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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (123 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El Responsable llevaba dos. Su gorra, puesta con energía increíble, su visera saliendo agresiva, no bastaban a ocultar, allá al fondo, el color gris de sus ojos. Era más bajo que Cosme Vila, pero al andar se afincaba más en el suelo. Cosme Vila revelaba al andar su origen burocrático, de empleado de Banca. Había llevado zapatos durante muchos años. El Responsable apenas levantaba el pie. Y avanzaba, avanzaba con ritmo incontenible. Daba la impresión de que hubiera podido atravesar los cuerpos del comandante Martínez de Soria, del general, de la multitud, y continuar avanzando sin detenerse. Los suyos le habían rodeado. Santi, de un salto, se le había colgado al cuello y le habla dado un beso. Luego miraba los dos pistolones y los acariciaba. El Cojo decía, mirando al teniente Martín: «¡Y no podemos matarlos!»

La valenciana llevaba el escote de las grandes solemnidades. Al ver a los críos de los murcianos se enterneció. «¡Cinco hijos, cinco hijos!», gritó, señalándose los senos. Julio le dijo: «Ale, ale, no decir tonterías».

El catedrático Morales llevaba un libro debajo del brazo y su aspecto era digno. Parecía el teórico de todo aquello, que interiormente sacaría grandes conclusiones sobre la psicología de las masas. En cuanto a Julio, estaba serio. Aquello no le gustaba. Al ver a los oficiales detenidos y la multitud siguiéndolos, comprendió lo que había pasado. Su primera intención al salir de su escondite había sido dirigirse al cuartel y hacerse cargo personalmente de todo; pero comprendió que era el momento de ganarse o perderse a Cosme Vila y al Responsable. Y prefirió ganárselos. «Si todos nos pusiéramos en contra, no habría nadie capaz de frenarlos.»

Estaba contento porque la multitud le vio junto a ellos, en medio de los dos jefes, identificado. Aquel gesto bastaba. Ahora podría dedicarse a entorpecer los proyectos de ambos, que imaginaba apocalípticos.

El Comisario, al verle, se le acercó. «¡Gracias a Dios!», exclamó. La frase sonó extemporánea en aquel ambiente. La valenciana lanzó una carcajada. «¡Eres más fascista que Lope de Vega!»

Cosme Vila y el Responsable, al alcanzar la comitiva, se miraron un momento y parecieron ponerse de acuerdo. ¡Los eternos guardias de Asalto! Ni siquiera se permitía al pueblo tomarse la justicia por su mano respecto a los militares. El Cojo tenía razón.

El coronel Muñoz se acercó a Cosme Vila. «Le ruego que distraiga a esa gente. A los militares hay que juzgarlos oficialmente. Es ley en todo el mundo.»

Cosme Vila miró al coronel. Julio apoyó la tesis del coronel Muñoz, ¡e incluso el catedrático Morales! «Es ley en todo el mundo.» Fue un acierto psicológico del coronel. Cosme Vila pensó en la prensa del mundo entero relatando los hechos.

—Distraiga a esa gente.

Cosme Vila miró al Responsable. Éste estaba furioso y los suyos bailoteaban alrededor, esperando órdenes. Por otra parte, el general no se había detenido, de modo que los oficiales y la escolta se habían distanciado unos doscientos metros.

—A nosotros estas leyes no nos interesan —dijo el Responsable—. ¿Quién las firmó? ¿Alfonso XIII?

Cosme Vila se encogió de hombros.

—Tú haz lo que quieras con los tuyos. Yo creo que a los militares hay que juzgarlos.

El coronel suspiró. Dio media vuelta y se alejó. El Responsable se mordió los labios. Estaba en juego su amor propio. Se le acercaron sus hijas.

El catedrático Morales intervino:

—Pero hay que exigir que el Tribunal sea popular, que sea el pueblo.

Aquellas palabras provocaron un entusiasmo indescriptible. ¡Tribunal del pueblo! La valenciana se veía con toga y una campanilla, sentenciando a derecha e izquierda. La idea subyugó al mismísimo Responsable.

