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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (130 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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—Espera un momento —le dijo a su mujer—. Ignacio, ¿cómo se llamaba el hombre al que diste sangre en el Hospital?

Ignacio no perdía gesto de sus padres, esperando que ellos terminaran para poner en práctica sus proyectos, pues también tenía el suyo… Contestó:

—Dimas. Se llamaba Dimas.

—¿Y de dónde era?

—De Salt.

¡Dimas, y de Salt…! ¡Del pueblo cuyo Comité…! Matías les dijo:

—No os mováis de aquí. Esperad un cuarto de hora. Vamos a ver si lo solucionamos todo de un golpe. Los registros en la Rambla todavía no han empezado, y me dará tiempo.

Era tal su entusiasmo y tal su decisión, que todos se dispusieron a obedecerle.

Matías salió y a la media hora justa regresó… de forma espectacular. El corazón le latía con fuerza inaudita. Todavía no se explicaba cómo había pensado en ello, por qué… Un toque de gracia. Al leer la nota de Julio deseó tanto salvar a sus hijos que dio con la solución.

Lo cierto es que regresó con un hombre alto, sin afeitar, que llévala dos pistolones. Dimas, el de Salt. Y al lado de éste otro miliciano bajo, de dientes blanquísimos, que le daban aspecto agradable. Dimas rezongaba:

—¡Haberlo dicho, haberlo dicho! Aquí no entrará ni Dios.

Carmen Elgazu y César quedaron paralizados al oír aquellas palabras. Pero comprendieron. Lo mismo que Ignacio, lo mismo que Pilar. Matías se había quitado tal peso de encima, que el lenguaje de Dimas le hacía gracia.

La presencia de don Emilio Santos molestó a los dos hombres. Al saber quién era, Dimas miró a su secretario: «Eso ya…» Pero el recuerdo de Ignacio lo borró todo. «Nada, nada. No discuto. Aquí no entrará ni Dios.»

Dimas llevaba más de treinta horas efectuando registros y no conseguía hacerse a la idea de que en aquella casa no podía abrir los cajones ni echarlo todo a rodar. Por ello miraba sin querer a derecha e izquierda. Carmen Elgazu, al verle de perfil, se horrorizaba. Dimas tenía un perfil de enfermo o de criminal. En una de las miradas descubrió una pequeña figura con barretina, de pie en el trinchero. Dimas se acercó y dio un silbido. «Anda, anda —dijo—. La Virgen.» Pero no la derribó.

A César, aquel hombre le daba una lástima infinita. ¿Por qué hablaba de aquella manera? ¿Por qué llevaba aquellas patillas, y aquellas pistolas? ¿Cómo se las arreglaría, el pobre, para impedir que entrara Dios? ¿Y si Dios se había servido de él para entrar?

Carmen Elgazu dominó su repugnancia y tomó la palabra. Le pidió a Dimas que garantizara la vida de sus hijos y la de don Emilio Santos. Le dijo que nunca se arrepentiría de una buena acción, y que sabría que en ellos tenía unos amigos. «Ya ve usted que en la vida vamos necesitándonos unos a otros.»

Dimas asentía sin dificultad. Su secretario sonreía. No hacía sino mirar a Pilar. A Dimas la seguridad de Carmen Elgazu le imponía, además de que la mujer era la única persona en el mundo que le trataba de usted.

Matías le preguntó qué pensaba hacer para «garantizarlos».

Dimas le miró ofendido.

—El Comité Revolucionario de Salt da su palabra.

Matías no lo dudó, pero insistió en preguntar qué pensaba hacer. El secretario de Dimas dijo:

—Pues… uno de nosotros se quedará aquí de guardia, siempre.

Carmen Elgazu palideció.

—¿Sólo uno…?

Dimas le contestó que si quería un batallón. Matías dijo:

—No seas tonta, mujer. Con uno basta. Es la presencia.

La frase gustó a Dimas.

—Tú lo has dicho. Es la presencia.

Dimas se fue, y se quedó su secretario, que dijo llamarse Agustín. Carmen Elgazu le preparó café. Sería horrible tener siempre un miliciano en casa; pero… era la presencia.

