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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (18 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Sin embargo, aparte el exquisito cuidado de esos detalles, lo que se impone viendo Master and commander –mi único disgusto es que no hayan utilizado el título español: Capitán de mar y guerra– es el inmenso placer que a cualquier lector de O’Brian le produce ver navegar y combatir, en imágenes de extraordinaria belleza, a la embarcación en la que tanto ha navegado página tras página: la fragata de 28 cañones Surprise, ese barco mítico cuyo nombre ocupa lugar de honor junto al Pequod, La Hispaniola, el Patna y otros barcos literarios, insumergibles en nuestro recuerdo. Barcos a los que, por cierto, el gallego Alberto Fortes –tomen nota los apasionados del mar– acaba de dedicar un libro bello y melancólico llamado Memorial de a bordo.

Luego, claro, uno se entera de que el rodaje de la película costó ciento cuarenta millones de dólares y que tuvo el asesoramiento entusiasta del Almirantazgo británico, desde pormenores de construcción naval, artillería y maniobra hasta fórmulas matemáticas para determinar el tamaño de un ancla. Y claro. Resulta inevitable comparar. ¿Imaginan aquí? ¿Se hacen a la idea de un guión con un diálogo como el que abre este artículo sobre la mesa de un ministro o un político?… En este país de gilipollas, donde no es precisamente asunto histórico lo que falta para el cine, todo cristo se la habría cogido con papel de fumar, no fuera que se ofendiese tal o cual autonomía, o se trataran cosas irritantes para éste o para aquél. Cuidadín. Aquí, cualquier cosa que tenga que ver con la palabra España queda descartada por conflictiva, y a lo más que llegamos es a las películas caspa de Vicente Aranda, con unos cuantos imbéciles calificando Juana la loca o Carmen de obras maestras. Que tiene pelotas. A eso añádanle el compadreo y la poca vergüenza. No quiero imaginar lo que pasaría si en España se destinaran ciento cuarenta kilos de mortadelos a una película. Dos de cada tres productores se embolsarían ciento veinte, y con el resto harían una puñetera mierda.

2004
Reventando perros ingleses

Te estás amariconando, Reverte, me dice un lector de Santander. Diez años dando estiba en esta página a los perros ingleses, enemigo histórico de toda la vida, y ahora vas y recomiendas Master and commander, que es un película estupenda, sí, pero también un canto épico a la marina británica. A ver si de tanto leer a Patrick O’Brian y darte el pico con Javier Marías tienes el síndrome de Estocolmo. Cabrón. ¿Por qué no reivindicas la figura de mi paisano Luis Vicente Velasco? ¿Ein? Si ése fuera inglés, le habrían hecho diez películas. En hazañas navales no le moja la oreja ningún hijo de la pérfida Albión. Pero era español, claro. Santanderino de Noja. Por eso ya no se acuerda de él ni la madre que lo parió.

La verdad es que el lector cántabro tiene razón. Así que, para lavar mi culpa y evitar, de paso, que los futuros súbditos del Orejas se suban a la parra –este año andan muy flamencos con el tricentenario de lo de Gibraltar–, he decidido dedicarle hoy la página, por todo el morro, al capitán de navío de la Armada española don Luis Vicente de Velasco. A quien, las cosas como son, el viejo amigo Jack Aubrey no le llega ni a la bragueta. Y consuela mucho, la verdad, repasando nuestra desgraciada Historia, tan llena de baldones, vileza e incompetencia, toparse de vez en cuando con gente como don Luis: leal, inteligente y con los huevos en su sitio. Ejemplo, una vez más, de lo que podría haber sido esta desdichada tierra si tantos buenos vasallos hubiesen tenido buenos señores.

