Los barcos se pierden en tierra (15 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Vuelvo a la cubierta del Pequod -y disculpen que en realidad apenas salga de ella-, porque en su mástil, caballeros, hundida a martillazos por el viejo y maldito Ahab, reluce el doblón de oro que premia el avistamiento de la ballena blanca. A mi juicio, ése es el mejor símbolo acuñado de todo aquello que fascina a ciertos hombres y mujeres, y los arrebata de la seguridad, y los lleva a remar, como decía al principio de esta conversación, a bordo de una ballenera con el cuchillo entre los dientes y separados de la Eternidad por el escaso grosor de una tabla de madera, rodeados de estachas que tal vez los atarán a su propia carroza funeraria, para correr la aventura de la vida: la que impidió que el ser humano siga siendo un molusco atrincherado en el fondo del mar. Cada vez que me detengo en la biblioteca y acaricio el lomo de los viejos libros que me llevaron lejos, oigo el rumor de la marejada y el lejano golpeteo del martillo del viejo capitán clavando esa moneda en el palo. Miradla bien, decía Ahab. Y aquí la tengo. Si la froto con la manga, así, reluce como el oro de los sueños. Y déjenme decirles una última cosa, caballeros. Compadezco a los hombres cómodos, resignados y razonables que nunca leyeron libros que estremecieran su corazón. Compadezco a quienes nunca se dejaron seducir y arrastrar por una moneda de oro, una mujer hermosa, un amigo fiel, una aventura descubierta en un libro. Compadezco a los que nunca dormirán la paz eterna con todos los piratas, junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.

2002
Sushis y sashimis

Les juro que a estas alturas ya me da igual. O casi me lo da, porque hace tiempo comprendí que es inútil. Que los malos siempre ganan la batalla, y que el único sistema para no despreciarte a ti mismo como cómplice consiste en escupirles exactamente entre ceja y ceja, y de ese modo estropearles, al menos, la plácida digestión de lo que se están jalando. Esta introducción -o proemio, que diría don Antonio Gil, mi profesor de latín- viene a cuento del atún rojo, y el atún fucsia, y el chanquete, el salmonete o lo que ustedes quieran, y de los peces en general y de un mar en particular, el Mediterráneo en este caso. Y me da igual, les decía, o hago como que me lo da, que los pescadores, entre los que alguno no tiene dos dedos de frente o medio palmo de escrúpulos y le da lo mismo tener pan para hoy y hambre para mañana, estén logrando la extinción de cuanto vive bajo el agua, hasta el punto de que ir a una lonja para una subasta da ganas de llorar, cuando ves lo que sacan del agua: cuatro raspallones de mala muerte, un cefalópodo junior y un atuncillo despistado que pasaba por allí.

Me da igual -o me pongo así de esta manera, como si me diera o diese-, que ahora los pescadores trabajen para esos campos de exterminio flotantes que se han montado en España los del atún rojo: las jaulas donde dicen que los crían, qué risa Basilisa, juas, juas, juas, como si no supiéramos algunos que ese atún no nace en cautividad ni aunque los padres estén borrachos, y que lo que se está haciendo en el Mediterráneo con ese bicho, además de una canallada ecológica, es un negocio que sólo beneficia a unos cuantos, y sobre todo a los japoneses que pagan una pasta, porque allí ese pescado es apreciado y carísimo. Podría, si tuviera ganas -pero ya no tengo muchas-, detallar cómo se lo montan aquí mis primos; cómo detectan con avionetas los bancos de atún, los acosan, los cercan, los encierran en jaulas marinas, los engordan, los matan y se los remiten a los de las Nikon para sushis y sashimis. Podría contar cómo, pese a que España es un país que en teoría protege la especie en extinción del atún rojo -aquí no se expiden licencias, faltaría más-, somos Unión Europea de élite y todo eso se hacen bonitas carambolas a cuatro bandas con licencias francesas y con morro nacional, un poquito de tela por aquí y un poquito de mandanga por allá, se habla eufemísticamente de viveros y de criaderos y de la zorra que los parió, y el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, del que también podríamos charlar despacio otro día, mira impávido al tendido, supongo -me da la risa floja al suponerlo- que por amor al arte; y la Dirección General de la Marina Mercante prefiere no meterse en problemas; y los ecologistas, a quienes tanto les gusta salir en las fotos para gilipolleces, andan en esta materia con el bolo colgando en vez de montar la de Dios es Cristo; y los pescadores, esos pobres pringados, en lugar de boicotear ciertas jaulas o bloquear un puerto, o incluso pegarle fuego al organismo oficial correspondiente, aceptan trabajar como sicarios por cuatro duros miserables para los que de verdad se lo llevan crudo y que luego se hacen fotos en plan empresa ejemplar con las más altas autoridades, consejeros, presidentes y ministros incluidos, todos compadres con sus corbatas verde y rosa fosforito, encantados de conocerse íntimamente unos a otros. Smuac.

