—Bien —dijo—, les voy a leer lo esencial del informe. Nuestra psiquiatra parece creer que se trata de un hombre, un hombre alrededor de los treinta y cinco años. Lo llama en el informe Mr. M, supongo que por murderer. M, nos dice, probablemente nació en el seno de una familia de clase media baja, en un pequeño pueblo o el suburbio de una gran ciudad. Quizá fuera hijo único, o en todo caso, un hijo que se destacó tempranamente en alguna actividad intelectual: el ajedrez, la matemática, la lectura, una actividad desacostumbrada en su entorno familiar. Sus padres confundieron esta precocidad con alguna clase de genio, y esto lo separó durante su infancia de los juegos y rituales de los chicos de su edad. Posiblemente era el blanco de sus burlas y quizá esto estuviera acentuado por algún rasgo de debilidad física: voz afeminada, uso de lentes, obesidad... Estas burlas extremaron su retraimiento y le hicieron concebir sus primeras fantasías de venganza. En estas fantasías M imagina, típicamente, que su talento triunfa y que puede aplastar con su éxito a quienes lo humillan. Llega por fin el momento de la prueba, el momento que esperó tantos años. Un certamen particularmente importante de alguna clase o tal vez el examen de ingreso a la universidad, en la disciplina en la que se había destacado. Es su gran oportunidad, la posibilidad de salir de su pueblo y saltar a esa segunda vida para la que se ha preparado en silencio, de una manera obsesiva, durante toda la adolescencia. Pero aquí ocurre lo imprevisto: los examinadores cometen una injusticia de algún tipo y M debe volver derrotado. Esto provoca la primera fisura, lo que se llama el síndrome Ambere, por el nombre del escritor en que se estudió por primera vez esta clase de obsesión. Petersen abrió uno de sus cajones y puso sobre el escritorio un grueso diccionario de psiquiatría del que sobresalía un papelito en una de las primeras páginas.
—Me pareció interesante repasar ese primer caso. Veamos: Jules Ambere era un oscuro escritor francés hundido en la pobreza, que envió en 1927 el manuscrito de su primera novela a la editorial G..., en ese momento la editorial más importante de Francia. Había trabajado durante años en ella, corrigiéndola con una obsesión fanática. Pasan seis meses y recibe una carta indudablemente cordial, firmada por una de las editoras, una carta que guardó hasta último momento. En esa carta le manifiestan admiración por su novela y le proponen que viaje a París para discutir las condiciones de un contrato. Ambere empeña sus pocas cosas de valor para pagar el viaje, pero en la entrevista algo sale mal. Lo llevan a comer a un restaurante exclusivo, su ropa desentona, sus modales en la mesa no son los adecuados, se atraganta con una espina de pescado. Nada demasiado grave, pero el contrato no se firma y Ambere vuelve a su pueblo humillado. Empieza a llevar la carta en su bolsillo y repite una y otra vez a sus amigos, durante meses, la pequeña historia. La segunda característica recurrente es este período de incubación y fijación que puede durar varios años. Otros autores lo llaman el síndrome de la oportunidad perdida, para acentuar este elemento: el acto de injusticia ocurre en una circunstancia decisiva, un punto de inflexión que hubiera podido cambiar drásticamente la vida de la persona. Durante el período de incubación la persona vuelve obsesivamente sobre ese único momento, sin conseguir reanudar su vida anterior, o bien se readapta sólo exteriormente, y empieza a concebir fantasías furiosamente asesinas. El período de incubación termina cuando aparece lo que se llama en la literatura psiquiátrica la segunda oportunidad, una conjunción de circunstancias que recrean parcialmente aquel momento, o dan una ilusión de semejanza suficiente. Muchos autores establecen aquí una analogía con el cuento del genio en la botella de
Las Mil y Una Noches
. En el caso de Ambere la segunda oportunidad es particularmente nítida, pero en general el patrón puede ser más vago. Trece años después de aquel rechazo, una lectora recién incorporada a la editorial G... encuentra casualmente el manuscrito durante una mudanza, y el escritor es llamado por segunda vez a París. Esta vez Ambere se viste de una manera impecable, cuida con minuciosidad sus modales durante el almuerzo, conversa con un tono perfectamente casual y cosmopolita, y cuando sirven el postre estrangula a la mujer sobre la mesa antes de que los mozos puedan hacer nada.
