿no piensas en tu madre?

La mía, mi madre, intentaba tímidamente introducir otro tema de conversación y le decía luego, cuando ya nos habíamos ido al colegio, que era mejor no apabullar al muchacho. Pero cuando a mi padre se le llevaba la contraria convertía la más mínima tontería en una cuestión de honor. En aquellos años, dos o tres, su voluntad de que Jabato fuera fontanero, o electricista, monopolizó muchas, o al menos así yo lo recuerdo, muchas de las comidas a las que Jabato se quedaba. En nosotros se producía una mezcla de tensión y alivio. Tensión por ver a mi padre tan empecinado en conseguir que aquel mocoso le diera la razón y a Jabato tan tozudo en no concedérsela, y el alivio mezquino porque centrándose en él nos liberaba a nosotros de su ira, sobre todo de la que le provocaba mi hermano Pepe, que acababa de descubrir su vocación política y cada día venía con inquietantes noticias: «No existe Dios», «La propiedad privada pervierte las relaciones humanas», «Los hijos no pertenecen a la familia sino a la comunidad».

—¡Pues que te pague la vidorra que te pegas la comunidad, la de vecinos, la que sea! —gritaba airado mi padre, inquieto por aquello que jamás hubiera esperado escuchar de un hijo suyo de dieciocho años—. ¿Y a ti quién coño te ha dicho que Dios no existe? ¿Eso quién lo puede saber? Las mismas probabilidades hay de que exista como de que no.

—No existe —decía mi hermano, con una temeridad hasta entonces no mostrada—, la prueba de que no existe es que nadie ha podido probar que existe.

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