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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (79 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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* * *

Si la opinión popular estaba desconcertada con respecto a los incendios, por el contrario los dirigentes políticos, derechistas e izquierdistas, sabían perfectamente a qué atenerse. Y presumían que el castigo sería duro para el Responsable y Porvenir. «La Voz de Alerta» regresó fulminantemente de Puigcerdá y en compañía de don Pedro Oriol se presentó en Comisaría con testigos que habían visto a los anarquistas por las montañas.

Pero la cosa se revelaba difícil. No sólo faltaban las pruebas reglamentarías, sino que los incendios habían cesado. Y por lo demás, el Comisario se negaba rotundamente a admitir que los dos jefes anarquistas tuvieran nada que ver con el asunto.

—¿Cómo pueden ustedes suponer semejante cosa? El Responsable se pasa el día en el Gimnasio, y Porvenir en la Piscina. Docenas de personas les han visto allí mañana y tarde.

Por ello el Responsable y Porvenir estaban tranquilos. Porque contaban con la amistad personal del Comisario, don Julián Cervera. El Comisario había sentido desde el primer momento simpatía por uno y otro. Al Responsable le había dicho: «Me gustan los hombres que siguen siempre la misma línea». A Porvenir le había preguntado, riéndose: «¿Es cierto, Porvenir, que en Barcelona una vez se colgó usted un astrónomo del brazo izquierdo y un librero de lance del brazo derecho?»

Esta amistad se reveló eficaz. El Comisario no sólo rechazó en principio las protestas de los propietarios afectados, del Instituto de San Isidro y de los partidos derechistas e izquierdistas sino que con los Costa —que acudieron en taxi desde el pueblo natal de sus mujeres— discutió en tales términos que los dos industriales acabaron por encogerse de hombros. «Al fin y al cabo —le dijeron al Comisario—, los perjudicados son ustedes, los representantes del Gobierno.»

Casal reaccionó con mayor violencia. No le cabía en la cabeza que se dejara impune semejante atentado contra la riqueza forestal de la región. Se puso furioso; y, sin embargo, no iba a tomar represalias por su cuenta contra el Responsable y Porvenir. «¡Si las altas esferas creían que aquello beneficiaba a alguien…!»

No, no era eso, al parecer. Las altas esferas no creían que aquello beneficiara a nadie, pues el atentado, provocando reacciones diversas, acusaba aún más las diferencias que separaban entre sí a los Partidos Izquierdistas, lo cual les parecía de mal agüero, dado que el verano pasaría y que probablemente a fines de año habría elecciones. ¿El interés capital no era precisamente lanzarse a estas elecciones unidos, formando un frente común, desde la FAI hasta Izquierda Republicana?

Fue entonces cuando apareció en la ciudad el doctor Relken. Julio le recibió en su casa con todos los honores y le presentó sus amistades. Doña Amparo se sintió orgullosa. «¡Por fin huéspedes de categoría!» El doctor, al enterarse de la devastación de la provincia, comentó, limpiándose las gafas de doble espesor: «¡Ah, no hay manera de que ustedes los españoles se pongan de acuerdo! ¿Me quiere servir un poco de agua, doña Amparo?»

Capítulo LIII

Carmen Elgazu, teniendo a César al lado, era la mujer más feliz del mundo. Los nueve meses de ausencia le habían parecido tan largos que una vez más se había dado perfecta cuenta de que entregar un hijo a Dios era perderle desde el punto de vista humano. Tres meses al año en casa; y una vez terminada la carrera, quién sabe adonde le destinarían.

Ahora le miraba, pareciéndole imposible que hubiera crecido aún más, que supiera tantas cosas… Siempre estimaba que César sabía muchas más cosas que Ignacio. En su escala de valores todo el Derecho no valía lo que un nuevo detalle litúrgico, o un poco de Teología.

