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Authors: Mircea Eliade

Tags: #Ensayo, Religión

Lo sagrado y lo profano (20 page)

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Tema inmenso porque no sólo interesa al historiador de las religiones, al etnólogo, al sociólogo, sino también al historiador, al psicólogo y al filósofo. Conocer las situaciones asumidas por el hombre religioso, penetrar en su universo espiritual, es, a fin de cuentas, contribuir al progreso del conocimiento general del hombre. Es cierto que la mayoría de las situaciones asumidas por el hombre religioso de las sociedades primitivas y de las civilizaciones arcaicas han sido superadas desde hace mucho tiempo por la Historia. Pero no han desaparecido sin dejar huellas: han contribuido a hacer de nosotros lo que somos hoy día, forman parte, pues, de nuestra propia historia.

Como hemos repetido en varias ocasiones, el hombre religioso asume un modo de existencia específico en el mundo y, a pesar del considerable número de formas histórico-religiosas, este modo, especifico es siempre reconocible. Cualquiera que sea el contexto histórico en que esté inmerso, el
homo religiosus
cree siempre que existe una realidad absoluta,
lo sagrado
, que trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso mismo, lo santifica y lo hace real. Cree que la vida tiene un origen sagrado y que la existencia humana actualiza todas sus potencialidades en la medida en que es religiosa, es decir, en la medida en que participa de la realidad. Los dioses han creado al hombre y al Mundo, los Héroes civilizadores han terminado la Creación, y la historia de todas estas obras divinas y semidivinas se conserva en los mitos. Al reactualizar la historia sagrada, al imitar el comportamiento divino, el hombre se instala y se mantiene junto a los dioses, es decir, en lo real y significativo.

Es fácil de ver la separación existente entre este modo de estar en el mundo y la existencia del hombre arreligioso. Ante todo se da el hecho de que el hombre arreligioso rechaza la trascendencia, acepta la relatividad de la «realidad», e incluso llega a dudar del sentido de la existencia. Las demás grandes culturas del pasado han conocido, también, hombres arreligiosos y no es imposible que los haya habido incluso en los niveles arcaicos de cultura, a pesar de que los documentos no hayan atestiguado todavía su existencia. Pero sólo en las modernas sociedades occidentales se ha desarollado plenamente el hombre arreligioso. El hombre moderno arreligioso asume una nueva situación existencial: se reconoce como único sujeto y agente de la historia, y rechaza toda llamada a la trascendencia. Dicho de otro modo: no acepta ningún modelo de humanidad fuera de la condición humana, tal como se la puede descubrir en las diversas situaciones históricas. El hombre
se hace
a sí mismo y no llega a hacerse completamente más que en la medida en que se desacraliza y desacraliza al mundo. Lo sacro es el obstáculo por excelencia que se opone a su libertad. No llegará a ser él mismo hasta el momento en que se desmitifique radicalmente. No será verdaderamente libre hasta no haber dado muerte al último dios.

No es de nuestra incumbencia el discutir aquí esta postura filosófica. Hagamos constar tan sólo que, en última instancia, el hombre moderno arreligioso asume una existencia trágica y que su elección existencial no está exenta de grandeza. Pero este hombre arreligioso desciende del
homo religiosus
y, lo quiera o no, es también obra suya, y se ha constituido a partir de las situaciones asumidas por sus antepasados. En suma, es el resultado de un proceso de desacralización. Así como la «Naturaleza» es el producto de una secularización progresiva del Cosmos obra de Dios, el hombre profano es el resultado de una desacralización de la existencia humana. Pero esto implica que el hombre arreligioso se formó por oposición a su predecesor, esforzándose por «vaciarse» de toda religiosidad y de toda significación trans-humana. Se reconoce a si mismo en la medida en que se «libera» y se «purifica» de las «supersticiones» de sus antepasados. En otros términos: el hombre profano, lo quiera o no, conserva aún huellas del comportamiento del hombre religioso, pero expurgadas de sus significados religiosos. Haga lo que haga, es heredero de éstos. No puede abolir definitivamente su pasado, ya que él mismo es su producto. Está constituido por una serie de negaciones y de repulsas, pero continúa obsesionado por las realidades de que abjuró. Para disponer de un mundo para sí, ha desacralizado el mundo en que vivieron sus antepasados; pero, para llegar a esto, se ha visto obligado a adoptar un comportamiento totalmente contrario al comportamiento que le había precedido, y este comportamiento lo siente todavía dispuesto a reactualizarse, de una forma u otra, en lo más profundo de su ser.

