Los clanes de la tierra helada (16 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Era Arnkel. Sus hombres lo animaban a gritos e intercambiaban apuestas con otros espectadores.

—Hoy no he abatido a ningún
gothi
todavía —alardeó el pelirrojo, sonriendo también.

Arnkel no dijo nada. Tras escupirse en las manos ambos adoptaron la posición, agarrando con una mano el cinturón del adversario y con la otra su brazo.

Alguien contó tres y dio inicio el combate. Cada contrincante tiraba del cinturón del otro tratando de hacerlo caer. Wulf intentó poner la pierna detrás de la de Arnkel, pero este la retiró y luego la proyectó entre las piernas de Wulf, que logró evitarla apresurándose a retroceder. Los dos eran igual de fornidos, aunque Arnkel parecía más rápido. Sin restos de su anterior sonrisa, forcejeaba con sombría y mortífera mirada.

Efectuó una finta tirando hacia la izquierda para invertir enseguida el sentido. Wulf se inclinó hacia un lado y sin darle tiempo a recobrar el equilibrio el
gothi
se abalanzó contra él. Con el talón le hizo perder pie y tirando con fuerza con los brazos lo arrojó al tepe. Un clamor brotó entre los suyos y el resto del público. Aplaudían y felicitaban a gritos a Arnkel y cubrían de insultos a Wulf. Arnkel le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse. Irritado por la derrota, el pelirrojo amenazó con el puño a quienes le hacían rabiar, pero pronto se dejó apaciguar por otros hombres y acabó riendo y dando un trago de un pellejo de cerveza. Hasta dio una afectuosa palmada al hombro de Arnkel.

—Eres una buena persona —le dijo.

El
gothi
lucía una expresión de enorme satisfacción.

Entonces advirtió a Snorri, no muy lejos. Los dos se miraron un momento. Después Arnkel dio media vuelta y se fue.

Todos los jefes habían llevado consigo lo que quedaba de las reservas de cerveza y de hidromiel y las compartían con sus hombres. Cuando por fin el sol se hundió en el horizonte para iniciar sus breves horas de sueño, comenzaron a sonar los cantos bajo las tenues y parvas estrellas. Todos los asistentes se reunieron, agrupados en torno a las tiendas de sus
gothi
, y cantaron por turnos una parte del estribillo de la canción mientras los demás escuchaban, de tal modo que un grupo relevaba al otro para componer un solo cántico surgido de mil gargantas que resonaba en la llanura. Los dioses escuchaban, complacidos por la armonía.

El
gothi
Snorri cantaba con los suyos, pero estaba absorto en lo que iba a ocurrir al día siguiente.

El juicio dio comienzo una hora después del alba, cuando el sol estaba ya más alto y aportaba un poco de calor. Uno de los jurados se quedó dormido hasta tarde y suscitó reacciones de desaprobación de los otros por las ojeras que tenía, producto de un exceso de cerveza. Tenían por delante un largo día de reflexión y un
bondi
debía estar serio y sobrio para juzgar a otras personas. De las tiendas comenzaron a afluir más espectadores. Mascaban carne o pescado secos y charlaban y bromeaban en voz baja. El círculo de jefes rodeaba el espacio central, cada cual respaldado por una masa de seguidores, mientras que los jurados estaban apiñados en unos bancos, con muchos parientes suyos detrás a fin de impedir que nadie los intimidara.

El primer caso era una querella contra un tal Rolf, que había aceptado cardar y tejer la lana de un vecino llamado Sigmund a cambio de una cierta cantidad, transformándola en
vathmal
, cuando la esposa, criadas y esclavas de este cayeron presas de un largo hechizo de enfermedad y se vieron imposibilitadas para trabajar. La disputa se centraba en la cantidad de lana que se había quedado como compensación. Como la granja era grande, había bastante dinero en juego. Rolf vio enseguida que su vecino se había preparado, sobre todo cuando el
gothi
Snorri se puso en pie para hacer público su apoyo a Sigmund y ofrecerse a abogar en su favor. El trato había contado con los testigos de rigor, los cuales Snorri hizo comparecer, uno tras otro, para que especificaran lo que se había acordado y la cantidad de lana que se había procesado. El asunto se zanjó con un frío intercambio de monedas, en gran número, tras lo cual el demandado se fue, furioso y molesto por su rápida derrota.