Podríamos entrar en documentados y deliciosos detalles sobre todo ese panorama, repito. Pero a estas alturas no sirve de nada, y ya he dicho antes que me da igual; que el mal está hecho y es irreversible, y que cuando tenga ocasión de tropezarme a algún responsable de toda esa bazofia, ya me encargaré personalmente de ciscarme en su puta madre, si puedo. Pero lo que ya no me da igual es izar las velas para olvidar precisamente que vivo en un triste lugar llamado España, con elevadísimo número de sinvergüenzas por metro cuadrado, y cuando al fin me creo libre allá afuera, génova y mayor arriba y con quince nudos de viento a un descuartelar, rumbo a donde sea, toparme con uno de los doscientos mil laberintos de jaulas, redes y balizas que ahora hay fondeados de cualquier manera y multiplicándose por todas partes, a veces sin señalar en las cartas, mientras te preguntas quién es el imbécil -en el más honesto de los casos- que autoriza que los calen aquí y allá, con luces que a menudo están apagadas en noches de temporal, en medio de las rutas tradicionales, bloqueando el paso a los abrigos de toda la vida -la otra noche, por ejemplo, eché las muelas recalando en la trampa mortal en que han convertido La Azohía de Mazarrón, y olvidando que, además del derecho de unos pocos a enriquecerse con el exterminio, para otros también existe el derecho a la libre navegación, y a que no nos toquen los cojones. Y eso sin contar la sensación de tristeza, la amargura que produce navegar entre esas jaulas siniestras que huelen a mares desolados, a dinero turbio y a muerte.

Por mí, como si los bombardean

Lo siento, pero estoy con mister Fischler. La flota pesquera española no solo debe ser reconvertida sin piedad en el marco de la Comunidad Europea, sino que además, en mi opinión personal que comparto conmigo mismo, debería ser torpedeada y bombardeada en los puertos en plan Tora, Tora, Tora, como lo de Pearl Harbor. Por sorpresa y al amanecer. Kaputt. Desguazada. Hundida. Aniquilada. Eso no quiere decir, naturalmente, que los pescadores y los armadores y sus familias deban ir al paro. Al contrario. Con el dinero que se gastan España y Europa en subvencionar toda esa gran mentira y ese expolio infame que solo es pan para hoy y hambre para mañana, y que únicamente beneficia de verdad -salvo contadísimas y honradas excepciones- a unos pocos espabilados, y con lo que se trinca donde algunos sabemos, y con las ayudas comunitarias de los cojones, que solo sirven para mantener en pie un cadáver que lleva muerto la tira, asesinado por la codicia y la ausencia de escrúpulos y la cara dura de funcionarios y de particulares, podrían perfectamente buscársele empleos en tierra a toda esa gente, de una puta vez, y dejarse de milongas. También de tomarnos a todos por gilipollas. Así que el ministro Cañete y sus mariachis deberían asumir la situación y reconvertir a los pescadores en cualquier otra cosa: camareros, ingenieros agrónomos, traficantes de hachís. En cualquier cosa decente, quiero decir, o al menos más decente de lo que hay ahora. Porque la pesca en España apesta. Y nadie lo dice, oye. Qué raro. A saber por qué.