Como hemos dicho, el hombre arreligioso en
estado puro
es un fenómeno más bien raro, incluso en la más desacralizada de las sociedades modernas. La mayoría de los hombres «sin-religión» se siguen comportando religiosamente, sin saberlo. No sólo se trata de la masa de «supersticiones» o de «tabús» del hombre moderno, que en su totalidad tienen una estructura o un origen mágico-religioso. Hay más: el hombre moderno que se siente y pretende ser arreligioso dispone aún de toda una mitología camuflada y de numerosos ritualismos degradados. Como hemos mencionado, los regocijos que acompañan al Año Nuevo o a la instalación en una nueva casa presentan, en forma laica, la estructura de un ritual de renovación. Se descubre el mismo fenómeno en el caso de las fiestas y alborozos que acompañan al matrimonio o al nacimiento de un niño, a la obtención de un nuevo empleo, de una promoción social, etc.

Se podría escribir todo un libro sobre los mitos del hombre moderno, sobre las mitologías camufladas en los espectáculos de que gusta, en los libros que lee. El cine, esa «fábrica de sueños», vuelve a tomar y utilizar innumerables motivos míticos: la lucha entre el Héroe y el Monstruo, los combates y las pruebas iniciáticas, las figuras y las imágenes ejemplares (la «Joven», el «Héroe», el paisaje paradisiaco, el «Infierno», etc.). Incluso la lectura comporta una función mitológica: no sólo porque reemplaza el relato de mitos en las sociedades arcaicas y la literatura oral, todavía con vida en las comunidades rurales de Europa, sino especialmente porque la lectura procura al hombre moderno una «salida del Tiempo» comparable a la efectuada por los mitos. Bien se «mate» el tiempo con una novela policíaca, o bien se penetre en un universo temporal extraño, el representado por cualquier novela, la lectura proyecta al hombre moderno fuera de su duración personal y le integra en otros ritmos, le hace vivir en otra «historia».

La gran mayoría de los «sin religión» no se han liberado, propiamente hablando, de los comportamientos religiosos, de las teologías y mitologías. A veces les aturde una verdadera algarabía mágico-religiosa, pero degradada hasta la caricatura, y por esta razón difícilmente reconocible. El proceso de desacralización de la existencia humana ha desembocado más de una vez en formas híbridas de magia ínfima y de religiosidad simiesca. No pensamos en las innumerables «pequeñas religiones» que pululan en todas las ciudades modernas, en las iglesias, en las sectas y en las escuelas pseudoocultistas, neoespiritualistas y sedicentes herméticas, pues todos estos fenómenos pertenecen aún a la esfera de la religiosidad, aunque se trate casi siempre de aspectos aberrantes de pseudomorfosis. Tampoco hacemos alusión a los diversos movimientos políticos y profetismos sociales, cuya estructura mitológica y fanatismo religioso son fácilmente discernibles. Bastará, para poner sólo un ejemplo, recordar la estructura mitológica del comunismo y su sentido escatológico. Marx recoge y continúa uno de los grandes mitos escatológicos del mundo asiano-mediterráneo, a saber: el del papel redentor del Justo (el «elegido», el «ungido», el «inocente», el «mensajero»; en nuestros días, el proletariado), cuyos sufrimientos son llamados a cambiar el estatuto ontológico del mundo. En efecto, la sociedad sin clases de Marx y la desaparición subsiguiente de las tensiones históricas encuentran su más exacto precedente en el mito de la Edad de Oro que, según múltiples tradiciones, caracteriza el comienzo y el fin de la historia. Marx ha enriquecido este mito venerable con toda una ideología mesiánica judeo-cristiana: por una parte, el papel profético y la función soteriológica que asigna al proletariado; por otra, la lucha final entre el Bien y el Mal, que puede parangonarse sin dificultad con el conflicto apocalíptico entre Cristo y el Anticristo, seguida de la victoria decisiva del primero. Es incluso significativo que Marx vuelva a echar mano, por su cuenta y riesgo, de la esperanza escatológica judeo-cristiana de un
fin absoluto de la Historia
; en esto se separa de los demás filósofos historicistas (por ejemplo, Croce y Ortega y Gasset), para quienes las tensiones de la Historia son consustanciales a la condición humana y nunca pueden ser abolidas por completo.

