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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (3 page)

BOOK: Los Borgia
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Finalmente, cuando los vecinos dieron la voz de alerta, el bandolero y sus secuaces huyeron a las montañas sin su botín.

Algunos días después, cuando regresaron al pueblo, los bandoleros se toparon con la resistencia de los vecinos y, aunque la mayoría de ellos lograron huir, Miguel capturó al jefe. A la mañana siguiente, el desafortunado pecador fue encontrado colgado de un árbol en la plaza del pueblo. La reputación de Miguel se extendió rápidamente por la comarca y nunca más nadie volvió a enfrentarse a él.

La herida no tardó en sanar, pero la cicatriz le deformó el rostro en una mueca perpetua. Aunque en cualquier otro hombre esa mueca hubiera resultado repulsiva, la rectitud y la mirada piadosa de sus ojos permitían que cualquiera que viese a Miguel reconociera inmediatamente la bondad de su alma.

Y fue así como Miguel pasó a ser conocido como don Michelotto, un hombre al que todos respetaban.

El cardenal Borgia mantenía que, en cada familia, alguien debía entregar su vida a la fe y predicar la palabra de Dios. Pero para que pudiera tener éxito en su misión divina, también debía haber alguien que garantizase la seguridad de la familia. De ahí que Rodrigo razonara que aquellos que se sentaran en el trono de la Iglesia debían contar con el apoyo de una mano humana que los defendiera del mal, pues éste siempre estaba al acecho en el mundo de los hombres.

Al cardenal no le sorprendía que el joven don Michelotto hubiera sido llamado a cumplir ese papel, pues, sin duda, Miguel Corella era un hombre de una naturaleza superior. Por mucho que sus enemigos intentaran mancillar su reputación con todo tipo de falsas habladurías, su fidelidad para con el Padre Celestial y la causa divina estaba fuera de toda duda; el cardenal tenía la absoluta certeza de que don Michelotto siempre sometería sus propios deseos a los de la Iglesia.

Igual que el cardenal creía que sus actos estaban guiados por la mano de Dios, don Michelotto sostenía que sus manos eran guiadas por la misma fuerza divina, por lo que no existía la posibilidad de cometer un acto injusto ni pecaminoso. ¿Pues acaso no estaba enviando un alma a su creador cada vez que apagaba el aliento de un enemigo del cardenal?.

Y así fue como, al poco tiempo de recuperarse su hijo, Rodrigo Borgia, que también se había criado en Valencia, mandó llamar a Roma a su sobrino, que por aquel entonces tenía veintiún años. Consciente de los peligros que lo acechaban, el cardenal confió así la seguridad y el bienestar de su familia a don Michelotto. A partir de ese día, los hijos del cardenal rara vez se dieron la vuelta sin toparse con la sombra de don Michelotto.

Cuando sus deberes de vicecanciller se lo permitían, el cardenal aprovechaba cualquier momento libre para visitar a sus hijos y jugar con ellos. Además, siempre que podía, llevaba a sus hijos consigo a la magnífica hacienda que poseía en la campiña.

CAPÍTULO 2

Retirada en las colinas de los Apeninos, a un día de camino de Roma, la hacienda conocida como "Lago de Plata" estaba formada por un magnífico bosque de cedros y pinos y un pequeño lago de aguas cristalinas. Rodeadas de paz y de los más bellos sonidos y colores de la naturaleza, todos los días, al alba y al atardecer, las aguas del lago se teñían del color de la plata; era un auténtico paraíso terrenal.

Rodrigo Borgia, tras recibir las tierras como obsequio de su tío, el papa Calixto III, había ordenado construir el palacete al que gustaba de acudir con su familia huyendo del asfixiante calor del verano romano; no había ningún lugar en el mundo donde el cardenal se sintiera más feliz.

Durante los dorados días del estío, los niños se refrescaban en el lago y corrían libres por los exuberantes prados verdes mientras el cardenal paseaba entre los fragantes limoneros acariciando las cuentas doradas de su rosario. Durante esos momentos de paz, Rodrigo Borgia nunca dejaba de maravillarse ante la belleza del mundo, ante la belleza de su mundo. Había trabajado duro y a conciencia desde que era un joven obispo. La gratitud llenaba el corazón del cardenal mientras elevaba una oración al cielo y pedía por el futuro de los suyos. Pues, pese a su fe, aún albergaba en su interior el temor oculto a que un hombre agraciado con una vida como la suya algún día tuviera que someterse a una prueba de gran dureza. No cabía duda de que Dios otorgaba su abundancia libremente, pero tampoco cabía duda de que, para ser digno de dirigir el rebaño del Señor, un hombre debía demostrar la pureza de su alma. Pues ¿cómo, si no, podría juzgar el Padre Celestial la valía de ese hombre? El cardenal esperaba poder estar a la altura de esa prueba cuando llegara el momento.

Una noche, tras dar cuenta de una espléndida cena junto al lago, el cardenal obsequió a sus hijos con un espectáculo de fuegos artificiales. Mientras Rodrigo sujetaba a Jofre en brazos y Juan se aferraba con fuerza a sus vestiduras, el cielo se llenó de estrellas plateadas, arcos luminiscentes y brillantes cascadas de color. César cogió la mano de su hermana Lucrecia, que gritaba con cada nueva explosión de pólvora sin dejar de mirar el cielo iluminado.

