—Y ninguno de nosotros es un Túnica Negra ni un clérigo de Paladine —intervino Steel—. Lo que significa, según tu historia, Majere, que no tenemos la menor posibilidad de entrar, que
nunca
la hemos tenido. —Se puso de pie con un ágil salto, llevando la mano a la empuñadura de la espada—. Lo sabías desde el principio. ¿Qué clase de truco tienes en mente? ¿O acaso hay algo que has omitido contarnos?
—No hay ningún truco —dijo Palin con voz queda—. Te he dicho la verdad... hasta donde yo la conozco. —Alzó la vista hacia Steel—. No tengo ni idea de cómo voy a conseguir entrar...
—Oh, sí que lo sabes. En caso contrario, no habrías llegado tan lejos. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que sabes?
Palin agarró el Bastón de Mago y se puso de pie.
—Sé que te di mi palabra de honor, y no faltaré a ella.
—La palabra de honor de un mago es tan inconsistente como el humo —replicó el caballero con sorna.
—Pero la palabra de honor de un Majere, no —contestó Palin con gran dignidad—. ¿Seguimos adelante?
* * *
Continuaron subiendo y subiendo por la tortuosa escalera. Sabían que los vigilaban, aunque no veían a los que los observaban.
Cada peldaño traía recuerdos a Palin, recuerdos de su Prueba, que había tenido lugar en esta torre. Todo una ilusión, según Dalamar. ¿Lo había sido? Parecía tan real... Claro que la Prueba siempre parecía real a los magos que la pasaban y que arriesgaban la vida a fin de poseer la magia.
Quizá la Prueba había sido realidad, y el resto de la vida de Palin, pura ilusión.
Palin cerró los ojos, se apoyó en la fría pared de la torre y, por primera vez en su vida, se entregó, con una entrega total y sin reservas, a la magia. La sintió bullir en su sangre, acariciarle la piel con un cosquilleo. Las palabras que susurró fueron de bienvenida, de aceptación absoluta. Su cuerpo se estremeció en un éxtasis...
Palin recordó ese momento de la Prueba con una punzada de pesar. Hacía mucho, mucho tiempo que no experimentaba esa sensación de éxtasis. Nunca lo había admitido ante nadie, ni siquiera ante sí mismo, hasta ahora: la magia se había convertido en un trabajo pesado. El estudio de hechizos en plena noche a solas; palabras recitadas una y otra vez procurando darles la inflexión correcta, la pronunciación debida. Las palabras mágicas le daban vueltas en la cabeza cuando intentaba dormir; los componentes de hechizos plagaban sus sueños. El cosquilleo en la sangre cuando se ejecutaba el hechizo, la satisfacción cuando la magia funcionaba como se suponía tenía que hacer... todo eso lo experimentaba. Pero nunca excedía la sensación de insuficiencia, el vacío, la impotencia, el terror que aparecían cuando el conjuro no funcionaba.
Y cada vez más a menudo la magia no funcionaba. Las palabras se mezclaban en su mente, amontonadas en un revoltijo. No se acordaba si tenía que pronunciar la primera palabra con el acento en la última sílaba o si era la última palabra con el acento en la primera sílaba. Era incapaz de encontrar el componente de un hechizo que había visto en su saquillo un momento antes...
¿Cuándo había empezado a crecer el temor dentro de él? No en su primera aventura, viajando con sus hermanos, cuando habían conocido al enano Dougan Martillo Rojo y habían salido a capturar la Gema Gris de Gargath. Entonces la magia había sido embriagadora, y el peligro, regocijante.
Había vuelto a sus estudios con ansiedad, aunque no tenía un maestro que le enseñara. Ningún mago de Krynn quería al sobrino de Raistlin Majere por discípulo. Palin lo comprendía. No había sentido la necesidad de tener un maestro en ese momento de su vida. Trabajaría solo, como lo había hecho su tío.
