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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (23 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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—El problema no es tuyo sino suyo. Era un manso, alguien que prefiere no arriesgarse. No te definió a ti, se definió a sí mismo.

—Ya, es una forma amable de verlo, gracias, pero nadie lo entiende así. Mi tía me llamó por la noche. Me dice: «¿Qué ha querido decir el juez cuando ha dicho que no saldría a bailar contigo?» ¡El juez! Para mi tía una persona que trabaja para la Audiencia Nacional tiene por fuerza que ser un juez y lo que diga ese juez va a misa. Es irónico, pero tuve que tranquilizarla, decirle que era una broma. Y ella: «Pues si era una broma no me ha gustado, era una broma sin ninguna gracia, una broma que a un juez no le cuadra.» En realidad, a la pobre le inquietó la frase porque ella no sabe cómo es mi vida ahora. Tampoco me pregunta. Yo no cuento nada y ella no pregunta. Pero volviendo a lo que tú decías: no es que yo tenga tendencia a esconder mis fracasos. Contaría lo que me pasa si no presintiera la desaprobación, y la presiento, la presiento en cuanto sé que ellos se huelen que algo no marcha bien. Adelantan de alguna manera su reacción, así que me siento censurada y prefiero callarme. Pero no es algo propio de mi familia, Jabato, es algo común en la vida familiar. Por eso te dije un día que tú desconocías los resortes de las relaciones familiares. Tal vez lo mejor haya sido lo que te ha sucedido a ti: conocer a tus hermanas cuando ya eres un hombre, cuando no esperarán de ti ni una fidelidad a lo que fuiste ni te pedirán que seas lo que no eres. En fin, que para qué voy a decirles si estoy sola o acompañada. De qué me sirve.

—¿Estás acompañada?

—No. En cuatro meses no me ha dado tiempo a nada.

—Cuatro meses pueden dar para mucho.

—Pero he estado demasiado abrumada con el cambio. La radio me estabilizaba, tenía que someterme a diario a la disciplina de hacer que mi voz sonara alegre en días en que tú sabes que la voz no me salía del cuerpo. Cuando hablas para un público siempre hay algún tipo de impostura: eres tú pero con un optimismo que no tienes, eres tú mostrando un interés que no sientes o eres tú con una preocupación social que ese día te da por culo. Debajo de la voz importante que alguien escucha en casa siempre hay una persona mucho más pequeñita. Pero esa impostura también te fuerza, te corrige, te obliga a actuar, a hacer el esfuerzo, a interpretar… Y al fin y al cabo eres tú, eres tú haciendo el papel de ti misma. Ahora sólo puedo observar, no actúo. Escribo cosas que no tienen nada que ver conmigo, pero nada, ni remotamente. Aquí me movía entre gente que tenía intereses parecidos, una idea racional de la vida… Quiero pensar que toda esta experiencia me servirá para el futuro, pero si ese futuro no llega pronto, si mi destino es quedarme ahí preparando la entrevista con la tía que viene a leer el horóscopo o con una especialista en protocolo… Todo es cómico, pero es una comicidad que se agota rápido. Si me quedo mucho tiempo me contagiaré de todo eso. No podría no contagiarme, no sirvo para sentirme diferente. No quiero que me señalen como la rara. No me gusta, quiero ser como cualquiera.

—Te recuerdo que yo estuve cuatro años trabajando en un programa de fantasmas y sobreviví. No es para tanto.

—Era una excepción y tú eras consciente de estar trabajando para una excepción. Te rodeábamos nosotros, yo, Marcos, y el grupo que íbamos a desayunar cada mañana y nos burlábamos de todo aquello.

—Os burlabais, sí. A veces entrabais tan a saco en la burla que os burlabais de mí también, de las músicas new age que le pinchaba a mi jefe.

—Pero eso no era una burla personal.

—¿Cómo que no? En ocasiones lo era. Os sentíais como una especie de correctores morales. Era vuestro deber señalar constantemente aquello que no coincidía con vuestra manera de ver el mundo. Desde vuestra cómoda posición de progres contratados en la emisora de los progres para cumplir vuestro impecable papel de progres teníais que informarme de algo que yo ya sabía: que trabajaba para un charlatán. Me dabais tanto el coñazo con el asunto que parecía que no teníais claro que yo no participaba de todas esas creencias.

