Palin se detuvo delante de estos libros de hechizos y los contempló con ojos anhelantes. Alargó la mano hacia uno, pero la retiró bruscamente.
—¿A quién pretendo engañar? —exclamó con amargura—. Si mirara aunque sólo fuera la guarda, seguramente perdería la razón.
Al haber sido compañero de viaje de Raistlin, Tas conocía lo bastante acerca de la magia y los hechiceros para saber que un mago de rango bajo que intentara leer un conjuro que no debía se volvería loco de inmediato.
—Es una medida de seguridad —comentó Tasslehoff, por si acaso Palin no lo sabía—. Raistlin me lo explicó una vez, cuando me quitó el libro de hechizos. Fue muy amable al respecto, diciendo que no quería tener al lado a un kender loco. Le contesté que era muy considerado por su parte, pero que a mí no me importaría volverme loco, y él dijo que vale, pero que a él sí le importaba, y creo que añadió algo en el sentido de que preferiría que veinte ogros le estuvieran aporreando la cabeza con veinte palos, pero quizá lo entendí mal.
—Tío Tas —dijo Palin con voz nerviosa, ahogada—. No es mi intención ser grosero, sobre todo con alguien de tu edad pero, por favor, ¡cállate!
Siguió recorriendo el cuarto, acercando el bastón a un objeto o a otro para alumbrarlo mejor, pero sin coger ni tocar nada. Dio dos vueltas completas al laboratorio, salvo un lugar.
Eludió la parte posterior de la cámara, localizada casi directamente enfrente de donde Tasslehoff estaba parado. Esa zona estaba muy oscura, y Tas empezó a sospechar que Palin evitaba deliberadamente que le diera la luz del bastón.
Pero el kender sabía lo que había en esa parte del laboratorio. Caramon y Tanis le habían contado la historia.
Palin no dejaba de lanzar miradas de soslayo en aquella dirección y después volvía la vista hacia el kender, como si no estuviera seguro de lo que tenía que hacer.
En fin, menos mal que Tas sí lo sabía.
—Pero todavía está asustado —comentó el kender mientras sacudía la cabeza—. Tiene que ser eso, porque de otro modo no entiendo que esté deambulando de un lado para otro, cuando deberíamos poner manos a la obra. Podría decirle lo que hay que hacer.
»No, eso no sería una buena idea. Tal y como recuerdo de cuando era un jovencito kender, los consejos de una persona mayor, como soy yo, a alguien más joven, como es Palin, no son siempre bien recibidos. Quizá debería lanzarle una indirecta, darle un empujoncito, por así decir. Después de todo, no disponemos de todo el día. Se está haciendo hora de cenar y, según recuerdo, a las comidas en el Abismo, aunque puede que sean nutritivas, les falta sabor. Bien, esperaré a que no esté mirando...
Palin examinaba los pergaminos por encima, interesado en ellos, pero era evidente que tenía algo más importante en la cabeza. Les echaba una ojeada, suspiraba y volvía a dejarlos con evidente renuencia.
—Vamos... ¡encuentra alguno que puedas usar! —rezongó Tasslehoff.
De repente, al parecer, Palin lo encontró. Examinó el sello de cera que estaba estampado en la cinta que ataba el rollo de pergamino, y su rostro se animó de manera considerable; rompió el sello y empezó a repasar el contenido.
Tasslehoff Burrfoot, moviéndose tan silenciosamente como sólo un kender es capaz, lo que significa que hacía el mismo ruido que el polvo al caer al suelo, abandonó su sitio en el rincón, cruzó sigilosamente el cuarto, y remontó los peldaños de piedra que llevaban al Portal al Abismo.
—Esto es interesante, tío Tas —dijo Palin mientras se volvía para mirar hacia donde el kender había estado. Su voz adquirió un tono de preocupación cuando vio que ya no se encontraba allí—. ¡Tas!
—Mira lo que he encontrado, Palin —proclamó el kender, orgulloso.
Agarró el dorado cordón de seda que colgaba a un lado de la cortina de terciopelo púrpura y tiró de él.
—¡Tas, no! —gritó el joven mago, que dejó caer el rollo de pergamino y saltó hacia el kender—. ¡No lo hagas! Puedes meternos en...
Demasiado tarde.
La cortina se recogió y de los pliegues se soltó una nube de polvo tan densa que casi asfixió al kender.
Y entonces Palin escuchó la palabra más temida... la palabra que por lo general era la última que oían en vida los infortunados que viajaban con un kender:
—¡Oops!
El Gremio de Ladrones.
La nueva aprendiza
El Gremio de Ladrones de Palanthas podía presumir —y solía hacerlo con cierto orgullo— de ser el más antiguo de la ciudad. Aunque no existía fecha oficial de su fundación, sus miembros no debían de equivocarse mucho en sus cálculos. Ni que decir tiene que hubo ladrones en Palanthas mucho antes de que hubiera plateros o sastres o perfumeros o cualquiera de los otros gremios ahora florecientes.
