Me sumergí entre los estantes de los muñecos y escuché a una clienta que les decía a las vendedoras: «Deben de tener ustedes el equipo de música estropeado porque este villancico ha sonado ya tres veces.» «Ah, no se preocupe», dijo la dependienta, «nosotros ya no los oímos». «Pero yo sí», dijo la mujer. «Lo siento mucho, yo no puedo hacer nada ahora, vaya al encargado.» La mujer pasó a mi lado, determinada en su decisión de protestar ante quien fuera, pero se quedó a medio camino. «Qué importa», dijo como pensando en voz alta, «si en realidad, me voy ya». Y nos sonreímos con una consoladora complicidad, con esa alegría que te da encontrar a otro ser humano que se siente también abrumado en el hormiguero navideño.
Los dependientes iban de un lado a otro cargados de cajas de construcciones, barcos piratas, Barbies, ponis, puzzles. Realmente no se les podía pedir nada, salvo desear que sobrevivieran a nuestra invasión. Me quedé extasiada mirando los estantes de peluches. Nunca he podido conformarme del todo a que los muñecos desaparecieran de mi vida. Si nunca me sentí sola en mi infancia creo que fue gracias a mis muñecos. Hablaba con ellos, a veces como madre, otras como su maestra, los sentaba a todos en el suelo frente a mí, ante el encerado de mi escuela imaginaria. Esto provocaba la burla de mis hermanos. Abandoné a mis muñecos muy tarde, y no porque hubiera dejado de «creer» en ellos sino por vergüenza.
Ahora estaba allí, sumergida en el olor intenso del plástico de las muñecas, esa especie de perfume que es de la felicidad de las horas de juego. Las muñecas dentro de sus cajas abajo, los peluches arriba. Animales de todo tipo. Osos, osos para dormir, gusanos de luz para aplacar el miedo de los niños a la oscuridad, perros para suplir al perro que no van a tener, gatos de apariencia dócil que permiten el abrazo descontrolado de los niños. En un rincón, bajo un cartel escrito a mano que rezaba: «Los animales del Arca de Noé», se agrupaban animalillos muy cómicos, adorables, que tenían como aliciente emitir el sonido propio de su especie si se les apretaba el vientre. Cogí un elefante, un mono, un cerdo, un tigre, un león… Fui cargada hasta la caja con siete u ocho animales, calibrando cuál sería el más adecuado para cada sobrino. Me reservé el cerdo de peluche rosa para Gabi. Años más tarde me diría, desvelándome una vez más las insospechadas sensaciones que experimentan los niños, que a pesar de que el cerdo fue sin duda su compañero más querido durante muchos años, aquel día de Reyes tuvo vergüenza de ser, entre todos sus primos, el elegido por Sus Majestades para llevarse a casa un cerdito rosa.
Ya en la caja, la dependienta tomó uno de los animales. Miró la etiqueta y luego me miró a mí. «¿Cuántos se lleva?», preguntó. Abrí los brazos y los dejé caer a todos sobre el mostrador. Fue entonces cuando, tras una seña que le hizo la cajera a otro compañero, los villancicos dejaron de sonar para dar paso a una música celebratoria, como de gala de televisión, ese tipo de música que avisa al público de que tienen que arreciar los aplausos. Así fue. Los dependientes, unos seis, paralizaron cualquier actividad a la que estuvieran entregados en ese momento y, colocándose detrás del mostrador, aplaudieron. Yo miré a un lado y a otro sin entender qué es lo que estaba sucediendo, imaginando que a mis espaldas ocurría algo que los demás ya habían visto.
—El Juguete de la Semana. Ha elegido usted el Juguete de la Semana —dijo la dependienta.
—Anda ya —dije, y busqué en algún lugar de la tienda el indicio de la broma.
Enferma como estaba de televisión me creí víctima del programa
Inocente, inocente
. Me sentía ridícula, miraba a un lado y a otro sin entender la escena: los empleados sonriéndome (sin poder ocultar su agotamiento); los compradores felicitándome (algunos estaban al tanto del Juguete de la Semana: «Lo anuncian por la radio», me dijo el señor que esperaba su turno detrás de mí) y la música entusiasta inflada de trompetas y batería, que celebraba la aparición del premiado. No sabía muy bien qué hacer, tal vez debía decir unas palabras o hacerme una foto con aquellos dependientes uniformados y con el Juguete de la Semana. Todo fue tan sencillo como pagar uno sólo de los animalitos y llevarme los otros gratis. Habitualmente los clientes elegían sólo un Juguete de la Semana, pero yo, tratando de ser equitativa con los sobrinos y que no compitieran como el año anterior, había optado por comprarles a todos un animal, es decir, había elegido ¡siete juguetes de la semana!
Di torpemente las gracias, varias veces, abrumada por mi tremenda suerte, por haberme ahorrado tanto dinero y porque siempre me ha dado vergüenza ganar concursos.
