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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (74 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Ignacio no sabía qué pensar. Intentaba ser justo. Seguía los consejos de mosén Francisco. En vez de calibrar los peligros que todo aquello podía entrañar para la ciudad, pensaba en los tres hombres que se erigían en jefes, y buscaba las causas posibles de su explosividad.

A su antigua teoría de que la infancia influía decisivamente —¿cuál habría sido la de Cosme Vila, cuál la de Casal?, la de Porvenir se la había contado…— ahora añadía otras muchas. Constitución física, temperatura del piso en que habitara, y, sobre todo, más o menos intensa vida familiar. A menos vida familiar —los de la FAI, «La Voz de Alerta»—, más violencia. A más vida familiar —sus padres, el profesor Civil—, más moderación. Había excepciones como el Responsable, viviendo con sus hijas y, sin embargo, hecho dinamita, y como Casal… Pero los ejemplos en favor de su teoría se contarían por centenares. Toda la clase media en bloque. El cajero: desde que había adoptado a Paco era un sentimental. Él mismo, Ignacio. Cuando espiritualmente se halló lejos de los suyos, llegó a encaramarse a un tablado de músicos para destrozar un trombón, y acabó nadando en mares de pus; ahora que, como Mateo, a veces se sentaba al lado de la estufa con sus padres y Pilar, tenía formidables inquietudes, pero sabía esperar.

¿Y Cosme Vila…? ¿Sería también una excepción…? ¿Rebajaría el tono cuando su compañera le diera el hijo que llevaba en las entrañas? Tal vez sí. Tal vez ante la débil carne del hijo deseara menos absolutos los poderes del Estado.

¡Válgame Dios! Ignacio se dio cuenta de que, pensando en aquellas cosas, proyectaba sobre ellas o bien una luz irónica o bien una luz de suficiencia. Esto le desazonó. Le dio miedo incurrir en vanidad, en suficiencia. Demasiado sutil y en paz consigo mismo. ¡Bien estaba la perspectiva en el profesor Civil, encorvado bajo el peso de los años, conocedor del griego y del latín! Él era un mocoso, que ganaba veinticinco duros al mes y estudiaba primer curso de Derecho. He aquí los peligros de la virtud. Imposible saber cómo se las arreglaba César para perseverar sin pecar de vanidoso. Era preciso, no sólo callar, sino hacer que callaran determinadas voces que nacían del silencio. Mosén Francisco habló de ducharse… Tal vez errara no siguiendo, antes que ningún otro, este consejo.

Pero… tampoco tenía que exagerar en este sentido. No, no era tan injusto como todo aquello podía dar a entender. La verdad era que, ahora, amaba al prójimo… También con excepciones: Canela y mosén Alberto. Pero contra esto ya no se podía luchar. Lo importante era que se mantenía sereno. Presentía que todos juntos se acercaban a una gran catástrofe; y por ello amaba al prójimo más aún. Ahora en vez de los rusos, de Rousseau y de Voltaire y de láminas de
Crónica
, leía las asignaturas de la carrera y el libro sobre Teresa Neumann. ¡Y la Biblia! Válgame Dios. «Aquellos dieciocho sobre los que cayó la Torre de Siloe, y los mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los hombres que moraban en Jerusalén? Os digo que no, y que si no hicierais penitencia, todos igualmente pereceréis.»

¡Cuántas cosas veía claras! En Gerona bastaba que surgiera un hombre —Porvenir, Cosme Vila, Casal— para que un partido político cobrara auge. ¿Dónde estaba, pues, el valor permanente de la doctrina? Claro que a él le había ocurrido siempre lo propio. Tal vez fuera ésa la nueva Torre, peligrosa, de Siloe. En todo caso, en la ciudad lo permanente era la rebeldía de los solitarios, el instinto de conservación de las familias, la lucha entre los de abajo y los de arriba, las murallas.

Un hecho le aparecía más claro aún que los demás: continuaba clasificando a Mateo entre los exaltados.

