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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (78 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Y, además, llevaban ya muchas semanas acumulando miseria. Desde octubre. Las reservas se habían agotado tiempo hacía. La ayuda de las amistades, otro tanto. Las mujeres ya no encontraban ropa que lavar en el río, el propio río bajaba sin apenas agua. «Fulano de tal os conseguirá una colocación; dicen que Mengano necesitará gente.» Mentira. Fulano y Mengano preparaban las maletas para salir de veraneo. El notario Noguer, desde la Alcaldía, cumplió su promesa en la medida de sus posibilidades. Consiguió que el Ayuntamiento en pleno votara la construcción de un Mercado cubierto, sobre el río, sobre el Oñar. Audaz proyecto. Ochenta mil pesetas iniciales fueron destinadas a él. Las mujeres contentas. ¡Plaza cubierta! Pero… los obreros llamados no llegaron a cuarenta. Cuarenta obreros, con botas de goma, empezaban a poner los cimientos, mientras los puentes vecinos se llenaban de curiosos.

Eso era todo. Eso, y los cincuenta murcianos que se habían marchado unas semanas antes hacia S'Agaró, a las órdenes del hijo mayor del profesor Civil, el arquitecto. Los demás, nada. Doscientos cincuenta hombres sin esperanza por lo menos hasta septiembre.

Y por si ello fuera poco, de los murcianos llegaron noticias alarmantes. Al parecer se habían instalado en la misma playa de S'Agaró, con sus familias, en barracones improvisados, y los veraneantes los barrían de aquel paraje alegando que lo ponían todo hecho una porquería.

El Demócrata
traía la información. «Han tenido que instalarse junto a la carretera, en unos cobertizos medio arrumados. También de allí les han echado, porque es donde los coches se proveen de gasolina.»

La CNT salió en defensa de los murcianos, porque era el Sindicato al que estaban afiliados. «¡Trabajando bajo un sol que los mata, y no tienen ni siquiera derecho a vivir junto al mar!» Los doscientos cincuenta obreros parados se solidarizaron con la causa de sus camaradas.

Pero nada consiguieron. Ganó la protección al turismo.

Los obreros en paro se indignaron. Estos obreros dormían desnudos sobre la cama, a causa del calor, y ello aumentaba la impresión de desamparo que sentían.

Entonces empezó el paso de turistas hacia la costa. Coches con una piragua en el toldo, otros descapotados con hombres vestidos de blanco, con mujeres hermosas que llevaban la cabellera al viento o un pañuelo atado a la cabeza.
El Tradicionalista
anunciaba trajes de baño baratos, señalaba «itinerarios de belleza indescriptible».

Los obreros parados se dividían en grupos. Algunos consideraban todo aquello muy natural. Era la vida que rodaba, como los neumáticos por la carretera. Otros consideraban que todo en conjunto era una mofa, una broma de mal gusto que les jugaba el mundo.

Entre éstos —aunque personalmente trabajara— se contaba Salvio, que había fundado la célula trotskista. Pero no le hacían caso. El Partido Comunista, la UGT y Salvio se manifestaban impotentes para encontrar una solución. Los únicos que parecían comprender a los murcianos y a los parados eran el Responsable y Porvenir.

Porvenir iba de un lado para otro y era el único contacto humano bienhechor. «Nada en una mano, nada en la otra», de repente sacaba una peseta de la nariz de aquellos seres que no poseían moneda alguna.

Porvenir dirigió la ofensiva. Nocturna ofensiva contra la albura de las paredes, de las fachadas. Capitaneando un grupo de hombres cuyo asco era total, pues entre los que partían hacia Mallorca y Puigcerdá se contaban «La Voz de Alerta», don Santiago Estrada, don Jorge, ¡los hermanos Costa con sus mujeres!, se dedicó a llenar la ciudad de inscripciones. «Muera esto, muera lo otro.» Recorrían calles y plazas amenazando. En el portal de la casa del subdirector escribieron «Viva la FAI» y dibujaron una calavera.

El notario Noguer no tuvo otro remedio que nombrar una brigada nocturna de vigilancia. Serenos y guardias urbanos.

Entonces se repitió en los parados el milagro de César —ausencia de sueño— sin que en su caso mosén Alberto le hallara explicación. Ya ni siquiera podían dormir. Por lo que no sólo los días se les hacían interminables, sino las noches. Y puesto que la brigada de vigilancia les impedía pasarlas bajo el cielo estrellado, se metían en cualquier taberna abierta, a beber y a jugar a las cartas hasta las seis de la mañana; mientras Porvenir, al otro extremo de la ciudad, capitaneando otro grupo, rompía el cristal de una tienda o hacía resonar ensordecedoramente las persianas metálicas.

El notario Noguer sufría. Y pidió ayuda a la guardia civil. Entonces los parados llenaron las paredes más que nunca. Pero Porvenir les dijo:

—Camaradas… aquí nos cazarían y además esto no conduce a nada. Tengo otro plan.

—¿Cuál?

Porvenir se pasó la mano por las brillantes ondas de su pelo.

