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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (4 page)

BOOK: Los Altísimos
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Se retira L. Me quedo despierto por varios minutos más. Llega el sueño con mucha lentitud.

Antes de dormirme, creo oír la campanada tan nítidamente como en la clínica.

El sol penetra por la ventana, formando una franja luminosa que se extiende hasta los pies de mi cama. En el jardín, los árboles y las flores, todavía húmedos, se balancean suaves.

Salto de la cama y llego hasta el vidrio. Mis rodillas están débiles; mi paso es trémulo. Pero hay sol, y el paisaje es hermoso. Paseo la vista por valles con arroyuelos que aparecen y se ocultan con destellos metálicos, entre bosques y colinas. Al fondo se eleva una montaña, a cuyos pies se recuesta un lago azul, con frondosas selvas en sus riberas. A ambos lados se yerguen cerros, con sus laderas tapadas de vegetación brumosa.

La caballeriza se encuentra a unos cincuenta metros de la casa.

—Se ve poco poblado el lugar —observo, mientras L. ensilla los caballos.

—Sí: estamos lejos de los centros habitados. —Imagino que sonrió, al continuar—: Algunas prerrogativas tenemos los vigías. Por lo menos, un refugio en una parte tranquila y bonita.

Partimos a buen tranco, bajando por un sendero de tierra. A derecha e izquierda, arbustos y árboles mayores. La colina, en cuya cumbre se halla la casa de L., se eleva desde una pendiente casi vertical.

Mi caballo, un alazán de raza, marcha con agilidad. El negro de L., algo arisco, avanza cabeceando constantemente. Arribamos a la ribera de un arroyo, en el fondo del valle, que remata en el lago. Mariposas y pájaros revolotean, con gran despliegue de colores. El estero susurra reluciente detrás del follaje.

La lluvia de la noche anterior ha endurecido la tierra, evitando así la nube de polvo común a toda cabalgata. L., impertérrito, marcha a mi lado. El paisaje es hermoso. Los árboles, los insectos y las aves son reales. Y a pesar de estas pruebas, de tangible evidencia, hay algo fantástico en todo cuanto me rodea. La luz solar, el canto del agua que cabrillea entre la floresta, las hojas vibrantes por la brisa y el piar de los pájaros han contribuido a tranquilizar mis nervios, resentidos por la intoxicación, el ambiente de la clínica y las pesadillas que precedieron a mi despertar. Pero alguien acecha en cada detalle.

IV

Regresamos al mediodía, luego de una excursión que incluyó un paseo en canoa por el lago. L. se ha encerrado en un gran mutismo: su conversación se limita a simples interjecciones. No parece de mal humor. Aunque difícil sería determinar los cambios de humor del polaco. Su disciplina sicológica le permite controlar a la perfección sus emociones.

Los caballos dormitan, uno al lado del otro, gachas las cabezas. Palmoteo el cuello de mi alazán, pero el animal no se da por aludido. Sin embargo, permanece con los ojos abiertos.

—¿Qué les pasa a los animales? —pregunto—. Parecen atontados.

L., con agilidad, trepa a la montura.

—Tendrán sueño. Vamos: ya es hora de almorzar. ¡Va a conocer usted la cocina automática!

Partimos al trote.

—Tan interesante y práctica como la máquina que enseña idiomas. Obedece instrucciones verbales. Basta con solicitar el menú deseado, para que comience a trabajar.

—¿Cómo es eso?

—Por medio de un micrófono, usted pide el guiso o los guisos que desea. Pasados algunos minutos aparecen los platos servidos y aderezados. El ciclo se completa con el lavado de la loza y la cuchillería.

—Pero eso tiene que resultar muy caro.

—Detrás de la cortina de hierro, los términos «caro» y «barato» se encuentran en completa extinción. Se les ha reemplazado por los conceptos «útil» e «inútil». Además estas máquinas han sustituido a la servidumbre doméstica.

—¿Y la limpieza? ¿Hay autómatas que aspiran el polvo, barren y sacan brillo al piso?

—No es necesario. Las casas han sido construidas con materiales que se mantienen limpios a sí mismos. Y ello gracias a los plásticos con que están hechas.

De súbito se me ocurre que L. se ha puesto demasiado comunicativo. Siento una pequeña inquietud. El polaco siempre habla y hace las cosas movido por alguna razón. Toda la mañana ha estado cerrado como ostra, por lo menos desde que empezamos el paseo.

—¿Qué ha obtenido nuestra industria? Algo increíble: un plástico que respira.

¿Cómo empezó? Por la cocina automática. No: fue porque se aproximaba la hora de almuerzo.

—Periódicamente millones de poros microscópicos se abren en las paredes, el techo y el piso, y aspiran profundamente.

