Los cipreses creen en Dios (112 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Se levantó bruscamente, como era su costumbre.

—Bueno, de acuerdo. Esta tarde tendremos reunión del Comité en pleno. Ahora hay que ir a trabajar.

—¿Qué hay que hacer?

—Pues… vosotros al periódico. Reseñad vuestro viaje a Barcelona. Dad impresiones sobre aquello. Que salgan en el número de mañana.

—¿Y lo de la Dehesa, qué…? —preguntaron Gorki y Morales, antes de salir del despacho.

—Nada. Unos cuantos tiros sin intención.

* * *

Ignacio llegó de Barcelona contento, por las notas que llevaba en el bolsillo. ¡Segundo curso! Ante la familia y Marta, reunidos en torno a la mesa, habló de las facilidades que había encontrado en los exámenes.

—Temía que surgieran tropiezos y no ha sido así. Los catedráticos muy correctos, todo muy bien. Contesté y me aprobaron. —Miró a su padre—. ¡Ya soy medio abogado! —Matías contestó:

—Neumáticos Michelín.

Las palabras de Ignacio alegraron el corazón de todos.

—¿En la pensión, qué…? —preguntó Carmen Elgazu.

—Pues… todo muy bien. Cama de dos colchones y vista a un jardín. —Luego añadió—: Y una sirvienta estupenda.

Marta hizo un mohín coqueto.

—Me alegro mucho.

Carmen Elgazu estaba segura de que su hijo ocultaba todo lo malo. Se lo agradecía, pero en el fondo estaba inquieta. Le preguntó si todo lo que había visto en Barcelona era tan agradable como la sirvienta.

Ignacio cambió de expresión.

—Pues en realidad yo iba a lo mío. —Luego añadió—: ¡Bueno! Ocurren cosas inexplicables, desde luego.

—¿Por ejemplo? —interesó Marta.

—Por ejemplo… en el tren de regreso —dijo Ignacio—. Un soldado quería saltar por la ventanilla y el cristal no obedecía. Creo que era en el Empalme. Con toda tranquilidad se echó hacia atrás y lo rompió de una patada. Luego, claro está, tampoco pudo bajarse a causa de los trozos de vidrio que habían quedado. Entonces volvió a sentarse sin decir nada, y sin que ocurriera nada.

La familia guardó silencio. Ignacio también. Se había colocado al lado de Marta y de vez en cuando le estrechaba la mano bajo la mesa.

El detalle había puesto sombrío a Matías.

—¿Qué consideras más peligroso? —preguntó a su hijo—. ¿Barcelona o esto?

Ignacio contestó con decisión:

—Barcelona, desde luego.

Marta intervino.

—¿Por qué? Más que esto no puede ser.

Ignacio miró a todos.

—Barcelona es más peligroso —explicó— por la sencilla razón de que es mayor. Todavía hay más mezcla de todo, de toda clase de gente. Aquí es imposible matar a alguien y pasar inadvertido. Esto es aún una ventaja.

Luego explicó que tuvo que ir a llevar una carta… a un tal J. Campistol, y que le pilló en mitad de la calle un tiroteo espantoso. Tuvo que refugiarse en un café, detrás de un mostrador.

Carmen Elgazu se santiguó. «¡Jesús, hijo, con qué tranquilidad hablas de tiros!»

A Matías le pareció recordar que J. Campistol era el Jefe de Falange de Barcelona y le pidió a Ignacio explicaciones sobre la carta.

—Es bastante imprudente llevar cartitas a estas alturas, ¿no te parece?

Había olvidado que Pilar estaba presente. La muchacha al oír aquello enrojeció. Todos miraron hacia ella. Se le habían humedecido los ojos y el pensamiento de todos voló hacia Mateo.

Matías dijo:

—Vamos, vamos, Pilar, no te pongas así.

Ignacio intervino.

—Estamos hablando de los falangistas de Barcelona.

Pilar había sacado el pañuelo. Agradeció la ternura de todas las miradas.

