Ignacio notaba que su hermano había cambiado, que era más hombre.
—¿Es que has estudiado mucho? —le preguntó.
—Sí. Bastante.
Era cierto. Había dado un gran salto. Hasta aquel curso tenía ideas muy vagas sobre las cosas. De repente, se hubiera dicho que el profesor de latín le había iluminado el cerebro. Empezaba a tener una visión precisa de la configuración del Universo y se había formado un cuadro sinóptico embrionario, pero exacto, de la historia de los cinco continentes, en los planos físico y humano. Respecto al pensamiento, sin haber llegado aún a los cursos de Filosofía, que empezarían con el quinto de la carrera, por reflexión, conversaciones oídas y alguna lectura, parecía estar en condiciones de defenderse discretamente. De Apologética andaba preparado.
Probablemente Julio se hubiera llevado una sorpresa si le hubiera hablado del libre albedrío o de la legitimidad de la confesión. Y si Cosme Vila le hubiera preguntado: «Bueno, ¿cómo es posible que los ángeles se rebelaran si eran espíritus puros?», probablemente César habría desplegado ante él, con sorprendente facilidad, una teoría verosímil y ceñidamente ortodoxa.
De todos modos, lo importante en César continuaba siendo no su cerebro, sino su corazón. Más grande si cabe. En el Collell se había convertido en una institución. Los internos de pago habían acabado por rendirse a su sencillez, y excepto el pelirrojo, que continuaba destrozando la almohada cada noche, y algunos cínicos por costumbre, todas le trataban con afecto.
Poco a poco les fue contando su vida en aquel invierno. Resultó que un buen día —en noviembre creía que fue— las Hermanas le reclamaron para que las ayudara en la enfermería. Dos días por semana tuvo que ir. Tuvo que vencer muchas repugnancias: los tumores daban náuseas, la sangre le mareaba y cuando alguien tosía de cierta manera le parecía que le iba a contagiar todos los microbios. Pero el ejemplo de las monjas lo estimuló. Aquel año hubo muchos enfermos. Aprendió a jugar a las damas para entretenerles, y un poco al ajedrez. Un detalle en contra suya: jamás aprendería a poner inyecciones. Torció no sabía cuántas agujas, arrancó muchos ayes que hubieran podido ser evitados. Varios enfermos habían levantado la cabeza y le habían llamado «monstruo».
El día del cumpleaños de Ignacio lo había celebrado con otro de los criados, jugando una partida de pelota a mano. Perdió —21-18—. Dieciocho, los años de Ignacio…
El cumpleaños de Pilar —quince, ¿no era eso?— lo celebró también, comiéndose un pastel magnífico que le preparó la directora de la enfermería. Por cierto que la monja jugaba a las damas como nadie.
Etcétera.
Todo lo que contaba era importante para la familia. Carmen Elgazu le escuchaba viendo en cada una de sus palabras la gracia de Dios, la lengua del Espíritu Santo. Se convencía cada vez más de que, de parecerse todo el mundo a César, no ocurriría todo lo que estaba ocurriendo, no se celebrarían en Barcelona aquellas terribles manifestaciones de protesta, ni empezaría a sonar la palabra «revolución», ni el campo entero andaluz se declararía en huelga, dejando pudrirse tos frutos al sol, dejando morir de sed al ganado en las cuadras.
César hablaba lentamente, y de repente se retiraba a su cuarto a rezar. Rezaba y procedía a su cotidiano examen de conciencia. Y se decía que debía establecer su plan de acción para el verano.