Todo es una gran mentira. Un camelo artificial que nada tiene que ver con los hechos reales. Cualquiera que lleve años navegando por aguas españolas sabe a qué me refiero. No sé lo que pasa con la flota nacional en los caladeros extranjeros, y en esa parte no me meto. Pero aquí, en nuestras costas, ves a los barcos con las redes pegadas a tierra, en cuatro palmos de agua, rascando el fondo para llevarse hasta las piedras, en busca de un par de boquerones que justifiquen la palabra pesca y las subvenciones correspondientes, pasándose todas las leyes y reglamentos por el forro de los huevos. Ves las jaulas y presuntos criaderos de atún rojo de los que hablaba el otro día, que con sospechosa frecuencia no son sino campos de exterminio que se friegan las normas ante el compadreo cómplice de la Administración, que encima los pone como ejemplo. Al fin encontré un pez espada muy joven, todavía de pequeño tamaño que flotan muertos porque su llegada ese día a la lonja hacia bajar los precios, o porque son inmaduros, y dentro está la Heineken de la Guardia Civil, y quienes los traen los arrojan por la borda. Ves concursos de pesca deportiva donde algunos bestias alardean de haber sacado, en un solo día, «trescientos atúnicos de palmo y medio». Ves todo eso y luego echas la pota, claro, cuando un portavoz o un ministro van y dicen que en la Comunidad Europea nos putean y no nos comprenden. Que va. Lo que ocurre es que la gente no es tan idiota como aquí se creen que es, ni a todo el mundo se le tapan los ojos con una cesta de Navidad y un fajo de lo que ya me entienden. Y nos putean porque nos comprenden perfectamente. No te fastidia. El día que escuche las declaraciones de mister Fischler regresaba de un viaje por mar del que una singladura transcurrió en calma chicha, con el Mediterráneo convertido en balsa de aceite, cruzando bancos de medusas que proliferan por todas partes desde que exterminamos a las especies que se las comían. Calor y sol fuerte, sin viento, el agua quieta igual que un espejo. Daba la impresión de moverse por la superficie oleaginosa de un mar muerto. Nada. Solo medusas blancas y pardas y una lata vacía de refresco; y el encuentro, que habría debido alegrarme, me entristeció porque una milla antes me había cruzado con unos palangres y un pesquero que se movía despacio en el horizonte. Ojala sigas vivo al caer la noche, le desee al espadilla mientras lo perdía de vista, feliz en sus cabriolas. Horas más tarde -la mar seguía como un plato- divisé una pequeña tortuga que nadaba solitaria en la superficie, puse proa hacia ella y di vueltas alrededor: jovencita, aislada, un caparazón de dos palmos. Se quedaba quieta cuando me acercaba, como para pasar inadvertida. Enternecedora y vulnerable. Sola. Sin madre, ni padre, ni perrito que le ladre. La última de Filipinas, supuse, de una familia que tal vez había desaparecido entre redes de pescadores o con bolsas de Carrefour hechos madejas en el esófago. Habría querido hacer algo por ella, pero no se me ocurría qué. Así que le desee suerte, como al pez espada joven, y seguí mi camino. Al día siguiente amarré el velero, oí lo de Fischler y la respuesta de los pescadores y del ministro, y me estuve riendo un rato largo. Me reí muy atravesado y amargo. Les aseguro que no me gustaba nada mi propia risa.

El crío del salabre

He vuelto a verlo. Ocurrió hace tres semanas, en un atardecer de ésos que justifican o confirman un día, un verano o una vida: muy lento y tranquilo, el sol entre una franja de nubes bajas, y toda esa luz rojiza reflejándose con millones de pequeños destellos en el agua. Había fondeado en una pequeña cala, la cadena vertical sobre el fondo de arena limpia. Había un par de veleros más hacia tierra, un chiringuito de tablas en la playa y algunos bañistas de última hora a remojo en la orilla. El sol recortaba la punta de rocas cercana y la rompiente suave sobre una restinga traidora que desde allí se mete en el mar, al acecho de navegantes incautos. Y a contraluz, en la distancia, un barco de vela de dos palos, un queche con todo el trapo arriba, navegaba despacio de norte a sur, sin prisas, aprovechando la brisa suave de la tarde.