Salí a la calle con una gran bolsa al hombro, los animalillos apiñados en ella, con sus sonidos interiores esperando a que los niños les apretaran el vientre y barritaran, aullaran, roncaran, maullaran… Un desfile de familiones, con la lentitud exasperante de las multitudes, despejaba poco a poco la Puerta del Sol, se retiraba el gentío a casa con los niños en brazos, exhaustos, aturdidos por la emoción, vencidos por el cansancio. Un sinfín de bufandas tapando las pequeñas bocas que habían estado varias horas abiertas, absortas en aquel espectáculo premonitorio de lo que tendrían en sus manos el día siguiente o gritando el nombre del Rey favorito. Las madres y los padres se repartían el peso, una llevaba al crío en brazos y el otro la escalera.
Ese espectáculo familiar podría haberme ofendido en otro momento de más pesadumbre, pero aquella noche sentía una especie de ligereza, de liberación: el de la mujer que camina al centro de la ciudad no deambulando como las personas solitarias sino en busca de su objetivo, de los regalos que van a ser la prueba a ojos de su familia de una estabilidad conquistada.
Esa mujer tenía dinero en los bolsillos, un capital para ella, había salido de casa a gastarse lo que fuera necesario, sin límite, y una vez más había sido tocada por la vara de la fortuna. En esos momentos de exaltación anímica que se producían tan de improviso como los de peligroso decaimiento, la mujer joven, la chica aún, sentía que respondía a las expectativas que sus padres pusieron en ella, se encontraba a gusto dentro de su horma: optimista y afortunada. Se paró en la esquina de la calle Mayor con la Puerta del Sol y tuvo que apoyarse en la pared de la confitería de La Mallorquina para degustar esa especie de mareo de felicidad. Le entraron ganas de reírse. Se llevó la mano a la cara para tapar la carcajada que incontroladamente le venía a la boca. Aún tenía los ojos cerrados cuando escuchó una voz que parecía dirigirse a ella.
—A eso se le llama tener suerte —dijo la mujer que había protestado por el interminable villancico en la juguetería.
La miré. Me alegré de tener a alguien a quien mirar, de tener con quien compartir mi suerte, de mi gran suerte.
—Sí, voy a volverme a casa con los bolsillos llenos de dinero.
—¿Te puedes creer que no me había acordado de que hoy era la Cabalgata? Me metí en la juguetería por aburrimiento. Era tal la multitud que no sabía por dónde salir… He comprado un puzzle. Para mi madre. Está mal de la memoria, le vendrá bien.
Estaba allí parada, a mi lado, sin razón ya para la espera en una calle que, milagrosamente, parecía despertar a su vida habitual con determinación, abriendo el paso al tráfico, a los viejos, a las putas, a los hombres turbios de cazadora de ante que subían hacia la calle Ballesta, a la gente joven que comenzaba su noche en ese momento. Rondaba los cuarenta. Tenía el pelo muy corto que le despejaba por completo una cara ancha, de enormes ojos que de tan abiertos parecían estar anhelando algo que yo no lograba comprender.
—¿Tomamos una caña? —dijo.
—¿Una caña? —titubeé—, es que me están esperando.
—Ah, bueno, nada… No importa. Me dio la impresión de que andabas por aquí, sin plan, como yo. No sé si te parezco rara.
—No, no, no. En absoluto. Es que me esperan, en serio.
Me colgué la bolsa del hombro y le dije:
—Bueno, pues ya nos encontraremos alguna vez por aquí.
Es posible que si hubiera sido una persona con un aspecto más dudoso no me hubiera atrevido a negarle mi compañía. Inercias de la época. A esta mujer de apariencia formal, tranquilizadora, cuya única rareza o peculiaridad estaba en tener una mirada demasiado intensa, podía descartarla sin sentir que la estaba rebajando.
—Me gusta tu voz —me dijo después de haber andado varios pasos, como si antes no se hubiera atrevido.
—¿Mi voz?
—Sí, te oía todas las mañanas. Eras tú, ¿verdad?
—Sí, era yo.
—Qué pena no escucharte ya. Me alegraba esa voz. Por eso me atreví a decirte que si… Perdona.
—No, no importa. Al contrario, gracias.
Eché a andar pensando en que a pesar de que la vida, la mía o la de cualquiera, sería menos solitaria si aceptáramos sin reservas sentarnos a charlar con una desconocida obviando la condición tácita de poseer un pasado común. También resultaba evocador no llegar a consumar esa conversación, marcharse a casa tras haber acumulado una colección de pequeñas pero significativas alegrías.
Salí a la calle Alcalá con la intención de tomar un taxi. Si no hubiera sido por la bolsa de los muñecos habría echado a andar para el barrio con las manos en los bolsillos, como tantas veces, desafiando las horas y los tramos solitarios.
Una pareja bajaba la calle paseando tranquilamente. Llevaban de la mano a un niño. Mi miopía y la confusión entre el gentío y las luces urbanas me llevaron a observarlos sin distinguirlos de los demás, como si fuera una más de las parejas con niño que había visto esa tarde. Ellos hablaban animadamente y tampoco repararon en mí. El crío saltaba, como todos los críos, colgándose de las manos de sus padres. Sólo al tenernos muy cerca nos reconocimos. Puede que nos hubiéramos reconocido antes de no ser porque aún nos sentíamos ajenos a nuestros nuevos papeles. El niño soltó de inmediato las manos al reconocerme y vino hacia mí. Se quedó delante, a un palmo, parado.