—Qué tontería.

—Me pinchabais todo el tiempo para que lo criticara abiertamente, pero yo no quería hacerlo. Yo le tenía lealtad. Él se podía ganar la vida especulando sobre fenómenos ridículos pero se propuso un objetivo tan real, tan preciso, como darme algo que hacer a los dieciséis años, cuando más perdido estaba. Se lo pidió mi madre, cuando trabajaba de cocinera en la cafetería debajo de Radio Juventud. Y él se lo tomó como algo personal. Me pagó, aunque fueran cantidades ridículas, desde el principio. Me pagó cuando yo no servía para nada. Mira, no he llegado a saber nunca si es o no es un cínico, si cree o no en todo aquello que predica. Y es probable que ni él mismo lo sepa a estas alturas. ¿Cómo podría confesarse a sí mismo, después de veintitantos años, que todo el fruto de su trabajo está basado en humo, en cosas que en realidad no existen? Es complicado fingir durante tanto tiempo. Imagino que algo de fe tiene que poner en lo que cuenta, como un cura cree que su sermón es un puente entre Dios y su parroquia. Pero de lo que sí estoy seguro es de que no hay nada de cinismo en su comportamiento personal. Es siempre considerado. Lo era con la camarera del bar de debajo de la radio. Prestaba oídos a lo que le decía esa mujer que le atendía todos los días con su aire de víctima. A ese tipo de mujeres todo el mundo se las quita de en medio, hasta mi padre, sin embargo, él la escuchó el día en que ella le contó que su chico no pisaba el instituto y que andaba por ahí, con las manos en los bolsillos, pasando el día en los bancos, liándose porros. Él le prometió que miraría si le podía buscar alguna ocupación en la radio o en algunos de esos cursos que se montaban por locales de barrio. Me llevó a Radio Juventud y me dijo, «Tú, a partir de ahora, haz como que estás por aquí trajinando en algo. Lo importante es que se acostumbren a verte». Y ahí me quedé, ordenándole los discos, llevándole el café. Me decía, «Tú, primero, le preguntas al técnico si le traes a él algo. Siempre primero al técnico». Yo hacía exactamente lo que me aconsejaba: aparenté que tenía algo que hacer y acabé encontrando una ocupación. A los dos meses, el técnico de su programa ya contaba con que yo era el que contestaba al teléfono de los oyentes. Él me coló en esta vida que tengo ahora.

»No sé si la palabra “generosidad” se permite en nuestros resabios ideológicos, pero a mí, que alguien la ejerciera conmigo, me sirvió más que todo el bombardeo de teorías abstractas que soporté en las Juventudes Comunistas, donde jamás conseguí cazar un concepto que me ayudara en la vida práctica. ¿Entendiste tú algo de aquel curso sobre Rosa Luxemburgo? ¿Te puede servir de algo toda esa palabrería a los quince años? Ahora sé que tú tampoco entendías nada, pero tenías más capacidad para fingir que lo entendías. Esas palabras andarán flotando en nuestra memoria, pero ninguna se nos quedó en el corazón. Lo único que aprendimos, tú y yo, es que no tenemos capacidad para lo abstracto, porque nos aburre y porque no podríamos ser otra cosa que gente de la calle; lo que aprendimos fue a sobrevivir en medio de la arrogancia intelectual que tantas veces nos rodeaba. Tú mejor que yo. Tú podías burlarte del charlatán de la radio y ponerle un mote, “el del crecepelo”,repetirlo hasta el aburrimiento con Marcos, y yo tenía que callarme porque el del crecepelo era el individuo que había escuchado a la camarera y que me había colado aquí, donde estoy ahora.

»Y te aseguro que a pesar de ser tan joven nunca me afectó lo que le escuchaba a mi jefe, ni tampoco la fe ciega que los asistentes a sus charlas ponían en lo que él contaba. Me sentía como un ateo que asistiera puntualmente a misa para controlar la calidad del sonido. En las reuniones de las Juventudes me torturaba el que mi cabeza siempre estuviera en otro sitio, no podía asimilar la teoría política, ni intervenir en las discusiones que se organizaban luego en el bar, y eso me acomplejaba, porque todo el mundo parecía enterarse y ser capaz de articular una opinión y yo estaba ahí, sujetando mi caña, sonriendo, el majo torpe. En cambio, en los sermones de mi jefe no me sentí obligado a simular ningún tipo de implicación personal. No me la pidió. Pero no he podido ser cínico, no he tenido tiempo, ni dinero para ser cínico. Me he visto en la obligación de agradecer lo que hicieran por mí viniera de donde viniera.

