—Me fijaré a partir de ahora.
—Cuando el camarero entraba los dos nos callábamos, esperábamos a que nos cambiara el plato y una vez que cerraba la puerta volvíamos a lo nuestro. Total, que me decidí a preguntarle por el levantamiento de pecho.
—Ah, Dios mío, qué obsesión. Estás mal de la cabeza. Tienes las tetas que tienes que tener.
—Ah, no, no voy entrar a discutir sobre eso. El asunto es que él me mira fijamente y me dice, «Pero ¿por qué no te gustan tus pechos?». Y yo le contesto: «Me gustaban, me gustaban mucho, pero tuve un hijo con veintiún años y me deprime pensar que desde tan joven he dejado de verlos como eran. Mis pechos estaban aquí» —me señalé la parte alta del torso—. «Pero unos pechos con caída pueden ser bonitos», me dijo; «no hay pechos que no se caigan después de la maternidad y la cicatriz de levantarlos es una T invertida, se ve, no se puede disimular.»
—O sea, que el viejo no era un idiota.
—No, no, no era un idiota, en absoluto. Pero le insistí, le dije que probablemente si tienes un hijo a los treinta aceptas más el cambio, pero no tan pronto, cuando todas mis compañeras tienen aún los pechos en su sitio porque nadie ha tenido hijos.
—Total, que se ofreció a operarte gratis.
—No, no, ¡si hubiera sido sólo eso! Me dice: «No puedo darle mi opinión si no los veo.» Y yo, «ya». Y se hace un silencio. El camarero entró, sirvió más vino y se largó. Entonces, va y me dice: «Puede usted (porque nos llamamos todo el tiempo de usted), puede usted venir a mi clínica en Barcelona que yo le recibiré encantado, pero podría evitarse el viaje si me los enseña aquí. Les echo un vistazo y le digo si esos pechos están para una operación.»
—¡No! —Jabato se llevó las manos a la cabeza y empezó a reírse.
—¡Sí! Yo no supe decirle que no. Además, al fin y al cabo el hombre tenía razón: me ahorraba el viaje. Así que me levanté y fui hacia él. Él se levantó muy despacio, con torpeza, y se colocó frente a mí, muy cerca. Yo me desabotoné la blusa, me desabroché el sujetador y dejé las tetas al aire, sin saber muy bien adónde mirar. Entonces… —no podía contenerme la risa nerviosa, Jabato se reía también con las manos tapándose la boca—… levanta las manos y me coge los pechos como si los estuviera pesando y los balancea con las manos apretándolos ligeramente, estudiando, qué sé yo, su firmeza: como si tuviera en las manos dos manzanas. Y va y cierra los ojos. Yo miraba a la puerta, pensaba, como este hombre tarde mucho en dar un diagnóstico va a entrar el camarero. De pronto, abrió los ojos, me miró y dice: «No se los opere, por Dios, sus pechos tienen vida y personalidad, por qué quiere arrebatárselas, a mí me gustan así.»
—¿«A mí me gustan así», dijo el tío?
—Sí, eso dijo, entonces entró el camarero y, como era de esperar, puso una cara de no entender nada. Yo me cerré la blusa corriendo al ver que la puerta se abría, pero no nos dio tiempo a cambiar de postura, el uno frente al otro, muy cerca, a un lado de la mesa. Yo le dije al camarero, como excusándome: «Es que ya nos íbamos.» Y el camarero dijo: «Perfecto», con esa cara de quien está acostumbrado a presenciar momentos aún más extravagantes.
—Al viejo le gustaste.
—Bueno, tú siempre pensarías eso de un hombre que estudia los pechos de una mujer.
—¿En un comedor de la tele? Claro, sin ninguna duda.
