A Tas le resultaba difícil asimilar esta idea, ya que padecía de la enfermedad del «ansia viajera» desde muy temprana edad. Sabía por sus amistades que la nostalgia del hogar era un defecto en los humanos.
—Estoy seguro de que encontraría alguna forma para que saliéramos de aquí si me pusiera a ello en serio. Pero ¿qué me dices de esos objetos mágicos que llevas contigo? —Tas señaló la bolsa de Usha—. Le dijiste a Dalamar que eras una poderosa hechicera. Claro que siendo hija de Raistlin es lógico que lo seas. ¡Me encantan los hechizos! Y me gustaría mucho ver alguno de los tuyos.
Usha echó una ojeada nerviosa a las bolsas, sobre todo a la que guardaba los objetos mágicos.
—No creo que lleve nada ahí que pueda servirnos de ayuda.
—Pero no lo sabes con certeza. ¡Echemos un vistazo! Te ayudaré a hacer un repaso de lo que llevas —se ofreció Tas, magnánimo—. Se me da realmente bien seleccionar y ordenar cosas, y también encontrarlas. Es sorprendente las cosas que le aparecen a la gente cuando buscan en mis saquillos. ¡Encuentran objetos que ni siquiera sabían que habían perdido!
—Estoy segura de que ahí no hay nada que pueda ayudarnos —dijo Usha al tiempo que acercaba más hacia sí las bolsas, lo que ponía de manifiesto que empezaba a aprender algo sobre los kenders, después de todo—. Pero ¿por qué no miras en tus saquillos? Puede que tú sí encuentres algo.
—Es verdad. Nunca se sabe. —Tas se sentó en el suelo y empezó a hurgar dentro de sus bolsas. Apareció un trozo de queso medio mohoso; un murciélago muerto y muy tieso; un huso; un tintero con la tinta seca; un libro con el nombre «Haplo» escrito en la guarda («no sé quién es»); un huevo cocido; y una cucharilla de plata.
—¡Aja! —exclamó Tas.
Usha, que echaba un vistazo en su propia bolsa subrepticiamente, dio un brinco de sobresalto.
—¿Qué ¿Qué pasa?
—¡Lo encontré! —dijo el kender con expresión reverente—. Un artefacto sagrado. —Lo alzó hacia la luz—. ¡La Cuchara Kender de Rechazo!
—¿Estás seguro? —Usha se inclinó hacia adelante y la examinó con detenimiento—. Se parece a las cucharas que utilizamos anoche para cenar. Tiene incluso mermelada de fresa pegada.
—No te asustes, Usha, pero eso es sangre —dijo Tas, solemne—. Es la Cuchara Kender de Rechazo. La reconocería en cualquier parte. Mi tío Saltatrampas llevaba una con él siempre. Tenía un dicho: «La mayoría de los muertos vivientes tienen más miedo de ti que tú de ellos. Sólo quieren que se los deje en paz para aparecerse, aullar y hacer sonar sus cadenas. Pero de vez en cuando te topas con uno que quiere comerte los hígados. Entonces es cuando necesitas la Cuchara Kender de Rechazo».
—¿Cómo funciona? —Usha no parecía muy convencida.
Tas se puso de pie.
—Debes mostrarla con decisión. Sostenerla en alto delante del espectro o del esqueleto guerrero o de cualquier otro tipo de trasgo que puedas encontrarte. Y entonces dices con voz firme, para que no haya ningún malentendido: «márchate» o «lárgate», no estoy seguro. En cualquier caso, cuando el espectro está concentrado en la cuchara...
—Paso a hurtadillas a su lado y cruzo la puerta —intervino Usha con entusiasmo—. Y entonces, cuando el espectro se vuelva a mirarme, te escabulles tú y cruzas la puerta. ¿Qué te parece?
La sugerencia había desconcertado al kender.
—Pero no necesitaremos escabullimos, Usha. Para cuando haya terminado con él, el espectro obedecerá todas mis órdenes. ¡Puede que lo lleve con nosotros! —añadió, inspirado.
—No. —Usha se estremeció—. No creo que ésa sea una buena idea.