Al principio, Palin trabajó bien, aunque sin obtener resultados. Los meses pasaron. Hizo poco o ningún progreso. A veces parecía incluso que retrocedía. Viajó a la Torre de Wayreth, buscando consejo en el Cónclave.
—Paciencia —le había dicho Dalamar—. Paciencia y disciplina. Los que toman la Túnica Blanca alcanzan, finalmente, un mayor poder que los que llevan la Roja y la Negra, pero se paga un precio.
Tienes
que caminar antes de que puedas correr.
»¡Mi tío no caminó!» Palin sentía la frustración ardiendo en su interior. Se impacientaba con el repetitivo aprendizaje de memoria, con la interminable redacción de pergaminos, con las horas perdidas hurgando en la tierra de su jardín de hierbas. Y por debajo de todo esto, como unas aguas residuales que contaminaban su vida y su trabajo, estaba el creciente temor de no ser lo bastante bueno, de que nunca sería más que un mago de bajo nivel, adecuado para practicar su magia en las fiestas infantiles.
Probarse a sí mismo su valía era una de las razones por las que había abandonado los estudios y cabalgado con los caballeros. Había fallado estrepitosamente... y fueron sus hermanos los que pagaron su fracaso.
Palin subía los peldaños, uno tras otro, obligando a sus doloridas piernas a dar otro paso, y otro más; su mente estaba tan absorta en el pasado que no se daba cuenta del presente. Ya no era consciente del entorno, no reparó en que habían llegado a su destino hasta que el kender le dio tirones de la túnica.
Miró aturdido a Tas, sin reconocerlo al principio. Entonces parpadeó y regresó al presente súbitamente.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Creo que hemos llegado —dijo Tas en un susurro alto mientras señalaba—. ¿Es aquí?
Palin levantó el cayado, y la luz del cristal disipó la oscuridad.
Se encontraban en un rellano amplio, directamente debajo de una puerta de madera con goznes de hierro forjado. Un corto tramo de escalones conducía a ella.
—Conozco este sitio —contestó el joven mago con esfuerzo. Tenía la garganta y la boca tan secas que le costaba trabajo hablar—. Pasé mi Prueba aquí. Sí. —Hizo una pausa y se lamió los resecos labios—. Este es el laboratorio.
Nadie habló, ni siquiera Tas. Se juntaron más, dentro del círculo de la luz del bastón. Fuera de él la oscuridad farfullaba y susurraba. Sombras vislumbradas pasaban veloces, tanteándolos con manos tan inconsistentes como volutas de humo. Si se apagaba la luz del bastón se sumergirían en la más absoluta oscuridad.
—¡Vamos, Majere! —La voz de Steel sonaba ronca, destemplada—. Adelante. Abre esa puerta.
A Palin le vino a la mente una visión del pasado.
Dos ojos fríos y transparentes los observaban desde la oscuridad. Eran unas pupilas sin cuerpo, a menos que la propia oscuridad formase parte de su carne, su sangre y sus huesos...
—
Hazte a un lado y déjanos pasar -
-
dijo Dalamar.
—
Imposible, maestro. Tus órdenes fueron: «Toma esta llave y guárdala por toda la eternidad. No se la entregues a nadie, ni siquiera a mí mismo. Desde hoy en adelante, guardarás esta puerta. Que nadie la cruce. Que la muerte alcance a aquellos que lo intenten...».
—Tenemos que pasar ante el guardián —dijo Palin.
—¿Qué guardián? —demandó Steel, impaciente—. ¡No hay ningún guardián!
Palin miró fijamente ante sí. Reinaba la oscuridad. La única luz era la del Bastón de Mago. Y ante esa luz la oscuridad se apartaba.
Al espectro no se lo veía por ningún sitio. Los susurros en la oscuridad no eran amenazadores, comprendió de repente Palin. Eran jubilosos. ¿Acaso presagiaban el regreso del verdadero Amo de la Torre?