El siguiente caso tenía una elevada carga de tensión entre dos familias, una de las cuales apoyaba a un marido que aún lloraba la muerte de su esposa, acaecida tan solo un mes después de la boda a consecuencia de una extraña fiebre. La dote había sido astronómica, de setenta buenas vacas lecheras, pero la familia de la difunta esposa aducía que el marido había causado de algún modo su muerte, porque antes era una mujer sana, y exigía su devolución. También pedían una compensación por la muerte de la esposa. La familia había sacado a colación un incorrecto incumplimiento de los sacrificios, insinuando que la falta de piedad por parte del marido había ocasionado la muerte, aunque se trataba únicamente de una argucia legal para recuperar la dote. La falta de entusiasmo que mostraba el marido por el asunto y su desolada expresión dejaban bien claro que sufría. Se mantenía con la cabeza baja apoyada en las manos y no quiso hablar, de modo que fueron sus rapaces tíos y primos quienes asumieron la defensa de la demanda a fin de conservar la dote. Aseguraron que todos los sacrificios se habían llevado a cabo respetando el ritual. El
gothi
Snorri habló durante aquel juicio, ya que el marido era cliente del
gothi
Olaf, y afirmó que el pago de la dote se había efectuado y recibido de buena fe y que la cuestión de la muerte de la esposa no era achacable al marido. Declaró que la dote debía seguir en manos de la familia del marido, pero que debía pagarse una compensación de diez onzas a la familia de la esposa por la pérdida de su pariente, en el caso de que esta aceptara dejar de acusarles de haber obrado mal.

Aquello enfureció a un familiar de la esposa, un fornido individuo de cara colorada que no había parado de beber desde el amanecer. El hombre se acercó de un salto y agredió al esposo con una lanza, causándole cortes en el hombro y el pecho.

Hubo una explosión de gritos y empellones. Falcón tiró de Snorri para colocarlo detrás de sí. Junto con varios clientes formaron una barrera y aguardaron hasta que llegaron con escudos los hijos del
gothi
Hromund, responsable de mantener el orden en la asamblea.

Al final, varios hombres de buena fe se encargaron de ir y venir entre las dos airadas familias y llegaron a un acuerdo por el que se devolvían diez vacas. La cuestión de la compensación por la esposa quedaba pagada con la sangre del esposo, dictaminó el
gothi
Snorri. Los jurados deliberaron entre murmullos, sin dejar de observar a la familia de la mujer para calibrar su humor, y luego refrendaron la propuesta. El marido estaba herido, pero no de gravedad, y se recuperaría. Los dos grupos se retiraron, no satisfechos del todo pero no tan encolerizados como al principio, y así acabó todo.

Al
gothi
Snorri se le había acelerado el pulso. Aquel loco insensato podría haberlo agredido a él en lugar de al marido, pensaba.

El viejo
gothi
Hromund, que controlaba el orden de presentación de los casos, los avisó con un gesto a él y a Arnkel.

Había llegado la hora.

Se levantó. Falcón acudió para colocarse a su lado, lo mismo que Oreakja. Tras él creció un murmullo de sorpresa e interés. Thorolf avanzó entre la multitud, abriéndose paso a codazos. Se había trenzado y engrasado la barba y el cabello, y puesto su armadura de cota de malla. Se había ceñido una espada, aunque no llevaba lanza ni escudo. Su prominente panza tensaba al límite la malla, pero aun así se veía impresionante, limpia y bruñida. Después de consultar con la mirada al
gothi
Snorri, se colocó en el sitio que este le había indicado, a su lado izquierdo, dos pasos más atrás. Estaba nervioso y tenso con todas las miradas concentradas en él. Los presentes realizaban comentarios entre susurros sobre el hombre que demandaba a su propio hijo.

El
gothi
Hromund se puso en pie en su roca y se aclaró la garganta con un rasposo carraspeo.

—Aquí nos hallamos como testigos de una querella presentada por Snorri de Helgafell, en nombre de Thorolf de Hvammr, contra Arnkel de Bolstathr. Haced público vuestro agravio. —Sentándose, Hromund invitó con un gesto a Snorri a iniciar el juicio.

A la mención de su nombre, Arnkel acudió como si estuviera sorprendido y un tanto escandalizado por encontrarse en aquella posición, lo cual pareció granjearle un murmullo de simpatía por parte de los espectadores.

—¿Por qué me citan? —preguntó en voz alta.

Snorri esbozó una grave sonrisa.

—Arnkel de Bolstathr, te acuso de haber dado muerte a tres hombres, esclavos de tu padre, a quienes ahorcaste sin su consentimiento en la punta de Vadils. ¿Niegas estos cargos y tendremos que llamar a testigos que los corroboren?

Como era de esperar, Arnkel se apresuró a admitir los ahorcamientos. De nada servía negarlos para que los testigos demostraran que había mentido.

—Entonces hay justicia en la reclamación de tu padre de compensaciones por tu crimen. Colgando a esos esclavos al margen de la ley incurriste en homicidio contra personas de su propiedad. ¿Por qué te has negado a pagar por sus vidas, tal como exigen la ley y la decencia?

Arnkel efectuó un gesto a su espalda. Ulfar se adelantó entre los Hermanos Pescadores. Estaba pálido, pero apretaba la mandíbula y se mantenía bien plantado en el suelo. Snorri lo había visto unas cuantas veces y sabía que era un buen hombre, conocido por su buena mano para curar las ovejas y cultivar la tierra. Tenía el pelo oscuro, mezcla de sangre nórdica y celta, y baja estatura, que apenas llegaba a los hombros de los fieros Hermanos Pescadores que lo flanqueaban y dirigían intimidatorios gruñidos a la multitud de espectadores, igual que perros rabiosos.