—Pero que sea pronto —dijo.

La agitación entre la muchedumbre que no oía el diálogo crecía por instantes, al ver que se perdía contacto con la comitiva. Ya los oficiales y los guardias habían doblado la esquina de la Plaza Municipal. «¿Qué se hace, qué se hace?» El caudal de energía disponible era incalculable.

Entonces se oyeron bocinazos. El camión que había ido a dejar las armas del Partido Comunista regresaba abarrotado de militantes, los de los pañuelos en la cabeza a modo de piratas. Todos llevaban fusil ametrallador. En el centro de ellos iba Gorki. Cosme Vila reconoció entre los del camión al obrero de la tintorería, que dijo: «Para mi mujer querría saber de qué se trata».

Gorki pegó un salto desde el camión, a pesar de su barriga, y se acercó a Cosme Vila. «¡En Madrid están muriendo los nuestros por centenares! ¡El Ejército y los curas se han atrincherado en el Cuartel de la Montaña!»

Los curas, los curas… Fue la palabra mágica. Fue el acierto psicológico de Gorki.

«¡Camaradas, el pueblo da su sangre, en Gerona el pueblo ha ganado! ¡A exterminar las cuevas de la oposición!»

Cosme Vila, en mangas de camisa, con su cinturón ancho y sus alpargatas, se puso en marcha en dirección opuesta a la de los militares. Su decisión estaba tomada. Era preciso arrasar las iglesias de la ciudad. ¡No más farsa ni espera!

La dirección que tomaba era la de la iglesia del Sagrado Corazón, la de los jesuitas. Era la más cercana. La multitud comprendió en seguida y se olvidó del comandante Martínez de Soria con sorprendente facilidad. También comprendió Julio y, disimulando, se retiró, tomando el camino de Comisaría. Cosme Vila arrastró tras sí el millar de fanáticos entre gritos, vivas y mueras. La iglesia apareció a la vista de todos. El espectáculo de sus torres grises, serenas, y, sobre todo, el de su enorme puerta cerrada, acabó de enardecerlos. «¡Han cerrado, sabían lo que les esperaba!» Junto a la iglesia estaba la residencia de los jesuitas, abandonada. Alguien sabía que a través de ella se comunicaba con el templo. ¡Adelante!

Los conductores de la turba irrumpieron en la residencia. Nadie, todo desierto. En la sala de espera, una mesa y un enorme álbum cronológico de los Papas. Santi se había colado entre los primeros y tocaba todos los timbres que hallaba a su paso. A través de un corredor austero dieron con la puerta de comunicación. Entraron en la iglesia. Los que habían quedado fuera esperaban que de un momento a otro la inmensa puerta del templo se abriera de par en par.

Cuando oyeron los primeros golpes no pudieron contenerse y todos a una subieron los peldaños y, embistiendo con los hombros, ayudaban a los que forcejeaban desde dentro. «¡A… hoop! ¡A… hoop!» A la sexta tentativa la puerta cedió. Y al instante se encendieron todas las luces del templo. Santi había dado con el tablero de interruptores en la sacristía y había iluminado la fiesta. El templo se manifestó impotente para contener a todos. Se oyeron disparos. El Responsable, con su arma, disparaba contra el Sagrado Corazón del altar mayor. No fallaba un tiro, pero la imagen no se caía. Casi siempre le daba en la boca, de modo que la imagen, a cada tiro, cambiaba de expresión, lo cual enardecía más y más a todos. Otros asaltantes destrozaban los altares laterales, los bancos. La valenciana se había mojado la cara en agua bendita. Gorki se había subido a uno de los púlpitos y con un bastón larguísimo que alguien le dio intentaba alcanzar la enorme lámpara central, cuyos cristales tintineaban.

