La Rambla estaba abarrotada de estudiantes. El sol caía vertical.
Ignacio dijo:
—¡Toma! Eso significa que es la hora de comer.
José se volvió de repente, se acercó a una muchacha que pasaba sola.
—¿Te vienes conmigo, chachi?
* * *
Había algo que Julio García no podía soportar: la fanfarronería. Dividía los actos en útiles e inútiles. La fanfarronería la consideraba siempre inútil. Sentarse en el coche del tren y desplegar el periódico como si uno estuviera solo, lo consideraba un acto inútil. Ello era tanto más sorprendente cuanto que Matías, que tenía fama de certero, hablando del policía decía siempre: «Sólo tiene un defecto: que es un fanfarrón».
Julio García, durante su infancia, en Madrid, no tuvo hermanos, como Matías, que le acompañaran en sus andanzas. Tuvo que arreglárselas solo. Estuvo mucho tiempo pensando, cada vez que recibía un par de bofetadas injustas: «Ese hombre acaba de ejecutar un acto inútil». Pero un día se dio cuenta de que a fuerza de actos inútiles el prójimo acabaría por aplastarle la nariz. Y entonces decidió pegar el primero.
Sin que ello le reconciliara con la fanfarronería. De ahí que cuando, en el mitin de la CEDA, vio a José con su aire de perdonavidas y supo que no sólo él había sido el primero en armar escándalo sino que había tumbado de un puñetazo a un pobre panadero que había perdido la calma, se dijo: «A ese mocito le doy yo una lección». Y por eso le invitó a tomar café, junto con Ignacio.
Por el físico de José y sus métodos directos dedujo que se trataba de un ser primitivo, del clásico mozalbete de la FAI dispuesto a tirar un petardo en un desfile o a pegar una paliza al primero que defendiera la conveniencia de las Aduanas. Pero Matías, en el Neutral, había dicho: «Te equivocas. José, a su manera, está muy documentado. Se ha leído más de un libro. Me parece que es muy capaz de sostener una controversia».
Julio había exclamado:
—¿De veras…? Tanto mejor. Lo que yo daría para que fuera un auténtico teórico del anarquismo.
Matías le preguntó:
—¡Bah! ¿Por qué te interesa tanto este asunto?
—¿Por qué? Pues porque sí. Porque estamos en el país del anarquismo.
—¿No crees que hay anarquistas en todas partes?
Julio hizo un gesto de desolación.
—Matías… siento decírtelo, pero anarquistas ya sólo quedan en España, y en algunos países de la América del Sur.
Por su parte Ignacio había advertido a José de que Julio era un hombre bastante complicado, del que nunca se sabía si decía todo lo que pensaba o sólo la mitad.
—Especialmente en cuestiones políticas, siempre habla en términos vagos. Esta muy enterado, ¿sabes? Quiero decir que los hechos, los conoce al dedillo. Cuando las cosas se ponen oscuras es cuando él tiene que dar su opinión. «Claro, claro, quién sabe…» «Sí, la República es siempre algo.» ¿Te das cuenta?
José se había quedado inmóvil, mirando a Ignacio.
—¿Qué periódicos lee?
—Chico, yo creo que los lee todos.
José dijo, bruscamente:
—¡Vamos, vamos a conocer a esa fiera! —Y al saber que le daría un excelente coñac, en el camino entró en un estanco y se compró un cigarro habano.
A Carmen Elgazu aquella visita no le había hecho ninguna gracia. «Ignacio entre dos fuegos», pensó. Una vez más le había advertido que a todas las teorías que oyera les hiciera poco caso. «Ya sabes que sólo hay una verdad, hijo: ser bueno. Y tú lo eres.»
Les abrió la criada y los hizo pasar a la sala de estar, en la que Julio se hallaba esperando. Al verlos, se levantó en seguida y por su actitud creó un clima de confianza.
—¡Caramba! A eso se le llama puntualidad.