Agustín dio tal sensación de seguridad a todos, que en el acto la familia dejó de pensar en sí misma. La memoria los llevó hacia todo lo ocurrido afuera, hacia los que habían muerto, hacia los que huían a través de los Pirineos, hacia Marta, inmóvil ante el acuario.

Todos pensaron en que era preciso aprovechar y ayudar a los demás. Matías salió un momento, se fue a Telégrafos, pensando a quién podría recoger. En Telégrafos escondió dos imágenes: el San Francisco de Asís y la Santa Clara. Las encerró en una caja de hierro que llevaba meses en un rincón.

De vuelta al piso, tuvo la gran sorpresa: Ignacio y César habían desaparecido.

Ignacio había cobrado tal seguridad, además de que Agustín le confirmó que «los paseos» sólo se darían por la noche, que quiso ir a ver a Marta de nuevo, pues sin noticias suyas no podía vivir; y en cuanto a César, por primera vez había cometido una falta grave: se había escapado… a pesar de tener orden de no moverse. Carmen Elgazu no acertaba a explicárselo. Pilar tampoco. El propio Agustín, con el fusil en la mano, se preguntaba por qué diablos habría hecho aquello.

—Ha mirado el periódico y ha salido pitando —repetía sin cesar.

—¿El periódico…?

Fue Matías quien repitió esta pregunta. Y la repitió porque le pareció comprender. Matías había visto que César se afectaba mucho al leer la lista de las iglesias incendiadas. Habría querido ir a verlas. ¡Santo Dios…! Quién sabe si se le habría ocurrido intentar salvar algo de las que quedaban sin destruir…

Matías volvió a salir en busca de su hijo. «¡Con su cabeza al rape!» Desde que se marchó el doctor Relken, la de César era la única de la ciudad. Además de que todo el mundo le conocía. Matías, jadeante por las calles, volvía a percibir, por segunda vez en pocas horas, una honda sensación de paternidad.

Pero no había peligro. Ni para César ni para Ignacio. Agustín tenía razón: «los paseos» se darían por la noche. Había tanta gente por las calles, que casi era el lugar más seguro. Un transeúnte más no importaba, a condición de no llevar sombrero… De modo que a Matías, que llevaba el suyo, le miraban con mucha mayor insistencia que a Ignacio y a César.

Regresó sin dar con su hijo. No había más remedio que esperar.

¡Qué locura, santo Dios! Ni César ni Ignacio debieron salir. Matías no pudo reprimir una mirada de súplica en dirección a la payesa con barretina que presidía el comedor.

Ignacio había llegado a la Escuela sin novedad. Marta, al verle, se le echó en brazos. La chica perdió toda la energía de que daba prueba al estar sola o con los maestros, y rompió a llorar: «Ignacio, Ignacio…» Estaba en la cocina, no se movía de allí, dormía allí. Por la noche, le daban miedo las cucarachas…

—¿Qué hay, qué pasa en la ciudad?

Ignacio se dio cuenta en seguida de que Marta no sabía absolutamente nada de los muertos. Ni siquiera de los incendios. La ventana de la cocina no estaba orientada hacia la ciudad. La ventana daba a los campos, al río… y al cementerio. Pero ¿quién hubiera notado nada en el cementerio? La tapia era impenetrable, como siempre.

—Esta noche me ha parecido oír…

«Nada, nada.» Ignacio la tranquilizó. Pensó decir a los maestros que no le dieran nunca a leer el periódico. La tendría engañada.

—¿Y mi madre…? ¿Y mi padre…? ¿Y Padilla y Rodríguez?

—Bien, bien. Todos bien… Tu madre está tranquila, los guardias se llevan bien con ella. Tu padre… en Infantería, ya sabes. Por el momento no se habla de nada. Mateo, a estas horas, tal vez ya esté en Perpiñán… Padilla y Rodríguez bien. Consiguieron marchar en coche, no sé cómo se las arreglaron.

—¿Adónde…?

—No sé. Creo que a Barcelona.

