—¿Seminarista… ?
El hombre le miró escrutadoramente.
—Oye una cosa —habló por fin, en tono de quien propone un negocio—. Ésta y yo no estamos casados. —Marcó una pausa—. Pero si el obispo quiere pagarnos un traje a cada uno y el viaje de novios, legalizaremos la situación.
Se veía que hablaba en serio. César parpadeó.
—Pues… no sé —dijo—. Yo con el señor obispo no he hablado nunca.
—¿Cómo que no has hablado nunca con el obispo?
La mujer intervino.
—Anda. Déjale en paz. Ya le hablaré yo luego.
Todo aquello tomaba derroteros inesperados. Porque en algún lugar casi le insultaron. El patrón del Cocodrilo le aconsejó que tuviera paciencia. «Están excitados, ya lo ves. Las cosas andan mal. Se prepara una revolución.»
Revolución… Ya Ignacio se lo había advertido. ¡Ah, el Apocalipsis de San Juan! Todo el mundo hablaba de revolución. Nadie concretaba quiénes la harían ni contra quién, pero todo el mundo empleaba esta palabra, mirando con fijeza el muro de enfrente.
Se refugió en los pequeños, en las clases. Esto fue más fácil. Pronto pudo reunir de nuevo a un grupo de dos docenas, y el zaguán fresco y de ladrillos rojos estaba aún allí. Algunos chicos del año anterior habían desaparecido del barrio. Andaban de aprendices o de Dios sabe qué. Otros le reconocieron en seguida. «¡Tú, tú, dame caramelos!» Uno gritó al verle: «¡Tío César!» El apodo hizo fortuna. Le rodearon, se unieron otros niños que no sabían quién era. «¡Tío César!»
Se reanudaron las clases. ¡Lo habían olvidado todo! Excepto el nieto de Fermín, que dio pruebas de una memoria prodigiosa. Había continuado estudiando todo el invierno. Luego había dos hermanos que el año anterior no daban una y ahora se hubiese dicho que les habían inyectado entendederas. Entre unos y otros, el zaguán volvió a ser una alegre colmena todas las tardes.
Y sin embargo, también en las miradas infantiles se notaba cierto desequilibrio. A César aquellos chicos, ahora que volvía a mirarlos con atención, le daban miedo. Irían creciendo y absorberían todo el veneno que flotaba a ras del barrio. A los dos hermanos, que ahora leían con facilidad, los encontró en una escalera hojeando un folleto que escondieron en la pechera cuando él se les acercó. ¡Y era él quien les había enseñado a leer! Irían creciendo y se pondrían brillantina en el pelo, y aquellas mujeres que rondaban sin pudor por la acera los tentarían. ¿Qué hacer? ¿Cómo ceñir todo el barrio de un golpe, en alguna ilusión que elevara sus vidas, que les diera resignación, que uniera cada persona a su familia, a las paredes de su casa aunque fueran pobres? «A ver si hablas con tu Organización, que nos eche una mano.» ¿Qué hacer?
A veces le daban ganas de abandonar la clase, trepar a un balcón como si fuera un púlpito, reunir abajo a todo el mundo —chicos, enfermos, patronos de bar, ferroviarios, gitanos— y hablarles del Evangelio, de las palabras insertas en él: «Bienaventurados los que…»
Pero no se atrevía. Porque, la vida era allí como un líquido comprimido, que de repente podía estallar. Los pequeños crecían en insolencia, los mayores pedían justicia y trajes nuevos, los viejos se iban marchando para la eternidad, como Fermín, que murió solo mientras su hija trabajaba en una fábrica de lejía, nuevo empleo que el limpiabotas le procuró.
Nadie del barrio había salido de veraneo, como no fuera para la eternidad. Los demás allí estaban, aplastados por el sol, mirando con ironía los pedazos de cielo que se dignaban asomar por entre los tejados.
César hubiera querido hacer algo. ¡Pero era tan poca cosa! ¡Y se sentía tan inhábil! ¡Qué tontería pensar en trepar a un balcón! En cuanto viera los ferroviarios y los gitanos abajo, quedarla sin palabra. Y en el caso de que consiguiera hablar, le tomarían por loco.