Era tal la honda sinceridad con que me hablaba, tan descargada de su habitual ironía, tan libre ya del miedo a sentirse ridículo, que pensé que llevaba años esperando la oportunidad de escucharse a sí mismo, o de que le escuchara cualquiera que hubiera formado parte de su pasado, contar cómo había llegado a ser el hombre que hoy era.

—Hace unos cinco meses, cuando me ofrecieron el cargo, cené con él. Era la primera persona a quien debía decírselo. Le invité a un buen restaurante y nos bebimos casi dos botellas de vino. Ya con un vaso de whisky en la mano, me dijo, «Y dime, ¿qué es lo que has venido a decirme?». Yo me aturdí, le pregunté si es que alguien le había adelantado algo. «No», me dijo, «pero puedo barruntar por donde van los tiros». Y añadió algo parecido a lo que te decía yo antes: basta con estar atentos para intuir por qué las personas que tenemos cerca actúan como lo hacen. «Llevo observándote muchos años», me dijo, «desde que eras un chaval, ¿cómo no me voy a imaginar que si te has decidido a invitarme a cenar en un sitio como éste es porque hay algo que me quieres decir y aún no te has atrevido?». Se lo dije entonces, le dije que le dejaba, le pregunté por cortesía si le importaba, pero no fui más allá, no tuve esa tentación hipócrita de decirle que si él no quería renunciaría al cargo. Porque era evidente que la decisión ya estaba tomada.

»Me dijo entonces: “Siento un escozor, para qué lo voy a negar, en algún sitio remoto de mi corazón siento un escozor. Y aunque te diga que lo entiendo, que lo podía prever y que me alegro, también te aseguro que esta noche, cuando me meta en la cama, repasaré todas aquellas cosas que me debes, desde la más insignificante a la más valiosa.” “No ha habido nada insignificante, yo sé muy bien lo que te debo”, le dije. Pero él me calló, me dijo: “No quiero que me agradezcas ahora nada, sino que me lo agradezcas siempre, que no te olvides de mí. Se encuentran realizadores igual de buenos que tú”, me dijo. “Ya lo sé”, le dije. “Pero a nosotros nos unía algo más que la profesión, ¿no?” Fue la única vez que pareció que me suplicaba un reconocimiento. Pero yo soy tosco, y me quedé callado.

»De pronto, tras un silencio del que yo pensé que sólo se podía salir pidiendo la cuenta y marchándonos, me preguntó algo que me dejó muy desconcertado: “¿Y tú, Javi, ¿qué sabes de mí?” Y le dije: “Sé lo que tengo que saber, lo que eres, una gran persona que me ha ayudado desde que era un chaval…” “De verdad, ¿soy sólo eso?”, dijo. “¿Una gran persona? ¿Porque te ayudé? ¿Todo lo que sabes de mí es en relación a tu propia vida? Te estoy preguntando por mí, ¿qué coño sabes tú de mí?” Entonces me quedé callado porque intuía que me iba a confesar algo en lo que yo jamás había pensado hasta ese mismo instante. “Soy homosexual.” Homosexual. La palabra estaba en mi mente antes de que él la pronunciara. Como si en ese diminuto fragmento de tiempo lo hubiera visto como era por primera vez: pulcro, delicado, el homosexual melancólico.

»Le pregunté aquello que creía que él estaba esperando: “¿Por qué no me lo dijiste?”; “¿Decírtelo? No quise perturbar al machito de barrio, luego no me di cuenta de que no tenía que hacer ningún esfuerzo por ocultarlo, no tenías demasiado interés sobre lo que yo hacía cuando tú no estabas”.

