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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (46 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Iré a comprar la ropa —dijo Jean Marie—. ¿Alguna preferencia especial con respecto a colores?

Sergei Andreivich Petrov rompió a reír.

—Desearía que los camaradas pudieran verme ahora. Desde que comenzó nuestra Revolución, el Vaticano no ha dejado de ser una molestia, por decir lo menos, para nosotros. Y ahora tengo a un papa comprando mi ropa interior.

—¿Y qué tiene eso de raro? —preguntó Jean Marie con suave inocencia—. El primero de mi serie vendía pescados en Israel.

Mientras se ocupaba en la sencilla tarea de comprar calcetines y ropa interior, se sintió impactado, no solamente por la situación de comedia en que se hallaba, sino por la macabra indiferencia que implicaba. El había nacido en la mitad de los años veinte, y en consecuencia, cuando llegó la guerra era demasiado joven para alistarse en el ejército francés; más tarde se había visto obligado —para burlar el llamado a los trabajos forzados en Alemania— a huir a las montañas y a unirse al
maquis
; en cuanto su ingreso al seminario, había tenido lugar un año después del término de las hostilidades. Pero uno de los recuerdos que más vividamente permanecían en su memoria era el de aquella época de pesadilla cuando los alemanes comenzaron su evacuación y todo el edificio de la ocupación comenzó a derrumbarse. Aquello había sido como una inmensa feria de borrachera, crueldad, heroísmo y muchas complicadas formas de locura.

Lo que ahora estaba presenciando era como la repetición de todo aquello: la misma clase de desórdenes en Tübingen, el asesinato por decreto, Pierre Duhamel fiel servidor de la república aceptando y contribuyendo a la perpetración de horrores secretos en la vana esperanza de prevenir así el advenimiento de otros mayores y finalmente Sergei Petrov esforzándose por romper el bloqueo del mercado de granos y mientras tanto ahogando en vodka su impotencia y su desesperación. Esta forma de locura en pequeña escala era tal vez la manifestación más siniestra de la demencia. ¿Hambre en el Horn de África? ¿Y, qué era eso? La eliminación natural de la población sobrante de una tierra marginal, sí, era eso hasta que uno cogía en brazos a un niño con el vientre inflado como un balón, brazos como palillos de fósforos y el ritmo de la respiración escasamente suficiente para echar un poco de aire en sus pulmones. Entonces uno se ponía a maldecir a Dios y a maldecir al hombre y echaba mano de las bombas para mandar todo al diablo. Entretanto, con total incoherencia con sus pensamientos, decidió que su hermano Alain tenía razón. Necesitaba ropa nueva. Y ya que estaba comprando para Petrov, ¿por qué no preocuparse al mismo tiempo de sí mismo? No había motivo alguno que le impidiera a uno llegar bien vestido al propio funeral.

Aquella noche Roberta Saracini tenía tres invitados para la cena. Llegaron en ropas de trabajo y trajeron consigo portadocumentos, grandes folios de artistas y una máquina grabadora de video. Llevaban además consigo el aire resuelto de los profesionales que conocen muy bien su tarea y no necesitan para nada del consejo de los advenedizos sin entrenamiento. El de más edad de los tres era un hombre grandote, de tez rubicunda, amplia sonrisa y mirada sagaz. Roberta lo presentó como Adrian Hennessy.

—…Ninguna relación con el coñac del mismo nombre. Es americano, habla siete lenguas y se expresa muy bien en cada una de ellas. Llegó de Nueva York esta mañana. Si llegan a un acuerdo, él dirigirá nuestra operación.

El segundo huésped era una muchacha de aspecto masculino, cuyas facciones le parecieron a Jean Marie vagamente familiares. Y en verdad resultó ser la sorpresa del momento.

—…Natalie Duhamel, nuestra experta en películas y en televisión. Creo que conoce a su padre.

—Sí, lo conozco.