—Este es Ulfar,
el Liberto
de Ulfarsfell —lo presentó Arnkel—. Los esclavos atacaron su granja y su persona. Llevaron leña hasta su casa, la incendiaron y se pusieron a esperar junto a su puerta con lanzas para matar a Ulfar y a su mujer cuando quisieran huir. Fue solo gracias a la suerte de Thor que yo estuviera entonces en mi campo con mis hombres, respirando el aire de la noche después de una fiesta, y viera el resplandor. Fuimos hasta allí, sorprendimos a los esclavos cometiendo un delito de incendio y los apresamos.

Ulfar habló un momento, confirmando con voz monótona las palabras de Arnkel.

Snorri levantó la mano para interrumpir.

—¿Por qué no matasteis a los esclavos esa noche?

Arnkel alzó las manos al cielo, con ademán de exasperación.

—¿Quién soy yo para impartir justicia a mi antojo, sin pensar? En ese momento ni siquiera sabía los nombres de esos hombres. Era de noche y estaba oscuro. Consideré mejor esperar hasta el día siguiente para que se hiciera mejor justicia.

—¿No reconociste a los esclavos de tu propio padre, aunque se arrodillaron a tus pies, y sin embargo tu vista fue tan aguda como para ver cómo se acercaban a la casa de Ulfar desde Bolstathr? Eso queda a quinientos pasos de distancia, por lo menos.

Arnkel agrió la expresión al oír el corro de susurros y murmullos suscitados por aquella observación.

—La luz de las estrellas en la nieve puede revelar muchas cosas y ocultar otras.

—Y aun así la luz de las estrellas no pudo ocultar su crimen. —Era el
gothi
Olaf, que se había levantado para hablar, con la imponente pantalla de sus cazadores de focas como telón de fondo—. Incendiaron la casa de un hombre en invierno con intenciones asesinas. El castigo para eso es claro y evidente. —Señaló con un dedo acusador—. Podías haberlos matado en el acto, y no después.

El
gothi
Gudmund tomó la palabra a continuación, agitando también el índice.

—La ley es muy clara en ese punto, Arnkel de Bolstathr. Solo se puede matar al criminal sin consecuencias cuando se lo sorprende prendiendo el fuego, y no un día después según le convenga a uno.

Arnkel miró alternativamente a los dos
gothar
, sorprendido.

Los jurados hablaron en susurros entre sí y con los
gothar
que tenían más cerca, para cerciorarse de que así era la ley. Las partes contendientes aguardaron su veredicto. Durante un largo momento, Arnkel observó a Snorri con sus brillantes y terribles ojos azules. Percibía la inminencia de su derrota como una tormenta en el horizonte. Snorri le sostuvo la mirada, aunque se acordó de la bonita hacha que había comprado a Hrafn y lamentó no tenerla prendida en el cinto en ese momento. Luego el vocal de los jurados, un corpulento individuo llamado Gorm, se volvió hacia ellos y asintió. Dictaminó que la ley podía aprobar la ejecución sin juicio solo en el momento de descubrir el crimen en los casos de asesinato y violación y robo de ganado vacuno, caballos y ovejas. Se trataba de una arcana norma, que constituía con todo la única argucia con que Snorri podía vencer a Arnkel. Puesto que los incendios despertaban un gran temor, habría un deseo popular de apoyar a Arnkel, que en muchos sentidos había dado la impresión de obrar como un jefe ponderado y sensato. Por fortuna, la influencia de los otros jefes y su presión en el juicio tenían tanto peso o más que la ley. No obstante, debía pensar también en el futuro. Debía proteger su fama de hombre respetuoso de la ley, capaz de solucionar casos con inteligencia sin exceder sus límites. Las tácticas intimidatorias era mejor dejarlas a personas como el
gothi
Gudmund, que se sentían a gusto con ellas, pensó Snorri.

De cara a aquel proceso carecía de importancia el verdadero motivo por el que Arnkel no había ejecutado a los esclavos esa noche, pero en el fondo se trataba de algo muy importante. Los esclavos tenían reservado todavía un papel que representar. En la punta de Vadils, Arnkel les había hecho reconocer que habían intentado asesinar a Ulfar por decisión propia, eximiendo a su padre de toda culpa. Klaenger le había contado todo lo ocurrido.

Podía parecer una medida algo extraña ayudar a un hombre de quien todos sabían que no abrigaba más que malos sentimientos contra su propia familia. El noble hijo, que perdonaba cualquier afrenta de su padre. Pero la cosa no era tan rara ni presentaba ya una apariencia tan noble si uno se proyectaba en los años venideros y veía a Thorbrand y a sus hijos acusando a Thorolf por el intento de asesinato de su liberto Ulfar y obteniendo un pago por ello. El pago podía ser de cuantía, incluso de unos terrenos que dejaría de heredar en su momento su hijo.

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