Marta le dijo a Pilar:

—No te preocupes, mujer. Esta noche, Mateo se trasladará a casa de Pedro. Allí estará seguro, de veras. Y además tal vez todo esto dure poco. —Luego añadió, mirando a Ignacio—: Somos muchos los que luchamos para que esto dure poco.

Ignacio se había puesto nervioso.

—Si lo dices por Falange… —contestó.

—¿Qué ocurre?

Ignacio se vio obligado a continuar.

—¡Nada! He conocido unos cuantos en la Universidad.

—¿Y qué…? —insistió Marta.

—Pues… ¡qué sé yo! Vanidosos. Provocando… En fin, unos chulos de marca mayor. Marta se puso seria.

—Bueno —dijo—. ¿Y cómo conociste que eran de Falange?

—Por la camisa azul.

—Es raro que la llevaran. Lo tenemos prohibido, excepto en ocasiones excepcionales.

—Pues se ve que allá hay ocasiones excepcionales todos los días.

Marta no quedó convencida.

—Te daré otro detalle —añadió Ignacio—. Continuamente se miraban, decían CAFE y se reían.

Al oír aquello Marta quedó roja como la grana. Los demás se miraron perplejos.

—¿Qué significa eso? —preguntó César, tocándose las gafas de montura de plata.

Ignacio levantó los hombros.

—No sé… Yo cuento lo que oí, nada más.

Marta se separó el flequillo a uno y otro lado.

—Muy sencillo —explicó—. Son nuestras iniciales, CAFE. «Camaradas, Arriba Falange Española.»

* * *

El subdirector del Banco había sido el encargado de proponer a los Costa el traslado de su fortuna al extranjero. «Nuestro Banco puede hacerlo. Hemos servido ya a tres clientes. Les puedo explicar el procedimiento. Podrán elegir entre Suiza, Inglaterra, Estados Unidos…»

El subdirector llevaba a cabo estas gestiones doliéndole el corazón. Le dolía que salieran divisas de España. Pero lo prefería a que sirvieran para comprar armas con destino a Cosme Vila.

Los Costa le contestaron con dureza poco habitual en ellos. «Mientras haya República, nosotros no sacaremos ni un céntimo.»

Estaban desesperados por la huelga, por la milicia, por los asesinatos, por todo; pero querían defender la República.

Era su idea. En su último viaje a Madrid, les habían dicho que el Partido Comunista preparaba una revolución para agosto y los militares el levantamiento para noviembre. «La única posibilidad de hacer fracasar a unos y otros es unirnos en bloque los republicanos de buena fe, que todavía somos unos cuantos.»

Los Costa creían que el súbito crecimiento de la tendencia revolucionaria de muchos Partidos, Sindicatos y personas se debía al peligro militar. Su suegro se enfurecía al oír aquello.

—Estáis ciegos —les decía—. Completamente ciegos. Ésta es la excusa que dan. Se van hacia la revolución porque éste es su plan desde el primer momento. ¡Sí, sí, no sonriáis de esa manera! Éste es el plan de todos ellos desde 1931. Y no digamos desde vuestro famoso Frente Popular.

Los Costa se veían obligados a discutir con mucha gente. Algunos viejos de Izquierda Republicana atacaban a Casal en forma que ellos estimaban injusta.

Las esposas da los dos industriales, poco acostumbradas a discutir, habían tomado una determinación: marcharse a País, llevándose a sus respectivos hijos.

Los Costa las habían dejado partir. Sin ellas, el piso les parecía vacío. «Cuando uno se ha acostumbrado a la familia…» Pero consideraban que su puesto estaba en Gerona, ayudando a las personas de sentido común.

¡Válgame Dios, cuan escasas eran esas personas, al parecer!: de pronto
El Demócrata
anunció que Casal iba a presentar con carácter conminatorio las bases de su Sindicato. «¡Era el único que faltaba!»

Los Costa querían dimitir. «¡Que se vayan todos a freír espárragos!»