También le parecía evidente que Marta, montada en su jaca o a pie y vestida de negro, era la mujer más hermosa de la ciudad.

Capítulo XLIX

La doble boda de los Costa fue, en efecto, sensacional, y se celebró aunque la casa en construcción no estaba terminada todavía; de momento ocuparían dos pisos alquilados.

El obispo no los casó, como había profetizado Raimundo; ahora bien, la ceremonia fue espectacular. Se celebró en la parroquia del Carmen, tan espléndidamente adornada que parecía el local de la CEDA.

Se comentaba mucho que los Costa hubieran elegido novias tan ricas. Algunos lo consideraban poco democrático, otros opinaban que aquello no tenía nada que ver. En todo caso ellos hicieron las cosas como era debido. No se limitaron a invitar a su hermana Laura, al Comisario don Julián Cervera, a la Junta de Izquierda Republicana en pleno, a los directores de Banco, a muchos amigos hechos en la cárcel —Julio, David y Olga, etc.—, sino también a todos sus obreros; los canteros, los fundidores, los de los hornos de cal, los marmolistas. A alguno de éstos entrar en la iglesia les vino a contrapelo; pero en el fondo se sintieron halagados.

Las novias habían sido más austeras. Se habían traído sus padres —propietarios con empaque— y media docena de parientes con cuello duro. Testigos, por su parte, un notario de Figueras y un arrocero de País.

Después de la ceremonia religiosa, hubo banquete en el Hotel Peninsular, con música a cargo de la orquesta del Rubio. Los ciento cuarenta y cuatro obreros de los Costa fueron acomodados en la sala contigua a la de los protagonistas de la boda. Los suegros de los dos industriales miraban asustados a aquellos hombres que no sabían coger el tenedor, y que libaban como soldados carlistas. Cuando el baile empezó temblaron ante la idea de que, por democracia, sus yernos entregaran sus esposas a aquel populacho. La mujer decía: «Esto es demasiado». La sonrisa de las hijas los consolaba, recordándoles que aquello pasaría pronto y que luego nadie les quitaría un apellido cuyo solo eco movilizaba los Bancos de la ciudad. Sin embargo, presentían luchas desagradables por culpa de la política.

Los Costa fueron prudentes. Un nuevo y oportuno reparto de habanos fue la señal de democrática despedida. «Hasta el lunes, fiesta», fueron diciendo a los obreros; y los obreros, endomingados, rojos de champaña y con cara de tarde de toros, fueron saliendo del hotel dándose palmadas y cuidando no tropezar con los dos tiestos de flores instalados afuera.

El Comisario —don Julián Cervera— fue de los que se quedaron. Y bailó con las dos novias. También se quedó Julio García, que fue de los que hablaron después del banquete. Los directores de los Bancos aguantaron firme, copa en alto, el del Arús bailando dale que dale con doña Amparo Campo, ésta feliz. El comandante Campos intentó templar los nervios de su esposa, a la que nadie sacaba a bailar. David y Olga se habían ido. Casal y Cosme Vila, tal como estaba previsto, habían declinado la invitación personal.

Poco antes de las seis, las dos parejas desaparecieron. Partieron en dirección desconocida. Apenas si Laura había tenido tiempo de hablar con sus cuñadas. Le parecieron más tratables de lo que había supuesto. Al quedarse sola con los suegros, miró a los invitados, uno por uno, y descubrió a Julio.

Laura tenía un pésimo concepto de Julio, por lo que había oído de él. Y, sin embargo, el policía la conquistó. Le pareció inteligentísimo. Le contó la vida de las tortugas —no toda, porque no daba tiempo— y detalles curiosísimos sobre música africana. Le recitó unos versos de Hafiz. «Nunca hubiera creído que fuera usted así. Yo le tenía a usted por un bárbaro.» Julio, que había bebido lo suyo, sonrió. «La bárbara es mi esposa.» Laura soltó una gran carcajada. «Estoy muy alegre», dijo la muchacha. Tal vez influyera el hecho de que todos los obreros de sus hermanos, uno por uno, habían acudido a saludarla y despedirse de ella. «¡Pobres, pobres!», comentó, para animarlos.