Pero no es sólo en las «pequeñas religiones» o en las místicas políticas donde se encuentran comportamientos religiosos camuflados o degenerados: se los reconoce incluso en los movimientos que se proclaman francamente laicos, incluso anti-religiosos. Así, en el desnudismo o en los movimientos en pro de la libertad sexual absoluta, ideologías donde se pueden entrever las huellas de la «nostalgia del Paraíso», el deseo de reintegrarse al estado edénico anterior a la caída, cuando no existía el pecado y no se daba una ruptura entre la bienaventuranza carnal y la conciencia.

Es interesante también comprobar cuántos escenarios iniciáticos persisten en múltiples acciones y gestos del hombre arreligioso de nuestros días. Dejamos de lado, bien entendido, las situaciones en que perdura, degradado, un cierto tipo de iniciación; por ejemplo, la guerra y, en primer lugar, los combates singulares (sobre todo de los aviadores), hazañas que entrañan «pruebas» equiparables a las de las iniciaciones militares tradicionales, a pesar de que, en nuestros días, los combatientes no se den ya cuenta de la profunda significación de sus «pruebas» y apenas se beneficien de su alcance iniciatorio. Pero incluso técnicas específicamente modernas, como el psicoanálisis, conservan aún la trama iniciática. Se invita al paciente a descender en sí mismo muy profundamente, a hacer revivir su pasado, a afrontar de nuevo sus traumatismos y, desde el punto de vista formal, esta peligrosa operación recuerda a los descensos iniciatorios a los «Infiernos», entre las larvas, y a los combates con los «monstruos». Al igual que el iniciado debía salir victorioso de sus pruebas, «morir» y «resucitar», para tener acceso a una existencia plenamente responsable y abierta a los valores espirituales, el psicoanalizado de nuestros días debe enfrentarse con su propio «inconsciente», asediado por larvas y monstruos, para encontrar la salud y la integridad psíquicas y el mundo de los valores culturales.

Pero la iniciación está tan estrechamente ligada al modo de ser de la existencia humana, que un número considerable de gestos y acciones del hombre moderno repiten aún escenarios iniciatorios. Más de una vez la «lucha con la vida», las «pruebas» y las «dificultades», que obstaculizan una vocación o una carrera, reiteran en cierto modo las pruebas iniciatorias: con los «golpes» que recibe, con el «sufrimiento», con las «torturas» morales, o incluso físicas, que padece, el joven «se prueba» a sí mismo, conoce sus posibilidades, se hace consciente de sus fuerzas y termina haciéndose a si mismo, espiritualmente adulto.y creador (se trata, bien entendido, de la espiritualidad tal como se concibe en el mundo moderno). Pues toda existencia humana está constituida por una serie de pruebas, por la experiencia reiterada de la «muerte» y la «resurrección». Y por ello, en un horizonte religioso, la existencia se basa en la iniciación; podría casi decirse que, en la medida en que se realza, la existencia humana es en si misma una iniciación.

En resumen, la mayoría de los hombres «sin religión» comparten aún pseudorreligiones y mitologías degradadas. Cosa que en nada nos asombra, desde el momento en que el hombre profano es el descendiente del
homo religiosus
y no puede anular su propia historia, es decir, los comportamientos de sus antepasados religiosos, que le han constituido tal como es hoy día. Y tanto más cuanto que una gran parte de su existencia se nutre de los impulsos procedentes de lo más hondo de su ser, de esa zona que se ha dado en llamar el inconsciente. Un hombre exclusivamente racional es una mera abstracción; jamás se encuentra en la realidad. Todo ser humano está constituido a la vez por su actividad consciente y sus experiencias irracionales. Ahora bien: los contenidos y estructuras del inconsciente presentan similitudes sorprendentes con las imágenes y figuras mitológicas. No pretendemos decir con ello que las mitologías son el «producto» del inconsciente, pues el modo de ser del mito radica precisamente en
revelarse en cuanto mito
, en proclamar que algo
se ha manifestado de una manera ejemplar
. El mito lo «produce» el inconsciente, en el sentido en que podría decirse que
Madame Bovary
es el «producto» de un adulterio.