»Me hizo sentirme culpable, aún me siento un poco culpable, aunque me justifico pensando que dos personas casi nunca coinciden en la atención que se dedican. Mi madre se pasó la vida cuidándome y se murió sin que yo le preguntara, ¿Por qué estuviste toda la vida aguantando a un sinvergüenza que no llegó a ser ni tu marido? ¿Por qué me sometiste a mí a la misma humillación? Si no se lo pregunté no fue por vergüenza o por no herirla, simplemente es ahora cuando esas preguntas se me vienen a la cabeza, cuando ya no puede responderlas, a lo mejor precisamente por eso, porque su ausencia le da un interés, un misterio que antes no tenía. No estuve atento, la quise mucho sin reparar en ella.

Se quedó callado, desinflado, vacío. Nunca se dice lo que se espera decir, aunque se trate de una confesión que uno ha estado ensayando desde hace mucho tiempo. Ahora estaba sopesando, sin duda, si el retrato que había hecho de sí mismo era el acertado.

—¿Nos vamos? —le dije levantándome—. ¡Vámonos de aquí! Vámonos a algún restaurante de Madrid.

—No puedo, tengo una reunión pronto por la tarde…

—Venga ya —le tomé la mano, le hice sonreír, quería arrastrarle fuera de allí, como tantas veces en que podíamos cambiar el curso de un día por un capricho y faltar al trabajo—, no me digas que no puedes llamar y decir que tienes una cita: ¡eres jefe, tío! Quiero seguir hablando, quiero que me cuentes.

—Te juro que no puedo. Otro día. Y ya he hablado demasiado.

—Dime, ¿crees que tengo peligro?

—Sí, claro, pero eso es lo interesante.

—Te voy a contar una cosa que me pasó la semana pasada, pero… te lo cuento y lo olvidas. Lo olvidas para siempre. Es tan… —me dio un ataque de risa—. Me da una vergüenza que me muero.

Se reía contagiado por mi risa.

—Mi jefa tenía un invitado, un cirujano plástico, el doctor Barceló, ¿lo conoces?

—No, no conozco a cirujanos plásticos.

—Eres un paleto, Jabato, a este cirujano plástico lo conoce todo el mundo. Tú no, pero es conocido, te lo aseguro. Es como el padre de los cirujanos plásticos.

—Vale, Barceló.

—Mi jefa tenía que comer con él pero me dijo, «Mira, no puedo, no me da tiempo, si no te importa, ve tú y le acompañas». La comida se servía en el comedor de invitados de la tele, o sea, un comedor privado, dos camareros sirviéndonos, la hostia, yo no sabía ni que eso existía.

—Yo sí.

—Tú sí, vale, tú sí. No te hagas el listo porque me cortas y no puedo contártelo. Es demasiado lamentable.

—No digo nada, sigue.

—Bien, voy al comedor y, ¿qué dirás que me encuentro? A un anciano. Me quedé desconcertada.

—¿Por qué?

—Pues porque no me imaginaba a un anciano operando. Por el pulso. El pulso es fundamental, ¿no?

—Ahora me explico algunas caras que se ven por ahí.

—A lo mejor no coge él el bisturí, pensé. Yo qué sé. El tío tiene una reputación. Sigo. Era un hombre muy amable, encantador. Los camareros entraban, nos servían y luego cerraban la puerta y nos dejaban solos. Era chocante estar comiendo en aquel sitio panelado en cerezo, con manteles con el logotipo de la tele bordados, con comida de restaurante y no la mierda que nos echan todo el día en el comedor. Era raro, teniendo casi en la puerta los barracones en los que yo trabajo a diario. Estábamos sentados a una mesa enorme. Nos habían situado el uno frente al otro en el ancho de la mesa, no a lo largo, claro, pero de todas formas estábamos muy lejos el uno del otro. Tanto es así que al ir a brindar me tuve que incorporar para que nuestras copas chocaran. Yo le preguntaba curiosidades sobre ese tipo de intervenciones. Al principio detalles meramente clínicos, sabes, como, ¿cómo es la cicatriz que deja el aumento de senos? Esas cosas. Luego, como el hombre se mostraba muy complaciente, ya me conoces, fuimos entrando en nombres propios y me fue revelando detalles de personas célebres a las que había operado. No sólo a mujeres, hay muchos más hombres de los que te imaginas que se han quitado la papada.

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