Cosme Vila y el Responsable sabían todo eso y más. Ahora sabían que por el lado de la Catedral se habían hecho sensacionales descubrimientos: víveres para cinco años… y esqueletos. Esqueletos de bebés en las monjas. Se decía que estaban expuestos a los pies de las escalinatas de la Catedral. ¡Era preciso ir a verlos! Era preciso comprobar aquello, hacer fotografías, informar a Vasiliev, a los anarquistas de Barcelona, a Rusia, al mundo entero. «¡Víctor, trae tu máquina fotográfica!» El Responsable prepararía su andar incontenible. «Reunidos todos los hombres y en marcha hacia los esqueletos, a los pies de las escalinatas de la Catedral.»
Así se hizo. Y aquella consigna que recorrió las calles volvió a reunir a todo el mundo. De un golpe, sin saber cómo, los mil hombres y mujeres —los dos mil quizá— que cuando la rendición de los oficiales se habían congregado ante el cuartel, se encontraron de nuevo todos sin que faltara uno solo, en la plaza de la Catedral, dispuestos a contemplar los esqueletos.
Pero todos tuvieron una decepción. Eran huesos, pobres huesos nada más. Todos se dieron cuenta de que un esqueleto, fuera de monja o de hijo clandestino, no era más que un montón de huesos como el que cada uno llevaba consigo, que con sólo tocarlo se desmoronaba. Además… ¿quién decía que eran de bebé? El tamaño no correspondía; a menos que las monjas, por gracia especial, dieran a luz cuerpos ya crecidos.
La decepción ante el espectáculo de lo muerto dirigió la mirada y el pensamiento de todos hacia lo vivo. Se interrogaban unos a otros. ¿Qué había, próximo a ellos, que estuviera vivo? ¿Lo más vivo posible, el mismísimo símbolo de la vida, de la fuerza, de lo que perdura por encima de los años? ¡La Catedral! Fue un grito que salió del fondo de alguna garganta reseca, que no había participado ni de la ronda de porrón en la iglesia del Carmen ni de la de cáliz que organizó Murillo. ¡La Catedral! Todos miraron las inmensas escalinatas, en uno de cuyos peldaños brillaba abandonada una casulla. Y vieron la fachada y luego el campanario. La cima de éste era la cima de la ciudad. Era lo más alto, lo que presidía, era el principio de vida. A su altura ningún hombre, ni siquiera Teo. Sólo las montañas del Pirineo, visibles al fondo de los meandros del Ter.
Cosme Vila y el Responsable se miraron. ¡A la Catedral! Santi llevaba una bandera roja. Se hubiera dicho que las fabricaba con su propia carne, o con la sangre que había brotado del Cojo al saltar éste desde la hornacina de la Virgen del Carmen. Todos juntos empezaron a subir, en filas compactas, las escalinatas. Cosme Vila tenía un presentimiento: no llegarían arriba sin que ocurriera algo. ¿Cuántos peldaños había? Los chicos del Instituto aseguraban que noventa, otros decían que ciento. En todo caso eran muchos y el sol caía sobre ellos y la calva de Cosme Vila.
Cosme Vila tenía el presentimiento de que ese algo que ocurriría sería la aparición del señor obispo. El señor obispo habría sido informado del incendio de esto y lo otro, de los jesuitas, de las Dominicas. El señor obispo era de prever que lo permitiría todo excepto eso: que le incendiaran la Catedral. Para él la Catedral debía de ser lo que para Cosme Vila sería el Kremlin, llegado el caso. ¿Qué no haría Cosme Vila por salvar el Kremlin?
Los mil hombres y mujeres —dos mil quizá— subían lentamente los peldaños ajenos a los pensamientos de Cosme Vila. Y, no obstante, y como siempre, fue éste quien tuvo razón. Antes de llegar arriba apareció alguien. No era el obispo: eran los arquitectos Massana y Ribas, delegados de Cultura de la Generalidad. Y a su lado otro hombre con un libro en la mano: el catedrático Morales.