¡Válgame Dios! Algunos de los proyectos que tenía eran fáciles de llevar a cabo: volver al cementerio, a la calle de la Barca, agrupar de nuevo a los niños en aquel vestíbulo fresco, de ladrillos rojos —4 x 4, 16—. Fácil todo eso, porque ya rompió el hielo el año anterior. Fácil ir al Museo, a esperar algún turista inglés con pantalón corto. Pero llevar a cabo otro de sus proyectos… Dar con las catacumbas, por ejemplo… Volver a Ignacio al buen camino…
Esto último era lo principal. No bastaba con que Ignacio guardase su compostura y hubiera aprobado el último de Bachillerato. Era preciso sanear su corazón. Su madre le había contado en una carta la tremenda escena que tuvo con mosén Alberto, en la que Ignacio dijo cosas tan graves, y en otra lo nefasta que resultaba para él la influencia de David y Olga, «maestros que en vez de decir Dios decían no sé qué substancia cósmica o fuerza, una substancia que ellos consideraban muy grande, pero que ella, Carmen Elgazu, consideraba muy pequeña».
Pensaba en los consejos de su profesor de latín, siempre gran conocedor de las almas. En primer lugar, rezaría. ¿Cómo no confiar en la plegaría? Era infalible. Luego… daría ejemplo. Los actos. Hablar hablaría poco. Ya casi se arrepentía de haber hablado tanto en el comedor. Además de que con Ignacio llevaría las de perder, pues destruir una teoría es siempre más fácil que construirla. Ahí estaba Julio como ejemplo vivo. Luego… no sabía. Ya vería. Pero era preciso salvar a Ignacio. Y a Pilar. Porque aquella revista de cine…
Había que cuidar de la familia, era lo básico. Y luego… el proyecto íntimo, secreto, sobre el que todavía no se había confiado con nadie: aprender el oficio de imaginero.
¡Exacto! Esto era importante. Entrañable proyecto, que no obedecía a impulso temperamental, pero sí a algo rigurosamente meditado. César se decía: «Aparte de consagrar, ¿qué cosa podía existir más hermosa que crear con las propias manos imágenes religiosas, de santos, de mártires, de la propia Virgen, del mismísimo Cristo en la Cruz?» ¡Cuántas veces había pensado en ello! Sentíase incapaz de crear el original, pero no de trabajar en su ejecución. ¡Y pintar las copias luego, la túnica de tal color, las sandalias de tal otro, mucho cuidado con los ojos, oro en la corona! Tenía ideas muy personales a este respecto. Se había informado. La mayor parte de las imágenes que circulaban por el mercado eran indignas de lo que representaban. En la provincia había grandes fábricas, en Olot, que, al lado de modelos decorosos, lanzaban series sin ningún respeto. Él pensaba entrar en uno de los dos pequeños talleres existentes en Gerona, y proponer una reforma total. ¡Atención a la Hagiografía y a la Liturgia! Se pueden interpretar simbólicamente la verdad, sobre todo cuando hay que erigirla en símbolo. ¡Pero, cuidado, cada caso es arte mayor! ¡Cuidado con aquellas imágenes del Niño Jesús tierno, regordete, de ojos azules abiertos de par en par y una piernecita al aire! Mosén Alberto le ayudaría para que le admitieran en un taller de Gerona, durante las vacaciones.
Ignacio, liberado de la preocupación del Bachillerato, se sentía libre y fuerte. Su pensamiento volaba… También él acariciaba un proyecto: pasar las vacaciones en el mar, con David y Olga…
Los maestros iban a partir de un momento a otro, con dieciocho alumnos, chicos y chicas, a San Feliu de Guíxols, cuyo Ayuntamiento les había cedido generosamente un edificio situado en un promontorio al oeste de la bahía, junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Una especie de hotel deshabitado, entre pinos.
Le habían propuesto a Ignacio: «¿Por qué no te vienes con nosotros? Si tus vacaciones coincidieran…» Aquello tenía una ventaja: le saldría muy barato, entraría en el presupuesto colectivo. Muy importante teniendo en cuenta que la incorporación de César desequilibraba todos los veranos la economía familiar.