—Yo quise interpretarlo como un gesto de generosidad hacia una mujer que tiene un complejo. Pero el caso es que luego le acompañé al plató. Le hicieron la entrevista y al acabar, entre los aplausos de la gente, el cirujano me buscó detrás de las cámaras, se me acercó ayudado por una de las azafatas y me dijo: «De cualquier manera, si no la he convencido, querida, venga a mi clínica y le haré un precio.» Entonces, sin cortarse ni un pelo me cogió la cara y me dio un beso en los labios. Lo hizo delante de todo el mundo.
—Ese hombre no había tocado dos tetas de verdad desde hacía mucho tiempo.
—Dime, ¿qué te ha parecido la historia?
—Muy tuya.
—Muy mía. Vaya respuesta. Anda, vente conmigo.
—No…
—Tomamos algo y vamos a casa…
Estaba tan segura de que lo acabaría convenciendo, estaba tan segura de que, aun a regañadientes, se acercaría a su despacho, recogería sus cosas, su nueva cartera de técnico ascendido a ejecutivo, su americana, y vendría renegando, pero vendría, lento, impacientándome, como si quisiera marcar a propósito un ritmo diferente al mío, como si quisiera mandar y no encontrara una manera más seductora de hacerlo.
—No quiero —dijo—. No quiero ir contigo.
—Soy un peligro.
—Eres una maravilla, pero para mí ahora eres un peligro.
—¿No te gustaría estar conmigo nunca más?
—¿Estar contigo? No puedo.
—Pero ¿por qué?
—Cuatro meses dan para mucho.
—¿Has conocido a alguien?
—Sí, hay alguien por ahí. Pero no puedo contártelo ahora.
—¿Por qué no? Siempre nos hemos contado todo —dije, sabiendo que no era cierto.
No dijo nada. Se encendió un cigarrillo. «Bueno, me voy», dije, y me puse el chaquetón. Nos dimos dos besos. Nos miramos fugazmente a los ojos. Eché a andar camino de las escaleras. Mis tacones sonaban contra el mármol. Sabía que me seguía los pasos, que seguía mirándome con el cigarro en la mano.
—No, nunca nos lo hemos contado todo.
Me detuve.
—¿No sabes de quién era el niño, verdad?
—¿Qué niño?
—El embarazo. No estabas segura de que yo fuera el padre.
Eché a andar.
Él seguiría mis pasos hasta que mi figura desapareciera bajando los peldaños. Seguro que apreciaba en mis andares, porque me conocía, porque me había venido observando desde niña, porque me había querido y tal vez aún me quería, el temblor que deja en el corazón una pequeña pero humillante derrota.
EL HUEVO KINDER
Tú no lo sabes, tú recuerdas aquella noche pero no sabes por qué estábamos allí, en uno de esos grandes cines de la Gran Vía un miércoles a las diez y media. Tú lo recuerdas, sí, tú recuerdas que tendrías unos cinco años, tú recuerdas, me imagino, las luces de la noche, y recuerdas lo extraña que te parecía la ciudad un día de diario, tan solitaria, sin la apabullante riada humana que bajaba y subía por sus aceras los fines de semana. Parecía una ciudad distinta de la que solíamos ver cuando íbamos a la sesión de tarde un domingo, no te parecía estar pisando las mismas aceras. Puedo recordar yo lo que tú no recuerdas. Me dijiste, «Aquí no he estado nunca», y yo te expliqué que sí, que habíamos estado muchas veces; pero en cierto modo llevabas razón, era otra realidad aquella en la que nos encontrábamos, la de los hombres de mirada torva que vagabundean en el corazón de la ciudad con las manos en la cazadora cuando las tiendas están cerradas, la de las putas que apoyan su espalda en los edificios de la calle Desengaño, la de las chicas solitarias que cruzan rápido la calle para adentrarse en otros barrios más transitados, la de aquellos que tienen la cabeza perdida o la de esas parejas incongruentes que deciden tomar el fresco al borde de una acera junto a la que pasan los coches a velocidad de autopista.