César tomó, como siempre, posesión de su cama, de su silla en el comedor, de la ventana que daba al río, del balcón. Tomó posesión de su Biblia mutilada, comprobó que la imagen de San Ignacio cobraba una pátina de buena ley. Viendo los ojos de Pilar, y la felicidad que respiraba su hermana por todos lados, comprendió que la cosa entre ella y Mateo estaba más avanzada de lo que le habían contado por caria. Oyendo a Ignacio en la mesa, tranquilo y dueño de sí, comentando sin pasión los acontecimientos, comprendió que era cierto que su hermano había mejorado mucho desde que le dejó, en octubre último, exaltado por la revolución. César ignoraba que Ignacio hubiera estado enfermo. Atribuyó su cambio a los rezos, y tal vez a la influencia del profesor Civil, de quien tenía las mejores referencias.

Lo que mas le impresionó del hogar fueron las imágenes de San Francisco de Asís y Santa Clara que Murillo les había mandado cumpliendo su promesa.

Carmen Elgazu las había puesto en el cuarto de Pilar, en el que el seminarista entraba muy raras veces. No le habían dicho nada a César, de modo que para el muchacho constituyeron una jubilosa novedad. Se quedó boquiabierto, contemplándolas a ambos lados de la coquetona cama de su hermana, sobre dos minúsculos pedestales. «¡Es lo mejor que ha salido del taller Bernat!», exclamó. Luego dijo que tendría que ir a darle las gracias a Murillo. Matías Alvear se rascó la nariz, pero de momento no le desanimó.

De la ciudad en general, lo que más impresión le produjo fueron, por un lado, los incendios, por otro la entrada de Falange —y por lo tanto de Mateo— en la vida pública.

Ante ambas cosas su reacción fue de asombro. Respecto de Falange, experimentó inmediatamente una sensación de malestar, tal vez porque mosén Alberto le había dicho, señalando las montañas: «Si tu madre supiera con quién se las ha Pilar, no le permitiría salir con quien sale». Pero esto no era todo. César había identificado, desde el primer día, la palabra Falange con la palabra Fascismo, y ello le inspiró siempre un temor especial. Temor que aumentó cuando su profesor de latín en el Collell le contó las persecuciones que sufrían los católicos en Alemania, añadiendo que por su parte Mussolini, en sus comienzos de lucha sindical, había publicado un folleto titulado: «Dios no existe», así como terribles blasfemias contra Jesús.

Sin embargo, se resistía a condenar. En primer lugar, uno de los internos del Collell, que tenía un retrato de José Antonio escondido en la mesilla de noche, siempre decía que éste era católico antes que otra cosa; y tocante a Mateo, parecía no sólo eso, sino incluso devoto, para no hablar de su conocimiento de la Biblia, que según Ignacio era sorprendente.

Por lo demás, mosén Francisco, a quien visitó en seguida, le dijo: «¿Mateo peligroso…? ¡Psé! Ya sabes que yo casi nunca estoy de acuerdo con mosén Alberto».

Tocante a las montañas, César no comprendía. A César no le cabía en la cabeza que pudiera quemar montañas ningún hombre. En el Collell se extasiaba viéndolas y nunca olvidaría cuando por Navidad quedaron vestidas de blanco. Y en cuanto a los árboles, ¡a veces creía incluso que tenían alma! En las noches que se había pasado rezando, a intervalos se asomaba a la ventana, y si había luna o si la bombilla del patio había quedado encendida, veía a los chopos agitar sus hojas, saludándole, o a veces parecía que descendían de ellos lentas lágrimas. ¡Nadie era capaz de quemarlos deliberadamente! Y desde luego, no había hablado aún de los cipreses, que a su entender eran los árboles que más motivos tenían para creer en Dios.

Y, sin embargo, el hecho estaba patente, los rescoldos por los montes. Y ahí estaban también los VIVAS de Falange en la Dehesa. Y además, los folletos. Incendios falangistas. ¿Qué pensar?

A César le costaba más que antes integrarse en la vida de los demás. Se sentía ausente. Sin embargo, observaba a Mateo y cuantas veces habló con él sacó buena impresión. Nada veía, serio, que oponer a cuanto decía. Sólo una de las frases de las octavillas le desagradó: aquella que decía: «La gente que sufre, odia». César admitió que por desgracia era así en muchos casos, pero que expresado en aquella forma podía dar a entender que tal odio era justo.