El encuentro no resultó grato para Jean Marie. La joven le otorgó una fría sonrisa y una definición muy bien ensayada.

—Mi padre y yo mantenemos una excelente relación. El no produce los actos que yo presento en televisión o cine y yo no escribo los informes que él envía al Presidente. En asuntos privados, él no pregunta, yo no cuento y viceversa.

—Es un arreglo muy preciso y claro —dijo Jean Marie Barette.

—Y éste —Roberta Saracini presentó a su tercer huésped, un cimbreante joven que podría muy bien haber servido de modelo para el carretero délfico— es Florent de Basil. Dibuja, pinta, escribe bellas canciones.

—En resumen, un genio. —Tenía la sonrisa inocente y pronta de un niño. Tomó la mano de Jean Marie y la besó. —No puedo decirle cuánto he estado deseando que llegara el momento de conocerlo. Espero que me dará un poco de tiempo para hacerle un retrato.

—Lo primero es lo primero, amor —dijo Roberta Saracini—. Falta media hora para la comida. Mientras tomamos los combinados podríamos comenzar a trabajar.

Adrian Hennessy abrió su portadocumentos y sacó una cinta grabadora. Florent de Basil puso ante sí un cuaderno de dibujos. Natalie Duhamel permaneció sentada plácidamente, observando. Hennessy bebió un sorbo de su licor y declaró en forma categórica:

—Comenzaremos por la grabación. Si no logramos ponernos de acuerdo en los términos de referencia, entonces consideraremos que el día ha terminado y nos dedicaremos a gozar de la comida. Si, en cambio, llegamos a un acuerdo, comenzamos inmediatamente a trabajar. Primer punto: ¿Cómo llamaremos al sujeto? Ese es usted señor. Recuerde que algunos objetos como las notas y las cintas grabadas deben ser transportadas de un lugar a otro y en consecuencia pueden perderse. De manera que preferimos no usar nombres reales.

—Mi nombre es Jean Marie…

—Cambiémoslo entonces por un nombre americano: John Doe. En segundo lugar, nombre del proyecto. Tal como nos lo ha explicado Roberta, usted posee un mensaje que tiene que transmitir al mundo. Pero no obstante, desea que no haya confusiones y que la difusión de este mensaje no pueda ser atribuida a usted en tanto que maestro oficial de la Iglesia Católica.

—Es un resumen muy preciso. Así es, en efecto.

—Pero está aún incompleto. Ignora el corazón mismo de problema. El hecho es que en su calidad de ex-papa, usted continúa llevando el aura de su oficio. No existe ninguna forma en que le sea posible hacer una declaración pública sin que ello implique entrar en conflicto con el actual poseedor del título que fue suyo, quien, entre paréntesis, es el menos inspirado de los oradores que me haya tocado escuchar. Así pues, la pregunta es: ¿hasta qué punto está dispuesto a llegar arriesgándose a un conflicto?

—No estoy dispuesto a dar ni siquiera un solo paso en ese sentido —dijo Jean Marie Barette.

—Me agrada un hombre que sabe lo que quiere —dijo Hennessy con una sonrisa—. Pero alguien tiene que encargarse de dar a conocer el mensaje, y ese alguien tiene que poseer cierta autoridad. Después de todo, las cartas que puede escribir "John Doe" no se leen en las iglesias… Lo que se lee es a San Pablo, San Pedro y Santiago…