Don Julián Cervera, el Comisario, había reflexionado mucho antes de aceptar la invitación. Julio le había dicho: «No se preocupe. Pronto se casará "La Voz de Alerta" y haremos que también le inviten a usted. Entonces todo el mundo comprenderá que el Comisario es imparcial.»

Muchas chicas pegaron sus narices en los cristales del Hotel, desde fuera, para contemplar el banquete; una de ellas, Pilar. Si Mateo la hubiese visto, se hubiera indignado. Pero ya estaba hecho. El taller en pleno lo acordó; imposible rehusar. Todas, incluso Pilar, quedaron desilusionadísimas al enterarse de que los novios ya se habían ido.

¿Dos coches…? ¿Por separado…? ¡Mira qué tal! Todas admitieron que Laura estaba muy bien y que la esposa del comandante Campos era verdaderamente espantosa. Pilar, al ver bailar a Julio, pensó en unos años antes, cuando el policía le preguntó: «¿Qué…? ¿Te gusta la primavera?» Aquel día enrojeció pensándolo.

Capítulo L

En la ciudad, excepto Cosme Vila, Casal, Julio, el comandante Martínez de Soria y algunos más nadie había tomado en serio la Falange que podría llamarse local. Considerada en bloque —Castilla, Madrid y demás—, era otra cosa. Los extremistas de izquierda no cesaban de hablar de asesinatos y los extremistas de derecha la consideraban la FAI blanca. El hecho de que un movimiento de curiosidad se alzara aquí y allá para oír sus mítines, no ahogaba la íntima sensación de que los falangistas eran muy pocos y de que no constituirían un peligro nacional excepto en el caso de que desde el poder se les brindara la ocasión. En Gerona se había sabido en seguida que el hijo del Director de la Tabacalera —gran cabellera y camisa azul— llegó con intenciones de abrir brecha. El notario Noguer, don Santiago Estrada, mosén Alberto y demás prohombres consideraban a Mateo una cabeza juvenil, con cuatro ideas espectaculares, desconocedor de la psicología de la región. El Responsable y muchos obreros —trabajando o en paro— profetizaron que recibiría muchas palizas; en cambio, David y Olga creían que el virus sería más contagioso de lo que parecía. «La gente actúa por mimetismo, sobre todo en épocas de transición como ésta.»

Algunas señoras se sentían atraídas, sin saber por qué. Falange tenía algo de clandestino, de misterioso y caballeresco. Mateo no se daba cuenta, pero a su paso despertaba algún suspiro de admiración.

Mateo se había propuesto llegar, lo más pronto posible, a la cifra de seis camaradas. Ello no lo consideraba imposible, pues a su entender en todas las poblaciones ocurría lo mismo: había unos cuantos muchachos que eran falangistas sin saberlo… Y otros manifiestamente simpatizantes, que leían los discursos de José Antonio con atención, pero que, faltos de un jefe inmediato, se mantenían pasivos. Se trataba, pues, de dar voces, fe de vida. «Por las barberías, por los cafés…» Al menor movimiento de simpatía que se notara, coger al catecúmeno por la solapa… y entonces ponerle a prueba. Decirle que Falange no le prometía ninguna ventaja, ni aumento de salario, ni aprobar los estudios sin esfuerzo; a lo más, algún disgusto serio. Darle a leer las Circulares, muy claras a este respecto. Si el muchacho, a pesar de todo ello, se cuadraba y exclamaba: «¡Arriba España!», se le entregaría el carnet.

El brazo derecho de Mateo era Octavio Sánchez, empleado de Hacienda, carnet número dos. Mateo, que dividía las inteligencias en elefantiásicas —Menéndez y Pelayo—, peso fuerte, peso mosca y peso pluma, clasificaba a Octavio en este último grupo. Entendiendo por peso pluma la facultad de escurrirse para pegar el primero.

