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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (9 page)

BOOK: Los Altísimos
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—¿Cómo se llama el país?

—Cronn, señor.

—¿Dónde queda?

—En Cronn, señor.

—¡Vaya respuesta! ¿Qué es Cronn?

—La patria de los cronnios, señor —replica la voz sin el más leve asomo de chanza.

Sin duda, hay preguntas que no sabe o no puede contestar. Directamente debajo de la terraza, los transeúntes —puntos oscuros sobre un río de luz azul que se pierde a lo lejos— se desplazan calmosos. No se divisan vehículos. Ni ruidos de motores ni bocinas. Las calles son para el uso exclusivo de los peatones. El tránsito mecanizado debe ser aéreo o subterráneo. No se ven letreros por ninguna parte. También había observado aquel detalle en el pueblo continental, aunque sin que me llamase la atención. En la ciudad es más notorio. Ningún aviso luminoso o mural. Quizá sea esto lo que confiere mayor singularidad a la urbe, junto con su austera belleza. En la distancia, los perfiles de los rascacielos aparecen diluidos en la vaporosa claridad.

—¿Le gusta Ernn, señor?

—Sí —replico, sorprendido.

—Ha sido construida obedeciendo leyes orgánicas, señor. Cada edificio es un individuo, con un espacio suficiente alrededor para que pueda respirar sin trabas. Lo que es justo, por cuanto nuestros órganos-plásticos se comportan en la práctica como la piel. De estar hacinados como en la antigüedad, se asfixiarían. ¡Esta es una colectividad de rascacielos, señor! Cada edificio es un célula de este maravilloso organismo que se llama Ernn. Día a día nuestra ciudad adquiere mayores derechos. Hay abundante legislación al respecto. ¡Estando a gusto los rascacielos, la ciudad será feliz y acogedora! ¿No le parece, señor?

—Evidente.

—Puedo decirle con seguridad, señor, que Ernn no necesita del cronnio. No lo tome a mal. En todo caso se ha logrado una perfecta convivencia entre la ciudad y sus habitantes. Ernn es hospitalaria con sus huéspedes. Jamás se ha sabido que haya rehusado dar hospedaje a un forastero.

—Y añade, con legítimo orgullo—: Nuestros edificios siempre se mantienen con sus departamentos bien surtidos de provisiones y ropas. ¡La cúspide en materia de urbanización! Porque, ¿cuál es el primer deber de una ciudad? Mantenerse limpia y atractiva de manera que sus moradores vivan a gusto sin el problema habitacional, que es deprimente. ¡Hasta los cronnios son felices cuando las ciudades obedecen las leyes de la urbanización! Hemos obtenido el ideal de muchos soñadores: que nuestras ciudades se pongan al servicio incondicional de la colectividad.

¿Por qué la ciudad me dice todo eso? De súbito salta la sospecha. ¿Está aleccionada para que a cada ocupante le hable de sus cualidades? Nervioso, echo un vistazo al departamento. Desde la sala de estar un confortable sillón parte hacia la terraza, deslizándose con extrema suavidad sobre el piso plástico. Contengo la respiración. Simultáneamente una mesita acude servil y se detiene a mi lado junto con el sillón. Ya había visto muebles automóviles: el mozo mecánico que nos sirviera el desayuno a L. y a mí, cuando desperté en la subtierra. Bajo el piso del departamento debe existir una red de conductos magnéticos que guía a los muebles hasta donde se encuentran los huéspedes.

—¿Quiere algo de beber el señor?

Pido un trago.

—¿Por qué me has hablado de todas esas cosas? —Me siento espiado.

—Porque el señor nunca había estado en Ernn.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque preguntó cómo se llamaba esta ciudad.

Lanzo un suspiro de alivio. Tomo asiento. ¿Dónde he venido a parar? ¿Qué es Cronn?

—¿El señor desea una compañera para esta noche?

—¿Cómo es eso?

—Si el señor tiene la amabilidad de pasar a la sala le puedo mostrar varias ocupantes de los departamentos del edificio, que se encuentran solas. Si alguna es de su agrado se la llamo. No le respondo de su venida porque quizá tenga algún compromiso. Pero más de una debe estar desocupada. Y aburrida.

En ese instante llega a la terraza el carrito con el trago. Además trae una bandeja con dulces y bocados. Antes de contestar a su ofrecimiento la voz se me adelanta.

—Una señorita llamada A. lo busca, señor.

—¡A.! —exclamo, incrédulo.

—Sí, señor. ¿La hago pasar?

—¡De inmediato!

A. entra con rapidez. La noto ligeramente agitada.

—Menos mal que no habías salido del edificio —exclama, con alivio.

—¿Cómo me encontró? —pregunto, atónito.

—Me informó el ascensor. —Me indica silencio llevándose un dedo a los labios—. Salgamos.

Dispongo de poco tiempo.

Señala el departamento con un gesto.

—¿Se va el señor?

—Sí —replica A.

Mientras esperamos el ascensor, me cuchichea al oído:

—Al aire libre podremos conversar.

Hay dos hombres en el vehículo.

—¿Desean alojamiento los señores?

