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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (49 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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…Y una vez más, sin aviso previo, se encontró solo en aquella cima, entre las montañas negras de un planeta muerto. Una vez más se encontró vaciado de todo, solo, penetrado de una pena insostenible, de una vergüenza infinita, como si él y solamente él fuera el autor de aquella vasta desolación que lo rodeaba. No existía allí suspensión alguna de juicio, ni llamado, ni perdón. No habría tampoco éxtasis, ni fieros vientos, ni exquisita agonía en unión con el Otro. El mismo era el centro muerto de un cosmos extinguido. No podía llorar. No podía sentir ira. Sólo tenía conciencia de que esto era todo lo que le era dado conocer: él mismo anclado a una desnuda roca en el desierto de la eternidad.

Súbitamente sintió que alguien lo tocaba, tocaba su carne, tiraba de sus lacios dedos. Miró hacia abajo. Era la niña del Instituto, el pequeño bufón de Dios, con su sonrisa vacía y confiada. Su corazón voló hacia ella. La agarró y la estrechó contra sí. Ella era su chispa de vida, su última protección contra el vacío de un helado planeta.

Pero no podían quedarse aquí en esta cima. En alguna parte debería haber cavernas donde les fuera, posible refugiarse. Comenzó a caminar, tropezando al bajar por la negra, pedregosa pendiente. Sentía muy próxima a la suya, la mejilla de la niña y su tibio aliento, como una suave brisa, enroscaba su cabello. Al caminar sintió que una primavera de emociones comenzaba nuevamente a surgir de él. Y de nuevo se llenó de una conciencia de compasión y de temor y de ternura y al mismo tiempo de una ira fiera contra el Otro que se había atrevido a abandonar a esta diminuta e indefensa criatura en un lugar que carecía de existencia.

Finalmente llegó a la boca de una caverna en la cual, extrañamente, divisó una pequeña luz, como una estrella que se reflejara en las negras aguas de una laguna de montañas. Aferró firmemente a la niña acercándola a él, como para protegerla con el escudo de su propia piel y caminó resueltamente hacia la luz. Esta fue creciendo y tornándose cada vez más brillante y fuerte hasta que finalmente lo deslumbró y se vio forzado a cerrar los ojos y a permanecer inmóvil como un ciego que llegara a un lugar desconocido. Luego escuchó la voz, fuerte, calmada y gentil.

—Abre los ojos.

Así lo hizo y vio, sentado en una saliente de la roca, cerca de un pequeño fuego a un joven extraordinariamente apuesto. Salvo un taparrabos y unas sandalias, iba desnudo. Su abundante y dorado cabello estaba recogido detrás de la nuca por una cinta de lino. Detrás de él, sobre la roca, había un plato de pan y una copa de agua. El joven extendió los brazos y dijo:

—Yo tomaré a la niña.

—No. —Jean Marie sintió un súbito espasmo de terror y retrocedió contra la muralla rocosa. Buscó un sitio donde sentarse y allí se acomodó, meciendo en sus brazos a la pequeñuela. El joven se puso de pie y ofreció el pan y la copa de agua. Cuando vio que Jean Marie rehusaba, comenzó a dar a la niña pequeños pedazos del pan y diminutas gotas del líquido. De vez en cuando le acariciaba la mejilla y despejaba sus ojos del cabello que los cubría. Pidió una vez más:

—Te ruego que me dejes tomarla. No sufrirá daño alguno.

Cogió a la niña y bailó con ella hasta que ella rió, acercó su rostro al de él con ternura y lo besó. Y bruscamente dejó de ser una mongoloide para transformarse en una perfecta y preciosa niña, tan bella como la muñeca de una princesa.

El joven la levantó para que todos la admiraran. Sonrió a Jean Marie y le dijo:

—Como puedes ver, doy nueva vida a todas las cosas.

—¿Y dónde está el resto de la creación? ¿Las flores, los animales, la gente?

Levantó a la niña sobre su cabeza. Ella abrió los brazos. Entonces las murallas de la caverna se disolvieron en una perspectiva de praderas, huertos y riachuelos que brillaban al sol. El joven dijo, en tono de reproche.

—Es preciso que comprendas. El principio y el fin son una sola y misma cosa. Los vivos y los muertos forman una sola unidad porque la vida está permanentemente renovada por la muerte.

—¿Por qué entonces, la muerte es tan terrible?

—Es el hombre el que comete sus propios errores, pero esos errores no son míos.

—¿Quién es usted?

—Yo soy el que soy.

—Yo nunca fui capaz de comprender eso.

—Tampoco debes tratar de comprenderlo. ¿La flor, se enfrenta acaso al sol? ¿O el pez se encara con el mar? Es por eso que tú eres un bufón que rompe cosas que luego yo debo tratar de componer.

—Lo siento. Sé que solo he servido para confundir las cosas. Ahora me iré.

—¿No quieres, antes de irte, besar a tu hija?

