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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (6 page)

BOOK: Los Altísimos
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La naturaleza prefiere determinadas formas, simplemente. ¿Quién sabe si existen otros planetas con las mismas características? Y en cuanto a que la naturaleza se repite, es un hecho. Basta mirar los millones y millones de estrellas: son idénticas en su forma y composición. De existir otros sistemas planetarios, deberán ser iguales al nuestro, en cuanto a funcionamiento: alrededor del astro de mayor magnitud giran los de masa inferior, La naturaleza se repite, pero siempre con una pequeña variación.

—Claro que no es tan natural que digamos —continúo—. Es muy simétrico, como hecho a mano.

Por ejemplo, esos mares en forma de canales. ¿Marte es el planeta de los canales?

—Sí, Marte. Pero ésas son teorías: pueden ser una ilusión óptica, como muchos creen. En cambio, esos canales existen. Y como usted dice, son tan simétricos que no parecen obra de la naturaleza.

VI

Penetramos en un bosque por un sendero de césped. Una luminosidad azul se filtra en la floresta, acentuando su aspecto de irrealidad. L. me informa que, exceptuando una fauna propia, bastante particular y una variada vegetación, no se han encontrado nativos. Quizá hace siglos los hubo.

—Cuando este secreto sea conocido, cada nación va a reclamar la porción territorial que queda debajo de ella. Y con todo derecho. En teoría, tengo entendido que cada país es dueño de su suelo hasta el centro de la Tierra.

—Sólo en teoría —puntualiza L.—. En la práctica los lugares de acceso, los que hasta la fecha se conocen, se hallan en Polonia.

Caminábamos sin apuro.

—Existe un mapa completo del nuevo mundo, y se sabe con exactitud cuáles son las regiones que quedan bajo los países superficiales. Con máquinas apropiadas sería posible minar anticipadamente los países enemigos, y en caso de guerra, apretar un botón. ¡Terremotos artificiales! ¿Imagina el poder que tendremos?

Llegamos a un claro del bosque, en cuyo centro hay una esfera de color nacarado.

—Nuestro navío interplanetario. —Avanza hasta el aparato—. Un sistema ingenioso y económico de viajar. Sin combustible: sólo se aprovecha el magnetismo. Es silencioso y suave.

Señala el cielo. El mapamundi se ha desplazado un tanto. Los lugares que observara con el binocular ya no flotan sobre mi cabeza, sino más hacia la izquierda. Haremos un viaje vertical. Aquí se cumple el axioma que dice que la línea más corta que hay entre dos puntos es la recta. En la superficie exterior, al trasladarse de una ciudad a otra, se describe una curva, ya que se recorre un sector de la circunferencia terráquea.

Coloca una mano en la zona ecuatorial de la bola. Se eleva ésta y se detiene a la altura de un hombre. De su parte inferior se desprende una plataforma circular que se posa en el pasto con suavidad. Semeja una enorme rueda de ferrocarril, con tres altas pestañas concéntricas que no son sino otros tantos escalones. Ascendemos como en un ascensor. El magnetismo de la esfera, al actuar sobre la escalinata, hace subir la plataforma hasta que encaja en su alvéolo.

Encima y en nuestro alrededor se extiende el paisaje exterior. Sobre el piso plástico hay asientos dispuestos a la redonda. Vista por dentro, la cúpula es transparente; por fuera ofrece un compacto color nácar. Me dejo caer en uno de los sillones. Árboles inquietos por la brisa. En el cielo el otro planeta. Como hallarse al aire libre.

L., también sentado, silabea algunas palabras en un micrófono. De inmediato mis pies se hunden en el piso. Alcanzo a divisar, en una visión fugaz, cómo el bosque y las colinas son tragados por la tierra. Pasado el golpe de inercia, me acerco al borde de la tarima y miro a tierra. Mi piel se humedece con una fría transpiración. Los árboles, las dunas y el mar se hunden con progresiva celeridad. Alargo una mano. Mis dedos se apoyan en la diáfana pared.

El funcionamiento de la bola es simple: el magnetismo del planeta central la atrae con una velocidad uniformemente acelerada. Cuando la esfera llega a la zona donde la energía de ambos mundos se equilibra, se invierte para que el magnetismo de la corteza la frene hasta hacerla aterrizar con velocidad cero: el casquete inferior del vehículo es neutro. Basta con dar la clave de partida. Lo demás ocurre solo.

Cobramos altura. Arriba: la mole continental se aproxima girando con lentitud, porque las fuerzas opuestas que actúan sobre la esfera le confieren un movimiento de tirabuzón.

Me aventuro a pasear por el centro de la cubierta.

—Por desgracia este sistema de locomoción sólo es posible aquí, donde el magnetismo, activado por dos masas planetarias tan próximas, es muy intenso.

La esfera —que ellos llaman «magnetón»— puede trasladarse en cualquier sentido. En el vacío, previa elección de una órbita apropiada, es capaz de girar indefinidamente en torno a los planetas.

Los flancos del mundo inferior suben hasta desaparecer.