—Mañana —dijo— todos a la Dehesa, a las doce en punto. Delante de la Piscina.

Aquel día el sol salió más temprano y penetró en los cerebros más hondamente. Todos acudieron a la cita. El joven anarquista los esperaba en
slip
, acompañado de la hija mayor del Responsable.

Cuando todos estuvieron reunidos, Porvenir buscó una piedra y la depósito en el centro de aquella inmensa explanada que los árboles no protegían, llamada el campo de Marte. Sobre la piedra puso una cerilla y a su lado, estratégicamente, un pedazo de cristal.

Los rayos que caían eran tan verticales que a los pocos instantes la cerilla se estremeció y quedó encendida.

—Eso… en los bosques —dijo Porvenir.

Todos comprendieron. ¡Los bosques… los bosques…! Sembrar los bosques de cerillas y pedazos de cristal.

Éste fue el grandioso juego de manos imaginado por Porvenir, en la provincia. Mientras la esposa de Cosme Vila daba a luz un varón, el más joven comunista de España y del mundo, mientras Casal en la UGT comparaba su comité con el de Cosme Vila y al reconocer su escalofriante inferioridad pedía y conseguía la colaboración de David y Olga —Olga tesorera, David delegado de Propaganda—, mientras el comandante Martínez de Soria cruzaba su acero en el cuartel de Infantería con el coronel Muñoz, segunda espada de la guarnición, unos cuantos hombres se desparramaban por las montañas próximas y lejanas con cerillas y pedazos de cristal en las manos.

Fue el momento de la grandiosidad, fue la venganza. El resultado no se hizo esperar. Comenzaron a brotar los incendios, primero cerca de la ciudad, luego lejos, cada vez más lejos.

¡Qué arbitraria era la naturaleza! Algunos de los incendios nacían con timidez, nacían muertos. Unas llamas impotentes, que se asustaban al ver las costras en los labios del Cojo y se recogían sobre sí mismas hasta desaparecer. Otras querían avanzar, pero la tierra se negaba a transmitir su palabra roja. Otras alcanzaban cierta altura y reducían a la nada una familia de pinos, unos olivos perdidos, sin más. Sólo los reptiles huían en sacudidas violentas. Y los colonos de don Jorge regresaban a sus casas con las palas y los utensilios preparados para la extinción.

Pero en otros lugares, en cambio, especialmente por el lado de la ermita de los Ángeles, Rocacorba y Arbucias, el fuego prendió con espectacularidad. Las llamas, ayudadas por elementos invisibles, enlazaron unas con otras. Fue el gran milagro concebido por Porvenir. Pronto los pueblos adosados a las laderas y las masías vieron aparecer por las cumbres fantásticos resplandores. La visión se repitió aquí y allá simultáneamente; auténticos productos de prestidigitación. A la luz de estos resplandores los pinos y los alcornoques se doblaban heridos de muerte. Toda la provincia se puso alerta. Los incendios de los Ángeles eran visibles desde Gerona, desde los tejados, desde la propia escuela de David y Olga. Las montañas ardían, y los bosques, mientras Porvenir, el Cojo, Ideal y otros regresaban indiferentes o excitados, algunos algo asustados ante lo que estaban haciendo.

Los primeros momentos fueron de auténtico estupor. El profesor Civil subió a la azotea a contemplar el espectáculo. El coronel Muñoz se acercó a los ventanales de la Sala de Armas. Julio García salió a extramuros. Algunos canónigos subieron al campanario de la Catedral. Toda la ciudad buscaba las alturas. Ignacio se fue a Correos y con su padre subió a la Cúpula; una vez arriba, permanecieron mudos ante el horizonte en llamas, sufriendo doblemente, por los hombres que las provocaban y por la riqueza devastada.

El coche de don Pedro Oriol corría de un lado para otro de la provincia. Sus bosques parecían elegidos con precisión especial. Su mujer le decía: «La cuestión es que todo el mundo se salve».

Todo el mundo se salvó; pero no muchas barracas en el monte, ni muchos reptiles, ni utensilios, ni familias enteras de pinos, encinas y alcornoques. La tierra quedó ennegrecida, humeó. Se oían risas por los atajos, crepitar de lenguas vivas. Don Pedro Oriol lloró, el profesor Civil recordó a Nerón, Paco sacó apuntes, el notario Noguer publicó bandos sobre los imprudentes fumadores.

Mateo y Octavio, Benito Civil y Rosselló, Roca y Haro entendieron que el momento había llegado. Al regreso de los trabajos de extinción, para los que se movilizó el Ejército, pero en los que participaron muchos voluntarios, pusieron mano sobre mano en la mesa del despacho, ante la fotografía de José Antonio.

Al día siguiente unas letras de tamaño colosal —como Teo de pie sobre su carro— aparecieron en la Dehesa, pintadas en negro, una en cada tronco de árbol, de forma que leyéndolas unidas decían: VIVA FALANGE ESPAÑOLA.