Al observar el temor de su hija, el cardenal dejó a Jofre al cuidado de César y se agachó para coger en brazos a Lucrecia.

—No te preocupes —dijo—. Tu padre cuidará de ti. Sujetando a su hermano pequeño, César se acercó a su padre para escuchar cómo hablaba con amplios gestos y gran elocuencia sobre las constelaciones del cielo. Y la voz de su padre era tan cálida que, incluso entonces, César supo que estaba viviendo un momento que siempre recordaría. Pues, esa noche, César era el niño más feliz de la tierra y se sentía como si no hubiera nada en el mundo que él no pudiera lograr.

A medida que sus hijos fueron creciendo, el cardenal empezó a conversar con ellos de religión, de política y de filosofía, explicándoles el arte de la diplomacia y el valor de la religión y de la estrategia política. Aunque César disfrutaba de esos retos intelectuales, pues su padre era uno de esos hombres capaces de contagiar su entusiasmo a cuantos lo rodeaban, a Juan parecían aburrirle. Tras el episodio del envenenamiento, el cardenal había consentido a Juan hasta tal extremo que éste cada vez se mostraba más hosco y caprichoso. De ahí que fuera en su hijo César en quien el cardenal depositara mayores esperanzas.

Rodrigo disfrutaba sinceramente de cada una de sus visitas al palacio de Orsini, pues tanto su prima Adriana como la joven Julia lo agasajaban con todo tipo de atenciones. Julia, que procedía de una familia de la baja aristocracia, estaba prometida con Orso Orsini, varios años más joven que ella, y aportaría una dote de trescientos florines; una suma nada desdeñable. Tenía los ojos grandes y azules y unos labios plenos. Su cabello, de un rubio más luminoso incluso que el de Lucrecia, le llegaba prácticamente hasta las rodillas. Así, no era de extrañar que empezara a ser conocida como la Bella en toda Roma; ni tampoco que el cardenal empezara a sentir un afecto especial por ella.

Del mismo modo en que los hijos del cardenal siempre se alegraban de ver a su padre, Julia también anticipaba sus visitas con anhelo. La presencia de Rodrigo la hacía ruborizarse, como le ocurría a la mayoría de las mujeres a las que había conocido el cardenal. Tras ayudar a Lucrecia a lavarse el cabello y a vestirse con sus mejores ropas, la propia Julia siempre se esforzaba por sacar a relucir todo su atractivo ante la perspectiva de una visita del cardenal. Y, a pesar de la diferencia de edad, Rodrigo Borgia nunca dejaba de deleitarse en la contemplación de la joven Julia.

Cuando llegó el momento de celebrar los esponsales entre Orso, el ahijado del cardenal, y la bella Julia, por respeto hacia su prima Adriana y por el afecto que sentía hacia la joven novia, Rodrigo Borgia se ofreció para presidir la ceremonia en el Vaticano.

El día señalado para los esponsales, Julia, con su vestido de satén blanco y un velo engarzado con pequeñas perlas plateadas cubriendo su dulce rostro, le pareció al cardenal la mujer más hermosa que había visto nunca; la niña que había conocido se había convertido en una mujer tan atractiva que el cardenal apenas pudo dominar su pasión.

Orso fue enviado al poco tiempo a la villa que el cardenal tenía en Bassanello, donde recibiría la instrucción necesaria para convertirse en un soldado. En cuanto a Julia Farnesio, la hermosa joven no tardó en entregarse voluntariamente a los deseos carnales de Rodrigo Borgia.

Al alcanzar la adolescencia, César y Juan fueron enviados a continuar su educación lejos de Roma. En vista de las dificultades que Juan tenía con los estudios, el cardenal razonó que la vida de un sacerdote no era la más apta para su hijo; Juan sería soldado. En cuanto a César, su inteligencia hacía aconsejable que continuara sus estudios en Perugia. Tras demostrar su talento durante dos años en esa ciudad, fue enviado a completar sus estudios de teología y ley canónica en la Universidad de Pisa, pues el cardenal albergaba la esperanza de que siguiera sus pasos y ascendiera hasta lo más alto de la jerarquía eclesiástica.

El cardenal nunca había llegado a forjar una relación tan estrecha con Jofre como con los otros tres hijos que le había dado Vanozza. De hecho, en lo más profundo de su ser, siempre había dudado de que Jofre fuese su hijo, pues ¿quién puede llegar a conocer los secretos que esconde el corazón de una mujer?.

Antes de conocer a Vanozza, el cardenal había tenido otros tres hijos fruto de relaciones con cortesanas. Pero aunque nunca hubiera dejado de cumplir su deber para con ellos, Rodrigo Borgia había depositado todas sus esperanzas en los que tuvo con Venozza, César Juan y Lucrecia.

El cardenal había ostentado el cargo de vicecanciller bajo distintos pontífices. Había servido a Inocencio, el actual papa, durante los últimos ocho años, y había ofrecido lo mejor de sí mismo para fortalecer el poder y la legitimidad de la Iglesia.