—¡L.! —gritó de súbito—. ¿Qué es eso?

En lontananza, donde la ladera de la concavidad desaparece, asoma una franja oscura. Describe un arco invertido que abarca más de la mitad del horizonte.

Mientras observo, ofuscado, el fenómeno, las precisas palabras de L. lo describen: es un aro dentro del cual flota el planeta central. Gira alrededor de un eje imaginario, perpendicular al de los planetas. De espesor y anchura uniformes, lo sostiene la gravedad. Son tres iguales. Dos se hallan regidos por la gravedad de la corteza y uno por el planeta interior. Su regularidad de separación se aprecia en los Cruces: así como en un mapamundi los meridianos se cortan en los polos, lo mismo ocurre con los anillos. En cuanto a su origen, son naturales. Su longitud equivale a la circunferencia de los planetas, siendo su extensión de millones de kilómetros cuadrados. Y sin ser ése su objetivo específico —al respecto sólo queda hacer conjeturas— sirven de puntos de referencia aquí, donde no hay estrellas ni sol, pues su posición es invariable con el correr de los años.

En los anillos regidos por la gravedad de la corteza uno apoyaría los pies en su parte cóncava. Lo vería como una carretera más ancha que el territorio chileno subiendo al cielo por ambos extremos.

En el del planeta interior sucedería lo contrario: la carretera presentaría un aspecto normal. Si yo me hallase en el segundo anillo de la corteza y L. en el del planeta interior y nos mirásemos con prismáticos, nos veríamos mutuamente cabeza abajo.

A mitad de camino. Arriba se aproxima el otro mundo. Más acá del horizonte el aro máximo se hincha. Imagino el aspecto de la Tierra, con tres anillos casi pegados a su faz, como esos avisos de artículos eléctricos donde aparece una esfera —el núcleo del átomo— rodeado de aros metálicos que simulan órbitas. Así se vería la Tierra desde la Luna.

Cierro los ojos. Las imágenes giran vertiginosas. En el fondo del remolino el impertérrito rostro del polaco sonríe sardónico. Me afirmo en la cúpula. El mundo gira.

—¡Empezamos a caer! —exclama—. ¿Notó que el mundo daba vueltas? Hemos atravesado la zona neutra, y la esfera se ha invertido. ¿Sintió una sensación de falta de peso por algunos segundos?

El cielo: cóncavo. Los detalles del mapa han cambiado. Ya no son canales que se cortan en variados ángulos, sino continentes de graciosas formas. Hojas de trébol. Figuras redondeadas.

Pétalos. En el cielo, muy alto, un arco negro en posición correcta. ¿Y todo es obra de la naturaleza?

—¡Hemos llegado! —La voz de mi compañero me vuelve a la realidad.

Descendemos en la plataforma. Suben las paredes del hueco y la rueda se posa sobre el pasto. El magnetón flota encima de nuestras cabezas.

Es una pradera rodeada de selvas. Más allá se divisan las cumbres de las colinas. Hacia el norte los cerros adquieren cada vez mayor elevación. Al fondo una cordillera, cuya cima desaparece en el vacío.

—¿Qué altura tiene ese monte?

—El Vigía. Su altura es la de cinco Everest. ¡No se extrañe! Hay montes aún más altos. Estamos en un mundo subterráneo, en el cual, de existir un paredón que sostuviese el techo como usted creía, mediría mil kilómetros de alto.

Partimos hacia un bosque de colosales árboles. Al mirar sus copas se me hiela la sangre. Algo que semeja un hombre surge por detrás del follaje y desciende como un proyectil, perdiéndose luego tras las colinas de la izquierda. A la distancia reaparece y sube.

—Esquí aéreo —explica L. con naturalidad, al ver mi rostro—. El magnetismo aquí es muy intenso. Colocándose unos aparatos apropiados es posible esquiar en el aire. O sea, volar.

Otros dos esquiadores inician un descenso vertiginoso. Uno viene hacia nosotros. Se oye el rumor del aire hendido por su cuerpo. Me echo para atrás. Tropiezo, y caigo de espaldas. Con el silbido de una saeta cruza a menos de veinte metros de altura. Temo que vaya a estrellarse contra los árboles. Pero ha empezado a cobrar altura. Sube verticalmente y pasa rozando las últimas ramas.

Una de éstas queda moviéndose.

Tras el bosque comienza un nuevo paisaje: una explanada con peñascos de color oscuro, cuya tétrica apariencia posee cierta vitalidad.

—Aquí el magnetismo está muy concentrado. —L. indica la pradera—. A cinco mil metros de altura pasa una corriente magnética, ancha como el Amazonas, que atraviesa mares y continentes.

La atmósfera enervante, cargada de electricidad, me produce un cosquilleo en la piel. Nos dirigimos a una serie de cúpulas plásticas, de vivos colores. Allí hay esquís y trajes de un material semitranslúcido. Además, una veintena de escafandras. Podemos conversar sin dificultades, pues éstas llevan diminutos radiotransmisores. Los equipos son tan livianos que permiten una gran soltura de movimientos.