Obtuvo, sí, algunos éxitos. Gracias a su padre y a Julio García. Quedaron sin efecto varias multas por tirar basura, en las de las bicicletas no se pudo hacer nada. Consiguió algún traje gracias a su madre, aunque no enteramente nuevo. ¡Consiguió trabajo para tres parados! Fue Julio García quien se encargó de ello. Ellos habían dicho: «De cualquier cosa…» El día en que César los vio medio disfrazados, cada uno metido dentro de un artefacto del que arrancaba un cartel que anunciaba el establecimiento en la ciudad de una nueva tienda de óptica quedó estupefacto. Eran tres carteles iguales y los tres hombres iban en fila, encorvados bajo el peso, con la colilla en los labios. Probablemente no tenían idea de lo que decían los carteles. Les habían dado instrucciones. Pasearse por los sitios céntricos. El sitio más céntrico en aquellas semanas era la calle de la Barca.
A veces, le bastaba descubrir el brillo de la curiosidad en la mirada de un niño para pensar de nuevo: «¿Y si pudiera ilusionar a esa gente en algo que no fuera lo cotidiano… que los distrajera?» Un día pensó que acaso la palabra catacumbas surtiera efecto… El patrón del Cocodrilo le contestó: «Si les aseguras que hay algún tesoro escondido, no digo que no; pero si sólo les hablas de San Narciso…» César se preguntaba: «¿Sería falta de caridad decirles que hay un tesoro escondido?»
Les regalaba tabaco, mucho tabaco, como si hubiera oído la advertencia de Ignacio a mosén Alberto. Lo sacaba de todas partes, de su padre, de Julio, de los empleados de Telégrafos y, sobre todo, de don Emilio Santos. El día que conseguía arrancar del Director de la Tabacalera un gran cigarro habano, entraba en el barrio como un rey. Su intención era siempre regalarlo al más humilde, al más enfermo. Y así lo hacía. Pero siempre ocurría lo mismo. Al poco rato llegaba el fuerte de la casa, el cabeza de familia, y decía: «¿No comprendes que un puro así a los enfermos los marea?» Y lo sacaba de debajo de la almohada y lo encendía en el acto.
César había observado que un simple puro transformaba a las personas. Un cigarro habano y se sentían optimistas, durante un par de horas dejaban de hablar de revolución. Hacia el final lo masticaban, )o trituraban entre los dientes como comiéndose la ficción que aquello representaba.
La práctica adquirida en la enfermería del Collell en aquel invierno le era útil ahora, para curas de menor importancia. ¡Pero Dios mío, le tomaban por médico! Le consultaban casos dificilísimos; úlceras, paludismo y, sobre todo,
mal de ojo
. Muchos niños tenían tracoma. Con los niños se iba arreglando. Pero cuando de repente una mujer se levantaba la falda sin pudor ninguno y le decía: «Oye, tío César. A ver si me traes algo para esta urticaria…» O, estando en la cama, daba un tirón a la sábana y quedaba al descubierto… ¡De la taberna a la que Ignacio fue con el Cojo le llamaron para ayudar en un parto! César huyó. César huyó por primera vez de la calle de la Barca. Su huida fue muy comentada. Él se sentía desolado. Pero le parecía que un seminarista podía acompañar a las personas en su muerte, no en su nacimiento. ¡Tal vez hubiera cometido una falta! Cuando mosén Alberto regresara de Camallera, se lo consultaría.