¿Qué ocurría? Los tres hombres extendieron sus brazos en lo alto de la escalinata indicando con ello que querían hablar a la multitud. Todo el mundo se detuvo y ellos hablaron. Comprendían los sentimientos que inspiraban al pueblo, su propósito de tomar venganza, pero… aquello sería un error fatal y la revolución tenía que ser constructiva y no destructora. ¿Qué sacarían con incendiar la Catedral? El mundo entero hablaría de ello. Si como iglesia merecía ser incendiada, como obra arquitectónica, especialmente por la amplitud de su nave, era única en la tierra y por eso tenía que ser guardada y convertida en Museo del Pueblo. Se incendiaría todo lo que hubiera en ella de religioso: altares, imágenes, misales; se fundirían incluso las campanas para fabricar armas con su bronce, armas con que sostener al pueblo donde le hiciera falta, en Zaragoza, Castilla o en Madrid, en el cuartel de la Montaña. Pero el edificio tenía que ser respetado y convertido en Museo del Pueblo, instalando allí todos los trofeos y la historia viva de las conquistas de la revolución. Cataluña entera se lo agradecería. Sería una honra para Cataluña. «¡Viva la Revolución, viva Cataluña, viva el Museo del Pueblo!»
La voz del arquitecto Ribas obró el milagro. Enardeció al propio Cosme Vila. Éste comprendió que el arquitecto tenía razón y el asentimiento del catedrático Morales a sus palabras le confirmaron en ello. ¡Museo del Pueblo…! Idea excelente. Llevarían allí el árbol genealógico de don Jorge, el sillón de dentista de «La Voz de Alerta», que parecía un sillón de tortura, el cuerpo «incorrupto» de San Narciso.
Cosme Vila se volvió de cara a la multitud.
—¡Camaradas! ¡El camarada Ribas tiene razón! ¡Dispersarse! ¡Basta por hoy! ¡Él, el arquitecto Massana y representantes del pueblo se encargarán de este Museo! ¡Por ello el arquitecto Massana acepta presentar su dimisión de alcalde, porque tendrá que encargarse de este Museo! ¡Por ello propone como sustituto el camarada Gorki, y éste también acepta! ¡Camaradas, a las seis todos en la Plaza Municipal! —Cosme Vila sentía que debía decir algo para contentar al Responsable y a los anarquistas—. ¡Nos hemos unido todos para hacer frente al enemigo común! ¡La Cooperativa continuará funcionando para todos! ¡Que las mujeres vayan a buscar lo que les haga falta! Ahora mismo, los encargados de ella se dirigen a abrir las puertas. ¡Salud! ¡Viva la Revolución!
No hubo descanso para la ciudad, para los doscientos treinta y cinco hombres sublevados y sus familias, para los sacerdotes, monjas y militares, para todo aquel que tuviera manos finas, llevara pulsera de oro o sombrero.
La transformación había sido tal en pocas horas, que todo el mundo se sentía flotar en el aire, lo mismo los que atacaban que los que se defendían; todo el mundo excepto Cosme Vila, el Responsable, Casal, y David y Olga y los hombres que, de pronto, en las barricadas de Gerona y en los pueblos limítrofes, se constituyeron en jefes, se sentaron en la alcaldía y nombraron un Comité Revolucionario.
Acaso fuera esto último lo que dio a Cosme Vila más clara sensación de que el momento había llegado: la simultaneidad con que en el cinturón de la ciudad brotaron pequeños Comités, los Comités revolucionarios, comités que a medida que se abría el campo erigían en sus locales símbolos agrícolas, que ganaban la provincia, los mansos, la tierra y los postes telegráficos. En un santiamén cada célula comunista de campesinos quedó convertida en Comité, en unión de los anarquistas. Del cobertizo o la era pasaron a instalarse en un lugar céntrico, de la azada pasaron al fusil ametrallador, del carro al coche requisado, de lo anónimo a la dirección visible del pueblo.