Mateo le contestó:

—Querido César, no pierdas de vista una cosa. Nosotros no nos dirigimos a personas como tú, que llevan cilicio, sino a obreros que son echados de todas partes por los bañistas y que, como dice tu hermano —tu hermano siempre habla muy bien—, «ven que su mujer envejece rápidamente, el agua les queda lejos y no saben dónde colgar la gorra».

César asintió meditativamente. ¡Qué complicado era aquello!

Desde el punto de vista práctico, sus proyectos eran menos definidos que el año anterior. ¿Calle de la Barca? ¿El otro taller de imágenes? Evidentemente, todo aquello le era ajeno, sin saber por qué. ¿Dormiría durante el día las horas de sueño que le robaba a la noche? Quién sabe. Vivía en otra orilla. De momento lo atribuyó al brusco cambio de decoración. Gerona, viniendo del Collell, desconcertaba un poco como cuando se llega a una gran ciudad. ¡Pero es que le parecía que vivían en otra orilla sus propios padres! Incluso Carmen Elgazu… Llegó a pensar que le dolía más profundamente el hecho de que ardieran los árboles que el de que Murillo —por fin se enteró de ello— formara parte del Comité del Partido Comunista. César experimentó gran angustia y por otra parte notaba que Ignacio se daba cuenta de ello. No sabía qué hacer. Al comulgar pedía serenidad. Por la calle se detenía al oír las campanas. Hubiera querido entrar con frecuencia en el cuarto de Pilar a pedir a San Francisco de Asís que le iluminara con los rayos que salían de sus estigmas; pero si Pilar no estaba presente… no se atrevía; y si estaba presente no quería distraerla de sus líricos ejercicios literarios.

Capítulo LIV

Ignacio y Mateo habían acordado con el profesor Civil que no reanudarían las clases hasta primeros de octubre. Sin embargo, para no perder contacto con los textos, un día a la semana irían a verle, y charlarían durante una hora. Fue Matías quien sugirió aquel reposo, entre otras causas porque el ahorro de tres mensualidades caería como una bendición. Mateo ya tenía ocupaciones fijas; Ignacio dedicó el tiempo sobrante a divagar por la Dehesa, a bañarse en el Ter o a ir a la UGT, en calidad de oyente de las clases de Economía que Casal continuaba dando a sus afiliados.

David y Olga se alegraron lo indecible de verle allí, y lo aprovecharon para revivir los tiempos en que estuvieron tan unidos a él. Le querían sinceramente. A veces decían que el afecto de Ignacio era el único que verdaderamente les era necesario. «Haces alguna escapada por otros dominios —le reprochaba David, sonriendo—. Claro, te hablan de cosas muy bonitas, como San Pablo y misiones históricas. San Pablo… no me quiero meter. Era tapicero y los tapiceros me han inspirado siempre mucho respeto; pero las misiones históricas, ya ves el ejemplo de Italia: Mussolini ya habla de misión histórica en Abisinia.» Olga remataba: «Cuando Mussolini o alguno de ellos grita:
Viva la misión histórica
, es cuestión de preparar unos cuantos ataúdes».

El problema religioso era el único que impedía a Ignacio creer enteramente en el socialismo como remedio posible de los males de España, ya que su descubrimiento de que las circunstancias de soledad, clima, constitución fisiológica, etc… influían directamente en el individuo, ahora superponía, con más convicción aún que cuando lo discutió con Mateo bajo los arcos de la Rambla, el factor económico.