—¡Pero nunca se sabe cuándo te puede venir bien un espectro! —argumentó Tas, mohíno.
Usha iba a razonar con lógica, señalando que un espectro sería un compañero muy desagradable, por no mencionar un potencial peligro. Pero se tragó su lógica a tiempo. Estaba aprendiendo mucho sobre los kenders.
—¿Y qué pensaría Dalamar de nosotros si le robamos un espectro? —preguntó con gesto grave. Se colgó las bolsas—. Se pondría furioso, y no lo culparía por ello.
—¡No se lo robaría! —protestó el kender, escandalizado por la acusación—. Sólo quiero tomarlo «prestado» un tiempo, enseñárselo a unas cuantas personas... Oh, está bien, supongo que tienes razón. Además, puedo volver más adelante y coger uno.
Guardó todas sus posesiones en los saquillos. Una o dos cosas que no eran suyas y que por «casualidad» también habían ido a parar a ellos volvieron a salir por sí mismas.
Aferrando la cuchara en la mano izquierda, la sostuvo en alto frente a él y echó a andar audazmente hacia la puerta.
—Abre tú —le dijo a Usha.
—¿Yo? —La joven dio un respingo—. ¿Por qué yo?
—Porque yo tengo que estar aquí plantado dando la cara y sosteniendo la cuchara —contestó Tas algo irritado—. No puedes esperar que actúe valientemente y abra la puerta al mismo tiempo.
—¡Oh, de acuerdo!
Usha avanzó sigilosa hacia la puerta, pegada a la pared. Alargó una mano y agarró el picaporte con cautela; contuvo la respiración y dio un tirón a la manilla.
La puerta se abrió. Los dos ojos incorpóreos —ahora entrecerrados en un gesto de ira— empezaron a flotar hacia adentro.
Tas adelantó la cuchara hacia lo que suponía era la cara del espectro.
—¡Aléjate de aquí inmediatamente! ¡Márchate! Vuelve a... a dondequiera que vengas. —Tas no fue muy preciso en este punto. Suponía que era el Abismo, aunque, claro, nunca se sabía, y no quería herir los sentimientos del espectro.
»Márchate, guardián, y déjanos en paz. —Eso era una rima, y Tas, bastante orgulloso de su talento poético, la repitió:— Márchate, guardián, y déjanos en paz.
El espectro no miraba la cucharilla con el debido respeto, teniendo en cuenta que ésta era la sagrada Cuchara Kender de Rechazo. Los ojos espectrales estaban, de hecho, mirando a Tas con una expresión letal. Un frío gélido, como el de la tumba, hizo que los dientes del kender castañetearan. Pero al menos el espectro miraba a Tas, no a Usha, que casi había cruzado la puerta y se dirigía a la escalera.
En ese momento los ojos empezaron a girarse.
—¡Alto! —gritó el kender con toda la osadía de que fue capaz—. ¡Detente y desiste! —Era lo que había oído decir una vez a un alguacil, y le encantaba esta exclamación.
La mirada del espectro siguió moviéndose.
—¡Corre, Usha! —gritó.
La joven no podía. El gélido frío entumecía huesos y músculos, helaba la sangre en las venas. Tiritaba de pies a cabeza, incapaz de moverse un solo centímetro. El espectro estaba casi encima de ella.
Tas, enfadado de verdad —al fin y al cabo, ésta era la Cuchara Kender de Rechazo— se puso de un salto delante del espectro.
—¡Lárgate! —le gritó.
Los ojos se volvieron hacia él, hacia la cucharilla. De repente, los ojos se abrieron de par en par, parpadearon, se cerraron y desaparecieron.
El frío cesó. La puerta seguía abierta.
A lo lejos, una campanilla de plata tintineó débilmente.
Usha miraba fijamente, no a la cuchara, sino a algún punto del fondo del cuarto.
—¡Lo hice retroceder! —La voz de Tas sonaba algo sorprendida—. ¡Lo hice marcharse! ¿Lo viste, Usha?