—No —responde A., cortante.

Ambos sujetos nos dedican indiferentes miradas. Uno de ellos permanece examinando a mi compañera por breves segundos.

—Tercer piso, señor, departamento cuatro.

Sale uno de los cronnios.

La avenida azul, la misma que observara segundos antes. Los transeúntes deambulan tranquilos, sin apuro, pero con propósito definido. No se ven grupos. A veces un hombre y una mujer marchan juntos, conversando en voz baja. Otras, una mujer detiene a un hombre, o a la inversa, sin que al parecer exista un conocimiento previo; cambian breves palabras en voz baja, y luego se separan o siguen juntos. Las parejas de hombres solos son escasas.

Siento un ligero soplo. Es una brisa que parece venir de arriba. Junto con ella se escucha una succión leve y rápida. La calle respira. La luz proviene del suelo y es suficiente para caminar con tranquilidad, sin temor a tropezar o a extraviarse. La visión de la gente que se mueve en aquella penumbra. El rostro de las personas que se distingue con claridad, rodeado de un halo. A. marcha a mi lado en silencio. Me echa rápidas ojeadas.

—¿Por qué volviste?

—Tú no eres un cronnio. Cuéntame todo. Nada temas: he vuelto para ayudarte.

La voz de la ciudad, amable y servicial. El impávido rostro de los peatones. Y su silencio. No se oyen gritos. Tumultos. Risas. Nada. Mi instinto de conservación se ha diluido en el ambiente fantasmal. La mujer me toma de un brazo. Fluye de su mirada una leve ternura. En forma sucinta le narro mis aventuras. Me escucha en silencio. No intercala comentarios, pero a veces creo percibir atisbos de sorpresa en su rostro.

Una plaza extensa, llena de flores y árboles, pero sin monumentos. De su centro, periódicamente, se eleva una cúpula de espuma que se convierte en una infinidad de surtidores, los cuales se estrellan en la altura en nubes opalescentes. Caminamos hacia el interior de la plaza. La luz también proviene de los caminillos que serpentean entre la floresta. Escasos paseantes.

—¿Qué es Cronn? ¿Dónde queda?

Durante varios segundos permanece callada. Luego habla con lentitud:

—En el fondo de la Tierra. Los hombres ignoran que existen estos territorios.

—¿Y cómo llegaron X. y L. a la Tierra? ¿Cómo me trajeron?

—Hay caminos. Yo no los conozco. L. debe pertenecer al grupo de exploración. Cuando vuelva a encontrarte te explicará todo.

—Es posible que todo haya sido descubierto —murmuro, sombrío.

—Es de esperar que no sea así. Tal vez L. ha tenido algún contratiempo imprevisto, que le impidió avisarte. Quizá no debiste abandonar el pueblo.

—Tuve miedo.

En la inmensa pileta central el agua prosigue con su caprichoso juego. Cilindros de espuma que se pierden en la altura. Me reanima el espectáculo. Una neblina húmeda baña mi rostro, reconfortándome. A. observa el agua rielante. Árboles temblorosos se hunden en las profundidades.

—¿Qué piensas hacer?

—No sé. ¿Qué es Cronn? ¿Cómo es posible que no se le conozca afuera?

Se sienta en el reborde de la laguna. Los caminos han sido descubiertos en fecha reciente, explica la cronnia. Habla en voz baja, como todos los de su raza. Mide el efecto de sus palabras. Sin embargo, no le doy mayor importancia a ese detalle. Multitud de ideas confusas me agitan. Otra vez todo se presenta como algo irreal. La ciudad, a través de los árboles, parece dotada de un suave palpitar. La misma mujer despide los fantásticos reflejos. Me invade un sordo pánico.

—Siéntate. Estás muy pálido.

Me toma una mano.

Cronn ha alcanzado un alto grado de civilización sin tener nociones de la existencia del hombre, dice A.

—Sólo soy una cronnia que trabaja. Los problemas de tipo social y político no me incumben.

Tampoco me interesan.

Sus vagas explicaciones me hacen bien, a pesar de todo. Cronn, como un mundo ignorado por los hombres, es más explicable que los «descubrimientos polacos». Aun cuando la nueva realidad, por otra parte, hace más difícil mi situación.

—¿Por qué volviste? ¿Qué recordaste?

—Recordé que una expedición cronnia acababa de regresar de la Tierra. Es decir, el cronnio que encontré en la terraza me informó.

—¿Sospechó algo?

—Nada. Quedé intrigada con tus últimas preguntas. Y lo interrogué sobre Polonia.

—¿Qué debo hacer?

—Esperar a que L. te encuentre. Nadie sabe que estás aquí, excepto la ciudad misma.

—¿Cómo es eso?

—Cuando entraste en el departamento la ciudad te pesó y televisó tu imagen, desde cuatro ángulos, a la central. Todas las ciudades cronnias llevan un cuidadoso registro de sus huéspedes. Por eso te hice abandonar el edificio. Hay micrófonos que oyen y registran las conversaciones.