—Mami.
—¿Qué tal? —dijo Alberto. En su mirada se apreciaba su voluntad de disculpa por usurparme ese tramo de la calle, el paseo, la víspera de Reyes, por haberme usurpado la cabalgata que provoca la infelicidad de las mujeres y los hombres solitarios que no tienen la mano de un niño a la que aferrarse, por haberle cedido la mano de mi hijo a otra mujer.
—Pues bien. De compras.
—¿Qué llevas en esa bolsa? —dijo el niño.
—Cosas de la casa, nada que te pueda gustar.
Los cuatro estábamos paralizados. Yo, ante ellos, desarmando con mi sola presencia eso que había sido una familia hasta encontrarse conmigo. Gabi, inmóvil entre ellos y yo. Marga evitaba cruzar su mirada con la mía y la fijaba en el niño, que era sin duda el único que podía mantener una actitud digna en ese momento.
Ella sabía, yo sabía, que este encuentro hundiría a nuestro hombre en el arrepentimiento, que me llamaría al día siguiente y enmascararía su culpa con una declaración de amor, que yo posiblemente aceptaría su vuelta y que ese nuevo intento aumentaría el rencor de ella, el fracaso de él y mi abatimiento. Y en medio del inevitable derrumbe colocaríamos al niño, al gran diplomático, al experto en no herir los sentimientos de nadie, en no decir el nombre de ella en mi presencia, en ser bondadoso con ella en mi ausencia y leal con él a pesar de saber que si volvía sería para quedarse en casa sólo unos días. Todos nos mostrábamos confusos menos él, el hombrecillo, el niño musical, que ya se sabía con la responsabilidad de manejar esa situación. Esa pericia, el recuerdo de su pericia, me duele más que ninguna otra angustia pasada.
Nos despedimos sin saber cómo hacerlo. Alberto dio un paso adelante, puede que con la intención de darme un beso, pero comprendió que yo no iba a besarle y ya no avanzó más. El niño tomó mi cara entre sus manos, como solía, y me besó en los labios. Volvió al lado de su padre y los tres se fueron caminando, el niño en el centro, pero ahora sin cogerse las manos para no ofenderme, para demostrar que aún no estaba claro que ese lazo que tenían en común no fuera a romperse. El niño se volvió. Yo sabía que se volvería. Lo esperaba, y me dijo:
—Pero si quieres te puedes venir a comer una hamburguesa.
Le dije que no con la cabeza y le lancé un beso con la mano.
Como no pasaban taxis libres me acerqué a la parada de autobuses de la plaza de Cibeles. Entré en la cabina de teléfonos y marqué el número de mi hermana. Respondió una de mis sobrinas y le dije que llamara a su madre, que era urgente.
—¿Pasa algo? —dijo mi hermana.
—Nada —dije—, nada.
Me llevé la mano al pecho y respiré hondo. Tapé el auricular para que no se oyera un gemido que se me había escapado, incontrolado.
—No te lo vas a creer, no te lo vas a creer —le dije.
—¿Estás bien?
—Escucha, fui a la juguetería de la calle Mayor, donde vimos hace un mes aquellos peluches tan graciosos. Vaya, que decido coger uno para cada uno: siete en total. He pensado, así acabo antes y no se pelean como el año pasado. Pero resulta, es increíble, resulta que me ha tocado el premio al Juguete de la Semana.
—¿Un premio?
—Bueno, ha sido más que un premio, porque he ido a escoger siete juguetes premiados. Sólo he tenido que pagar uno.
—¿En serio? —la oía reírse—, esas cosas sólo te pasan a ti.
—Sonó una música de pronto, una música como… como triunfal. Me aplaudieron los dependientes. Al principio pensé que alguien había querido gastarme una broma. Te juro que si no fuera porque tengo la bolsa de los peluches en la mano pensaría que todo ha sido un sueño.
UNA PEQUEÑA DERROTA
Estaba de espaldas, al lado de la máquina de café, en una mano el cigarro, en la otra el vasito de plástico. Escuchaba, no me cabe ninguna duda, mis pasos solitarios sobre el suelo de mármol, pero no quería volverse; pensé, no quiere volverse y aceptar que está deseando verme, que queremos vernos después de cuatro meses. Prefería mantener su absurda postura de cara a la pared, hacer como que toda su atención estaba centrada en quitarse una brizna del cigarro sin filtro de los labios. Actuaba de esa manera fraudulenta en que a veces tratamos de ser nosotros mismos cuando nos sentimos observados. Aún no nos habíamos saludado y ya estábamos siendo empecinadamente lo que éramos, marcando el territorio, a la defensiva, como si el cariño o la camaradería que sin duda sentíamos el uno por el otro nos naciera con una tara que nos enrocara aún más en nuestros aspectos más vulgares y maniáticos. Pero me alegraba de verlo, me alegraba.