Las raíces del Gremio de Ladrones se remontaban a tiempos inmemoriales, a un caballero conocido como Pedro
el Gato,
que había dirigido una banda de salteadores en las tierras agrestes de Solamnia. Su banda asaltaba a los viajeros. Pedro
el Gato
(el apodo no le fue dado porque fuera tan silencioso como un gato y tuviera su gracilidad, sino porque en una ocasión lo azotaron con un gato de siete colas) era muy selectivo con sus víctimas. Evitaba a los grandes señores que viajaban con escoltas armadas; a todos los magos; a los mercenarios; y a cualquiera que llevara espada. Pedro
el Gato
sostenía que detestaba los enfrentamientos armados y era enemigo de derramar sangre. Y, en efecto, lo era... sobre todo si se trataba de la suya.
Prefería robar al viajero solitario y desarmado, como por ejemplo el calderero ambulante, el juglar itinerante, el esforzado buhonero, el empobrecido estudiante, el pobre clérigo. Huelga decir que Pedro
el Gato
y su banda andaban a la cuarta pregunta, aunque Pedro nunca perdía la esperanza de que algún día abordarían a un calderero que resultaba que llevaba guardado un puñado de joyas, pero esto no ocurría nunca.
Durante un invierno especialmente duro, cuando la banda había llegado a tales extremos que se comían los zapatos y empezaban a mirarse unos a otros ávidamente, relamiéndose, Pedro
el Gato
decidió mejorar su situación. Abandonó el campamento a escondidas, decidido a buscar fortuna —o por lo menos un mendrugo de pan— en la recién fundada ciudad de Palanthas. Gateaba por encima de la muralla en plena noche cuando tropezó con un guardia de la ciudad. Los que ven a Pedro
el Gato
desde una perspectiva romántica dicen que el guardia y él se enzarzaron en una lucha encarnizada, que Pedro arrojó al guardia desde lo alto de la muralla y que el salteador de caminos entró triunfante en la ciudad.
Los que se molesten en leer la verdadera historia de Pedro
el Gato
descubrirán la versión real de lo ocurrido. Al ser abordado por el guardia en la muralla y ante la amenaza de una defunción inminente, el osado Pedro
el Gato
cayó de hinojos, se abrazó a las piernas del guardia, y suplicó clemencia. En ese momento, el guardia resbaló en un parche de hielo. Debido a que los brazos de Pedro estaban fuertemente ceñidos en torno a sus rodillas, el guardia no pudo recuperar el equilibrio y, agitando los brazos, se precipitó al suelo desde lo alto de la muralla.
Pedro
el Gato,
que tuvo el suficiente sentido común de soltarse en el último momento, mantuvo su impasible presencia de ánimo. Descendió al suelo por medios más convencionales, desvalijó al cadáver, y se coló a hurtadillas en la ciudad, donde instaló su residencia en un establo de vacas.
En lugar de salir de la nada, puede decirse que el gremio surgió de los excrementos vacunos.
Pedro afirmó siempre que era él quien había fundado el Gremio de Ladrones, pero en realidad es a su amante, una enana llamada Bet
Mano Rápida,
a quien se debe el mérito de su creación. «Los ladrones salen como las malas hierbas», es un viejo dicho y, a medida que Palanthas se hacía más grande y más rica, los ladrones se multiplicaban al mismo ritmo. A menudo allanaban una casa y se encontraban con que ya había sido saqueada la noche anterior o, como sucedió en una sonada ocasión, tres grupos distintos de ladrones se presentaron al mismo tiempo en la mansión de un gran señor para saquearla. Aquello acabó con una gran trifulca entre los delincuentes que despertó al servicio de la casa. El señor y sus criados capturaron a todos los ladrones y los encerraron en la bodega hasta la mañana siguiente, que fueron colgados. Pedro
el Gato
se encontraba, desafortunadamente, entre ellos, y se cuenta que luchó como un demonio y se enfrentó a la muerte con valentía, aunque en los registros se señala que se derrumbó hecho un ovillo y balbuciendo, al pie del cadalso, y que tuvieron que subirlo por la escalera arrastrándolo del cogote.
Tras el desastre, Bet
Mano Rápida
reunió a todos los cacos, degolladores y rateros que pudo convencer para que salieran de sus escondrijos y les dirigió un discurso conmovedor. Sería mucho mejor para todos, les dijo, aunar sus habilidades, marcar un territorio, repartir las ganancias y no ponerse zancadillas unos a otros. Todos ellos habían visto los cuerpos de sus compañeros meciéndose en la soga, así que aceptaron y jamás lamentaron su decisión.
El Gremio de Ladrones resultó tener tal éxito que fue llegando a Palanthas más y más gente con gran talento en el oficio. El gremio prosperó bajo una dirección inteligente. Sus miembros establecieron reglamentos y códigos de conducta propios a los que tenía que adscribirse todo aquel que entraba en el gremio. El gremio recibía un porcentaje del botín de todos los ladrones y, a cambio, ofrecía adiestramiento, coartadas a los que de vez en cuando eran llevados a juicio, y escondites cuando los hombres del Señor estaban de ronda.