Ignacio habló de su proyecto con César. Porque, de repente, al ver a su hermano tan servicial y atento, le entraba una ráfaga de cariño por él, y entonces le hacía confidencias de todas clases, a veces innecesarias. César, en estos casos, se sentía poseído de una gran responsabilidad y medía mucho sus palabras. En realidad, a él le resultaba más cómodo rezar y dar ejemplo.
El día en que Ignacio le comunicó que buscaba novia, César se aturdió. Sonrió y se tocó las gafas. «En eso, ¿sabes…? Yo…» Ignacio se echó a reír. Le tiró de la oreja. «¡Ah, tunante! ¿Estás seguro de que no has pensado nunca en eso?» Luego se arrepintió de esta insolencia.
Otras veces le hablaba de los acontecimientos políticos y sociales, para ver hasta qué punto llegaba su incapacidad de adaptación en este terreno.
—Ya sabes que hay gran agitación, ¿no?
—Sí, eso decían en el Collell.
—¿Sabes lo de Andalucía, la huelga…?
—Concretamente eso… no, no sabía.
—Pues… ya llevan varias semanas. Se están pudriendo hasta las azadas. Incluso en las ganaderías de reses bravas se hace huelga.
César parpadeaba.
—Así, pues, si dura mucho no habrá ni siquiera corridas de toros.
—¡No digas eso, que Raimundo el barbero se desmayará!
Luego Ignacio continuaba:
—¿Y lo de Cataluña, te das cuenta de lo que puede significar?
—Pues… algo de la autonomía.
—¡Sí, sí! Quieren la independencia completa antes de fin de año. Verás cuando la gente regrese de las vacaciones.
—¿Y por qué la independencia?
—Mira. Son así. Ahora piden el traspaso de las contribuciones territoriales a la Generalidad y que la policía sea de la Generalidad.
César movía la cabeza. ¿Qué diferencia había en que las contribuciones fueran de un lugar o de otro?
A veces a Ignacio le entraba un sentimiento de superioridad y se complacía anonadándole con datos y asustándole. Le decía que en Asturias y Madrid las organizaciones obreras repartían armas a todos sus afiliados.
—Sí, César. Se habla de revolución…
Entonces César miraba a Ignacio con fijeza, a la estrella del belén que pendía de los barrotes de la cama, y como quien hace un descubrimiento decía:
—Todo esto es lógico, ¿no te parece? Mira, mira aquí. Vas a ver. —Y tomaba la Biblia de la mesilla de noche, hojeándola con familiaridad. Finalmente la abría en las Lamentaciones de Jeremías o en el Apocalipsis de San Juan—. Escucha, fíjate:
«Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, y en el reino de los cielos, y en la tolerancia de Cristo Jesús; estaba en la isla llamada Patmos por causa de la palabra de Dios, y del testimonio que daba de Jesús. Un día de domingo fui arrebatado en espíritu, y oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, que decía: "Lo que ves, escríbelo en un libro, y remítelo a las siete iglesias de Asia… Díles que se verán en gran aflicción si no hicieran penitencia de sus obras". Y a la iglesia de Sardis: "Sé vigilante, porque yo no encuentro tus obras cabales en la presencia de Dios". Vi, pues, cómo salía otro caballo bermejo; y al que lo montaba, se le concedió el poder de desterrar la paz de la tierra y de hacer que los hombres se matasen unos a otros, y así se le dio una grande espada
.»
Ignacio se sentía algo molesto. ¿Por qué aquel lenguaje? Caballos bermejos, espadas… César entonces abría en las páginas de los Salmos o en la Carta Católica de Santiago el Menor:
«Bienaventurado aquel hombre que sufre la tentación, o tribulación, porque después que fuere probado, recibirá la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman.»
* * *
David, Olga y sus alumnos se marcharon el 20 de julio. Un mes en la playa, en San Feliu de Guíxols.
