Los cipreses creen en Dios (77 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Su primer trabajo consistió en frenar el entusiasmo que mostraban los del Comité, y sus ganas de actuar y de conseguir resultados inmediatos. Se sacó una pequeña navaja del bolsillo y en tanto se quitaba el negro de las uñas les dijo que si algo podía echar a perder la marcha del Partido y la revolución eran la prisa y el sentimentalismo. Citó textos, especialmente de Lenin. «Antes decidir, después votar.» «Los dirigentes de una revolución deben ser profesionales.»

—Así que seamos prácticos. En el Comité somos cinco, contra trescientos afiliados y luego toda una masa de simpatizantes. En lo posible, contentaremos a estos afiliados y procuraremos su bienestar; pero si las circunstancias lo exigen y hay que utilizarlos, se hace… En Rusia, en el año 1920, fueron sacrificados millones de rusos.

»La finalidad ya la sabéis: destrucción de todo el tinglado burgués de la ciudad y la provincia. En cuanto a los medios, en cada caso elegiremos el más conveniente, de modo que no hay que asustarse si un día gritamos «viva» esto y al día siguiente «muera». Nosotros creemos que lo que cuenta es el porvenir. ¿Por qué ponéis esa cara? Es curioso que cueste tanto convencer a la gente de que lo que murió, murió, y de que las lágrimas son agua. ¿Tú, Gorki, viste por Zaragoza alguna lágrima que no fuera agua? Yo aquí, no.

Otra idea:

—Hablar más de política que de economía: es más eficaz introducir una idea en una cabeza que un duro en un bolsillo. Un par de obreros en el Comité, esto sí, porque tienen instinto de clase; pero sujetos. Si los soltáramos pedirían las mismas cosas que piden los burgueses; además de que un buen revolucionario saca mejor partido del hambre que de la prosperidad.

»Así, pues, lo más importante es el clima revolucionario. Y luego tener presente que hay que repetirlo todo constantemente. De ahí la eficacia de un programa sencillo —los nueve puntos que leí en la barbería— y de los carteles y la Prensa. Es necesario llenar las paredes de carteles que digan siempre lo mismo y escribir siempre lo mismo en los periódicos. Por eso el semanario
El Proletario
constará de tres secciones, siempre las mismas: una para los campesinos —lenguaje claro, pues son desconfiados—; otra para los obreros industriales —muchas estadísticas—, y una tercera para los pescadores —lenguaje poético, pues son supersticiosos—. Yo me ocuparé del lenguaje claro y del lenguaje poético, Gorki de las estadísticas.

»En el seno del Partido, la organización es lo básico. En cada fábrica y taller un enlace, una célula agraria en cada pueblo. Hasta que el mapa de la provincia no esté lleno de banderas la cosa no empezará a marchar. Y tener esta idea fija: los del Comité somos los responsables de todo. Por de pronto, nos reuniremos todas las noches sin excepción. Luego, no nos permitiremos ni el menor lujo. Mesas y sillas en casa, nada más. Ni cines ni bailes ni matar las horas en tertulias. Y, sobre todo, no vestir como el alcalde o los Costa. En la cabeza, o nada, como yo, o en todo caso gorro de ferroviario. Nada de sombrero ni de pañuelitos que salen ni de corbata. Y nada de agua de colonia, a pesar del negocio de Gorki. Hay que cuidar todos los detalles, ser minuciosos. Contacto continuo con Barcelona y visitas periódicas de Vasiliev. Imponer una disciplina férrea y dar pocas explicaciones. De vez en cuando, un escarmiento. Y desde luego, estudiar. Y el que no esté dispuesto a morir por la idea, ir a la cárcel o sacrificar a la familia, vale más que se afilie a la Izquierda Republicana.

El Comité Ejecutivo aprobó la línea de conducta. Gorki se las prometió felices. Cosme Vila abrió un cajón del escritorio y se puso a comer un bocadillo.