El cuartel general actual del gremio era un almacén abandonado dentro de la muralla de la ciudad, cerca de los muelles. Aquí los ladrones habían prosperado durante años impunemente. El Señor de Palanthas prometía de vez en cuando a los ciudadanos que acabaría con el Gremio de Ladrones. De manera periódica a lo largo del año, los guardias de la ciudad hacían una incursión al almacén. Los espías del gremio sabían siempre cuándo acudiría la guardia, y ésta siempre encontraba vacío el almacén a su llegada. El Señor les decía entonces a los ciudadanos que el Gremio de Ladrones estaba fuera de circulación. Los ciudadanos, acostumbrados a esto, seguían cerrando y atrancando sus casas por la noche y, estoicamente, hacían recuento de las pérdidas a la mañana siguiente.
A decir verdad, los habitantes de Palanthas, aunque detestaban a los delincuentes, se sentían bastante orgullosos de su Gremio de Ladrones. El avaro comerciante corriente que con sus altos precios robaba a la gente en menor escala podía protestar en voz alta de la situación. Las jovencitas soñaban con salteadores apuestos y osados a los que redimían con su amor, salvándolos de una vida criminal. La ciudadanía de Palanthas miraba con desdén a los habitantes de ciudades menores que no tenían Gremio de Ladrones. Hablaban con desprecio de ciudades tales como Flotsam, cuyos delincuentes no estaban organizados y tenían, estaban convencidos, mucha menos clase que los de Palanthas. A los palanthianos les gustaba contar una y otra vez la historia del noble ladrón que, al entrar en la casa de una pobre viuda para robarle, quedó tan conmovido por su lamentable situación económica que de hecho le dio dinero. De haber tenido ocasión, las viudas pobres de Palanthas habrían podido refutar esta historia, pero nadie les preguntaba.
Fue a este almacén —o la casa gremial, como se la llamaba ostentosamente— hacia donde Usha y Dougan dirigieron sus pasos. El callejón estaba oscuro y desierto, pero la joven entró en él sin vacilar. El recuerdo de la torre la acosaba, así que, mientras estuviera lejos de aquel horrible sitio, se daba por satisfecha. Le gustaba la actitud farolera y las maneras bruscas del enano, admiraba su estilo elegante de vestir y, a no tardar, gozaba de su confianza.
La muchacha no sabía nada de los ojos que los vigilaban mientras recorrían el callejón. Era feliz en la ignorancia de que, de haberse encontrado sola en este sitio, habría acabado degollada.
Sin embargo, los ojos vigilantes conocían y aprobaban a Dougan. Lo que Usha, inocentemente, creyó que eran silbidos de pájaros y maullidos de gatos, guiaron al enano y a su compañera a salvo a través de una red de espías y centinelas.
El almacén era un edificio gigantesco pegado contra la muralla de la ciudad. Debido a que estaba construido con el mismo tipo de piedra que la muralla, tenía el aspecto de un forúnculo o un quiste que hubiera salido en la superficie de la muralla y cuya purulencia se extendiera por las calles. Era gris, moteado con manchas, y estaba combado y desmoronándose. Las ventanas que tenía o estaban rotas o sucias; los huecos se habían tapado con mantas (que podían quitarse en caso de que el edificio fuera atacado, y resultaban unos puestos ideales para arqueros). La puerta era gruesa, maciza, hecha con madera y reforzada con bandas de hierro; en ella había una marca peculiar.
Dougan llamó de una manera rara y complicada.
Una mirilla se deslizó cerca de la parte inferior y un ojo se asomó por ella. El ojo examinó a Dougan y luego se fijó en Usha; volvió hacia el enano, se entrecerró y luego desapareció al cerrarse la mirilla.
—No dirás en serio que aquí vive gente, ¿verdad? —comentó la joven a la par que miraba a su alrededor con asco y asombro.
—¡Chist, calla! No alces la voz, muchacha —advirtió Dougan—. Se sienten muy orgullosos de esto, ¿sabes? Muy orgullosos.
Usha no entendía el porqué, pero no dijo lo que pensaba por educación. Echó un vistazo sobre el hombro. Aunque a lo lejos, podía divisar la Torre de la Alta Hechicería. Incluso podía ver —o eso le pareció— la ventana del estudio de Dalamar. Imaginó al hechicero asomado a ella, observando las calles, buscándola. Sintió un escalofrío y se arrimó más a Dougan, deseando que quienquiera que viviese en este edificio contestara a la puerta.
Al volver la cabeza se la encontró ya abierta. Usha sufrió un sobresalto, ya que no había oído el menor ruido. Al principio no vio a nadie en el umbral. Al otro lado estaba muy oscuro y se percibía un olor espantoso —a repollo o algo peor— que le hizo encoger la nariz. En un primer momento creyó que el hedor salía del edificio, pero entonces una voz habló desde las malolientes sombras:
—¿Qué querer vosotros?