Atentos a la biografía de mi primo. Guardiamarina con quince años, Velasco se fogueó en los intentos por recuperar Gibraltar, en la toma de Orán y en numerosos combates navales contra los corsarios berberiscos. A los treinta tacos era capitán de fragata, y al mando de una de ellas, artillada con treinta cañones, se encontraba en 1742 navegando entre Veracruz y Matanzas cuando le salió al paso una fragata de cuarenta cañones seguida por un bergantín, ambos ingleses. Si lo trincaban entre dos fuegos estaba listo de papeles, así que decidió darse candela con la fragata antes de que llegase el bergantín. Se arrimó al enemigo, que venía muy chulito, empezó el combate, y después de dos horas de sacudirse estopa pasó al abordaje, hizo arriar el pabellón a la fragata inglesa, volvió a su barco, dio caza al bergantín –que al ver el panorama había salido cagando leches–, lo rindió y entró en La Habana con las dos presas. Y para no enfriarse, cuatro años después, con dos jabeques guardacostas, tomó al abordaje otro buque de guerra inglés de treinta y seis cañones. La criatura.

Pero lo que grabó el nombre de Velasco en esa Historia de España que ahora, desde la Logse, nadie estudia, fue la defensa del castillo del Morro de La Habana en 1762; cuando, siendo capitán del navío Reina, se le encargó disputar esa fortaleza a la flota de invasión inglesa compuesta por doscientos barcos y catorce mil hombres. En la defensa del Morro, donde la artillería enemiga lo superaba seis a uno, Velasco estuvo treinta y siete días sin desnudarse y sin apenas dormir. Para hacernos idea de cómo se batió, el tío, basta echar un vistazo al magnífico cuadro conservado en el Museo Naval de Madrid: el fuerte soltando cebollazos, los ingleses cañoneándolo, el Cambridge desarbolado y hecho un pontón tras perder a su comandante, tres oficiales y la mitad de su tripulación, el Marlborough remolcándolo, el Dragon apartándose con graves averías y el Stirling huyendo del fuego como una rata. O sea. Rule Britania un carajo.

Al final, lo de siempre. España. Nosotros. Esa Habana abandonada de la mano de Dios. Una mina inglesa abrió brecha, los ingleses se colaron por ella, don Luis Vicente acudió espada en mano, y zaca. Lo reventaron. Agonizante, ya caído el Morro, el general inglés fue a abrazarlo y a decirle olé tus pelotas, chaval. Verygüel lo tuyo, top typical spanish eggs. Y en la carta que lord Abermale escribió a Londres dando cuenta del escabeche, lo llamaba «el capitán más bravo del rey católico». Que en boca de un hijoputa inglés arrogante de entonces tiene su mérito de aquí a Lima. Y un detalle: todavía a mediados del siglo XIX, al pasar por la costa santanderina ante la playa de Noja, los navíos británicos ponían la bandera a media asta. Pero claro. En Inglaterra le preguntas a un colegial quién fue Nelson, y te lo dice. El de Trafalgar, ofcourse. Pregúntenle aquí, a cualquiera, quién fue Velasco.

La pescadera de la Boquería

Mercado de San José, en Barcelona. Más conocido por La Boquería. El fulano tiene cincuenta y tantos tacos largos, o los aparenta, y una pinta infame de mendigo desaliñado, con deportivas rotas y una sucia camiseta de una feria del libro de hace la tira; de cuando el cabo de Creus era soldado raso. La camiseta me llama la atención, y por eso me fijo en el individuo mientras camino detrás, entre los puestos de fruta y verdura, las especias, la carne, los salazones. Me gusta La Boquería en particular y los mercados en general; sobre todo los mediterráneos, supervivientes asomados a las orillas de ese mar viejo y sabio, sin que la modernidad, y la higiene, y todas esas murgas sanitariamente correctas de la asepsia, el plástico y el envase al vacío les hayan hecho perder carácter; y aun vestidos de limpio y de bonito siguen siendo lo que fueron, llenándote los sentidos de colores abigarrados, aromas entremezclados, rumor intenso de voces que pregonan, interrogan, tocan, regatean. Disfruto como Charlton Heston con un rifle –el hijoputa– paseando por esos lugares: miro, me paro a tender la oreja, recordando. Nada se parece tanto como uno de esos mercados a otro de esos mercados: Barcelona, Nápoles, Tánger, Estambul, Beirut, Cádiz, Melilla. Etcétera. También eso es cultura. Y no me refiero a lo que algunos soplapollas llaman aquí cultura: la gastronomía como cultura, el fútbol como cultura, el teléfono móvil como cultura. Sus muertos más frescos como cultura. Ahora se le llama cultura a todo -acabo de oír a un político imbécil hablando de la cultura de la violencia-. No. Hablo de cultura de verdad. Historia y explicación, memoria y presente. Huellas y claves de lo que fuimos y lo que somos.