Estrechó la mano de José y al mismo tiempo el antebrazo de Ignacio.
—¡Sentaos, sentaos! Encantado de teneros aquí. En seguida viene mi mujer y tomaremos una copa. ¿Usted qué prefiere, José? —Viendo que José se mordía los labios para reflexionar, Julio apretó un botón de un mueble que tenía al lado y en el acto apareció, rutilante, toda una licorería.
Aquel mueble-bar encantó a José. Por su colorido y exuberancia. Y en cuanto entró doña Amparo Campo, con bata verde y encarnada, pensó que se parecía mucho al mueble-bar.
—Señora… —José parecía enteramente un caballero. El cigarro habano le daba un aspecto sorprendentemente burgués.
Las frases de trámite duraron poco. En cuanto todo el mundo estuvo servido, Julio dijo:
—José, no crea que esté usted aquí por lo del mitin… Les dije que vinieran para charlar un rato, simplemente.
—¡Ya, ya! Ya lo supongo.
Julio se tomó el café de un sorbo. Luego, reincorporándose, prosiguió:
—De todos modos, me va a permitir una pregunta. Por lo que vi —esbozó una sonrisa— los de la CEDA no son santos de su devoción, ¿verdad?
—¿De mi devoción? —A José la presencia del coñac le había producido un efecto saludable. Había enrojecido un poco, y se veía que se hallaba a sus anchas—. ¿Qué le parece,
madame
? —añadió, dirigiéndose a doña Amparo Campo—. ¿Tengo yo cara de ser devoto de la CEDA?
Doña Amparo Campo contestó:
—No sé, no sé. ¿Por qué no?
—¡Vaya!
Julio continuó:
—No. Desde luego, no tiene usted cara de la CEDA. —Luego añadió—: ¿Socialista…? —Al ver que José miraba con fijeza, cortando el cono truncado de la ceniza en el cenicero añadió—: Desde luego, si le molesta hablar de eso, no he dicho nada.
El primo de Ignacio levantó los hombros.
—¿Por qué? Por mí, encantado. —Marcó una pausa—. Yo soy de la FAI.
Julio enarcó las cejas en expresión de sorpresa.
—¡Hombre, estupendo!
—¿Por qué estupendo? —preguntó José.
—¡Qué sé yo! Siempre me han gustado los anarquistas.
—¡Ah, sí…! ¿Por qué?
—Pues… ¡Cómo se lo explicaré! Ya lo sabe mi mujer. A mí… todo lo romántico me gusta.
—¡Vaya! —José se envolvió en humo—. Conque ¿le parecemos unos románticos?
—¿Y a usted no?
Julio se echó para atrás en el sillón y dijo, como si la polémica hubiera llegado ya a un punto de madurez lógica:
—¡Parten ustedes de un principio magistral: que el individuo es perfecto, y que por lo tanto puede dársele libertad absoluta!
—Exacto.
—Luego viene el individuo, que no es perfecto, y mata a su madre.
—¿Y qué pasa con ello? —preguntó José.
—¿Qué pasa…? Pues… ¡nada! Que si el padre vive… ¡pues se queda viudo!
José añadió que no había que reparar en medios para conseguir la libertad. Destruir todo lo que la sociedad ha creado de ficción y coacción.
Julio, al oír esto, recobró los ánimos.
—Claro, claro —dijo, intentando elevar el tono del adversario—. Ustedes han leído en algún sitio: «¡Hay que tener una mística!» Y la han comprado en la primera esquina.
—Nada se consigue sin fanatismo.
—Sí, es cierto. Pero… a condición de contar con unos dirigentes… que sean fríos.
José afirmó que ellos ya conocían esta regla desde niños. Y citó como ejemplo lo que ocurría en su familia.
—Mi padre —dijo— es un fanático del anarquismo. Todo Madrid le conoce; pues bien, nunca ha tenido cargo en la Federación. En cambio yo, que aunque usted no lo crea, soy hombre frío, soy jefe de grupo en mi barrio.
