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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (4 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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En una de esas ocasiones, un sobresalto lo despertó por completo. Ante él, de pie, con los ojos fulgurantes de rabia y la mano sobre la empuñadura de la espada, se encontró con la figura del joven caballero que les precedía. Con un movimiento rápido de la cabeza, el recién llegado barrió con su vista toda la estancia. Se posó, por fin, en la esquina donde Birbante celebraba con sonoros ronquidos el placer animal extraído de la furcia que dormía a su lado. Con unas pocas y largas zancadas se plantó allí mismo y arrastró por sus irregulares cabellos a la mujerzuela que, espantada y completamente desnuda, huyó dando alaridos. Después fue poco más amable con Birbante, al que propinó dos certeras patadas en los riñones que tuvieron la virtud inmediata de hacerle saber hacia dónde debía dirigirse. Instantes más tarde se encontraba instalado en la plaza que nunca debía haber abandonado, al lado mismo de un asombrado Dante. Risas aisladas y gruñidos acres de importunados durmientes dieron paso, rápidamente, a la tranquilidad anterior. Y de la misma inesperada manera en que el caballero misterioso había aparecido, se escabulló de la vista de Dante, que imaginó que había vuelto a desaparecer en la noche. De reojo vio que Birbante, con sus escasos dientes apretados con odio y la mirada fija en la salida, alzaba la mano derecha y le hacía la
fica
a aquel hombre que de una forma tan contundente le reclamaba obediencia.

Capítulo 7

D
e nuevo partieron temprano, saludando las primeras luces del alba. Aquellas posadas, que conocían la más absoluta promiscuidad nocturna, se vaciaban prácticamente durante el día, porque permanecer allí convertía a cualquiera en sospechoso. No era difícil que grupos de soldados o mesnadas de mercenarios al servicio de algún
condotiero
local dieran batidas por aquellos lugares en busca de la recompensa por algún proscrito, o para disfrutar de los forzosos servicios extraordinarios de las putas durante sus horas de descanso.

Los acontecimientos de la noche anterior pesaban en el ambiente, aun en el silencio con que afrontaban un camino ya notablemente ascendente, que atacaba las primeras estribaciones de los Apeninos. Una especie de incertidumbre nerviosa contagiaba al propio Dante de impaciencia y expectación. La tragedia aún se demoró hasta el mediodía, cuando el jinete apareció de nuevo en medio de una impetuosa cabalgada. El carro se detuvo y el caballero hizo lo propio a no menos de tres brazas de distancia. Desde allí, sin echar pie a tierra ni mediar saludos o frases introductorias, ordenó seca y tajantemente a Birbante que se le acercara. Éste, dubitativo, miró por un momento a Michelozzo, que se limitó a encogerse de hombros. Después, saltó del carro dirigiéndose con paso inseguro hacia su jefe. Desde la altura que le proporcionaba su montura, éste comenzó a insultarle con palabras soeces de las que tanto abundaban en el
vulgar
[7]
de los toscanos, rematando su furia con rotundas amenazas. Birbante, pálido y descompuesto, no acertaba a articular frase o excusa. Entonces, el jinete descabalgó de un solo salto y completó la humillación con un golpe del revés de su mano derecha que atinó en pleno rostro de su subordinado. Birbante, con los ojos supurando de ira, echó mano de un cuchillo grande, de carnicero, que escondía bajo su ropa y se abalanzó de un salto sobre su contrincante. Éste fue capaz de esquivarlo con agilidad, aun a costa de sufrir un tajo en la mano izquierda. De inmediato, en un movimiento rápido y preciso, el caballero giró sobre sus talones mientras desenfundaba su daga y lanzaba al aire una certera puñalada que atravesó de parte a parte el cuello de su oponente.

Apenas empezaba el cadáver de Birbante a anegarse en un charco de sangre cuando el vencedor
del
combate, con su arma ensangrentada aún en la mano derecha y mordiéndose con fuerza la herida profunda de la izquierda, se dirigió hacia Dante a paso apresurado. Al llegar a su altura, éste vio claro cómo el rostro de aquel que acaba de matar se transforma en el semblante mismo de la Muerte. Su voz, ronca y jadeante, se estampó por vez primera en la cara de Dante.

—¡Escuchad, poeta! Y hacedlo bien porque a vos tampoco os lo repetiré. Mi misión es haceros llegar a Florencia, y a fe de Dios, nuestro Señor, que casi lo he conseguido. Si vale por igual que lo hagáis vivo o no es algo que estoy dispuesto a comprobar a poco que me ofrezcáis alguna dificultad.

Duras palabras de alguien a quien el porvenir había reservado un papel trascendental en el futuro de Dante.

Capítulo 8

T
ras este desagradable suceso continuaron invariablemente su rumbo. En realidad, comenzaba una segunda parte del viaje muy diferente, porque ahora eran montañas —las de los Apeninos— las que conformaban el último obstáculo antes de llegar a Florencia.