Era esa ciudad de un martes por la noche, cuando el verano está a punto de echar el cierre y es el momento en que las últimas sacudidas de calor no atraen ni a paseantes ni a turistas; las heladerías se quedan tristonas y en las cafeterías los camareros se aburren, miran por la ventana y cuando ven a una mujer joven pasar con un niño pequeño de la mano piensan que no son horas y que sus hijos ya estarán, por suerte, hace rato en la cama, en un barrio menos canalla que esta cloaca en que se ha convertido el corazón de Madrid.
Recuerdas, lo sé, a la negra cubana que te asustó cuando pasamos a su lado, la negra loca que empezó a clamar al cielo levantando sus brazos cubiertos de andrajos, a cagarse en Dios por haberla traído a este puto país donde la gente no sabía lo que era la caridad. Tú te volviste a mirarla y luego me preguntaste: «¿Por qué Dios se ha portado así con ella?», y me sorprendió la pregunta porque en casa nunca hablábamos de Dios ni tú ibas a clase de religión, pero la vieja cubana nos había mirado fijamente, como acusándonos, haciéndonos responsables de su desgracia, y había dicho: «¿Por qué, Dios mío, me condenaste a dormir en la calle como una puta perra?» Sentí tu estremecimiento porque tu mano apretó aún más la mía y tu cuerpo se acercó a mi costado buscando protección.
Recuerdas mi mano, la mano de tu madre, la mano que nunca se olvida, como yo no he olvidado la mano de mi madre, ese tacto que mi memoria ha logrado conservar entre tantos recuerdos perdidos. Recuerdas a tu madre, me recuerdas. Tu madre, firme, dura, poderosa como una roca, así me recuerdas hoy para mi asombro. La madre en la que confiaste ciegamente, aunque no lo mereciera.
Recuerdas el regazo donde te quedabas dormido, el pecho sobre el que descansaba tu cabeza, recuerdas nuestro pequeño apartamento, tu habitación sin puerta, el suelo de linóleo levantado por la humedad, tu armario lleno de piedras y de palos, el despacho amarillo, los bailes que nos proporcionaban una ilusión de felicidad y la pared de la que a veces salía gente con las manos rebosantes de sangre que querían arrastrarte al infierno. Yo te apretaba contra mi pecho pero tú no me veías, parecías poseído por el diablo, más que llorar, chillabas, y me hacías llorar a mí también y a veces creí que tus gritos en medio de la noche podrían llegar a volverme loca y acabaría tirándome por la ventana contigo en brazos. Pero no. Siempre ocurría que, cuando mis reservas de cordura estaban a punto de agotarse, tú, el niño rígido, el niño endemoniado, el niño atacado por no se sabe qué monstruo interior, comenzabas a ver lo que realmente tenías delante de los ojos, la habitación sin puerta, tu barco pirata, tu espada de madera, y entonces yo, yo que también acababa viendo que los seres salían de la pared, sentía que volvían a meterse en ella. Tú me mirabas, me mirabas con extrañeza, como si volvieras del otro mundo, como el niño exorcizado, y tu cuerpo empezaba a ablandarse y se hacía más tierno, se convertía en el cuerpo de siempre, te ibas acurrucando en mi pecho y yo, derrotada, te llevaba a mi cama y nos quedábamos los dos dormidos, abrazados, exhaustos.
Lo que hoy recuerdas, por un milagro de la mirada infantil y de la memoria que me ha concedido este regalo, es que aquella noche te sentías afortunado. Imaginabas que tus compañeros del colegio estarían ya en la cama o dándole el beso de buenas noches a sus padres con el pijama ya puesto. Los imaginabas con el cuerpo caliente y perfumado después del baño. Ah, pero tú estabas allí, como un hombrecillo, de la mano de tu madre, de la madre nerviosa, impaciente y solitaria, de la madre que no era como las otras, de la madre que tenía el pelo rojo y las cejas oscuras. Recuerdas que en ocasiones había algo anormal en ella que te producía melancolía, no sólo las cejas tan oscuras contrastando con el rojo del pelo, no sólo la ropa, no, era la mirada, una mirada que parecía estar siempre demandando algo, algo que tú no podías darle, un vacío que tu amor hacia ella no llenaba.