El notario Noguer se fue a Camallera, don Santiago Estrada a Mallorca con la familia. «La Voz de Alerta» a Puigcerdá, donde junto con unos amigos quería fundar un club de
golf
. Don Jorge, esposa, hijos y criadas se instalaron en una propiedad a los pies de Nuestra Señora del Mont, desde la que se divisaba la inmensa llanura del Ampurdán, los Pirineos a la izquierda, al fondo el mar. Los Costa cerraron sus establecimientos industriales, pusieron autocares a la disposición de sus obreros y ellos se fueron al Norte, a comprar hierro. Mosén Alberto aceptó la invitación del notario Noguer y esposa y se fue también a Camallera, donde pensaba, junto al ciprés del jardín, escribir un nuevo catecismo, ilustrado, en el que quedara muy claro el ejemplo dado para explicar la Trinidad: «Así como un árbol que tiene tres ramas…»
Ignacio se reuniría con David y Olga en San Feliu de Guíxols, en el edificio entre pinos, el primero de agosto, fecha en que comenzaría las dos semanas de vacaciones que le correspondían.
En Gerona quedaría poca gente: Carmen Elgazu, Matías Alvear, César, Pilar, los locos de Salí, los enfermos del Hospital, los chicos del Hospicio. Y todo el barrio de la Barca en pleno, sin recursos para viajar.
También por este motivo Pilar empleaba la palabra revolución. La muchacha quería armar una revolución en casa, porque Ignacio se iba quince días al mar y ella no; pero Ignacio le paró los pies. «¿De qué te quejas? El año pasado estuviste tú, con el pretexto de los granos y demás.»
Otra de las personas que se quejaban era doña Amparo Campo. Julio tampoco quería llevarla a ningún sitio. Julio le dijo: «No puedo abandonar Jefatura. Destituirán al Comisario de un momento a otro y he de permanecer aquí». Doña Amparo Campo, que en la playa hubiera podido exhibir la redondez de sus brazos, se llevó un berrinche.
—¿Qué haré, pues, todo el verano? ¿Salir con la tortuga?
Encontró a Carmen Elgazu en la pescadería y le dijo:
—¿Qué hace Ignacio…? No le veo casi nunca. Dígale que me aburro. Que venga a verme alguna vez.
Y, sin embargo, doña Amparo Campo y todos los que se quedaran en Gerona y quisieran exhibir sus brazos, podrían hacerlo: el 30 de julio se inauguraría la Piscina Municipal.
Gran acontecimiento. Había gente que consideraba aquello una profanación y la pérdida definitiva del silencio en la Dehesa. Porque la piscina, situada al norte, en el llamado Campo de Marte, además de agua corriente, trampolín y duchas… ¡dispondrían de pista de baile, con altavoz!
El Tradicionalista
preveía un alud de escenas indecorosas; por el contrario, los centros deportivos de la localidad lo consideraban un gran adelanto. En el Banco se sabía que los Costa eran accionistas de la Piscina, y que Julio había intervenido de algún modo en su realización. Carmen Elgazu, al saber que el policía se hallaba vinculado a aquel asunto comentó: «Claro, la cuestión es pervertir la ciudad. Si pudiera, pondría piscinas en cada iglesia». Por su parte el subdirector la llamaba la piscina masónica. No sólo porque sus autores eran los arquitectos Ribas y Massana, de quienes aseguraba que formaban parte de la Logia de Gerona, sino porque, a su entender, la propia arquitectura, cubista, lo revelaba, sin dejar lugar a dudas. «Sus líneas recuerdan perfectamente los símbolos geométricos de la masonería.»
Y no obstante, a Ignacio todo esto le tenía sin cuidado. Lo que ocurriera en la Piscina no le interesaba para nada. El uno de agosto tomó el tren pequeño, después de despedirse de todos y de oír mil consejos de Carmen Elgazu. Matías, en la estación, le dio una pequeña suma de dinero diciéndole: «Tú mismo, hijo. Sin hacer el ridículo, devuelve lo que puedas». Ya se encontraba en San Feliu, en el edificio cedido por el Ayuntamiento a David y Olga, junto a la torre del Salvamento de Náufragos.