Pero estamos en La Boquería, les contaba. Caminando detrás del fulano con pinta de mendigo, que al pasar ante los puestos saluda a los tenderos. Viéndolo arrastrar los pies deduzco que es uno de esos habituales de sitios así, que se buscan la vida limosneando, llevando cargas o haciendo pequeños recados. Éste saluda a todo el mundo con aire ido, como muy para allá. Algunos le devuelven el saludo. Llega así –y yo detrás–, a la zona de la pescadería. Y va a pasar de largo, hacia la salida de atrás del mercado, cuando lo llama una pescadera. El hombre se vuelve y se acerca despacio a la mujer, que es madura, grandota, con delantal. Una pescadera canónica. De toda la vida. Esa mujer coge un pescado del mostrador, lo envuelve en papel y se lo ofrece casi discretamente, sin decir palabra. Entonces el mendigo, o lo que sea, sonríe con su boca desdentada, asiente y hace ademán de besar el envoltorio. Y se va.

Me quedo mirando a la pescadera, que sin darle importancia vuelve a lo suyo, a amontonar mejor el hielo picado bajo las gambas y a disponer con más arte las rodajas de emperador. Estoy estupefacto. Esa mujer no puede saberlo, claro. Acabo de presenciar punto por punto algo que viví hace más de cuarenta años en el mercado de la calle Gisbert, en Cartagena, una mañana que, acompañando a mi abuela a la compra –a la plaza, como dice la gente del sur–, vi cómo a un pobre hombre, un infeliz desharrapado que allí barría los restos de verduras y ayudaba a cargar las cestas para buscarse la vida con una propinilla, una pescadera muy parecida a ésta, gordota, con el mismo delantal e idénticas manos enrojecidas por el trabajo, le daba un pescado grande, envuelto en papel de periódico. Tal cual. Al niño que yo era le pareció aquello el colmo de la compasión, y como tal lo recordé siempre. Y resulta que hoy, en La Boquería de Barcelona, casi medio siglo después, veo repetir el mismo gesto hacia el mismo hombre, en manos de la misma mujer. Un gesto que, pese a cómo está el patio y a lo retorcido que cada cual tiene el colmillo, lo reconcilia a uno con muchas cosas. Con quien todavía, por ejemplo, es capaz de actuar bajo el impulso personal de la caridad sin esperar aplausos, votos, bendiciones apostólicas ni nada a cambio. Sólo porque sí. Por la cara.

Viento en las velas

Hace unos días palmó Alejandro Paternain. La mayor parte de ustedes no sabrá quién carajo era ese tío; pero algunos, entre los que me cuento, le deben –le debemos– maravillosas páginas con olor a mar y a pólvora, noches de guardia bajo las estrellas, rumor de velas henchidas por la brisa allí donde de verdad empieza la única libertad del hombre: a cincuenta o cien millas de la costa más cercana. Como habrán adivinado, Alejandro Paternain era escritor. Novelista, para ser exactos. Lo conocí hace años, y sé que le habría ofendido en extremo que lo confundiesen con alguno de esos soplapollas vivos o muertos –él, uruguayo, habría pronunciado soplapochas, pero no lo hacía porque era hombre correctísimo– que llenan páginas masturbándose con fascinantes reflexiones sobre su propia caspa. Alejandro Paternain no era de ésos, sino de los otros: Stevenson, Conrad, Melville, O’Brian. Ya saben. Los hermanos de la costa. Contaba historias de aventuras, casi siempre con el mar como fondo, con deliberada y sobria eficacia. Yo le llamaba respetuosamente profesor, y él sonreía al oírlo, con benevolencia cortés. Era alto, anciano, apuesto, tan elegante como su nombre y apellido. Setenta y un tacos de almanaque. Un auténtico cabachero.