Fue entonces cuando lo vi. Tendría ocho o diez años y caminaba entre las rocas de la punta, por la orilla: moreno, flacucho, descalzo, vestido con un bañador y con un salabre en la mano, esa especie de red al extremo de un palo que sirve para coger peces y bichos. Estaba solo, y avanzaba con precaución para no resbalar o lastimarse en las piedras húmedas y erosionadas por el mar. A veces se detenía a hurgar con el palo. Aquella figura y sus movimientos me resultaron tan familiares que dejé el libro -una vieja edición de El motín del Caine- y cogí los prismáticos. El crío se movía con agilidad de experto; tal vez buscaba cangrejos en las lagunillas que cubre y descubre el oleaje. Y casi pude sentir, observándolo, las piedras calientes, el olor de las madejas de algas muertas y el verdín resbaladizo. Todo regresó de golpe: olores, sensaciones, imágenes. Una puerta abierta en el tiempo, y yo mismo otra vez allí, la piel quemada de sol, revuelto de salitre el pelo corto, el salabre en la mano y buscando cangrejos junto al mar.

Fue asombroso. Oía de nuevo el rumor en las rocas y me agachaba buscando entre e vaivén del oleaje. Otra vez el silencio sólo roto por el mar, el viento, el crepitar del fuego en una hoguera hecha con madera de deriva, los juegos sin gestos ni palabras. La impecable soledad de un territorio diferente, ahora inconcebible. No se conocía la televisión, y un niño podía vagar tranquilo por los campos y las playas: el mundo no estaba desquiciado como ahora. Otros tiempos. Otra gente. Veranos interminables jalonados de libros, tebeos, horizontes azules, noches con rumor de oleaje o de grillos cantando tierra adentro, entre las higueras y las encañizadas de las ramblas sin agua. La luna llena recortaba tu silueta en los senderos o en la arena de la playa, y al levantar el rostro veías miles de estrellas girando despacio en torno a la Polar. Y así, los días y las noches se sucedían junto al mar, sin otro objeto que leer sobre viajes y aventuras y vagar por los acantilados y las playas soñando ser un héroe perdido en lugares inhóspitos entre cíclopes, y piratas, y brujas que volvían locos a los hombres, y doncellas que se enamoraban hasta traicionar a su patria y a sus dioses. Era fácil soñar con los ojos abiertos. Muy fácil. Bastaba sentarse frente al mar, y nada impedía arponear a la ballena blanca antes de flotar agarrado a ataúd de Quequeg. Volver exhausto de una ciudad incendiada, tras aguardar espada en mano y cubierto de bronce en el vientre de un caballo de madera. Verse arrojado a una playa por el temporal que desarboló tu navío de setenta y cuatro cañones. Buscar el sitio, marcado con una calavera, donde aguardaba un cofre de relucientes doblones españoles. Tumbarse boca arriba, inmóvil, agonizante, en una isla desierta, y que las gaviotas fueran buitres que acechaban tu último aliento para dejar los huesos mondos en la orilla, a modo de advertencia para futuros héroes náufragos. Y cada vez que un velero cruzaba el horizonte, permanecer quieto mirándolo, una mano sobre los ojos a modo de visera, preguntándote si sería el Pequod, La Hispaniola o el Arabella. Soñando con ir a bordo, atento al viento en la jarcia y las velas, viajando a sitios adivinados en libros cuyas páginas abiertas amarilleaban al sol; allí donde las fronteras del mundo se volvían difusas para mezclarse con los sueños. Lugares donde, en la fría luz gris del alba, una mujer hermosa, con pistolas y sable al cinto y una cicatriz en la comisura de la boca, te despertaría con un beso antes del combate. Todo eso recordé mientras observaba al chiquillo con su salabre en el contraluz rojizo de poniente. Y sonreí conmovido y triste, supongo que por él, o por mí. Por los dos. Después de un largo camino de cuarenta años, de nuevo creía verme allí, en las mismas rocas frente al mar. Pero las manos que sostenían los prismáticos tenían ahora sangre de ballena en las uñas. Nadie navega impunemente por las bibliotecas ni por la vida. El sol estaba a punto de desaparecer cuando el crío fue a detenerse en la punta, sobre la restinga. Luego se llevó los dedos a los ojos a modo de visera y estuvo un rato así, inmóvil, recortado en la última luz de la tarde. Mirando el velero que navegaba despacio, a lo lejos, rumbo a la tierra de Nunca jamás.

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