Cosme Vila odiaba por igual a los terratenientes, a los militares y al clero. Y lo mismo a los disidentes del Partido, especialmente a Pedro, chico que vivía en la calle de la Barca con su padre, éste siempre en la cocina con una mosca pegada entre ceja y ceja. Tal vez el blanco preferido fuera el clero, no por convicción sino por temperamento. Pertenecía a la organización «Los militantes sin Dios» que acababa de fundarse en Barcelona, antiguamente «Los Sin-Dios», y decía que en acción antirreligiosa en España debía llegarse más lejos que en Rusia.

No obstante, era inteligente y no se hacía demasiadas ilusiones. Tenía un conocimiento muy preciso de cuantos le rodeaban. Sabía muy bien, que sus suegros no dejarían de admirarle nunca, hiciera lo que hiciera; en cambio, comprendía que los afiliados le echarían el alto si no remozaba sin cesar su autoridad. También sabía que Gorki, muy entero, no le perdonaría un fallo ni perdería un momento de vista el sello y el tampón; y que cuando Murillo se atusaba los bigotes lentamente, era señal de que rumiaba algún resentimiento.

Pero no importaba. Les daría pruebas de su voluntad indomable. Por de pronto, no se movía de su mesa de trabajo, ni siquiera para salir al balcón. No salía al balcón ni siquiera cuando, abajo, pasaba Teo, con su carro arrancando chispas de las piedras.

Ésta era la gran virtud del jefe, que trascendía al Partido. Permanecía inmutable. Los militantes admiraban su seriedad. Ya en la barbería comprendieron que la jugada era importante. Cosme Vila decía siempre que la frivolidad era el defecto burgués por excelencia, y el que a la postre les resultaría fatal.

Cosme Vila, después de analizar cada una de las decisiones que tomaban sus adversarios, llegaba a esta conclusión: que eran unos frívolos. Frívolo el notario Noguer cuando creía que, recogiendo la basura, se limpiaba una ciudad; frívolo Casal cuando afirmaba que un poco de algodón en el oído basta para no oír; frívolos los Costa cuando se declaraban eufóricos porque apenas reabierto el local contaban con mayor número de afiliados que antes del 6 de octubre, y solemnemente nombraban al mártir Joaquín Santaló presidente perpetuo del Partido y republicano ejemplar.

* * *

Ésta era la vida. Si Mateo soñaba en Marta para fundar la Falange femenina en la ciudad, si Izquierda Republicana explotaba para su propaganda los huesos de Joaquín Santaló y el Partido Comunista estaba dispuesto a sacrificar a sus afiliados, si el Partido Socialista y su Sindicato se recobraban con formidable ímpetu gracias a la cabellera anárquica de Casal, si Porvenir tenía tan loca a la hija mayor del Responsable, que ésta le proponía poner en práctica las teorías de Bakunin y huir los dos a Francia o donde fuera; si Mateo luchaba a brazo partido para arquitecturar el inicial entusiasmo de los recién ingresados y en la Liga Catalana don Jorge con su ortodoxia, resultaba un muro para los que querían convertirla en una entidad bancaria, todo ello formaba parte del juego de la ciudad —de su historia—, como el río o como la pulcra cabeza del Comisario. Ahora bien, llenaba el presente —la vida cotidiana, las calles— de irremediables asperezas. La diversidad de bandos afectaba a la existencia entera de la ciudad, desde sus instituciones hasta su marcha comercial. Porque el hecho de que cada hombre tuviera su local político —y cada local su conserje— traía como consecuencia que cada mujer tuviera su panadería, su vendedora de pescado. Vivir las ideas: ésta era la ley. Por nada del mundo un ugetista hubiera dejado una peseta en el estanco de un radical. Y además, cada ciudadano leía un solo periódico, que tallaba como en piedra su mentalidad. Y cada periódico tenía sus anunciantes, y los lectores sabían que los anunciantes de otros periódicos eran enemigos. De ahí que Matías Alvear soltara en el Neutral una frase que fue repetida durante mucho tiempo y que divirtió enormemente a Julio García: «Si esto continúa así, viendo la marca de los calcetines de un caballero sabremos si cree o no en el misterio de la Encarnación».