María se le comía con los ojos. Le daba vergüenza llevar aquellas trenzas de la hija de Padilla y la falda de flores. «Debo de estar feísima.» Ignacio sólo la reconocía por la voz. Por la voz y por la mirada, y por el alma que ponía en cada palabra.

—¿Y tú…? —preguntó Marta cruzando las manos en la nuca de Ignacio.

—Tranquilo, ya lo ves. Esperando. —Ignacio repitió—: Esperando. Marta, entonces, habló de los maestros. «¡Son unos canallas, ya te lo dije! Gente turbia, resentida. No hay más que verlos comer. Además, duermen aquí al lado y te juro que son unos cochinos.» Ignacio hizo una mueca de desagrado. Marta no quiso insistir. Entonces le dijo:

—¿Sabes…? Me ocurre lo que a Pedro: mi único consuelo —además del acuario, claro está— es la radio.

Olga le había llevado un aparato pequeño a la cocina. Y con paciencia, de vez en cuando, conseguía oír emisoras lejanas, incluso África.

—No está perdido, Ignacio, ¿sabes? ¡Ni mucho menos! Claro que se ha perdido lo más importante, pero… ¿sabes cuántas capitales de provincia están en nuestras manos?

—No sé.

—¡Veintitrés! Contando Mallorca. Y otros puntos aislados de resistencia como, en Toledo, el Alcázar.

Ignacio no compartía su optimismo, pero por nada del mundo la hubiera decepcionado. Ignacio había prestado mucha atención a las últimas declaraciones de Prieto: «¿Qué pretenden los militares? Lo tenemos todo. Tenemos el oro…»

Ignacio permaneció al lado de Marta hasta que David regresó. Quiso esperar al maestro para darle las gracias de nuevo y para pedirle que le acompañara unos quinientos metros. «Que no me vean salir solo.»

David se puso furioso al verle. En el camino le dijo: «No vengas más. ¿No comprendes que sospecharán?» Ante la expresión de sufrimiento de Ignacio añadió: «Si acaso, yo iré a buscarte de vez en cuando, y te vendrás conmigo».

Ignacio vio que David había llegado en coche, en el Balilla de la UGT.

Al llegar a casa encontró a todos en la mayor zozobra, El día iba cayendo, la cárcel se llenaba y César no había vuelto.

—¡Agustín, por Dios, salga a ver si le encuentra! —le decía Carmen Elgazu al miliciano. Pero éste intentaba convencerla de que sería una imprudencia dejarles solos en el piso.

—El chico es uno solo y ustedes aquí son cinco.

A Carmen Elgazu le parecía que tenía el mismo valor cada uno de ellos que el resto de la familia.

Ignacio quería salir en busca de César, pero Agustín se situó en la puerta con su fusil, y se lo impidió.

Capítulo XCIII

Cuando las sombras invadieron la ciudad, los coches de la muerte encendieron de nuevo sus faros. Las familias veían con angustia avanzar las horas. ¿Cuándo empezaría la
razzia
? ¿A quién tocaría? Los ciento setenta detenidos en el Seminario y las veintidós mujeres detenidas en la cárcel rezaban el Rosario.

Había sido necesario requisar más coches pues varios de ellos se habían estrellado durante la jornada. Julio, junto con los Costa, había ido a ver al general pues todo aquello le daba miedo; pero Cosme Vila le había dicho: «Si intentáis algo, sacamos las ametralladoras».

Julio se dio cuenta en seguida de que él mismo estaba en peligro si no tomaba una determinación. Los guardias de Asalto de Jefatura estaban nerviosísimos y se quejaban de que a aquellas alturas tuvieran que custodiar a la esposa del comandante Martínez de Soria y el Museo Diocesano. Estaba visto que no dispararían contra el pueblo jamás. La mayoría era de origen humilde, todos ardían en deseos de adherirse a aquél.