La opinión de los Costa no conseguiría enfriar el entusiasmo que Casal, David y Olga sentían por las bases, pues no sólo habían sido redactadas de acuerdo con las últimas experiencias socialistas en el mundo, sino que tenían algo verdaderamente original: nacían aprobadas por la Inspección del Trabajo. ¡Y contaban con el apoyo de las autoridades para ser llevadas a la práctica! Espléndida transformación de la provincia: aprovechamiento de los arrozales, exportación masiva de ajos, nuevos mercados para la industria del corcho, intercambios con Méjico… Las necesidades de cada oficio habían sido estudiadas al microscopio, desde las de los matarifes hasta las de los camareros que habían desertado.

Cien folios, escritos a máquina por Olga. El trabajo había sido duro. Y lo único que los maestros no comprendían era que el catedrático Morales —a quien veían con frecuencia— no hiciera el menor caso de las bases y que
El Proletario
no se dignase siquiera mencionarlas.

El catedrático Morales se reía de ellos.

—¿Por qué os extraña? Vuestro socialismo es ingenuo —decía—. Todas las inteligencias del mundo están abriendo los ojos… ven que os perdéis en tierra de nadie e ingresan en nuestras filas. No contamos solamente con Teos y similares, no creáis. ¿Por qué no escucháis Radio Moscú? Estos días ha ido allá vuestro escritor favorito, Gide, y ha hablado desde el balcón de la Plaza Roja. Mañana daremos en
El Proletario
el texto de sus discursos. Ha dicho que el Occidente confía en Rusia para que ésta acuda a salvarle. ¿Qué pretendéis con esos papelitos? ¿Aumentarles el sueldo a los maestros?

Casal barbotaba:

—¡Pues tendrán que tragárselas! Vamos a ver quién habrá sido el táctico esta vez.

Por desgracia, estaba escrito que el tipógrafo no iba a salirse con la suya. Apenas el Inspector del Trabajo había estampado su firma al pie de los cien folios que le presentó Olga, cuando empezó a circular una noticia de la que al pronto no hicieron caso, pero que luego se reveló como cierta: la de que Cosme Vila y el Responsable habían llegado a un acuerdo y que a partir de aquel momento se ayudarían mutuamente en el mantenimiento de sus huelgas respectivas.

—¡Imposible! —clamó Casal—. ¿Cómo puede ser eso?

—Muy sencillo —le contó un afiliado—. El campo gerundense aportara víveres como hasta ahora, víveres al Partido Comunista; por su parte, el campo de Barcelona aportará los que pueda al Responsable. Todo ingresará en la Cooperativa Proletaria de Cosme Vila, pero se beneficiarán en común.

La noticia se confirmó oficialmente. El acuerdo estaba hecho, «sin que implicara aproximación ideológica. CNT-FAI y el Partido Comunista continuarían exigiendo cada cual lo suyo, en forma irreconciliable».

Casal quedó estupefacto. «¡Esto será un aborto! ¡Se echarán unos encima de otros como lobos!» Se equivocó. A los comunistas los ganó la disciplina y a los anarquistas la posibilidad de saciar el hambre y la enigmática sonrisa del Responsable, que decía: «Dejadme hacer, dejadlo de mi cuenta».

Casal pensó luego que todo ello, en el fondo, no cambiaba nada, tal vez lo contrario. Sus bases serían la nota cristalina del sentido común. También esta vez se vio obligado a rectificar. En cuanto Julio lo recibió, tomó el inmenso «Informe» de sus manos, lo hojeó y dijo: «Muy bonito, muy bonito… Arroz, tratados con Méjico… Pero, de momento, ¿qué, amigo? Todos parados, y quién sabe hasta cuándo. Esa gente puede resistir un año…»

Casal se sulfuró.

—Pero ¡publicar las bases, y todo el mundo se pondrá de nuestra parte!