—Vi algo —repuso ella, con voz temblorosa—. Detrás de ti. Era un hombre que llevaba ropas negras. Una capucha le cubría el rostro. No pude ver...
—Seguramente sería otro espectro —dijo Tas. Se dio media vuelta, presentando la cucharilla con gesto osado—. ¿Está aún ahí? Haré que se marche.
—No, ya no está. Desapareció después de que lo hiciera el espectro, cuando sonó esa campanilla.
—Oh, vale. —Tas estaba desilusionado—. Quizás en otra ocasión. De todas formas, la puerta está abierta. Podemos marcharnos.
—¡Cuanto antes, mejor! —Usha se encaminó hacia la salida, vaciló y se asomó a la escalera—. ¿Crees que el espectro se ha marchado de verdad?
—Desde luego que sí. —El kender frotó la cucharilla contra la pechera de su camisa. Hecho esto, se la guardó en el bolsillo que tenía más a mano, por si necesitaba utilizarla otra vez, y salió del cuarto.
Usha lo siguió de cerca.
Salieron a un amplio rellano. La escalera ascendía y descendía en espiral. El interior de la torre estaba oscuro, pero al llegar ellos aparecieron en las paredes unas parpadeantes llamas cuya fuente de combustión era invisible. A la tenue luz que arrojaban estas espeluznantes llamas, Tas y Usha vieron que la escalera no tenía barandilla ni otro tipo de cerramiento. El centro de la torre era un hueco. Un paso mal dado en los estrechos escalones podía ser el último.
—Hay una buena caída hasta abajo —comentó el kender mientras se asomaba temerariamente por el borde de la escalera a las sombras del hueco central.
—¡No hagas eso! —Usha lo agarró por la correa de una de sus bolsas y tiró de él hacia atrás, contra la pared—. ¿Hacia dónde vamos?
—¿Hacia abajo? —sugirió Tas—. La salida está en esa dirección.
—De acuerdo —musitó la joven. El camino no parecía muy prometedor ni en una ni en otra dirección. Echó una última mirada atrás, al cuarto que abandonaban, medio temiendo, medio esperando, ver de nuevo la extraña figura vestida de negro.
La habitación estaba vacía.
Pegados a la pared, agarrados de la mano —por si acaso alguno de los dos resbalaba, comentó amablemente Tas— empezaron a bajar la escalera lenta y cuidadosamente. Nada ni nadie los molestó hasta que llegaron al nivel inferior.
Allí, en la planta baja, los aprendices de mago, que estudiaban bajo la tutela de Dalamar, tenían sus aposentos. Tas empezaba a soltar un suspiro de alivio por haber llegado al final de tan largo descenso, cuando oyó el susurro de túnicas, las suaves pisadas de pies calzados con zapatillas, y el sonido de voces altas. Una luz alumbró la oscura escalera.
—Vaya, me pregunto qué está pasando —dijo el kender—. Quizá sea una fiesta. —Reanudó el descenso con entusiasmo.
—¡Es Dalamar! ¡Ha vuelto! —susurró la muchacha, atemorizada.
—No, ésa no es su voz. Será la de alguno de sus discípulos. —Escuchó un momento las voces—. Parecen muy alterados. Voy a ver qué pasa.
—¡Pero si los discípulos nos sorprenden nos harán volver a la habitación!
—Bueno, pues entonces pasaremos otro rato divertido intentando salir —repuso Tas alegremente—. Vamos, Usha, ya se nos ocurrirá algo. No podemos quedarnos en esta aburrida escalera toda la noche.
—Supongo que tienes razón. Esas voces suenan a personas de verdad, vivas. ¡Puedo enfrentarme a gente de verdad! Además, si nos quedamos aquí, alguien acabará por encontrarnos, y parecerá menos sospechoso si salimos a descubierto, sin andar escondiéndonos.
—¿Sabes una cosa? —Tas la miraba con admiración—. Si no tuvieras ascendencia irda, diría que tienes antepasados kenders. Tómalo como un cumplido —añadió apresuradamente. A veces, cuando decía esto, la gente intentaba darle un puñetazo.