Julio preguntó, sin inmutarse:
—¿Cree usted que un hombre frío declara que es jefe de grupo a un policía que acaba de conocer, y de provincia fronteriza por más señas?
—¡Bah! ¿En qué puede perjudicarme?
—Por ejemplo, podría arrestarle por tenencia ilícita de pistola.
—¿Cómo sabe usted que llevo pistola? —preguntó José, con calma.
—Porque usted me lo ha dicho.
José se mordió los labios.
—¡Mira que tal! Le advierto que por mi barrio ya nadie cree en Sherlock Holmes.
—Hacen ustedes muy bien. Yo tampoco.
Ignacio iba poniéndose nervioso. Todo aquello era interesante, pero él hubiera preferido ceñir el tema. Le hubiera gustado oír a Julio exponer sus propias ideas.
—Espero que no van a discutir sobre eso —dijo—. Aquí lo interesante sería confrontar opiniones.
Julio hizo un gesto de asombro.
—¿Y qué otra cosa estamos haciendo?
Ignacio ladeó la cabeza.
—Perdone… —dijo—, pero hasta aquí sólo hay uno que ha expuesta las suyas: mi primo.
Doña Amparo Campo intervino.
—¡Uy, hijo! Yo llevo doce años con él y todavía no sé lo que piensa.
José aplastó de nuevo la ceniza en el cenicero.
—Pues yo creo que no tardaría tanto en saberlo —dijo, en tono que no disimulaba el resentimiento.
Julio le miró.
—¿De veras?
—Sí. —José se dirigió a doña Amparo—. ¿Me permite… que hable con franqueza?
Doña Amparo Campo se sintió halagada.
—¡Claro, claro que sí!
José añadió, en tono que le salió inesperadamente duro:
—Usted es el clásico tipo que echa al ruedo a los demás y luego se come la liebre, ¿no es eso?
Julio movió la cabeza.
—No creo que sea eso, la verdad…
—Sí —prosiguió José—. Por ejemplo —reflexionó un momento—, creo que uno de estos días va a haber huelga. Usted no dirá nunca: «¡Tienen razón; lo que cobran los ferroviarios es una vergüenza!» Usted… criticará la manera de hacer la huelga, el día que se ha elegido, y si tiene que tomar el tren y resulta que el tren no funciona, armará la de Dios es Cristo. Ahora bien… se aprovechará del caos… para pedir aumento de sueldo. Doña Amparo Campo no pudo reprimir una carcajada, lo mismo que Ignacio, porque José, al término de la frase, había parodiado con extrema gracia un pase de muleta. Julio, en cambio, sacó otra botella del mueble-bar y se sirvió.
—En fin, si usted cree que soy así, debe de ser cierto… —Marcó una pausa—. Por nada del mundo me atrevería yo a dudar de la inteligencia de un anarquista.
A Ignacio le pareció que en el fondo Julio perdía terreno. José se había echado para atrás y paladeaba de nuevo su coñac.
—De todos modos… —añadió Julio—. ¿Me permite usted que le de un dato?
José no contestó, pero él añadió:
—Da la casualidad de que esta huelga —que será exactamente el viernes—, la he aconsejado yo.
Ignacio semicerró los ojos.
—Sí —continuó—. Conocen ustedes al Responsable, ¿no es eso? Es muy amigo mío. Le dije: «Hazlo, es el momento. Los ferroviarios lo merecen». A mí siempre me ha parecido que el oficio de ferroviario es muy duro. Aunque tal vez el que ejerza José todavía lo sea más…
Se calló. Sus palabras habían surtido efecto, sobre todo en Ignacio. Ignacio pensaba: «¿Es cierto todo eso? Y si lo es… ¿por qué diablos se mete en esas cosas?»
Julio añadió, no queriendo dejar ningún cabo suelto:
—Y en cuanto a obtener aumento de sueldo, yo tengo mi criterio: ganarse por méritos un ascenso.