Gerona volvió su mirada hacia aquellos plátanos milenarios, que en cierto modo parecían carbonizados también. Aquel VIVA —al que siguieron otros, en otros lugares— incrustados en negro, causó una nueva y fortísima conmoción, sobre todo porque se interfirió entre los MUERAS que continuaban escribiendo en los árboles vecinos y en las paredes los obreros en paro forzoso. Los falangistas también elegían la noche para trabajar, pues las rondas ahora se hacían en las montañas. Recorrían las calles también con su fe, con idénticos botes de pintura, idéntico carbón. De momento no hubo encuentro bajo las estrellas. Sin embargo, mucha gente juzgó que la presencia física de Falange en Gerona era una calamidad peor aún que los incendios. «Así, pues, el de la Tabacalera iba en serio» —decían—. Los voceadores de
El Demócrata
y
El Proletario
vigilaban las esquinas, esperando recibir de un momento a otro un ladrillo en la cabeza.

Luego, salieron los primeros folletos. En sábado, día de mercado, los seis falangistas se colocaron estratégicamente y repartieron los primeros folletos de Falange, con las flechas en la parte superior. «No se trata de fumadores que echan colillas, como cree el señor Alcalde. Los bosques arden porque la gente sufre, odia, y quien odia enciende las cerillas con sólo mirarlas.» Otros explicaban que la gente que sufría eran los obreros parados, u otros que trabajaban, pero con sed de justicia y Patria. Otros prospectos decían que en España morían los bosques —y con ellos los pájaros— porque desde muchísimos años los gobiernos no conseguían encender en el alma de los españoles una ilusión viva y única. En los centros de derechas se repartieron unas octavillas especiales, diciendo que «cada español debía ser mitad monje, mitad soldado».

Los folletos causaron asombro. Los obreros decían: «Hacen como los curas, dicen que nos quieren mucho». Cosme Vila extendió un ejemplar de cada texto sobre la mesa de trabajo y comentó: «Estos tíos no son tontos».

Benito Civil se había apostado a la salida de la estación de modo que su público se compuso casi exclusivamente de gente de los pueblos. Payeses con gorra y faja, que al ver las flechas preguntaban: «¿Esto qué es?», y que al leer lo de encender las cerillas con sólo mirarlas creían que se trataba de una nueva marca de la Arrendataria. Algún muchacho joven susurró, en voz baja: «Son los fascistas». Y aquellas palabras le valieron a Benito miradas cuya significación se le escapó. Mateo cuidó de los barrios obreros y pobres; Octavio pasó por oficinas y Bancos; el hijo del doctor Rosselló, Roca y Conrado Haro ocuparon el centro, sobre todo la Rambla.

Fue verdaderamente un mes pletórico. Los daños causados por los incendios eran incalculables, y mucha gente negaba que se tratara de sabotajes. «No hay nadie capaz de hacer una cosa así.» Mosén Francisco y los chicos del Catecismo vieron uno de los incendios ya desde Francia, al regreso de Perpiñán de cantar «Frére Jacques». «Nuestra Patria está ardiendo», pensó el joven sacerdote. A los muchachos nunca les había parecido tan maravillosa una montaña; por su parte mosén Alberto creía firmemente que los falangistas no eran ajenos a aquello. «Habría que vigilarlos», le decía al notario Noguer.

Y, sin embargo, aquello no impidió que los neumáticos rodaran por la carretera… Que la vida siguiera su curso, que las vacaciones fueran empezadas con matemática puntualidad, que cada día aumentara el tráfico hacia los centros de veraneo. Los incendios en la montaña originaron que el mar tuviera aún más partidarios. De modo que la costa —desde Blanes hasta la frontera, pasando por San Feliu y S'Agaró— quedó abarrotada en los lugares de moda. Los componentes de la colonia murciana se vieron internados más aún. Estorbaban en todas partes. Estos cambios les dolían, porque «al lado del mar se estaba como Dios» y además porque el agua potable les quedaba cada vez más lejos. Sólo la visión de algunas bañistas esculturales reconciliaba a los nómadas cabezas de familia con los veraneantes que los expulsaban. Pero la calma duraba poco. De pronto los invadía una gran cólera, y se sentaban fumando y contemplando las piraguas y los balones azules.

La invasión en la costa sugirió a varios propietarios acotar sus parajes, poner alambradas y vallas, crearse playas particulares. Algunos de estos parajes se decía que pertenecían a artistas de cine norteamericanas, que habían descubierto aquel rincón paradisíaco de España. Se citaba a Madeleine Carroll. Otros pertenecían a pintores extravagantes, que practicaban el nudismo con turistas extranjeros.

Las alambradas levantaron un clamor popular de indignación. «Se reservan hasta el paisaje.» «Hasta el mar es suyo, por lo visto.» Todo el mundo derribaba las vallas, o las saltaba, y llenaba los parajes acotados de toda suerte de porquerías. Porvenir, cansado de bañarse en el agua dulce de la Piscina, se dio una vuelta por allí y pronto se levantaron entre los pinos pequeños incendios. Sólo respetaron los terrenos de presuntas artistas norteamericanas porque Blasco gritó de pronto: ¡Cuidado! Podríamos provocar un conflicto internacional.

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