Los despojos del desventurado Birbante habían quedado atrás, reposando bajo un árbol en la tierra húmeda del bosque. Una improvisada sepultura a su medida, de apenas tres pies de profundidad, dio cobijo a su cadáver. Michelozzo se encargó de todas las faenas. Musitó un padrenuestro en el peculiar latín de las gentes del pueblo y talló una tosca cruz en la corteza del tronco a cuyo pie descansaría su compinche eternamente, o hasta que las alimañas aprovecharan la noche para escarbar en busca de carroña. El semblante de Michelozzo era serio, pero no había asomo de lágrimas o duelo. Era una muestra de la filosofía de los suyos, acostumbrados a convivir sin distingos con la vida y con la muerte, siempre pisando la línea delgada que separa ambas, sin olvidar que nadie es tan joven o poderoso para que no pueda morir mañana mismo. Tampoco mostraba rencor hacia su señor, hacia el asesino de su amigo, porque la vida es una lucha continua y el dolor por el vencido es siempre compatible con el respeto al vencedor. Dante llegó casi a compadecerse de Michelozzo, de su destino, de su sino marcado por una fatal combinación de los astros, por el dominio de Saturno, que condena a los hombres a las ocupaciones infames, a esas labores que siempre dejan en la pobreza y hacen del hombre un ser infeliz, triste y miserable. Era integrante de esas masas campesinas utilizadas como carnaza en luchas ajenas, que encarnaban el refrán que iba de boca en boca entre los poderosos: «El campesino es como el nogal, cuanto más lo golpeas, más nueces te dará». De haber sido otro su nacimiento, su fugaz posición de las estrellas, hubiera podido ser, probablemente, un gran vasallo.

El fondo de Birbante no resultaba tan nítido. Su carácter no había dejado entrever algo más que malas intenciones. En su caso, de haber mediado un noble nacimiento, su alma mortal no hubiera diferido mucho de la de aquellos que habían hecho de la violencia un estatus en Florencia. Un reflejo del implacable enemigo de Dante: Corso Donati; un caballero belicoso, taimado, siempre dispuesto a la controversia y la discordia. Respecto al otro, aquel que había derramado sangre propia y ajena en pos de su misión, poco podía deducir Dante que no hubiera dejado ya traslucir. Duro y recto en su labor, nada podía objetarle, a pesar de la amenaza, de haberse dirigido a él con no menos sangre en sus pupilas que en su maltrecha mano izquierda. Había dolor y no placer en su mirada. No se captaba el orgullo complacido por el trofeo humano, aquel que distinguía a esos guerreros sanguinarios que había conocido en su deambular forzado por las tierras de Italia. La guerra y el odio eran tan frecuentes entre los italianos que en todas las ciudades había divisiones y enemistad entre los dos partidos de los ciudadanos. Si éste resultaba ser, como parecía, un hombre riguroso hasta el final con sus compromisos, si detestaba la traición, muchos hombres como él serían precisos para alzar el espíritu corrupto de aquella península. Dante lo pensaba sinceramente, aunque militara en bando contrario y su rectitud y su afán por llevar a cabo sus juramentos le pudiera obligar a rebanarle el cuello a él mismo. Algo que no dudó, en ningún momento, que haría.

Capítulo 9

H
cía una semana desde que habían huido de Verona, cuando atravesaron el paso montañoso de la Futa. Más que en ningún momento anterior del viaje, Dante fue consciente de la proximidad de su auténtico destino final, Florencia, al reconocer los trazos de la campiña del Mugello, ese valle enorme excavado en la cuenca del río Sieve. Atravesando aquel tapiz verde acribillado de riachuelos y moteado de viñedos y olivos, de bosques de castaños, robles y encinas apuraron las últimas etapas del viaje con el ascenso hasta el monte Senario. No había caminante que al llegar a aquel paraje pudiera resistirse a contemplar la solemnidad del paisaje. A sus espaldas dejaban el Mugello. Allá delante, a no más de doce millas de distancia, estaban la mancha amplia y atravesada por el Arno, las imponentes murallas y las soberbias torres: los contornos de la orgullosa Florencia.

Aunque el trecho aún era largo, el caballero proporcionó en conversación íntima lo que habían de ser sus últimas indicaciones al carretero. Después, con la mano izquierda protegida por un improvisado vendaje a base de trapos, descendió casi a galope, colina abajo. Mostraba la urgencia de poner punto final a una misión cuyo desenlace parecía inmediato. A medio camino paró, se volvió hacia ellos y, con la mano herida, hizo un gesto apresurado para que lo siguieran.

Fue una jornada dura y sin paradas, un último esfuerzo que machacó cuerpos ya tan castigados por el cansancio crónico de la travesía. Parajes tan conocidos y placenteros para Dante se le mostraban ahora ajenos. Resultaban para él casi un descubrimiento porque lo veía todo con ojos nuevos. Lo pasaba por el filtro de una situación nunca antes vivida. Recorrieron bosques densos hasta que el manto del crepúsculo les fue cubriendo con rapidez, impidiéndoles gozar del espléndido panorama de Florencia a sus pies. Sin entretenerse tomaron el sendero en rampa que les debería llevar hasta la vecina Fiésole.