Doña Amparo Campo empezaba a sospechar que tendría que admirar a su marido. Pero José no se había dejado amedrentar.
—Me sorprende que le interesen a usted los ferroviarios —dijo—. ¿Por qué será? ¿Le traen contrabando de Francia?
Julio se indignó. La salida era inesperada.
—Ni por casualidad uno de ustedes razona una vez con lógica —respondió, conteniéndose—. Si yo utilizase a los ferroviarios como contrabandistas, tendría interés en que ganaran poco sueldo, ¿no le parece? ¿Se da cuenta de lo equivocado que está en todo?
José replicó:
—Eso de equivocarse no se ve hasta el final. Es muy bonito contemplar a los demás como si fueran peces en un acuario. Pero no olvide una cosa: somos muchos miles, muchos miles. Con lógica o sin ella, pero muchos miles. En Barcelona, en Madrid, en Andalucía…
Julio le interrumpió:
—En cambio, ¿ve usted…? En Francia prácticamente no hay anarquistas. Ayer se lo contaba al padre de Ignacio, hablando de un viaje que pienso hacer a París. ¿Por qué no son anarquistas los franceses? Porque son gente de método.
—¡Ah, ya…! Claro… Los franceses son gente de método porque tienen un suelo que da muchas coles. Aquí, para regar los terrenos, tenemos que hacer pipí.
—Lo que interesaría, pues, sería traer agua y no dedicarse al «terrorismo sistemático» como ordena el reglamento de la FAI.
—Con barrenos a lo mejor aparece un peco. Y lo que queremos ante todo es lo dicho, la emancipación del individuo.
Ignacio miró a su primo.
—¿Otra vez en las nubes? —prosiguió Julio—. ¿Qué es el individuo, y qué significa la palabra emancipación?
José estaba furioso.
—Individuo es el hombre que si no quiere votar, no vota; es el ferroviario que si no quiere trabajar, ahí se las den todas. Emancipación…
Julio se quitó la pipa.
—¡Ya salió! Lo que el Responsable me dijo hace poco: «En las próximas elecciones CNT-FAI nos abstendremos de votar». ¡Muy bien, hombre, pero que muy bien! Ochocientos mil votos que la República perderá… Esto en el momento en que la CEDA avanza que da gusto verla y en que por vez primera vota la mujer. En un país en que no hay ninguna mujer (ni siquiera la mía…) que no lleve al cuello cuatro o cinco medallas. Total, que si el individuo se emancipa, en estas elecciones ganarán las derechas.
José soltó una carcajada.
—¡Qué nos importa a nosotros que la República pierda esto o lo otro, que ganen las derechas o las izquierdas! Para nosotros la República ya lo ha perdido todo. Lo perdió en el momento en que continuó haciendo pagar cédula a los ciudadanos, sosteniendo cuarteles… y tantos policías como en tiempos de la Dictadura.
Julio dijo:
—Ustedes son unos insensatos, ahí está, y unos irresponsables. La masa tiene un instinto revolucionario certero, pero ustedes lo desvían de una manera grotesca. Son ustedes niños de teta.
José se sulfuró. Cambio de expresión.
—¿De veras…? ¿Y usted qué es? —De pronto soltó—: ¿Un pillo redomado?
—Váyase con cuidado, amigo…
—¿Un Dick Turpín con bigote…?
Doña Amparo Campo palideció, pero en todo aquello había algo que le gustaba.
José se había levantado y, doblándose sobre la mesa en dirección a Julio, con la uña del pulgar golpeaba uno de sus dientes.
—Pero a mí ni pum, ¿comprende? ¡Ni pum! ¡Ni así!
Ignacio se había levantado a su vez. Julio permanecía impasible, como si nada ocurriera.
De pronto el policía dijo, dirigiéndose a Ignacio:
—Acompaña a tu primito a la puerta, anda. Devuélvelo a tu padre. Que hay señoras…