Por otra parte, las radios eran implacables. El director de la Emisora gerundense se había presentado a Cosme Vila, al descender éste de la Catedral: «Camaradas, leeremos los textos que tú nos des. El catedrático Morales podría formar parte de la emisora». El catedrático Morales, mucho antes de que la multitud, a las seis en punto de la tarde, proclamara alcalde a Gorki, informó a los gerundenses de que Barcelona estaba completamente dominada, que en Madrid los militares se habían rendido en el Cuartel de la Montaña, que el Gobierno contaba con el oro, la fuerza, la moral, las simpatías de Rusia, Francia, Inglaterra y todas las grandes democracias del mundo; que aquello, en fin, había constituido un fracaso sin precedentes en la historia de los levantamientos militares. El catedrático Morales había dicho: «Antes de ocho días no quedará un solo foco faccioso en todo el territorio».
Por ello los ocho incendios de la ciudad y la noticia de que Cosme Vila, el Responsable y Casal constituirían aquella noche un Comité Revolucionario local, a imitación de los barrios y los pueblos, llevó al interior de las casas una cantidad de zozobra mayor que la que podían absorber sus habitantes. Por eso se veía a Laura corriendo desesperada en dirección a casa de sus hermanos; a las monjas del convento de clausura de San Daniel, buscando a tientas quién accedería a recogerlas; a Corbera, el de la fábrica de alpargatas, subiendo a Palacio con un mono azul para disfrazar al señor obispo y llevárselo a su casa en espera de un escondite mejor; a don Pedro Oriol negándose a salir del piso, a pesar de los ruegos de su esposa; a mosén Alberto y al matrimonio Noguer detenerse en taxi a veinte kilómetros de la frontera, y hablar con un hombre que les pedía dos mil pesetas a cada uno para conducirlos al otro lado de los Pirineos; a los dueños de la fábrica Soler haciendo planes para embarcarse en el puerto de Palamós; a Matías Alvear recibiendo en Telégrafos comunicaciones de este tono: «Felicitaciones triunfo proletariado, Vasiliev». «Llegaré mañana tarde incógnito, Vasiliev.»
Todo el mundo sintió que la eterna mesa con mantel amarillo y flores bordadas, alrededor de la cual, mejores o peores, amándose más o menos, se sentaban los seres queridos, se iba a convertir en una superficie plana con un plato vacío, o dos, y el comedor en una estancia con una o dos sillas que reclamarían inútilmente su complemento humano, aquel al que estaban habituadas.
En muchas familias las ausencias eran ya un hecho, como en casa del comandante Martínez de Soria, en casa de Mateo, en casa de don Jorge, del doctor Rosselló, de los albañiles y el electricista…
Estas familias, y muchas más, se hallaban en la situación de desear tener a los suyos a la vez próximos y lejanos. Lo más cerca posible de su corazón; lo más lejos posible de los fusiles ametralladores de los murcianos, del Comité Revolucionario que iban a constituir Cosme Vila, el Responsable, Casal.
La propia doña Amparo Campo tenía que lamentar en su piso una ausencia: la de Julio. Julio todavía no había regresado. Llevaba cuarenta y ocho horas fuera. La víspera de la sublevación se refugió en casa del doctor Rosselló. Al saber que los militares se habían rendido, se presentó en la Rambla junto con Cosme Vila y el Responsable; luego se fue a Jefatura y todavía no había regresado. Doña Amparo Campo le decía al coronel Muñoz: «Natural, quiere ver si consigue encauzar las cosas»; y el coronel Muñoz le contestaba: «La batalla ha sido demasiado dura en todas partes. Ha corrido demasiada sangre del pueblo».
El general lo veía todo fácil. «¡A la cárcel, a la cárcel!» Pero doña Amparo Campo tenía miedo y el propio Comisario se confesaba a sí mismo que disminuía de peso.