A medida que los días pasaban se daba cuenta de una cosa: sus acciones quedaban ahogadas en la inmensa mugre física y espiritual del barrio como gotas en el mar. Todo seguía su curso independientemente de él, y los propios beneficiarios de sus actos los aceptaban sin darles mayor importancia, como si él tuviera obligación precisa y casi administrativa de llevarlos a cabo. Se consolaba pensando: «De todos modos, con una sola alma que se salvara…» Y aunque nada consiguiera, con mitigar algún dolor bastaba…
Imposible, desde luego, soñar en nada colectivo. Por lo demás, la mezcolanza era allí más aparente que real. En realidad, también en la Barca se vivía en compartimientos cerrados: los murcianos tenían una colonia y sus costumbres, los gitanos tenían las suyas, los traperos sólo se interesaban por los demás si éstos tenían algo que vender a precio regalado, los comerciantes se parapetaban tras sus sucios mostradores; y en cuanto a las mujeres de mala nota… eran la pesadilla de César, tal vez su más difícil obstáculo. Excepto la Andaluza, patrona que se las daba de buena crianza, que tenía una hija interna en las monjas y que trataba a César con gran respeto, y dos o tres de sus discípulas, bastante correctas, las demás le tomaban descaradamente el pelo. «¿Eh, tú…? ¿Es verdad que no tienes lo que tienen los hombres? Ven un momento, rico, que yo te enseñaré el alfabeto…»
El gran misterio para César era que hubiera seres humanos que hicieran del pecado su profesión. El patrón del Cocodrilo se mostraba duro con ellas. Decía que las conocía demasiado. «Por una que haya digna de lástima, cinco están aquí por su culpa.» César no se avenía a razones. Su corazón lloraba al oírlas, al ver sus ojos, la palidez de sus rostros, ese algo prematuramente marchito en sus mejillas. Casi todas se habían arrancado materialmente las cejas y se pintaban en su lugar una raya arbitraria, negra o marrón. A veces las rayas se prolongaban hacia arriba, con algo de diabólico. A veces se curvaban hacia abajo, con cansancio. De repente había una que acertaba con el arco exacto y cobraba aspecto de mujer hermosa, normal. César pensaba siempre en las cejas poderosas de su madre y su compasión se acentuaba.
Y cuando hacia el atardecer veía llegar los soldados y muchos obreros, que se dirigían automáticamente hacia aquellas casas, brincaba por el barrio rezando jaculatorias. La gente le decía: «¡Caray, si no fuera eso, nos moriríamos de hambre!»
También para él todo aquello era una revolución. Soñaba en terminar la carrera para dedicar íntegramente su vida a aquel barrio… ¡Quién sabe, con la ayuda de Dios…! El patrón del Cocodrilo le desengañaba: «Si no aprovechas ahora, que vistes como yo… el día que lleves sotana ya no podrás lograrlo».
* * *
No había abandonado por ello su proyecto de dar con las catacumbas. Porque las catacumbas debían de encontrarse forzosamente en aquel barrio. ¿Quién no había visto por allí un pasadizo subterráneo, una puerta nunca abierta, un muro que sonara a hueco…?
Un día, en clase, habló del asunto con los alumnos. ¡Sorprendente! Todos contestaron: «Oye, tío César. Están en casa Pilón…»
¡Santo Dios, la cueva del gran gitano!
—¡Arriba, arriba hay un pozo…!
—¡Muy hondo!
—¡Pilón lo sabe, lo sabe de sobra!
¡Un pozo! ¡Pilón lo sabe!
—Pero… ¡Si eso cae debajo del campanario de San Félix!
Los alumnos se encogieron de hombros.
—Nunca ha bajado nadie al pozo. La Andaluza también lo sabe.
César olvidó por unas horas la necesidad en que se encontraba el barrio de que él trepara a un balcón con la Biblia en la mano. Pero ¿cómo conseguir que Pilón le abriera la puerta de su casa? Los chicos le dijeron: «El patrón del Cocodrilo. Si él quiere, Pilón te dejará entrar».
Sí, la cosa era auténtica. El patrón se avino a servir de intermediario. Presentía que si se encontraban las catacumbas, su bar cobraría gran importancia. Pondría una flecha en la fachada que dijera: «Catacumbas, a cincuenta metros…»
¡Gran técnico, en efecto, el patrón en el arte de tratar a los gitanos! Tenía un sistema muy simple. Al tiempo de pedirles algo, se sacaba del bolsillo un duro y lo iba mirando y remirando, mientras con la otra mano se echaba la minúscula gorra para atrás.
Así lo hizo en aquella ocasión. El gran gitano de millones de cabellos de azabache le dijo: «Bueno, que venga el crío».