No entraron en ella. Apenas al final de aquel camino desviaron su marcha por una de las múltiples veredas y buscaron refugio entre altos pinos, a los pies de un extraño monolito, ancestral testigo del pasado etrusco de la zona; magnífico punto de encuentro para alguien que debiera aguardar la llegada de otros.

Esos otros llegaron cuando la noche borraba los perfiles de los pinos situados pocos pasos más allá del resplandor de su hoguera. Eran varios, a caballo, y el estrépito de su llegada desorientó a Dante sin que pudiera discernir algo más que agitadas siluetas. Súbitamente, todo se hizo aún más oscuro cuando, en una situación lamentablemente familiar para el poeta, sus ojos fueron cegados por un capuchón que alguien, a su espalda —quizá Michelozzo, en un peculiar gesto de despedida—, se había encargado de encasquetarle. Casi a la vez, se vio alzado por ambos brazos y depositado sobre una silla de montar, compartiendo montura con uno de aquellos nuevos guardianes. El vértigo del galope a ciegas le obligó por instinto a asirse desesperadamente a su compañero y guía. Los golpes de los cascos de los caballos martilleaban su cerebro.

De esta forma, nueve días después de su accidentada salida de Verona, tras más de ciento sesenta infernales millas recorridas, se iba a producir el retorno de Dante Alighieri a su patria. No iba a ser la vuelta anhelada y perseguida con ahínco. No le esperaban la gloria y los laureles, la soñada ceremonia en su «hermoso San Giovanni». A eso ya se había resignado día a día durante su cautiverio. Pero para su sorpresa tampoco era el retorno asumido, el acto de cruel triunfo de sus enemigos, la presentación pública y el escarnio de su honor a las masas, en una ciudad expectante por ver rodar la cabeza de uno de sus más señalados rebeldes. El auténtico regreso de Dante a la ciudad que le había visto nacer se diferenciaba bien poco de la salida de aquella otra que le había servido de refugio: de noche, a hurtadillas, traspasando las puertas de la ciudad dormida con la clandestinidad propia de un contrabandista.

II

(…)
quod si per nullam talem Florentia introitur, nunquam Florentiam introibo. Quidni? Nonne solis astrorumque specula ubique conspiciam
?

Nonne dulcissimas veritates potero speculari ubique suo celo, ni prius inglorium ymo ignominiosum populo Florentineque civitati reddam
?

Quippe nec panis deficiet
.

(…) si por ninguna vía honorable se entra en Florencia, en Florencia no entraré nunca.

¿Y qué? ¿Quizá donde quiera que esté no podré ver la luz del sol o los astros? ¿O quizá donde quiera que esté no podré bajo el cielo indagar la dulcísima verdad, sin antes restituirme abyecto y vil al pueblo y a la ciudad de Florencia?

Y ciertamente no me faltará el pan.

Dante Alighieri
,
Epístola XII (Al amigo florentino
)

Capítulo 10

D
ante cerró instintivamente los ojos cuando éstos quedaron libres y expuestos a una nueva luz. Desde la entrada furtiva en Florencia, todo se había desarrollado con inusitada rapidez. Las escaleras, subidas a ciegas y atropelladamente, le confirmaron que se encontraba dentro de algún edificio. Una cárcel quizás, un indigno alojamiento para un recién llegado a su patria. Despojado bruscamente de su capuchón, el poeta fue acomodando su vista a los contornos de lo que parecía una gran estancia iluminada en el centro por grandes velones de cera. Dante, en pie, se encontró en el interior de aquel círculo de luz. Frente a él, adquiriendo nitidez ante sus ojos, pudo distinguir la figura de un hombre sentado tras un amplio y robusto escritorio. Apenas tuvo que escarbar en su memoria para comprender que se encontraba frente al vicario de Roberto en Florencia, frente a la persona que desempeñaba las funciones de
podestà
, que encarnaba la pactada protección del rey de Nápoles sobre la ciudad. El conde Guido Simón de Battifolle le observaba en silencio y con gesto aparentemente amistoso desde el otro lado de su pupitre. Su cuerpo grande y pesado se mostraba semioculto por la gruesa mesa. A la luz de las velas, su rostro, anguloso y de nariz larga y afilada, era el escenario perfecto para un juego de innumerables luces y sombras. Físicamente, apenas había cambiado en cinco años, desde que había ofrecido refugio y calor en su castillo de Poppi al combativo Dante, en los ilusionados años en que el emperador Enrique VII intentaba maniobrar en la península. Políticamente, sin embargo, su transformación parecía haber sido radical y profunda. Resultaba difícil de creer que algún día hubiera sido un firme partidario de aquel desdichado emperador que había hecho temblar fugazmente a los güelfos negros de la Toscana y hasta al propio soberano napolitano. De aquellos tiempos, él conservaba recuerdos teñidos de amargura y decepción y la memoria de algunas cartas laudatorias escritas en nombre de Gherardesca, esposa de Guido, como «condesa palatina en Toscana», dirigidas a la emperatriz Margarita. Entonces, Dante desempeñaba un confuso empleo de secretario y el mismo Battifolle ni siquiera soñaba que el destino le iba a llevar a su actual papel en Florencia.

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