Al ver mi expresión de pánico me tranquiliza. Nada debo temer, porque el control de los cronnios es automático. Al nacer se les inyectan determinadas substancias que les hace emitir ondas electromagnéticas. Es decir, tales reactivos acentúan las radiaciones naturales del organismo, y permiten que máquinas ultrasensibles sigan la trayectoria de los cronnios donde se encuentren. ¿Por qué una vigilancia tan rigurosa? Porque la organización de la subtierra es compleja, dada su inmensidad territorial y poblacional. Cronn es un pueblo de trabajo y nadie puede eludir sus labores.

—L. me inyectó un reactivo.

Tiene que ser uno distinto al de los cronnios. Las substancias identificadoras son personales de cada cronnio, y como se las utiliza desde fechas remotas han llegado a hacerse hereditarias, pasando a constituir un nuevo factor del organismo. Cada cronnio tiene además una clave para individualizarlo. Y aunque la mía sea la de X. —cosa que ignoro—, sin el correspondiente reactivo es imposible que me vigilen.

—Yo hablé con la ciudad. Le hice varias preguntas.

—No tiene importancia. Para un cronnio cualquiera la tendría. Como la imagen es televisada la ciudad registra la clave, y mediante ella, desde las centrales de identificación es fácil encontrar a una persona que se encierra en un departamento. Pero no a ti, pues no estás fichado.

En resumen, el automatismo me favorece. Ni siquiera la posibilidad que L. se haya visto obligado a confesar su delito complica mi caso. Dentro de la extraordinaria organización cronnia no se contempla la eventualidad del hecho que un extranjero pudiese colarse subrepticiamente en sus territorios. Y menos que aquél llegase a conocer la manera de vivir entre ellos sin delatarse. Por cierto que mi modo de llegar a Cronn es único e imprevisible: ayudado por los propios cronnios.

Las explicaciones de A. contribuyen a aclarar —aunque sin llegar a explicarla por completo— mi relativa seguridad. Lo único que debo hacer es evitar mezclarme con la gente. No es alentador el porvenir que se me presenta: deambular solitario por las ciudades cronnias. En cuanto a mi subsistencia, está asegurada. En Cronn no existe la propiedad privada ni el dinero. Todo es patrimonio de la colectividad.

—¿Dónde queda Ernn?

Se encuentra, junto a cientos de ciudades similares, en el interior del primer anillo. Este es hueco y encierra en su interior un inmenso territorio: un valle interminable, con bosques, tierras de cultivo, lagos y ríos. Si el hombre llegase un día a la subtierra, ¿podría imaginar que en el interior de aquellos extraños satélites existían grandes países?

No es la A. del magnetón. Antes ignoraba quién era yo. Ahora procede con seguridad: ya no me teme. He perdido el misterio. Soy un hombre extraviado en su mundo. Un nativo en medio de esta supercivilización. Desenmascarado. Nada de vigías que protagonizan románticas aventuras, expuestos a tremendos peligros. Sólo un hombrecillo desamparado en la multitud. Ella, generosa, me alarga una mano. Me invade una oleada de rabia.

—Por desgracia no puedo quedarme mucho tiempo contigo. Tengo una labor que cumplir. Pero te indicaré los medios para que estés en condiciones de vivir sin gran peligro.

—No te preocupes. Olvídate. Anda a juntarte con tu amigo.

Mis sentimientos son otros. Estoy a punto de insistir en la plaza solitaria. La gente apenas se divisa entre los árboles, a lo lejos. Los hombros de la mujer, húmedos con la neblina, fulgen suaves.

—Estás molesto conmigo, ¿no? Poco en común tienen los hombres con los cronnios. Ustedes son unos niños: impetuosos e irresponsables. Primero debes conocernos.

Me oprime la mano. La suave expresión de su rostro me desarma.

—No quiero atemorizarte: corres peligro. En Cronn no son bien mirados los extranjeros. A eso se debían las precauciones de L.

Sí: soy un fugitivo. Nada temo, no obstante. Poco me preocupa el futuro, pero ella sí.

—¿Sólo volviste para ayudarme?

Asiente.

—Me gustas, ya te lo dije. Pero los cronnios pensamos y sentimos de otra manera.

—¿Cómo hacen el amor? ¿Por telepatía?

Ríe.

—No nos entregamos tanto, simplemente. Olvídate de eso. No es el momento más oportuno, ¿verdad? Cualquier cosa que sucediera entre los dos podría atarte a mí. Y eso sería fatal.

Se para. Me aproximo. Ella me mira sin bajar los ojos.

—Debemos evitar los sentimentalismos. No debí volver en tu busca dado tu especial modo de ser. Pero no podía dejarte así. ¿Ves? De algo te ha servido conocerme. No me pidas más.

Su rostro bello, triste. La atraigo hacia mí, pero ella se separa con suavidad.

—¿Qué temes? ¿Es peligroso que te vean conmigo?

—No. Nadie podría acusarme de complicidad. Esta ciudad es muy grande, y el anillo también, y Cronn aún más. Son mínimas las probabilidades para que pudiesen sospechar algo de mí. Excepto si me quedase contigo un tiempo largo. Pero debemos evitar que nuestras relaciones sobrepasen ciertos límites. Por tu seguridad.

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