En efecto, los incendios, la colonia de S'Agaró, los cientos de obreros que desfilaban por la UGT con sus problemas urgentes de subsistencia, todo ello relegaba a quimérico el pensar en las rutas del mar y otras sandeces. Casal, en sus lecciones, demostraba claramente que razas enteras en el curso de la historia habían sucumbido por falta de medios de producción. «Claro que se puede ser pobre y cantar flamenco —decía Casal—; pero la voz se quiebra pronto. También se puede ser rico y no tener remordimientos de conciencia; basta con correr las cortinillas. España es un país miserable, y además torpe. ¡En Madrid quebró una fábrica de material fotográfico porque los obreros se negaron a trabajar con unos guantes especiales, que les molestaban! De ahí que resulte tragicómico hablar de autarquía. Tenemos mucho que aprender. Lo primero que hay que inculcar es un poco de civismo. En Francia hay montañas de manteca en las tiendas… y en las casas… A última hora en los mercados regalan la fruta y las patatas… Pero… es que la gente cumple las leyes, y además se fabrican muchos automóviles. Civismo e industrialización, ahí está. La Revolución francesa tiene algo que ver en todo eso, creo yo. En fin, en España la línea a seguir está clara.»

Ignacio oía a Casal pensando que una gran verdad latía en sus palabras. Todo aquello le parecía más cerca del sentido práctico que cualquier otra doctrina. Pensaba que Matías Alvear hablaba un lenguaje análogo y ello para él constituía ahora la mejor de las garantías. Había acabado por admitir definitivamente que su padre era hombre de gran sentido común, y le erigía en arbitro de todos sus problemas, grandes o pequeños. Era poco espectacular creer en la experiencia paterna: Rosselló no le hacía ningún caso a su padre, Mateo no oía siquiera a don Emilio Santos; sin embargo, ello no alteraba el criterio de Ignacio. Matías Alvear podía fallar en las recetas pero en cuanto a diagnosticar era infalible. Los telegramas continuaban descubriéndole el cruce de los acontecimientos y enseñándole a sintetizar; y la vida que dejó atrás en Madrid, le respaldaba, y los años de matrimonio y los hijos. Sin contar con que no era hombre de un solo periódico.

En cambio, le preocupaba lo indecible que su madre, Carmen Elgazu, hablara pestes de la UGT. Porque también su madre era sensata y tenía sentido práctico. Ella no creía que la finalidad de la UGT fuera regalar la fruta y las patatas. «Donde estén David y Olga —decía—, no espero que regalen sino malos consejos».

Ignacio se reía y pensaba: «¿Cómo convencer a mi madre?» Por otra parte, tal vez ella acertara. El chico se guardaba de rechazar por infantiles los argumentos de Carmen Elgazu, incluso hablando de política. Desde que la besó en el cuello en el comedor, cuando la enfermedad, y luego la acompañó varias veces a la Iglesia, e incluso un día a comprarse un paraguas, la oía con mucha atención, porque admitía la existencia de un saber extralibresco, directo y eficaz.

Y por si esto fuera poco, ¿cómo resistir su entereza? Ignacio miraba ahora a su madre con admiración. Y ésta ¡cómo! le correspondía devolviéndole mil por uno. ¡Cariñoso hijo; que Dios se lo conservara! Entraba en la cocina a gatas y la asustaba haciéndole cosquillas en las piernas. En ocasiones, al verla sentada y cosiendo, se colocaba detrás, le deshacía el moño y asombrado ante la longitud de su cabellera —mezcla de blanco y negro— que le llegaba casi al suelo, la peinaba interminablemente como de niño hiciera en Málaga. En otras ocasiones organizaba pequeños complots familiares, con el fin de que Carmen Elgazu no tuviera que levantarse absolutamente para nada durante las comidas. Ignacio, Pilar y César y el propio Matías Alvear eran los encargados de ir a la cocina y de servir. Carmen Elgazu tenía prohibido moverse. Presidir la mesa y comer, nada más. Los cuatro confesaban que juntos no conseguían lo que ella sola, pero el detalle hacía feliz a la mujer. Ignacio oyendo a Casal se preguntaba a veces con inquietud si el programa de industrialización no traería consigo la pérdida de entidades humanas como su madre. David contestaba que al contrario. «Habrá muchas más. Ahora muchas mujeres querrían ser Cármenes Elgazu y no pueden, porque no tienen fuego en la cocina ni mesa que presidir.»

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