Pero Usha parecía halagada. Sonrió, cuadró los hombros, levantó la cabeza y empezó a bajar la escalera hacia la luz.
Tas tuvo que darse prisa para alcanzarla. Los dos estuvieron a punto de chocar con un Túnica Roja que apareció corriendo por la esquina. El mago se frenó en seco y los miró atónito.
—¿Qué sucede? —preguntó Usha con calma—. ¿Podemos ayudar?
—¿Quién infiernos sois y qué hacéis aquí? —demandó el Túnica Roja.
—Me llamo Usha... —La joven hizo una pausa.
—Majere —completó Tas.
—¡Majere! —repitió el joven mago, sobrecogido. Casi dejó caer el libro de hechizos que llevaba en las manos.
—¡Ya has metido la pata! —Usha miraba al kender con simulada furia—. ¡Se suponía que no tenías que decirlo!
—Lo siento. —Tas se llevó la mano a la boca.
—En fin, ahora ya lo sabes. —La joven suspiró de manera teatral—. Resulta tan difícil esto de la popularidad... La gente no me deja en paz. No se lo dirás a nadie, ¿verdad? A Dalamar no le haría gracia.
—Soy Tasslehoff Burrfoot, Héroe de la Lanza —se presentó el kender, pero el Túnica Roja no se mostró impresionado, y parecía haber olvidado la existencia de Tas. Miraba a Usha con una expresión de veneración, con el corazón y el alma en los ojos.
—Lo prometo, señorita Majere —dijo suavemente—. No se lo diré ni a un alma.
—Gracias. —Usha sonrió; una sonrisa que parecía decir «Estamos solos los dos, tú y yo, contra el mundo».
El Túnica Roja no cabía en sí de placer. A Tas le sorprendió que el aprendiz no empezara a derretirse a sus pies.
—Tal vez me quede a estudiar aquí, con vosotros —siguió Usha mientras echaba un vistazo a su alrededor para ver si el sitio le gustaba—. Todavía no lo he decidido. —Volvió los ojos hacia el mago—. Pero creo que me gustaría este lugar.
—Espero que sí —dijo él—. Es muy cómodo y acogedor.
—Oscuro, húmedo y con un olor raro —observó Tas—. He estado en prisiones que eran mejores, pero supongo que debe de tener sus compensaciones.
El Túnica Roja parpadeó y cayó de repente en la cuenta de que había un kender en la Torre de la Alta Hechicería. Lanzó una mirada fulminante a Tas, ceñudo.
—¿Qué haces tú aquí? Mi maestro jamás permitiría que un...
Usha cogió al hombre por el brazo y se aproximó a él.
—Estábamos profundamente dormidos en los excelentes aposentos que nos proporcionó lord Dalamar cuando oímos repicar una campana. Creímos que podía ser...
—¡Un incendio! —se apresuró Tas a concluir la frase—. ¿Hay un incendio? ¿Vamos a quemarnos todos como tizones? ¿Es por eso por lo que tocaba la campana?
—¿Repicar una campana? —El Túnica Roja tenía una expresión como si estuviera escuchando campanillas desde que había puesto los ojos sobre Usha. Pareció salir dé un trance—. ¡Campanas! ¡La campana de plata! ¡He de irme! —Se soltó con brusquedad.
—¡Hay un fuego! —Tas volvió a agarrarlo.
—No, no lo hay —replicó el joven aprendiz, enfadado—. Suéltame. ¡Y devuélveme eso! —Le quitó de un tirón el rollo de pergamino que tenía el kender en las manos, un pergamino al que le faltaban pocos centímetros para desaparecer en uno de los saquillos de Tas.
—Qué suerte tienes de que lo encontrara —dijo el kender con seriedad—. Podrías haberlo perdido. ¡Eh, la campana suena otra vez! El fuego debe de estar extendiéndose.
—No es ningún fuego. La campana de plata significa que alguien ha entrado en el Robledal de Shoikan. Tengo que irme —repitió el Túnica Roja, pero era incapaz de apartar los ojos de Usha—. No te muevas, aquí estarás a salvo.