—Por favor. ¿Puedo hacerlo? …Pero cuando extendió las manos para coger a la hermosa niña, ella no estaba allí. El hombre, la niña y la cueva mágica habían desaparecido. Estaba de regreso en su propia habitación. Roberta Saracini estaba al lado del escritorio con una bandeja en la mano.

—Vi luz debajo de su puerta y pensé que podría gustarle tomar algún chocolate caliente antes de acostarse. Cuando entré vi que se había quedado dormido frente a su escritorio.

—He tenido un día excelente desde todo punto de vista. ¿Qué hora es?

—Acaban de dar las diez.

—Gracias por el chocolate. ¿Cómo estuvo su tarde?

—Muy interesante. Hemos sido invitados a participar en el financiamiento de un nuevo gran complejo industrial en Shangai. La delegación financiera china nos agasajó en la embajada. El nuestro es un grupo bastante heterogéneo: británicos, suizos, americanos y, naturalmente, un consorcio de banqueros de la Comunidad Económica Europea. Los chinos son muy sagaces. Quieren que la inversión sea lo más amplia posible. Creen también que la guerra es inevitable y tienen programas especiales para las empresas que puedan dedicarse a los materiales militares… Cuando hablábamos de la guerra, su nombre fue mencionado.

—¿Cómo?

—Déjeme ver si puedo recordar exactamente lo que se dijo. Oh sí… Los americanos estaban hablando de los períodos peligrosos y de los incidentes inesperados que podían desencadenar la guerra —en suma el día Rubicón— y no pretendían ocultar el hecho de que consideran a los chinos como sus aliados naturales. Estoy casi segura de que uno o dos miembros de la delegación pertenecían a los servicios de inteligencia. De todos modos, un hombre llamado Morrow, que fue secretario de Estado y que ahora trabaja con la Morgan Guaranty, mencionó sus profecías y los artículos sobre su abdicación. Preguntó a los chinos qué grado de exactitud atribuían ellos a esas profecías. Uno de ellos —el director del Banco de China— rió y dijo: "Si es amigo de los jesuitas, entonces lo que ha dicho es muy exacto".

Nos recordó que fue el jesuita Mateo Ricci el primero que introdujo en China el uso del reloj de sol, el astrolabio y el método para calcular raíces cuadradas y cúbicas a partir de números enteros y de fracciones… Cuando le dije que yo lo conocía, se mostró muy interesado especialmente cuando le revelé que yo era fideicomisario en el banco en el cual usted tenía sus bienes.

Jean Marie se lamentó interiormente por aquella indiscreción. Quiso decir algo, pero la leche ya había sido derramada. Roberta Saracini continuó.

—Morrow manifestó mucho interés en verlo. Parece que cuando usted estaba en el Vaticano ustedes dos trataron algunos asuntos de interés común. Le conté que yo me mantenía, de cuando en cuando, en contacto con usted, y que le haría llegar el mensaje.

—Mi querida Roberta —tenía que hablar ahora y le era imposible disminuir la dureza de las palabras que tenía que decir—, estoy profundamente agradecido por la ayuda que me ha prestado; pero acaba de cometer una monumental tontería. Los franceses desean tenerme bajo vigilancia. Esta tarde estuve sentado a unos pocos pasos del hombre de la C.I.A. que trató de matar a Mendelius. Todavía no estoy demasiado seguro de que no me haya reconocido. Y ahora usted en una reunión diplomática, anuncia que forma parte del directorio de mi banco y que —citó sus propias palabras— "se mantiene de cuando en cuando en contacto conmigo". Desde mañana esta casa será vigilada y su teléfono intervenido… Tengo que irme de aquí. Esta misma noche. ¿Cuánto tiempo me tomará llegar al aeropuerto?

—A esta hora, cuarenta minutos. ¿Pero adonde…?

—No lo sé y es preferible que usted también lo ignore. Mañana por la mañana lo primero que hará será llamar a Hennessy y a mi hermano Alain. Dígales que, tan pronto como me sea posible, me pondré en contacto con ellos. Ahora tengo que empacar.

—Pero las cartas, todo el proyecto…

—…Confíe en mí. Lo que necesito ahora es un lugar donde pueda estar a salvo y disponer de la seguridad de mis comunicaciones. ¿Querría llevarme al aeropuerto? Es muy fácil seguir la pista de los taxis.

—Al menos déjeme decirle cuánto lo siento.

Ella estaba a punto de llorar. El le tomó el rostro entre las manos y la besó levemente en la mejilla.

—Sé que no tuvo ninguna mala intención. Yo la he envuelto en un juego muy peligroso y no podía esperar que conociera todas las reglas. Cuando esté instalado encontraré la manera de comunicarme con usted. Continúo necesitando su ayuda.

—Sacaré el coche. Apresúrese con su maleta. Los últimos aviones salen a medianoche.

A primera vista, este viaje de medianoche a Londres parecía una pura tontería emanada de la desesperación, pero si conseguía llegar sin que lo detectaran, podría sentirse a salvo por un tiempo, por lo menos mientras escribía sus cartas y hacía una encuesta entre viejos amigos susceptibles de creer en su misión y, en consecuencia, dispuestos para ayudarlo y cooperar con ella.