Lo que más obsesionaba a la mayoría eran los confesonarios. En cada uno había una tarjeta con el nombre del confesor. «¡Lástima que ninguno de ellos esté ahí dentro!» La madera era dura, resistente. Los culatazos apenas hacían mella en los ángulos. Unos se sentaban en el interior, otros se arrodillaban. «¡Las cosas que habrán pasado ahí!»

Porvenir era el atleta. Fue el primero en acercarse al inmenso crucifijo de la entrada. Agarrándolo por los pies pidió ayuda. «¡Al río, al río!», gritó. Pronto docenas de manos se ofrecieron. «¡Paso, paso!» La caravana salió. Cristo había quedado tendido, inclinado hacia abajo, pues los que sostenían la imagen por detrás eran más altos que Porvenir. Al alcanzar la barandilla del río se ofreció el Oñar, fangoso, a su vista. Para tirar la Cruz abajo tuvieron que apoyarla en la barandilla y levantarla con esfuerzo sobrehumano. «¡Va…!» Cristo cayó, dando media vuelta completa. Se cayó y quedó clavado en el barro como una flecha. Los brazos de madera de la cruz eran patéticos, señalaban en todas direcciones. La imagen, cabeza abajo, como San Pedro.

En el interior de la iglesia la lucha de los hombres contra la materia estaba en su apogeo. No habría otro remedio que emplear el fuego. Todo era de primera calidad. «¡Lo que tendrán ahí esos tíos!» Cosme Vila fue el primero en incendiar el altar mayor. Se decidió a ello porque calculó que, dado el espesor de la piedra, el edificio no ardería, de modo que no habría peligro para la vecindad. Sólo arderían los altares. Las llamas prendieron en las telas. Ardió un confesionario, luego unos bancos. El Responsable disparaba ahora contra la lámpara y muchos le imitaron. Cosme Vila, al ver a Gorki en el púlpito, de repente pensó: «En realidad, el alcalde tiene que ser él».

El catedrático Morales no comprendía que fuera tan fácil destruir cosas que tenían siglos. Y lo que le llamaba la atención era que todo ocurría sin apenas intervención de la voz humana. Cada ser empleaba las manos, los pies; derribaba obstáculos empujándolos con el vientre, disparaba; unos se reían, otros pensaban en que se habían casado allí; sonaba una bandeja como si fuera un gong, temores supersticiosos de que se cayera algo y los aplastara;
Ave María Grafía Plena Dominus Tecum
siguiendo la concavidad de la cripta; colores; sorpresas al tacto, pero apenas intervención de la voz humana. El catedrático Morales se reía viendo actuar a Raimundo el barbero. ¿Por qué se mezclaban hipócritas en aquella labor?

De pronto las llamas crecieron de tamaño. El humo se iba haciendo espeso. Todos, el propio Cosme Vila, comprendieron que había sido un error provocar el incendio tan de prisa. Aquello los obligaría a salir. ¡Con la cantidad de juegos que podían inventar allá dentro! Ninguno estaba satisfecho de lo que había conseguido. Sólo Porvenir… Porvenir destrozaba los tubos del órgano.

—¡Fuera, fuera…!

Todos obedecieron. Era una pena. El incendio era oloroso. Todo el templo despedía olores excitantes: la madera, el incienso. Olor a cosa buena. La lámpara central acababa de desplomarse y el chico de uno de los murcianos se había salvado de milagro.

Al aparecer en la puerta, Cosme Vila se llevó la gran sorpresa. Imaginaba que la muchedumbre que no había cabido en el templo se habría estacionado fuera, y no era así. «¿Dónde están?», preguntó. Vio que en realidad, excepto los de dentro, no había quedado casi nadie.

—Se han ido —informó alguien—. A otras iglesias.

Era cierto. No habían podido soportar el suplicio de la inactividad y pronto se había formado otra columna, capitaneada por Blasco, que se dirigió a la iglesia del Carmen.