Matías Alvear hablaba de esta forma con ánimo a la vez alegre y triste. Triste porque hubiera querido que todo el mundo fuera más tolerante, que todos los periódicos anunciaran todos los calcetines; alegre porque en aquella libertad de organización y opinión veía la prueba de que las aguas habían vuelto a su cauce, y que el fantasma de la Dictadura Militar, que en un principio se temió, se había desvanecido. Matías Alvear recobraba poco a poco, sin darse cuenta, su confianza en la República. A don Emilio Santos, el menos optimista, le repetía la canción: «Un poco de seso y unos cuantos republicanos de buena fe. Todo marcharía sobre ruedas». Y a veces se conformaba con uno solo, con un jefe. Ni Gil Robles, «hipócrita», ni Azaña, «un resentido»; alguien nuevo, sensato, de buena fe. Matías Alvear creía que este jefe surgiría un día, «que no había razón para desesperar. Y entre tanto, ¿para qué revolverse la sangre?»

Lo que ocurría era que Matías Alvear, realista, estaba contento porque en Telégrafos el asunto catalanista había quedado zanjado y, sobre todo, porque entre las aguas vueltas a su cauce se hallaba su familia: Santiago, tranquilo en Madrid; José metido en un negocio de recambios de coches; en Burgos, su hermano libre tiempo hacía, la hija de éste a punto de casarse; uno y otro —e incluso el chico— otra vez en la UGT. Era, ciertamente, un balance positivo teniendo en cuenta lo ocurrido. Cerca de treinta parientes, contando con los de su mujer, y sólo se habían perdido cuatro dedos: los del cuñado de Trubia; que por cierto ya volvía a dirigir los talleres. En Bilbao, completos, y en San Sebastián. Carmen Elgazu también daba gracias a Dios por todo aquello; y ahora sólo le pedía que Ignacio perseverara siendo el que era, estudiando sin meterse en tanta lucha secreta como había en la ciudad, que César regresara pronto —¡le echaba mucho de menos!— y que la inclinación que Pilar sentía por Mateo tuviera buen fin.

Capítulo LII

Mes de junio. Un gran sopor había invadido a la ciudad. Los movimientos eran lentos, los cuerpos se resistían a cambiar de postura. Mirando el sol se presentía que pronto mandaría rayos de fuego sobre las cabezas. En determinadas horas las calles parecían deshabitadas. Todo el mundo decía: «No sé por qué, pero me pasaría el día durmiendo».

Ignacio y Mateo aprobaron en la Universidad de Barcelona el primer curso de Derecho, ¡Ignacio llamó por teléfono a Ana María! La chica sintió que el corazón le estallaba. Dieron un paseo en barca, por el puerto. Ignacio hizo otro discurso…

Las familias de Mateo e Ignacio recibieron a los dos chicos en la estación. Por su parte, el profesor Civil hizo también acto de presencia. Hubo abrazos, besos, regalos. ¡Primer curso! En el Banco se repitió la canción: «Ignacio Alvear, consultas de tres a siete».

Pedro, el comunista disidente y solitario, quería comprar un aparato de radio a plazos, para recibir directamente las consignas de Moscú. Su padre, el viejo de la cocina, le dijo: «Vete a ver». El muchacho fue a ver y le dijeron: «De acuerdo, pero tiene usted que firmar estas letras». Pedro se negó a ello. Su padre le había advertido desde pequeño: «No firmes nunca un papel, Pedro. Yo, por haber firmado uno, estoy en esta cocina desde hace tantos años».

La cadena de Fiestas Mayores empezó. A las orquestas les llovían los contratos de todas partes. Gracias a ello el Rubio ex anarquista, el «chivato», consiguió ser admitido en calidad de saxofonista en la orquesta más importante de la ciudad: «Pizarro Jazz». Y, por otra parte, Mateo le había colocado en el almacén de la Tabacalera. Y al preguntarle Mateo: «Pero… ¿los músicos no notáis la crisis…?», el Rubio había contestado: «¡No seas idiota! Cuanta más crisis, más baila la gente». El Rubio estaba resultando un hombre aprovechable.