Esto lo decía porque Octavio no se dejaba pillar nunca en falso. Cuando en Hacienda le hacían preguntas capciosas respecto de Falange, él contestaba con impecable rotundidad. Y lo mismo en la fonda en que se hospedaba.

En esta fonda, cerca de la Plaza Municipal, había ocurrido algo singular. Octavio, que siempre decía que era humanista, en el sentido de que prefería mil veces tomarse una copa en una tertulia que escalar un pico del Pirineo o penetrar en una gruta, había ido alargando considerablemente las sobremesas, en compañía del patrón del establecimiento y de su hija Rosario. Hasta que un día le dijo a la hija del fondista que la quería. La muchacha subió a su cuarto sofocada y volvió a bajar al cabo de un rato a confesarle que llevaba muchos días esperando la declaración. El patrón se mostró contento, pues consideraba que tener un pariente en Hacienda en ningún caso podía perjudicar.

La sencillez con que todo aquello había ocurrido, era abrumadora. Ahora Octavio llevaba camisa azul y su novia, Rosario, se la planchaba. Perfecto. Sentía gran simpatía por Ignacio y esperaba que una de las sillas del despacho de Mateo le perteneciera algún día. Mateo le decía: «No te hagas ilusiones. Ignacio lleva algo en la sangre que tira por otro lado».

Octavio no insistía. Octavio sentía un gran respeto por Mateo. Le consideraba Jefe y le hubiera obedecido a ciegas. Tenía perfecta conciencia de haber sido su primer camarada en la ciudad; de modo que cuanto más cargado de humo, de tensión y de circulares estuviera el despacho en que se reunían, más contento estaba de no ser simple funcionario de Hacienda, de contribuir, aunque fuera ceceando, «al amanecer de España». Con los Martínez de Soria se hubiera entendido muy bien, aun cuando le habían parecido un poco petulantes. Ahora le ocurría algo pintoresco. Conseguía hacer respetar Falange en Hacienda, en el Neutral, en todas partes… excepto en la fonda. En la fonda, el patrón, hombre de elevada estatura y enorme faja, le decía siempre, blandiendo la cuchilla del pan: «Escucha, Tavio. Como me metas a mi hija en jaleos, te devuelvo a Andalucía cortado en lonchas».

Mateo y Octavio habían puesto manos a la obra. La preparación de todas las demás fuerzas de la ciudad los estimulaba a ello. Mateo le dijo: «Hay que llegar a la cifra de seis. Seis hombres es poca cosa, pero en nuestro estilo bastan para abrir brecha. Seis falangistas en potencia existen seguramente en Gerona. Verás cómo en el plazo de un mes se presentan a nosotros».

El cálculo de probabilidades hecho por Mateo se reveló exacto. Veinticinco mil habitantes, no podían dar menos. La primera pieza cobrada resultó falsa; las demás, verdaderas.

La pieza falsa fue el teniente Martín. Se les ofreció, diciendo que ya en La Coruña había sido de Falange. Mateo se hizo el sordo. Quería eludir a los militares, sobre todo de la casta engomada del teniente Martín.

En cambio, aceptaron al hijo menor del profesor Civil. Lo cual era curioso habida cuenta que el profesor les había dicho a Mateo e Ignacio: «Ninguno de mis hijos será nunca falangista: les he dado formación clásica». Su hijo menor, Benito Civil, delineante en paro forzoso después de lo de octubre, ahora trabajando para los arquitectos Massana y Ribas, al enterarse de que Mateo iba a clase de Derecho con su padre se presentó en su casa y le dijo: «Camarada, me gustaría saber exactamente de qué se trata, pero en principio me parece que soy de los vuestros». Mateo le miró con fijeza. Por entonces el delineante estaba todavía parado. Mateo le dijo: «Falange no te promete encontrarte trabajo; al contrario, probablemente tendrás que ayudarnos a pagar algunas cosas».

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