—No estoy de acuerdo —dijo Jean Marie—. Lo siento, pero he discutido sobre eso hasta la náusea y casi he terminado creyéndolo. Pero no ahora. Nunca más. Escuchen… —Repentinamente pareció encenderse por dentro de tal forma que sus oyentes quedaron prendidos de cada palabra, de cada gesto suyo. Hennessy se inclinó y abrió la grabadora… —Si cada uno de nosotros se encontrara encerrado en un cuarto silencioso, privado de toda referencia sensorial, no tardaríamos en sentirnos desorientados y finalmente nos volveríamos locos. La persona que sería capaz de resistir más tiempo sería aquella para quien la meditación y el aislamiento hubieran constituido un ejercicio diario y cuya vida hubiera transcurrido en referencia a Dios. Durante mi pontificado tuve ocasión de conocer a algunas personas —tres hombres y una mujer— que habían sido encarcelados como agitadores religiosos y luego torturados con privación sensorial… El hecho es que para vivir necesitamos mantenernos en comunión, no sólo con nuestro presente sino también, con nuestro pasado y nuestro futuro. En nosotros habita y canta toda una poesía de la vida, el arrullo de algunos recuerdos medio olvidados; el evocador silbido de los trenes por la noche y el olor de la lavanda en el verano de un jardín. Pero también nos habitan y rondan el dolor y el miedo y las imágenes de nuestros terrores infantiles y las macabras disoluciones que trae la edad… Estoy seguro de que es precisamente en este espacio en que diariamente soñamos despiertos, donde el Espíritu Santo establece con nosotros su propia comunión. Y es así como se nos da ese don que llamamos la gracia: la súbita iluminación, el agudo pesar que conduce a la penitencia o al perdón, la apertura del corazón a los riesgos del amor… En este campo la autoridad carece de toda relevancia. La autoridad no es aquí sino como un tuerto en el reino de los ciegos. Yo puedo mandar a hacer cualquier cosa, excepto amar y comprender… ¿Qué estoy entonces tratando de decirles? —Les sonrió con humildad. —Pedro ha muerto y Pablo ha muerto y Santiago también, el hermano del Señor. El polvo de sus huesos ha sido barrido por el viento de los siglos. ¿Fueron hombres de elevada estatura, pequeños, rubios o morenos? ¿Quién lo sabe? ¿Y a quién le importa? Pero el testimonio del espíritu que pasó a través de ellos, aún perdura. —Citó quedamente—: "Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como el bronce que suena o címbalo que retiñe…"

La habitación se había quedado silenciosa y así permaneció por un largo momento. Jean Marie miró a cada uno de los presentes, buscando una respuesta. Pero los rostros estaban vacíos y los ojos bajos. Finalmente habló Hennessy. Cerró la grabadora. Y se dirigió, no a Jean Marie, sino a sus colegas.

—…No necesito ver al hombre que dijo eso. Puedo leerlo, oír lo que dijo y construir a partir de ello, una imagen propia. ¿Natalie?

—Completamente de acuerdo. Con juegos de luces y un adecuado montaje mecánico se puede sugerir lo que se quiera. Y con todo el respeto debido, monseñor, parecerá ahí como una prostituta haciendo de virgen. ¿Qué piensa usted Florent?

El muchacho parecía curiosamente subyugado. Dijo:

—Ciertamente que imágenes no. Me veo a mí mismo oyendo música, algo muy sencillo, como una vieja balada de aquéllas que relatan hazañas de caballeros andantes y hablan de amor… Dije que no veía imágenes, pero tal vez haya que modificar eso. La imagen podría ser no del que habla sino de su audiencia. ¿Podríamos dejar que esta idea se decante y pensar en ella más tarde?

—Soy banquera —dijo Roberta Saracini—, pero usted me dio una idea, Adrian. Usted dijo: "no se leen en las iglesias las cartas de John Doe. ¿Pero, leería usted una carta de este John Doe? ¿Escucharía usted si él le enviara un mensaje grabado?

—Por todos los diablos, que sí la escucharía. —Garabateó unas notas en su libreta. En seguida se dio vuelta hacia Jean Marie, le manifestó su pesar y le pidió disculpas.

—Sé que todo esto debe parecerle muy impertinente, porque lo estamos tratando como una especie de muñeco que puede ser manipulado.