Pero ni la fidelidad de sus consejeros ni la leche fresca de una madre, ni tan siquiera la transfusión de la sangre de tres niños, pudo salvar la vida del papa Inocencio; cada uno de los tres niños había sido obsequiado con un ducado y, al fracasar los experimentos médicos, sus padres fueron obsequiados con un lujoso funeral y cuarenta ducados.

El papa Inocencio había dejado vacías las arcas del papado y el Vaticano se encontraba indefenso ante las afrentas de los reyes de España y de Francia. Las finanzas del Vaticano se encontraban en tal estado que el sumo pontífice se había visto obligado a empeñar su tiara, su sagrado tocado, para poder comprar palmas para distribuir por Roma el Domingo de Ramos. En contra de los consejos de Rodrigo Borgia, Inocencio había permitido que los gobernantes de Milán, Nápoles, Venecia, Florencia y otras muchas ciudades se retrasaran a la hora de hacer efectivos sus tributos al tesoro de la Iglesia. Además, Inocencio había dilapidado una verdadera fortuna sufragando una cruzada en la que ya nadie deseaba participar.

Como resultado de todo ello, ahora iba a hacer falta un auténtico mago de la estrategia y las finanzas para devolver su antigua gloria y esplendor a la Iglesia. Pero ¿quién podría ser ese hombre? Todo el mundo se hacía la misma pregunta, pero la respuesta dependía exclusivamente del Sacro Colegio Cardenalicio, cuyos miembros habían de tomar su decisión guiados por el infalible auspicio del Espíritu Santo; pues un papa no podía ser cualquier hombre, sino alguien enviado a la tierra para cumplir los designios del Sumo Hacedor.

El 6 de agosto de 1492, tras el fallecimiento de Inocencio, el cónclave cardenalicio se reunió en la capilla Sixtina para elegir al nuevo papa, algo para lo cual era necesario lograr una mayoría de dos tercios.

Fieles a la tradición, los veintitrés miembros del Sacro Colegio Cardenalicio comenzaron las deliberaciones necesarias para nombrar al sucesor de san Pedro, el vicario de Cristo, el nuevo guardián de la fe, el hombre que no sólo se convertiría en el líder espiritual de la Santa Iglesia Católica, sino también en el líder terrenal de los Estados Pontificios. Un hombre que debería poseer una inteligencia privilegiada, una capacidad probada para dirigir tanto a hombres como a ejércitos Y el talento necesario para obtener ventajas mediante acuerdos con los gobernantes locales y los principales monarcas extranjeros.

Pues el hombre que llevara la tiara tendría la responsabilidad de reunir y administrar vastas riquezas, y de él dependería reunificar o fragmentar definitivamente ese conglomerado de ciudades y provincias feudales que conformaban el centro de la península Itálica. De ahí que, incluso antes de que el papa Inocencio falleciera, ya se hubieran establecido alianzas, se hubieran prometido propiedades y títulos y se hubieran comprado lealtades para apoyar la elección de los principales candidatos.

Pocos eran los que podían considerarse merecedores de ese privilegio: el cardenal Ascanio Sforza, de Milán, el cardenal Cibo, de Venecia, el cardenal Della Rovere, de Nápoles, y el cardenal Borgia, de Valencia. Sin duda alguna, uno de ellos sería el nuevo papa, aunque, al no ser italiano, las posibilidades de Rodrigo Borgia eran escasas. Su mayor obstáculo era su origen español y, aunque hubiera cambiado su apellido español, Borja, por el italiano Borgia, eso no bastaba ni mucho menos para dejar de ser visto como un extranjero.

Aun así, Rodrigo Borgia no podía ser descartado, pues llevaba más de treinta y cinco años al servicio del Vaticano, y sus méritos eran extraordinarios. Como vicecanciller, había resuelto complejas situaciones diplomáticas de forma ventajosa para la Iglesia y, con cada nuevo éxito, había aumentado sus propias riquezas. El cardenal Borgia había situado a muchos miembros de su extensa familia en puestos de poder y les había concedido títulos y privilegios que las familias de más rancio abolengo de Italia consideraban una usurpación. ¿Un papa español? Imposible. El solio pontificio estaba en Roma y, como tal, debía ser ocupado por un italiano.

Ahora, rodeado del más absoluto secretismo, el cónclave emprendió su tarea. Aislados en celdas individuales dentro de la amplia capilla, los cardenales no podían tener ningún contacto entre sí, ni tampoco con el mundo exterior. Cada cardenal estaba obligado a tomar su decisión de forma individual mediante la oración y con la única intercesión del Espíritu Santo, En el interior de cada una de las húmedas y oscuras celdas tan sólo había un pequeño altar con un crucifijo y varios cirios encendidos como toda ornamentación, un duro camastro, un orinal, una jarra de agua, sal, y una cesta con almendras garrapiñadas, mazapanes, bizcochos y azúcar. Al no haber una cocina, cada comida era preparada en los palacios de los cardenales y transportada en recipientes de madera que los criados entregaban a través de la pequeña abertura que había en la única puerta de la capilla.

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