—Vendrá a las seis de la tarde por lo del pozo de arriba, que bien sabes tú que está ahí.
—Que venga. Veremos, veremos…
César dio un salto de alegría. No perdió tiempo. Los chicos le seguían. Le acompañaron a buscar otros dos seminaristas. Necesitaban cuerdas, una lámpara de mano, un martillo. Todo con facilidad. Y se presentaron en la casa.
—Poco ruido —ordenó Pilón.
—Ninguno. No tema.
La gran gitana apareció y preguntó:
—¿Qué es eso?
—Déjate —contestó el gitano. Y se tocó la faja de una manera particular.
Subieron. El pozo estaba allá. Quitaron la madera que lo cubría y ataron a César como para un largo viaje.
Uno de los seminaristas era experto en montañismo y conocía los trucos. Una piedra fue echada al fondo: tardó en retumbar. «¿Estás preparado?» El patrón del Cocodrilo se ofreció para ayudar a sostener la cuerda desde arriba. Y César se introdujo en el negro agujero, con su corazón, su martillo y su linterna, pensando en San Narciso, patrón de la ciudad.
Descendió en tijera, hasta que la luz diurna desapareció. Se halló solo, Dios sabe a qué profundidad. Descendió más aún; el tubo se estrechaba. Y de pronto, resbaló, quedó suspendido. El corazón se le paralizó. Espantosos chillidos y batir de alas resonaron en una especie de gruta sin salida, mientras el haz de luz de su linterna hacía visible un charco de agua del que surgían patas verdosas, tentáculos, ojos fosforescentes, pequeños cuerpos zambulléndose. Un miedo sin palabras le atenazó la garganta. Le pareció hallarse en un lugar sin Dios. Intentó agarrarse a algún sitio y se le cayó el martillo, que sembró el pánico entre los indescriptibles seres de la gruta. Tiró de la cuerda tres veces, con todas sus fuerzas. Y sintió que le izaban con gran fatiga. Pronto se halló en el cono salvador, subiendo, subiendo. El sudor le caía a los abismos. Vio la luz diurna. «¡Eh, eh!», le gritaba arriba el patrón del Cocodrilo, con un dedo ensangrentado.
—¿Y pues…? —Pilón, en un rincón, fumaba.
El muchacho se repuso y contó la aventura.
—Hay que bajar preparado —concluyó—. Es el lugar exacto. Una de las paredes ha de conducir a la nave.
Por desgracia, al día siguiente llegó de Camallera mosén Alberto. Y cuando César le explicó la expedición que estaban preparando, el sacerdote se pasó la mano por la mejilla, y mostró un semblante divertido. César le dijo:
—Lo primero que hay que hacer es acabar con esos animaluchos.
—Desde luego, desde luego —le contestó el sacerdote—. Cuando yo era estudiante también fue lo que nos dio más miedo. ¿No has visto en aquella piedra de la derecha uno enorme, con escamas que parecen de lagarto?
* * *
Mosén Alberto le cortó las alas en lo de las catacumbas. En sus proyectos de catequización del barrio le ordenó que anduviera con cuidado, que algunos de aquellos hombres en un momento de borrachera podían jugarle una mala pasada. En cambio… le ayudó sin reservas en su deseo de entrar de aprendiz en un taller de imaginería. Le dijo:
—Eso está bien pensado.
César lo dejó en sus manos. Y mosén Alberto se ocupó en ello seguidamente. Los dos talleres que había en Gerona los conocía, y dijo que eran lo más opuesto que darse pudiera. Uno estaba enclavado muy cerca de las escalinatas de la Catedral, en la calle de la Forsa. Era un taller muy pequeño que ponía: «Casa fundada en 1720». Esto indicaba lo que el taller era por dentro… tradicional y serio. Más de doscientos años haciendo imágenes. Vestigio de aquella época gerundense que mosén Alberto amaba tanto, la época de los artesanos, agrupados alrededor de los conventos, trabajando casi exclusivamente para éstos. La época en recuerdo de la cual le dijo a Matías Alvear que amaba los Juegos Florales.