—Estoy acostumbrado a eso —dijo Jean Marie con ecuanimidad—. Nuestra gente del Vaticano es experta en teatro de alto nivel y algunos de nuestros maestros de ceremonia son verdaderos tiranos. No se preocupe. Cuando me canse se lo haré saber…

—Cartas —dijo Natalie Duhamel—. Siempre han sido una de las formas de la literatura que nunca pasan de moda.

—Y siguen estando de moda —dijo Hennessy —: cartas de Junius,
Lettres de mon Moulin
, cartas al Times. El problema estriba en encontrar al editor con agallas suficientes para desafiar la actual censura y publicarlas. Por otra parte creo que los editores de libros se interesarán en publicar el material que les entreguemos en forma de serial… ¿Podría usted escribirlas, monseñor?

—Durante toda mi vida de clérigo no he hecho otra cosa sino escribir —dijo Jean Marie—. Cartas pastorales, encíclicas, cartas a los clérigos y a las monjas de los conventos. Acepto agradecido un cambio de estilo.

—¿Podría también grabar algo?

—Por supuesto.

—Tengo miedo —dijo Natalie Duhamel—. ¿Quién escuchará esos sermones?

—¿Fue eso un sermón? —el joven señaló dramáticamente a la grabadora.

—No… ¿pero le sería posible mantener ese estilo…?¿Puede hacerlo, monseñor?

—No sé nada sobre estilos —Jean Marie habló con viveza y en forma definitiva como queriendo dar por terminado aquel asunto—. Tengo cosas que decir sobre la vida y sobre la muerte. Y deben ser dichas de corazón a corazón.

—Si escribe cartas —dijo Hennessy llanamente—, ¿a quién piensa dirigirlas? Y es aquí donde volvemos al problema de la autoridad. El editor pregunta: ¿Quién es este personaje? El público pregunta: ¿Y qué diablos sabe él de lo que está hablando?

—Y tal vez sus clientes no sean en último término los editores —dijo Natalie Duhamel—. Tal vez tenga que recurrir a los samizdat y a la prensa clandestina o aun incluso a los carteles en las murallas de China. Pero Adrian tiene razón. Una carta comienza: Querido X… ¿En este caso, quién será el X?

—Pero si lo que está escribiendo se refiere al término de todas las cosas —dijo Florent de Basil—, una carta resultaría un ejercicio sin sentido y a la vez contradictorio. ¿Quién puede hacer nada con respecto al acontecimiento final?

—Tiene toda la razón —concedió Jean Marie con aparente buen humor—. Desde el punto de vista humano la cosa carece totalmente de sentido.

—¿Y a quién le escribiría entonces? ¿A Dios?

—¿Por qué no? —Por un momento, Jean Marie saboreó la idea—. ¿Y adonde más podemos volvernos cuando el mundo está por terminar? Es lo que haría un niño: escribir cartas a Dios y colocarlas en el hueco de un árbol. Podrían llamarse: "Ultimas cartas desde un pequeño planeta".

—Deténganse aquí. —La orden de Hennessy estalló como un latigazo. Miró a la pequeña asamblea. —Nadie hablará ahora hasta que yo se lo indique. El título es muy bello y me gusta. —Se dio vuelta hacia Jean Marie y preguntó—: ¿Puede escribir esas cartas?

—Por supuesto. No es difícil. —Se permitió una pequeña broma. —Después de todo, hablo con Dios todos los días. No tendré necesidad de aprender un nuevo idioma.

—¿Cuándo puede comenzar a escribir?

—Esta misma noche, mañana, en cualquier momento.

—Entonces, por favor. Hasta nuevo aviso, una carta al día, mil a mil doscientas palabras. Y déjenos a nosotros la tarea de encontrar el hueco en el árbol y una distribución internacional.

—Una pregunta elemental —Natalie Duhamel planteaba ahora este nuevo punto—: ¿Quién será el autor de estas cartas? ¿Qué personaje y bajo qué nombre? Eso es absolutamente básico para la posibilidad de nuestra promoción.

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