—El mirador del casco le permitirá ver las corrientes magnéticas. Haga exactamente lo que yo hago. El tronco y los brazos puede moverlos a su antojo. No así las piernas. —Coloca en sus muñecas pulseras con cuadrantes.

Sale. Alcanzo a ver como flota a ras de tierra antes de desaparecer de mi vista.

Dominando el pavor, cruzo el umbral. Mediante una torsión del pecho y un balanceo de brazos consigo mantener el equilibrio al completar el paso de salida. No me apoyo en el suelo. Me deslizo sobre una película azulina, tenue como el aire. Unos cinco metros adelante se halla L.

—Para detenerse basta hundir la punta de los esquís.

Realizo la maniobra al llegar junto a él, a un metro de tierra. Bajo la corriente el terreno es pedregoso. Me detengo en seco. El éxito me hace lanzar una risita.

—Mire: allí está la gran carretera magnética.

Siguiendo su indicación, diviso una ancha cinta que cruza el cielo de lado a lado.

—Allí se pueden alcanzar velocidades de mil kilómetros por hora. Circunvala el planeta con una anchura constante.

Las grandes vías forman una red que atraviesa ambos planetas en todas direcciones. Se encuentran dentro de la capa atmosférica. Transitables en ambos sentidos, su utilidad como medio de transporte rápido y económico es evidente. Verdaderos caminos rodantes. Estamos en un mundo privilegiado para el transporte. Seguramente que de haber existido habitantes aquí, habrían descubierto la manera de servirse del magnetismo. La rueda jamás habría sido inventada. Sólo el deslizador.

Flotamos a bastante altura. Los senderos se extienden hacia todas partes. Suben, bajan, forman verdaderas montañas rusas, se entrecruzan: verdaderas colinas que cubren el desierto. El vuelo se efectúa en silencio.

Cada vez más altos. Paulatinamente mis movimientos adquieren seguridad.

—Ahora aterrizaremos.

Miro a tierra. Volamos sobre uno de los canales, cerca de su simétrica costa. Comenzamos a bajar por uno de los innumerables senderos. El litoral, cortado vertical con una rara perfección.

El borde del paredón. Con su color gris oscuro se extiende interminable hacia sus dos extremos.

Apariencia de pulimento que sólo su opacidad disminuye. Su altura es la de un rascacielos mediano.

Hasta donde es posible ver, su elevación es constante. En el interior del continente se destacan pétreas colinas saturadas de energía.

Nuestro caminillo dobla hacia la costa. Luego sube abrupto y cruza a pocos centímetros del filudo borde del acantilado: su verticalidad es rigurosa. No presenta hendiduras ni salientes.

De súbito, en una explanada rodeada de rocas aparece una serie de cúpulas amarillentas de singular diseño. Son veinte en total; forman una hilera a la orilla misma del paredón.

L. salta a tierra, luego de frenar en seco. Al efectuar la misma maniobra, ésta me resulta desprovista de gracia y agilidad. Caigo a tierra en un torpe tirabuzón. Golpeo mi hombro contra la planicie de granito.

L. acude en mi ayuda y me levanta. Medio aturdido, esbozando una sonrisa estúpida, hago esfuerzos por tenerme en pie.

— ¡Vaya manera de aterrizar!

—¿Dónde estamos?

—En una villa costera. Sáquese los esquíes. Alojaremos aquí.

Nos aproximamos a los domos, cuya elevación sobrepasa la de un edificio de diez pisos. Son casi esféricos, de un color blanco amarillento. Me recuerdan algo.

El paisaje es melancólico. A derecha e izquierda, peñascos; atrás, el pedregal con arbustos esqueléticos y agudas espinas; el frente, los domos. El oleaje retumba bronco, arrancando lejanos ecos. La luz empieza a decrecer.

—¿También hay noche aquí? ¿Cómo se explica eso cuando la luz es una propiedad de la atmósfera?

Es una característica de la atmósfera; pero su origen es electromagnético, y la acción del Sol influye. Se supone que su mecanismo es similar al de las mareas. Cuando los planetas interiores, al girar sobre su eje, presentan su cara al Sol —en sentido figurado—, el aire se torna luminoso. El fenómeno disminuye y desaparece al ponerse el Sol. De ahí resulta que los períodos de noche y día coinciden con los de afuera. Por mucho que nos encontremos a más de mil kilómetros bajo tierra, continuamos subordinados al Sol.

—Por otra parte, hoy en la mañana usted presenció un amanecer.

La primera cúpula. Su estructura: un material poroso y duro. No es el plástico de las casas. El tiempo ha corroído la sustancia dándole un aspecto de antigüedad. La luz comienza a parpadear.

Ondas luminosas recorren el cielo, haciéndose cada vez menos intensas. Por último asoman en lontananza como una silenciosa tempestad. A medida que su potencia disminuye el colorido se torna rosa, rojo sangriento luego, y arroja, por fin, destellos violáceos que envuelven el paisaje con una fosforescencia espectral. Desaparece el centelleo: una luminosidad verde se esparce en el ambiente.

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