Con todo, los contenidos y estructuras del inconsciente son el resultado de situaciones existenciales inmemoriales, sobre todo de situaciones críticas y por esta razón se presenta el inconsciente con una aureola religiosa. Toda crisis existencial pone de nuevo sobre el tapete a la vez la realidad del Mundo y la presencia del hombre en el Mundo: la crisis existencial es, a fin de cuentas, «religiosa», puesto que, en los niveles arcaicos de cultura, el
ser
se confunde con lo
sagrado
. Como hemos visto, es la experiencia de lo sagrado la que fundamenta el Mundo, e incluso la religión más elemental es, antes que nada, una ontología. Dicho de otro modo: en la medida en que el inconsciente es el resultado de innumerables experiencias existenciales, no puede dejar de parecerse a los diversos universos religiosos. Pues la religión es la solución ejemplar de toda crisis existencial, no sólo porque es capaz de repetirse indefinidamente, sino también porque se la considera de origen trascendente y, por consiguiente, se la valora como revelación recibida de
otro
mundo, trans-humano. La solución religiosa no sólo resuelve la crisis, sino que al mismo tiempo deja a la existencia «abierta» a valores que ya no son contingentes y particulares, permitiendo asi al hombre el superar las situaciones personales y, a fin de cuentas, el tener acceso al mundo del espíritu.

No tenemos que desarrollar aquí todas las consecuencias de esta solidaridad entre el contenido y las estructuras del inconsciente por una parte, y los valores de la religión por otra. Nos ha sido preciso aludirla para mostrar en qué sentido incluso el hombre más decididamente arreligioso comparte aún, en lo más profundo de su ser, un comportamiento orientado por la religión. Pero las «mitologías privadas» del hombre moderno, sus imaginaciones, sus ensueños, sus fantasías, etc., no logran elevarse al régimen ontológico de los mitos, por no ser vividos por el
hombre total
, y no transforman una situación particular en una situación ejemplar. Del mismo modo, las angustias del hombre moderno, sus experiencias oníricas o imaginarias, aunque son «religiosas» desde el punto de vista formal, no se integran, como en el
homo religiosus
en una
Weltanschauung
y no fundamentan un comportamiento. Un ejemplo nos permitirá captar mejor las diferencias entre estas dos categorías de experiencias. La actividad inconsciente del hombre moderno no cesa de presentarle innumerables símbolos, y cada uno.tiene un mensaje que transmitir, una misión que cumplir, con vistas a asegurar el equilibrio de la psique o a restablecerlo. Como hemos visto, el símbolo no sólo hace «abierto» el Mundo, sino que ayuda también al hombre religioso a acceder a lo universal. Gracias a los símbolos, el hombre sale de su situación particular y se «abre» hacia lo general y universal. Los símbolos despiertan la experiencia individual y la transmutan en acto espiritual, en aprehensión metafísica del Mundo. Ante un árbol cualquiera, símbolo del Árbol del Mundo e imagen de la Vida cósmica, un hombre de las sociedades premodernas es capaz de acceder a la más alta espiritualidad: al comprender el símbolo,
llega a vivir lo universal
. La visión religiosa del Mundo y la ideología que la expresa son las que le permiten hacer fructificar esta experiencia individual, «abrirla» a lo universal. La imagen del Árbol es aún bastante frecuente en los universos imaginarios del hombre moderno arreligioso: constituye un mensaje cifrado de su vida profunda, del drama que se representa en su inconsciente y que afecta a la integridad de su vida psicomental y, por tanto, a su propia existencia. Pero mientras el símbolo del Árbol no despierta la conciencia total del hombre haciéndola «abierta» a lo universal, no se puede decir que haya cumplido totalmente su función. No ha «salvado» al hombre más que en parte de su situación individual, permitiéndole, por ejemplo, integrar una crisis de profundidad y devolviéndole el equilibrio psíquico amenazado provisionalmente, pero no le ha elevado aún a la espiritualidad, no ha logrado revelarle una de las estructuras de lo real.

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