Julio vio que los coches de la muerte encendían los faros y acarició a Berta. También los Costa estaban desesperados. Habían acudido de nuevo al Comité Revolucionario Antifascista para protestar. Sólo pudieron ver a Casal, a quien si bien las cifras que oía continuaban dándole vértigo, e intentaba frenar a Cosme Vila y al Responsable, no dejaba de tener presentes los muertos que la sublevación militar había ocasionado entre el pueblo. Casal les contestó:

—¡No sean ustedes ingenuos! ¡Protestar a estas horas! Vayan ustedes a Barcelona y entérense del número de obreros que han muerto en los combates. Y en Madrid, y en Oviedo. —Finalmente, les dijo—: Lo mejor que ustedes pueden hacer es salir poco de casa…

Los milicianos cenaron bien y bebieron lo suyo. La labor iba a ser ardua Se sabía que mucha gente estaba oculta en huecos inverosímiles. «Han tapiado paredes, puertas secretas.» ¡Con las puertas secretas que había en Gerona!

A medianoche no podían soportar la espera. Las calles, desiertas, Alfredo el andaluz subió al piso del Delegado de Hacienda, llevó a éste al cementerio, le cortó las orejas y le mató.

A la una, Gorki y tres milicianos subieron al piso del juez de Primera Instancia, que quiso conservar su puesto cuando las bases. El hombre, en pijama, se sintió transportado al cementerio. Era el mejor amigo del Delegado de Hacienda. Le reconoció. Gritó algo. Cayó a su lado.

A la una y media, el presidente de la Audiencia. Se encargaron de él el Responsable y Porvenir, que aquella noche habían decidido trabajar juntos. Las hijas les habían dicho: «No nos gusta que os separéis. Podría ocurrir algo».

El Jefe de Telégrafos, el de Teléfonos, el de la Estación. Otros dos médicos.

El catedráticos Morales sabía que todo aquello era el principio, que la gran operación estaba prevista para las cuatro de la mañana, y se había dicho a sí mismo que faltaba gente fuerte. Los milicianos, en general, no le inspiraban confianza. Estaban borrachos. Todo el día habían estado bebiendo en compañía de los Comités de los pueblos-vecinos y ahora, en el coche, llevaban el porrón. Las mujeres eran las primeras en incitarlos a beber.

Por ello se habían procurado un "gran refuerzo para las patrullas seleccionadas: Teo. Se dijo que la ayuda de Teo iba a ser indispensable. Por su fuerza, entusiasmo y experiencia. Además de que el gigante daba lástima andando solo. Durante el día había salido con su carro y había hecho un viaje a la estación, como dando a entender que se inhibía de todo; pero en la estación llevaban una semana sin ver un tren y regresó de vacío.

Morales fue a ver a Teo. Le dijo: «Vengo de parte de Cosme Vila, Reconoce que tienes razón, aunque ya sabes que la disciplina…» Teo empequeñeció sus ojos.

—¿Vienes de parte de Cosme Vila?

—Me ha ordenado que viniera personalmente, y que te esperamos. Además, quiere organizar un homenaje a la memoria de tu hermano, en el cementerio.

Estas últimas palabras hundieron a Teo, toda su resistencia cedió. Barbotó algo, sin duda alguna expresión alegre. Empezó a creer que sí, que Cosme Vila le llamaba. Empezó a sospechar que era lógico, que le necesitaban. El catedrático Morales añadió:

—Si no vienes, tendremos que llevar la valenciana al Manicomio. Teo pegó tal puñetazo a la urna de San Narciso, que casi rompió el cristal. Morales le dijo: «Anda, vamos, ya volveré yo por este Santo». Se lo llevó. Se llevó a Teo al Comité Revolucionario Antifascista. Cosme Vila, al verle y ver el signo de inteligencia que le hacía el catedrático Morales, sonrió. «¡Salud!» Levantó el puño. La valenciana estiró las piernas. «Salud, fascista.» Teo estrujaba la gorra entre sus dedos. Miró el despacho que fue del jefe de la Liga Catalana. En la pared vio un pequeño papel: «Instrucciones para el homenaje al hermano de Teo». No decía: «Jaime Arias»; decía «hermano de Teo». Su entusiasmo fue tal que se puso al frente de la gran operación, la que el catedrático Morales sabía que se preparaba para las cuatro de la madrugada. El Responsable y Alfredo el andaluz le consideraron un competidor de categoría. Lo mismo que Porvenir. De todos modos, pensaban: «Habrá trabajo para todos».

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