El polvo penetra a través del tejido plástico y es conducido por un sistema de tubos —que podría compararse al tejido vascular del organismo humano— al crematorio central. Junto a los orificios de succión existen orificios de exudación, por los cuales sale un detergente que, luego de limpiar un sector, es reabsorbido y llevado otra vez a su lugar de origen para su purificación. Aspiradoras laterales situadas a ras de tierra dan cuenta de los desperdicios de mayor tamaño. Como todo esto funciona constantemente, las casas se ven limpias y lustrosas.

Llegamos a las caballerizas. Mi alazán parece muy cansado. Absorto con la fantástica disertación de L., apenas había reparado en el agotamiento de la bestia. Entonces, bruscamente, un punto se aclara: minutos antes, a orillas del lago, yo reparé en que a las cabalgaduras les ocurría algo. Y ahí fue donde L. me endilgó su conferencia.

—L… —La remota campanada, como si surgiera del aire que nos envuelve, interrumpe mi pregunta. El sobrenatural sonido queda vibrando en el espacio y se desvanece lento.

El mismo paisaje se ensombrece con el ruido. En la clínica, silenciosa, aquel sonido parecía de acuerdo con el tono del lugar. Pero aquí… Es como si una inteligencia quisiera destruir el encantamiento del panorama. Permanezco escuchando sus últimos sones, mientras L. desensilla los animales, sin darse por aludido del fenómeno. Reparo, asimismo, en otro detalle: los caballos tampoco han reaccionado.

L. se dirige a mi encuentro.

—Suena raro el reloj aquí, ¿no es cierto? Estamos muy lejos del lugar donde se encuentra. Pero un sistema de retransmisores permite que su alcance se extienda a gran distancia. Su radio de acción es susceptible de prolongarse aún más.

—¿Con qué objeto?

—Para que todos los habitantes del país conozcan la hora exacta, controlada por los observatorios, cualquiera sea el lugar en donde estén. —Dicho lo cual añade con naturalidad—:

¡Vamos a disponer el almuerzo! ¿Qué le gustaría comer?

Subíamos la escalera de la terraza.

—L., ¿por qué los caballos no se espantaron con la campanada?

—Su pregunta revela poco espíritu de observación. ¡Los caballos son polacos y hace muchos años que están oyendo la campanada! Hasta los animales se acostumbran a todo, por insólito que parezca.

¿Cómo no se me ocurrió? ¡Son tantos los detalles desconcertantes de Polonia! Cuando uno atraviesa por un período de confusión mental, hasta la perogrullada más grande se nos antoja cosa de magia. Cada día que transcurre se acentúa en mi ánimo la interrogante: ¿qué me espera…?

El clima y el paisaje contribuyeron a mejorar mi estado de ánimo. No así L., cuyo carácter me tiene más y más intrigado. O me he convertido en un idiota o el polaco es demasiado inteligente para mí.

En la tarde nos instalamos en la terraza a contemplar la puesta de sol. Se tiñó de rojo el cielo. No desaparecían los últimos resplandores del día, cuando las estrellas empezaron a brillar.

Millones de lejanos soles: no son los mismos que me alumbraron en Chile. Señaló L. las principales constelaciones del hemisferio boreal: la Osa Mayor y la Osa Menor, esta última con su estrella polar.

—¿Habrá otros planetas habitados? —pregunto, ensimismado en la contemplación de los astros.

—Es lo más probable. Deben existir millones.

—¿Y cree que los hombres podrán salir algún día de la Tierra?

—¿Por qué no? Es cuestión de entrenamiento.

Porque son muchos los vínculos que ligan al hombre con su planeta, prosigue L. Nuestra psiquis está determinada en gran parte por factores telúricos. El hombre ha sido acondicionado por la naturaleza para habitar un planeta de cierta masa, velocidad orbital, magnetismo, etc. Sin un adiestramiento previo un viaje interplanetario podría provocar en el ser humano un trauma similar al del nacimiento. Porque el hombre es débil en extremo: para vivir en distintos lugares de su planeta, necesita, muchas veces, de una aclimatación.

—Pero primero, el hombre debe conocer su planeta.

Los conocimientos humanos sobre la Tierra se reducen, en forma superficial, a las partes visibles de los continentes. Respecto al fondo de los océanos, se sabe muy poco. Y mucho menos en cuanto a lo que hay bajo la superficie terrestre. Valiéndose de grutas y cavernas naturales, el hombre ha descendido hasta una profundidad de un kilómetro, aproximadamente, porque carece de los elementos mecánicos apropiados para estudiar la subtierra. En una esfera de 12,74 metros de diámetro, donde un kilómetro equivaliese a un metro, significaría que el hombre ha bajado un milímetro bajo la superficie de dicha esfera. Esto es, necesitaría perforar un agujero de doce mil setecientas cuarenta veces, esa longitud para atravesar el globo terráqueo de parte a parte.

¿Por qué se sabe tanto de las estrellas y de los planetas? Porque los ha tenido a la vista desde que el primer hombre miró el cielo hace algunos cientos de miles de años. En la práctica, la técnica de la astronomía ha nacido por sí misma: se trataba únicamente de prolongar el alcance de los ojos. Pero la corteza terrestre es impenetrable para los sentidos. Miles de kilómetros de tierra y granito esconden los secretos del planeta. Tal vez en la actualidad las fuerzas plutónicas preparan un cambio de maquillaje en su cara, como sería el hundimiento de los continentes y la aparición de otros. Y el hombre ni lo sospecha.