—¡Todo esto es un error, está mal! —musitó Palin.
No, sobrino. ¡Está eminentemente bien!
Las lágrimas le escocían en los ojos. Se estremeció; la luz del bastón titiló en su temblorosa mano.
»¿Qué hago aquí? Me está utilizando...»
—¡Por supuesto que el guardián se ha marchado! —dijo Tasslehoff Burrfoot con satisfacción—. Se enteró de lo de mi cuchara. ¡Vamos, Palin! ¡Yo iré delante!
El kender se guardó la cuchara en el bolsillo y echó a correr escalera arriba.
—¡Tío Tas, detente! ¡No entres ahí!
Estas palabras, desgraciadamente, no se encuentran en el vocabulario kender.
Palin observaba atemorizado, esperando ver aparecer al guardián, y al kender desplomarse muerto en la escalera.
No ocurrió nada.
Tasslehoff llegó a la puerta del laboratorio sin sufrir ningún percance. Tiró del picaporte, se asomó por el agujero de la cerradura, y dio un empujón a la puerta... que se abrió silenciosamente.
Un aire frío salió hacia afuera, cargado de olor a cerrado, a moho y a otras cosas más desagradables. Usha sufrió una arcada y se tapó la boca y la nariz con el pañuelo. Steel hizo un gesto raro y desenvainó la espada.
—Huele a muerte —dijo.
Tasslehoff se quedó parado en el umbral, atisbando el interior.
—¡Guau! —lo oyeron exclamar. Y entonces el kender salvó de un salto el escalón de la entrada y desapareció en la oscuridad.
Palin imaginó los jarros de Componentes de hechizos, los artefactos mágicos, los pergaminos... todo ello al alcance de los ágiles dedos del kender. Ahí había mucho más peligro que el de cualquier guardián espectral.
—¡Tas! —Palin empujó a Steel y pasó ante él. Se recogió el repulgo de la túnica y subió corriendo la escalera.
Se paró en el umbral, asustado de repente, reacio a entrar. Esto no estaba bien. Nada bien. Palin metió el bastón para que la luz del cristal alumbrara dentro.
Tasslehoff había avanzado hasta el centro de la habitación y estaba plantado delante de una mesa enorme, contemplando fijamente los objetos que había sobre ella con los ojos muy abiertos, maravillados.
—¡Tío Tas! —lo regañó, con una mezcla de alivio y enfado—. ¡Sal de ahí!
A su espalda podía oír a Steel remontando los peldaños.
La luz del bastón se apagó y la oscuridad los envolvió, los aplastó, los ahogó.
Steel soltó una maldición. Usha dio un grito de miedo.
—¡Que nadie se mueva! —advirtió Palin, aterrado al imaginarlos precipitarse por el hueco de la escalera hasta estrellarse en el suelo, allá abajo—.
¡Shirak!
La orden no surtió efecto. O era eso o el bastón se negaba a obedecer. La oscuridad se hizo más intensa, más profunda.
—¿Qué es lo que pasa, Majere? —demandó Steel—. ¡Enciende ese maldito bastón!
—¡Lo estoy intentando! —replicó Palin, frustrado y furioso consigo mismo. De nuevo la magia le había fallado.
—¡Palin! —llamó Usha, asustada—. ¡Subo a reunirme contigo! No te muevas.
—¡Usha, ten cuidado! —Palin giró sobre sus talones para volver sobre sus pasos y llegar junto a la joven.
—¡Palin! —La voz de Tas resonó estridente—. He cogido algo. ¡A lo mejor nos sirve!
—¡Tío Tas, no! —gritó, volviéndose otra vez hacia la puerta.
Se oyó un golpe y el ominoso estrépito de cristales rotos.
Palin echó a andar tanteando con el bastón, como un pordiosero ciego del mercado, y entró en el laboratorio, negro como boca de lobo. Steel venía pisándole los talones. El caballero llegó al umbral y entonces vaciló. No entró.