Otra persona aprovechable era mosén Francisco. El vicario de San Félix también consiguió un contrato: llevar su orfeón catequístico a cantar sardanas y
folklore
en Perpiñán. No quiso presentarse en Perpiñán sin que sus muchachos conocieran una canción en francés. ¡Vano intento! Eligió «Frére Jacques». No acertaban a pronunciar como era debido. Se armaban un lío. «¡No iremos a Perpiñán hasta que sepáis Frére Jacques!» Los chicos se excusaban. «Mosén, lo difícil es entrar a tiempo.» Por fin entraron y mosén Francisco se los llevó a Perpiñán, saludando con su inmenso sombrero a los soñolientos jefes de las estaciones.

¡Toque de alarma en casa de los Alvear! De repente llegó César. Llegó del Collell con una carta de su profesor de Latín que decía: «Oblíguenle a dormir. Aquí se ha pasado noches enteras rezando, sin notar cansancio». Matías Alvear le asió de la barbilla y le preguntó: «¿Es cierto?» César afirmó con la cabeza. «Pero me encuentro muy bien.» Matías Alvear no supo qué comentario hacer. Porque la verdad era que el chico tenía un buen aspecto. Carmen Elgazu se quitó el delantal y, arreglándose con prisa el moño, fue a visitar a mosén Alberto. «¡César se ha pasado noches enteras rezando, sin notar cansancio! ¿Qué opina usted?» Mosén Alberto, que ya estaba enterado del asunto por un informe del director del Collell, opinó simplemente que César era un santo y que aquello era una manifestación de la gracia. Carmen Elgazu se llevó las manos a las mejillas y exclamó: «¡Jesús!» Era tanto su júbilo que los ojos se le llenaron de lágrimas, que acaso fuera agua, acaso no. «¡Un santo! ¡Un milagro! ¡Mi hijo hace milagros!» Mosén Alberto intentó calmarla. «Son casos sobrenaturales, no hay duda. Ausencia de sueño… Es una de las manifestaciones características de los estados contemplativos, sobre todo del éxtasis. Lo mismo que la carencia de necesidad de alimento. Santa Catalina de Siena —por cierto que la imagen que tienen ustedes es magnífica— dormía media hora cada tres días y santa Lydwina durmió tres horas en treinta años. Sin embargo, tenga usted calma. Nada de milagros. ¡Y sobre todo no le digan nada al chico! Oblíguenle a acostarse.»

Y de repente, el sol desencadenó su ofensiva. Apenas asomaba tras la silueta de Montjuich, un calor bochornoso caía sobre la ciudad. Los grandes ventiladores de Izquierda Republicana fueron puestos en marcha, los pequeños del Banco Anís se complacieron de nuevo en trasladar los papeles de sitio; pero existían personas sin defensa posible. Los guardias urbanos —el padre de Haro, en el puente de Piedra—, los vendedores ambulantes, los albañiles, los peones. Sobre ellos caían los rayos como martillazos.

Era una especie de borrachera. Los cuerpos quedaban empapados y pronto la piel comenzaba a hervir. Y acto seguido, hervían los cerebros.

Sobre todo los cerebros de los obreros en paro. Éste era el punto delicado. Teóricos del hambre les habían dicho: «No os preocupéis; en verano se vive de cualquier modo». Los obreros parados descubrieron que era peor. El calor, el sudor, las horas largas. Sentados en las aceras con la gorra hasta los ojos, de pronto, hartos de sol y de sí mismos, pegaban un brinco. Buscaban un poco de sombra, algo fresco con que remojar los labios, un poco de conversación. Les parecía amargo incluso el tabaco. Pasaban los carros: «¡Helao, el rico helaoooo…!»

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