—No es mi intención demostrarle la ignorancia del hombre, X. Quiero que usted comprenda las razones y trascendencia de ciertos estudios efectuados en Polonia.

Es indispensable averiguar, insiste L., cuáles son los verdaderos nexos que unen al hombre con su planeta. En último término, tales vínculos son los que le permiten existir. Esas raíces, invisibles pero presentes, lo conectan al corazón de la Tierra: quizá de allí fluye la energía que le hace moverse, ambicionar y sufrir. Desconociéndolos, los viajes interplanetarios prolongados podrían acarrear la aparición de nuevos tipos de muerte.

Repentinamente L. calla. ¿Estarán sus palabras relacionadas de alguna manera con mi destino?

Espero con cierta angustia el porvenir. Todo cuanto me sucede es increíble, por no decir absurdo.

Para comenzar: mi actual personalidad. Escasos son mis conocimientos de sicología, y difícil me sería por lo tanto, encontrar una razonable explicación a las anormalidades que me noto. Es como si el narcótico, o cualquier otro agente desconocido, hubiese desconectado dentro de mí los medios que me dan acceso a la realidad. No es la sensación de estar viviendo acontecimientos sobrenaturales, aunque algo de eso tiene. Es, más bien, la convicción de experimentar emociones nuevas. Y no por el hecho de haber sido trasplantado sorpresivamente a otra nación. Por exótico que sea un nuevo ambiente, desde el momento que pertenece al mundo material, cuanto nos rodea es percibido por los mismos elementos de percepción que utilizábamos en el nuestro.

Desperté, a la mañana siguiente, en un lugar distinto. El mar se encuentra próximo: oigo el ruido de la resaca. La luz del amanecer invade el dormitorio por una ancha ventana. Los materiales de construcción son los mismos plásticos que viera tanto en el refugio como en la clínica.

Desde mi cama se divisan grandes dunas de arena roja, y, más allá, el océano. Todo ello iluminado por una claridad que tal vez sea de origen lunar, aunque más poderosa e intermitente. La visión me mueve a saltar del lecho y pegar la nariz al vidrio. La intensidad de la luz, luego de cada período de descenso, aumenta en el próximo. Es una especie de oleaje cuya mínima luminosidad es comparable a un crepúsculo avanzado y la máxima al de un amanecer vecino a la salida del sol.

La luz se impone rápida. Transcurren varios minutos durante los cuales las dunas y el mar cambian de coloración debido al parpadeo. A veces las primeras adquieren una tonalidad roja subida, y el agua un tinte azul oscuro, para luego degradar a un rojo ladrillo y a un verdemar reluciente. Los períodos se acortan: adquieren una frecuencia cada vez más veloz. Por último, una luz brillante se esparce de manera uniforme por el cielo. Sin embargo, tiene algo de especial.

Intrigado, parto en busca de una puerta para salir. Al aproximarme al muro de la derecha, un paño de aquél se recoge, quedando de este modo un amplio vano. Por otra puerta salgo a una terraza opuesta al mar.

Ante mis ojos se extienden redondeadas colinas y bosques que comienzan a menos de doscientos metros, dejando de por medio una franja de césped. De nuevo, me choca la originalidad del territorio. Semeja un escenario artificial, y no el producto de las fuerzas naturales. Como si un jardinero ciclópeo hubiese trabajado durante siglos en hermosear la inmensa comarca. Y es su inmensidad la que me saca del embobamiento. ¡Toda ella ofrece ese aspecto ficticio! Cientos y cientos de kilómetros, hasta lontananza, en donde las nubes se unen en una faja vaporosa que interrumpe el panorama.

La luz, al difundirse a través de la capa de nubes, quita relieve al panorama. Los cuerpos no proyectan sombras, a pesar que la claridad es tan intensa como la luz neónica. Bajo de la terraza, avanzo por el pastizal y, rodeando la construcción por la izquierda, me dirijo a la playa. Segundos después mis pasos se graban en la arena roja. A mis espaldas queda el edificio. Es de un solo piso y demasiado grande para ser una residencia particular. Pronto comienzo a trepar por los faldeos de una duna gigante. La arena, compacta, me permite caminar sin hundirme. Sopla una brisa vivificante, que aspiro a bocanadas. Llego a la cumbre del montículo, desde donde el panorama se amplía aún más.

Al frente, a cien metros, el mar; las olas van a morir en una playa de líneas regulares. A derecha e izquierda de aquélla la costa se eleva varios metros sobre el nivel del agua, revelando la existencia de un acantilado. Vuelven a presentarse los inusitados detalles de la región. Dos son los que se destacan: el primero, que el horizonte se encuentra muy arriba en los cuatro puntos cardinales.

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