Lo conocí de forma singular. Un día entré en una librería de Montevideo –estaba siguiendo la huella de los marinos del Graf Spee– y encontré una novela llamada La cacería. Me gustó el título, me gustaron las páginas que leí por encima, me llevé el libro al hotel y me lo fumigué completo en tres horas. Entusiasmado. A la mañana siguiente cogí el teléfono, hice unas pesquisas editoriales y llamé a Alejandro Paternain a su casa. Oiga usted, dije. No tengo el gusto de conocerlo, pero olé sus huevos. Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría encantado firmarla yo. Me dio las gracias, charlamos un rato, quedamos en vernos alguna vez. Cuando volví a Uruguay ya había leído otras dos historias suyas, y lo llamé. Me reafirmo en lo dicho, sostuve. Maestro. Nos vimos, claro. No me esperaba a ese profesor de Literatura jubilado, leidísimo, modesto, buen tipo. Hablamos mucho de barcos, de naufragios, de libros, de viajes. Nos hicimos amigos. Tiempo después, cuando La cacería se editó en España, Paternain vino a Madrid para presentar el libro, feliz por verse publicado, a sus años y sus canas, en la madre patria. Volvimos a vernos y a intercambiar nombres de libros y de barcos, vientos, latitudes y longitudes como dos chicos que cambiasen cromos. Él no era de ninguna mafia literaria, ni tenía editores de ésos que sólo publican obras maestras imprescindibles para la cultura occidental, ni escribía novelas sobre la imposibilidad de escribir una novela. Así que en la mayor parte de los suplementos literarios españoles importantes, los mismos tontosdelculo que por aquella época jaleaban con entusiasmo cualquier obviedad publicada por cagatintas indocumentados y mediocres, pasaron por completo de La cacería, ninguneando clamorosamente al libro y al autor. Ni una maldita línea. O casi nada. Aun así, circulando la consigna de lector en lector, la novela se vendió muy bien. Y lo que es más importante: se convirtió en libro cómplice para iniciados, en signo de reconocimiento de los lectores especializados en el mar y la aventura.

Ahora Alejandro Paternain largó amarras. Desde la muerte de su esposa ya no era el mismo, cuentan. Trabajaba poco. Había perdido las ganas de casi todo. Me dieron la noticia cuando –cosas de la muerte y de la vida– yo estaba cerca de Montevideo, en la otra orilla del Río de la Plata, en Buenos Aires. Al enterarme le dediqué mentalmente un brindis: una pinta de ron. A tu salud, profesor. A tu memoria y a la de los hermosos libros que escribiste. Luego me propuse teclear estas líneas en cuanto regresara a España, donde apenas se ha publicado alguna mezquina reseña sobre su muerte. Para hacer justicia al novelista uruguayo que fue uno de los últimos clásicos vivos del mar, la historia y la aventura. Para agradecerle una vez más las páginas vividas con todo el trapo arriba, el viento silbando en la jarcia, y en la boca el sabor de la sal y el aroma del peligro. Por Alejandro Paternain dobla hoy aquí a muerto la campana de la inmortal goleta Intrépida, mientras él descansa junto a todos los corsarios y todos los piratas que surcaron los mares en busca de gloria o de fortuna. En la tumba donde yacen ellos y sus sueños.

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