—Se publicarán, amigo Casal, se publicarán. Pero que todo el mundo se ponga de nuestra parte, ya no es tan seguro.

David y Olga, con su natural pesimismo, estaban convencidos de que habían perdido la batalla. CNT-FAI y el Partido Comunista del brazo constituían una fuerza incontenible. El propio general había telefoneado a la Comisaría: «¡A la cárcel toda esa gentuza, a la cárcel!»

El Demócrata
publicó íntegras las bases.

—Pero ¿qué están hablando de ajos si ya no queda uno solo en la provincia?

Los militantes de la UGT defendían aquello con tesón.

—Es magnífico, es lo que nos hace falta. Pero ¿cómo ponerlo en práctica?

Los camiones iban y venían. Al pasar bajo el balcón del Centro Tradicionalista, se oía: «Un, dos, un, dos». Hacían la instrucción arriba, a puerta cerrada. Se decía que incluso mujeres aprendían a manejar el fusil. Todas las tardes, bajo el tupido follaje de la Dehesa, Víctor y el catedrático Morales, que ya había terminado el curso en el Instituto, dirigían, pincel en ristre, a los muchachos del Partido que demostraban afición y aptitudes.

Capítulo LXXXI

La exaltación de los anarquistas por haber reconquistado un puesto de honor en la ciudad fue tan espectacular, que los bares y cafés que continuaban abiertos vieron vaciarse sus botellas en un santiamén. Incluso los que llevaban días olfateando por la orilla del río y por los campos cercanos en busca de algo comestible, hallaron en el fondo de sus bolsillos con qué festejar aquello. ¡Ahí era nada montar en un camión con carteles y banderas, zumbar carretera adelante y regresar al atardecer con montañas de alimentos! Su alegría era tan grande como lo fue su miseria. Era preciso seguir paso a paso la vida del Cojo desde su orfandad para comprender los gritos que daba. Era preciso saber que la novia de Ideal le había dicho a éste: «Chico, ¿para qué voy contigo si no tienes qué comer ni puedes llevarme al cine?», para no sonreír ante la importancia que se daba ahora el muchacho.

Sólo algunos veteranos temían que Cosme Vila les preparara una jugarreta. Los demás, nada. «¿Qué jugada ni qué ocho cuartos? No hay trampa posible. Sus camiones llegan, ¿no es eso? Pues ya está.»

El Responsable se sintió capaz de hipnotizar al mismísimo Comisario. «¡Por algo os decía yo: resistir!» Muchos le daban palmadas en el hombro. La gestión en Barcelona la había llevado a cabo con arte consumado. Sus hijas no habían perdido nunca la confianza en él. Ahora le decían: «Nos parece que es el momento de hacer algo grande».

Porvenir, con su pelo ondulado y un traje nuevo, azul marino, volvía a pasear por la Rambla como en los felices días de su llegada a Gerona. Volvió a sacar la calavera, volvió a ejecutar juegos de manos, echaba monedas al aire al ver un grupo de badulaques.

—El anarquismo tiene eso —contaba en el café Gran Vía—. Hoy abajo, mañana arriba. En Barcelona me lo decía el librero: Bakunin pasó malos ratos, pero los pasó muy buenos. Ahora ¿qué? UGT, izquierdas y demás estrechándose el cinturón. Nosotros aquí con tortillas de seis huevos. ¿Eh… Santi, se te apetece una tortilla de seis huevos?

Pero no precipitarse. No para todo ahí. Ahora vendrá todo, hasta la confiscación. No hay que olvidar el programa porque estemos en el paraíso.

El Responsable y Cosme Vila no se hablaban. Su entrevista había sido escueta y brevísima, en terreno neutral: la barbería de Raimundo. La conveniencia mutua los hizo llegar a un acuerdo pero se despidieron sin darse la mano ni desearse salud. Para los asuntos de trámite. Porvenir llamaba por teléfono a Gorki, o Gorki a Porvenir. Su última frase era siempre: «Ahora, cada uno a lo suyo».

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