Cosme Vila se enfureció. Hubiera querido organizar todo aquello metódicamente. Pero no era posible. Entonces el Responsable se dio cuenta, por su parte, de que en realidad Cosme Vila dirigía la orquesta. ¡Con el trabajo que había en la ciudad! Llamó a los suyos y sin decir una palabra echó a andar hacia otro lado, como tocado por una idea repentina. Antes de abandonar la calle, volvió la cabeza. Y vio que la primera llama gigantesca salía por la puerta principal. Era extraño que uno no quisiera tan sólo ver el remate de la obra empezada, que se cansara uno tan pronto de operar en el mismo lugar. Era la riqueza. La cantidad de guaridas de la oposición que se ofrecían a su labor purificadora.

Mientras la iglesia de los jesuitas ardía por dentro, en la del Carmen, ocupada por Blasco y su grupo, se repetía la escena anterior, pero con mayor experiencia. El Cojo, que odiaba copiar —y, sobre todo, copiar a Cosme Vila o a Gorki—, en vez de subirse al púlpito y otras zarandajas, se había dirigido directamente al Sagrario, destrozándolo de un culatazo. Su idea era sacar el copón y así lo hizo. Lo tomó en sus manos y de pronto se volvió.
«¡Fratres, fratres!»
, gritó. Lo levantó cuanto pudo. Los llamaba a todos, invitándolos a que se acercaran. Los milicianos acudieron, aunque de momento no comprendían las intenciones del Cojo. Sin embargo, de súbito sus cerebros se iluminaron. ¡La comunión! El Cojo los invitaba a eso. Algunos se arrodillaron, otros permanecieron de pie. El Cojo afectaba aire serio y con su pata coja se acercó al comulgatorio. Entonces empezó a distribuirles una pequeña Forma a cada uno, murmurando cada vez:
«Miserere nobis»
. Al llegar a la docena no pudo contener la risa. Soltó una carcajada y entonces abriendo la pechera de Blasco, que hacía de monaguillo, le vertió el resto de las Sagradas Formas entre la camisa y la piel. Blasco se movió como una bailarina. El limpiabotas cogió una Forma e intentó pegársela a la frente. Le pareció que el momento más divertido sería cuando, echando a correr, los discos blancos fueran saliéndole por debajo, por los pantalones.

El Cojo trepó entonces por los peldaños del altar mayor. Se situó tras la imagen de la Virgen del Carmen y de un empujón la tiró abajo. Entonces él ocupó su lugar, la hornacina, y extendió los brazos como un predicador. Alguien había encendido las luces, por lo que las costras de los labios del Cojo eran visibles, en tono amoratado. Se oyeron disparos, auténticas ráfagas con destino a las imágenes. El Cojo temió que le confundieran con un santo. «¡Cuidado!» Y pegó un salto. La madera del altar cedió bajo sus pies y se encontró hundido hasta medio cuerpo, causándose rasguños de los que brotó sangre. Aquello desató su ira. Pudo liberarse con la ayuda de varios camaradas. Al pisar terreno firme vio un marco y un cristal que relucían en el suelo. Los destrozó de un taconazo. Era el Evangelio de San Juan.

Este grupo de asaltantes parecía tener más imaginación. A los de Cosme Vila, en realidad, había terminado por deslumbrarles el oro. El oro de los candelabros, de las coronas, de la custodia. Moverse entre objetos de oro pudiendo destrozarlos; el Cojo y sus huestes se inclinaron más bien por la parodia. Atacaron al hombre posible mejor que a los objetos. Así que, en vez de sacar a la calle el mayor Crucifijo, sacaron dos confesonarios. Y un comunista salió del interior de uno de ellos mostrando a los transeúntes una colección de postales pornográficas y diciendo que las había encontrado allí. Del otro confesionario otro individuo sacó un porrón. «¡Eh, eh, para rociar los pecados!» Se puso a beber. Todos querían participar de la ronda. Algunos transeúntes se reían. La mujer de Casal —su piso estaba allí mismo— había salido a la ventana y preguntaba: «¿Sabéis dónde está Casal, sabéis dónde está Casal?»

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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