La puerta se cerró de golpe.
Dalamar regresa.
Un mensaje.
La magia de Usha
—¡Majere! —Steel se abalanzó contra la puerta cerrada en un intento de echarla abajo—. ¡Maldito seas, Majere! ¡Abre la puerta!
—¡Palin! —Usha estaba a su lado, golpeando la madera con los puños.
El caballero oyó unos gritos apagados y golpes al otro lado de la puerta. Podía ser el joven mago intentando abrirla... o tal vez cerrándola con llave. Steel decidió que era esto último.
—Regresa al rellano —ordenó a la mujer.
—¿Qué vas a hacer?
—Intentar echarla abajo. Me pareció sentir que cedía hace un momento. Vamos, quítate. Me estás estorbando.
—Pero... ¡está muy oscuro! —protestó Usha con voz temblorosa—. ¡No veo nada! ¿Y... y si me caigo?
A Steel lo traía sin cuidado si la muchacha se caía o no, pero dominó su impaciencia.
—Baja a tientas y pégate a la pared. Cuando llegues al rellano lo notarás. Una vez que estés allí, no te muevas.
Oyó los pasos cautelosos de la muchacha bajando despacio los escalones, y luego se olvidó de ella y enfocó toda su atención en la puerta. Tendría que subir corriendo para empujarla, lo que restaría efectividad al impulso...
Usha gritó espantada.
—¡Caballero! ¡Detrás de ti!
Steel se volvió al tiempo que levantaba la espada.
Dos ojos pálidos brillaban en la oscuridad.
—Márchate, caballero. El paso está prohibido.
—¡Pero dejaste pasar al mago! Y al kender —replicó Steel.
—No fui yo.
—Entonces ¿quién?
—El Amo de la Torre.
—¿Ha vuelto lord Dalamar? ¡Entonces dile que me deje entrar! —exigió el caballero.
Los ojos se aproximaron a él. El frío mortal del otro mundo le penetró hasta la médula de los huesos. Steel apretó los dientes para evitar que le castañetearan, y aferró la espada con más fuerza.
—No me refería a Dalamar —dijo el espectro—. Márchate de aquí ahora mismo, señor caballero, o jamás lo harás.
—¡Socorro! —gritó Usha—. ¡Que alguien nos ayude, por favor!
Su voz levantó ecos espectrales en la oscuridad, repitiéndose una y otra vez en la pared del hueco de la torre, más y más abajo, como una piedra al caer en un pozo. El sonido era tan extraño y terrorífico que la muchacha no repitió la llamada de auxilio.
La ayuda vendría o no, a su arbitrio. El prisionero de Steel estaba al otro lado de la puerta, y la misión del caballero también estaba allí. Había cometido un fallo; había vacilado en el umbral en lugar de entrar de inmediato. Este terreno regido por los hechiceros era perturbador, intimidante. El propio aire estaba cargado y viciado por la magia; la oscuridad, rebosante de espíritus agitados. Ansiaba enfrentarse a un enemigo visible, corpóreo. Deseaba respirar un soplo de aire fresco, oír el claro tintineo metálico de una espada chocando contra otra. Anhelaba salir de esta fortaleza mágica, pero no podía dar la espalda a su deber, aunque le fuera en ello la vida.
Atacó al espectro. Su espada silbó en el aire y resonó al chocar contra la pared de piedra, haciendo saltar una lluvia de chispas.
Los pálidos y relucientes ojos se hicieron enormes, dilatados y desorbitados. Unas manos, cuyo tacto resultaba letal, se extendieron hacia él. Steel arremetió otra vez con su espada.
—¡Takhisis, acude en mi ayuda! —gritó.
—Tus plegarias son en vano, caballero —dijo una voz—. Nuestra soberana no tiene jurisdicción aquí.