Aunque nunca había logrado comprenderlos por completo siempre había admirado a los británicos. Las sutilezas de su humor se le escapaban. Y su afectación de superioridad lo irritaba. Los hábitos dilatorios tan usuales en sus relaciones comerciales, jamás dejaban de sorprenderlo. Y sin embargo, por otra parte, eran tenaces tanto en sus amistades como en sus lealtades. Poseían un profundo sentido de la historia y mucha tolerancia hacia los tontos y los excéntricos. Podían ser ambiciosos de tierra, tacaños con su dinero y capaces de una extraordinaria crueldad, pero al mismo tiempo dispuestos a mantener a sus expensas grandes obras de caridad; con los fugitivos, sabían ser humanos, y para ellos el derecho de cada uno a su propia vida privada era eso, un derecho, y no un privilegio. Si se les entregaba una causa que pudieran comprender, si veían en peligro las libertades que tanto valoraban, llenarían las calles con el estruendo de su protesta o caminarían, solos y dignos hasta la casa del jefe.

Por otra parte —y tenía que admitirlo con renuente humor— mientras había sido Gregorio XVII jamás había llegado a tener éxito en Gran Bretaña. A través de los siglos los ingleses habían desarrollado relaciones comerciales y de trabajo con los italianos, cuyo arte compraban, cuyas modas imitaban y cuyo talento para la alta retórica y el tranquilo compromiso era muy parecido al suyo propio. Y nunca habían dejado de considerar a los franceses sino como un pueblo peleador, engreído, envarado, políticamente inmoral que por lo demás vivían demasiado cerca para resultar agradable y estaba poseído de un molesto apego a la grandeza y una cínica destreza para perseguirla constantemente.

De manera que, muy a su pesar y, no obstante la irritación que ocasionalmente ello le causaba, Jean Marie había ejercido muy poca influencia en las Islas Británicas, pero en cambio se había hecho allí de algunos buenos amigos. A la postre se había sentido más que satisfecho de entregar la conducción de la iglesia local al cardenal Hewlett que, tal como lo había sintetizado tan claramente uno de sus colegas de la curia, es probablemente el hombre que menos riesgos presenta para este cargo. Cumple su tarea con todo el celo necesario, pero sin ardores inútiles; tiene inteligencia, pero no talento; nunca, si puede evitarlo, entra en una discusión y carece de vicios que deban ser redimidos. Hewlett nunca había querido formar parte de los Amigos del Silencio; pero en aquel aciago consistorio había votado por la abdicación y había justificado su gesto con un comentario muy característico de él: "Si nuestro pontífice está loco, mejor librémonos de él. Si es un santo, de ninguna manera lo perderemos. No veo en esto problema alguno. Y mientras más pronto salga, mejor…"

Tomando en cuenta todos estos factores, el cardenal Mattheu Hewlett no era precisamente un hombre que se pudiera llamar a las dos de la mañana para solicitarle abrigo y alimento. De manera que, con la ayuda de un taxista, Jean Marie Barette encontró alojamiento en un hotel razonable de Knightsbridge y durmió sin soñar hasta el mediodía.

Libro Tercero

"… No os fiéis de cualquier espíritu,

sino examinad si los espíritus vienen de Dios,

pues muchos falsos profetas han salido al mundo".

Primera Epístola de San Juan Cáp., IV, v. 3

Capítulo 12

Los pavos reales paseaban por el prado, los cisnes nadaban en el lago y el oro de un temprano otoño iluminaba los bosques acompañando, por los jardines de aquel castillo, el paso de Jean Marie Barette y del hombre en quien tanto había confiado durante su papado, que ahora sería su primer editor para la lengua inglesa: Waldo Pearson, viejo católico, por un tiempo ministro de Relaciones Exteriores del gobierno conservador y ahora presidente de la Greenwood Press.

Adrian Hennessy se encontraba también allí, con su carpeta de ilustraciones, copias de las cartas tanto en inglés como en francés y un conjunto perfectamente orquestado de cintas grabadas sobre el tema de "Juanito el payaso", compuesto por Florent de Basil. Había traído también consigo un documento certificado del Banco Ambrogiano All'Estero, garantizando una suma inicial de medio millón de libras esterlinas destinadas a gastarse en la promoción y explotación de las "Últimas cartas desde un pequeño planeta". Jean Marie aventuró el mordaz comentario de que tal vez el dinero era, en este caso, más elocuente que el autor. Waldo Pearson lo desmintió con un helado rechazo.

—…Nos acercamos rápidamente al momento en que el dinero dejará de tener sentido alguno. En el caso de un conflicto nuclear, lo probable es que perezcan los dos tercios de la población de estas islas. Ningún gobierno estará en condiciones de enfrentar semejante catástrofe, ni tampoco, como usted mismo ha podido constatarlo, la Iglesia. De manera que han preferido ignorar el problema. Usted, con sus cartas, ha descubierto una forma de hablar del terror con qué nos veremos enfrentados, pero sin crear pánico ni abrir debate. Usted será juzgado como profeta y no como banquero.

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