Acuérdate de cuando decías, «No me esperes en la misma puerta de la escuela, espérame más allá, en la esquina», porque no querías que los otros vieran a la madre distinta a las otras que venía a buscarte, pero también porque deseabas protegerla, sintiendo por ella, por mí, amor y extrañamiento a la vez.
Recuerdas que entramos en la cafetería Manila, que no existe ya salvo en aquella noche nuestra, y que te dije, «Pide lo que quieras», como dicen las tías o las madrinas, no las madres. Te dije, «Pide lo que quieras». Y delante de ti, entre los dos, como una barrera de tentaciones, crecieron un batido de chocolate, un sándwich mixto y un Banana Split, coronado con la sombrilla hawaiana de papel y una pequeña bengala. Yo no pedí nada, eran los tiempos en que me alimentaba del aire; yo picaba de tus patatas fritas, bebía una Coca-Cola y me quedaba por momentos con la mirada ausente, más en mis cosas que en las tuyas, yendo y volviendo de tu mundo al mío: de la alegría ruidosa que te había producido este regalo inesperado a la verdadera razón de nuestra huida.
Serían las ocho de la tarde, la hora en la que habitualmente él llamaba y tú te bañabas y escuchabas sin escuchar nuestra conversación desde el baño, cuando te dije, «¡Vamos, venga, vámonos al cine!», y agarré al vuelo tu chaqueta, la mía, el bolso, y casi corriendo nos presentamos en la parada de los taxis, y me preguntaste: «¿Lo paro yo, lo paro yo?», y la noche empezó así, como si la mujer adulta que era yo aceptara los caprichos del niño cuando en realidad era él quien se estaba plegando a los míos.
Recuerdas la bengala chispeante, el plátano mojado en chocolate y el helado de fresa y vainilla. Tu gula del principio y tu cansancio a mitad del plato, después de beber chocolate, comer el queso y el jamón fundidos y mirar melancólicamente el postre que no se acababa nunca. «Venga, déjalo ya, te lo dije, sabía que no podrías con todo.»
Recuerdas el cine, el viejo cine de columnas colosales pintadas de verde y con dorados tristes en los capiteles, la voluptuosidad de la moqueta en la que tus pies se hundían con la misma ingravidez que los personajes de los dibujos de la Warner, que es la ingravidez de los niños, y el perfume del ambientador que el acomodador acababa de echar.
Recuerdas haber querido ser acomodador para vestir el uniforme, tener una linterna y recibir propinas, para estar siempre viendo películas, las mismas una vez y otra, y conocer de memoria todos los desenlaces y abrir las puertas en el momento en que los títulos de crédito comienzan a bajar por la pantalla para que se cuele el halo de luz y la gente sepa que ya es hora de volver al mundo.
Recuerdas el cine casi vacío. Sólo una pareja al fondo, ella ordinaria, basta, prostituta seguramente; él seco, bronco, con su cazadora de chulo, dispuesto a dormirse, a dar la noche por perdida. El acomodador nos hizo un gesto con la mano y dijo: «Donde quieran, el cine es suyo.»
Nos sentamos. Tú no te habías fijado en esos otros dos personajes que teníamos delante, yo sí; en realidad, me arrepentí de los asientos elegidos nada más sentarnos pero me dio pereza, o no sé, eran los tiempos en que parecía reaccionario tener desconfianza del lumpen, y yo me dejaba llevar por esa corriente, como por otras tantas, íntimamente incómoda conmigo misma o asustada, consciente de mi irresponsabilidad, aunque sumisa con la bobería de la década. Pensaría, como tantas otras veces, ¿por qué no tengo la sensatez de llevarme al niño a otra fila?, ¿por qué coño siempre hay tanta distancia entre lo que debo hacer y lo que hago? Eran yonquis. Chica y chico. Uno dormía, la otra casi.