Julio era quien conservaba la serenidad, aun cuando en algunos instantes había estado a punto de perderla y en ninguno negó la gravedad de las circunstancias. Por de pronto, no creía ni en la cárcel ni en el procedimiento de perder peso para solucionar nada. ¿Por qué negarlo? Los hechos eran amargos, no tanto por sus efectos como por sus causas. Porque lo que en realidad inspiraba temor a Julio era la transmutación total, absoluta, de valores, de la escala jerárquica. En otras palabras, que Comisaría y Jefatura se hubieran convertido por arte de magia en despachos muertos. Que en otros lugares de la ciudad brotaran, independientes, como plantas salvajes, otros organismos que se arrogaran sus derechos, que ni siquiera les pedían autorización para ello, que ni siquiera les informaban de sus decisiones. Que el nudo de la autoridad estuviera enteramente en manos de los Partidos Políticos y Sindicatos.
Todo aquello era grave. Julio sabía que él era la única esperanza para las familias de mantel amarillo, con uno o dos platos vacíos. Los ocho incendios y demás… mal menor. Ahora bien ¿qué vendría luego? Su fichero de suicidas le había enseñado muchas cosas. Sabía que los suicidas, cuando estaban hartos de destruir sus objetos, su casa y sus ambiciones se destruían a sí mismos. Del mismo modo cuando los Comités Revolucionarios se fatigaran de derribar piedras, se dedicarían a derribar hombres. Ya ante sí tenía un papel anónimo que decía: «¡Por Dios, no sabemos el paradero de seis monjas del Corazón de María!»
Seis monjas. ¿Dónde podían haberse escondido? ¿Tras las losas que Ideal despegó en el pasillo subterráneo? Y el obispo, ¿dónde estaría? ¿Y «La Voz de Alerta»? ¿Y el notario Noguer? ¿Y mosén Alberto? Todos habían desaparecido. ¡Especialmente Mateo y los suyos! Ni un solo falangista parecía vivir en la ciudad. O los luceros de que hablaban los habían atraído como atrae al mar la luna, o se hallaban en el monte; tal vez se escondieran cerca, tapiando brechas con pedazos de camisa azul.
Julio había recibido una orden del coronel Muñoz: custodiar a la esposa y a la hija del comandante Martínez de Soria, garantizar sus vidas. Julio había cumplido respecto a la esposa, la cual se hallaba en el piso rodeada de guardias de Asalto; también había cumplido respecto a Marta, haciéndola acompañar por los guardias a donde ella indicó, al salir del Cuartel.
Julio decidió poner de su parte cuanto pudiera para contener la marcha de las fuerzas que se llamaban revolucionarias y que él llamaba ciegas. Era preciso hacer un llamamiento al buen sentido de Cataluña, hablar de la Generalidad y no de Rusia, de los Costa y no del Responsable. ¡Massana y Ribas habían salvado la Catedral! La ciudad y el arte les deberían su existencia. El ejemplo era consolador. Era verdaderamente una lástima que se nombrara alcalde a Gorki, aragonés, y que el coche de don Pedro Oriol lo condujera ahora un andaluz. ¿Por qué permitir eso? Era la ocasión, para Cataluña, de demostrar su personalidad… Tendría que hablar con Cosme Vila, con el Responsable; y, sobre todo, con Casal y con David y Olga.
Una cosa le preocupaba: el agente Antonio Sánchez había visto a Pilar cuando se llevaba los dedos a los labios y mandaba un beso al coche en que pasaba el comandante Martínez de Soria. El agente Sánchez sabía que la familia Alvear era sagrada para Julio, y a pesar de eso había comunicado el hecho a los demás guardias de Asalto; y la mayoría de guardias de Asalto, según el coronel Muñoz, de no ser por él y el general, al conducir a los oficiales, a gusto se hubieran hecho el tonto, permitiendo que los mil puños en alto que los seguían cayeran sobre ellos, precisamente en el momento de cruzar el río…