Petersen alzó una ceja y dejó de lado el diccionario para volver al informe; echó una ojeada silenciosa a la segunda página antes de pasarla por alto, y recorrió rápidamente los primeros párrafos de la tercera página.
—Recién aquí el informe vuelve a lo que nos interesa. La psiquiatra asegura que no estamos ante un psicópata. Lo característico del comportamiento del psicópata es la falta de remordimientos y una exacerbación progresiva de la crueldad que tiene que ver con un elemento de nostalgia: la búsqueda de un hecho que pueda conmoverlo. En este caso, lo que se manifiesta hasta ahora es, por el contrario, cierta delicadeza, una preocupación por hacer el mínimo daño posible... La doctora, como usted —dijo, levantando por un instante la vista a Seldom—, parece encontrar este detalle particularmente fascinante.
En su opinión, fue el capítulo de su libro sobre los crímenes en serie lo que recreó para M la segunda oportunidad. Nuestro hombre vuelve a la vida. M busca a la vez venganza y admiración, admiración de ese grupo al que siempre quiso pertenecer y del que fue injustamente expulsado. Y aquí al menos ella sí arriesga una interpretación posible para los signos. M, en sus raptos megalómanos, se siente un creador, M quiere dar nombre otra vez a las cosas. Se perfecciona y perfecciona su creación: los símbolos dan cuenta, como en el Eclesiastés, de las etapas de una evolución. El próximo símbolo, sugiere, podría ser un ave. Petersen reagrupó las hojas y miró a Seldom.
—¿Coincide esto con lo que usted estaba pensando?
—No en cuanto al símbolo. Todavía creo que si los mensajes están dirigidos a los matemáticos, la clave también debería ser, en algún sentido, matemática. ¿Hay en el informe alguna explicación sobre esta característica de levedad en las muertes?
—Sí —dijo Petersen, volviendo hacia atrás a las páginas que había salteado—, lo lamento: la psiquiatra considera que los crímenes son una forma de cortejo hacia usted. En M se mezcla el deseo genérico de venganza con el deseo, mucho más intenso, de pertenecer al mundo que usted representa, de recibir admiración, aunque sea horrorizada, de los mismos que lo han rechazado. Por eso elige por ahora una forma de matar que, supone, aprobaría un matemático, con una mínima cantidad de elementos, aséptica, sin crueldad, casi abstracta. M trata a su modo, como en la primera etapa de un enamoramiento, de serle grato; los crímenes son, también, ofrendas. La psiquiatra se inclina a pensar que M es un homosexual reprimido que vive solo, pero no descarta que pueda haberse casado y que aún ahora tenga una vida familiar convencional, que enmascare estas actividades secretas. Agrega que a esta primera etapa de seducción puede sucederle, si no obtiene ningún signo de respuesta, una segunda etapa colérica, con crímenes más sanguinarios, o dirigidos a personas mucho más próximas a usted.
—Bueno, esta chica casi parece conocerlo personalmente, sólo falta que nos diga si tiene un lunar en la axila izquierda —exclamó Seldom, y no pude distinguir si lo que había en su tono era sólo ironía o un asomo de irritación contenida. Me pregunté si le habría chocado la referencia homosexual—. Me temo que los matemáticos sólo podemos hacer conjeturas mucho más modestas. Pero, de todas maneras, volví a pensar en lo que me dijo y quizá deba dejarle saber mi idea... —Buscó su libretita en el bolsillo, tomó prestada del escritorio una lapicera fuerte y garabateó un par de trazos que no alcancé a ver. Arrancó la hoja, la dobló en dos y se la extendió a Petersen—: ahora tiene usted dos posibles continuaciones para la serie.
En el modo de doblar el papel al entregárselo hubo algo confidencial que Petersen pareció registrar. Abrió el papel, le dio una mirada y se quedó en silencio por un momento antes de volver a doblado y guardado en un cajón de su escritorio, sin preguntar nada. Quizás en el pequeño duelo que habían sostenido los dos hombres Petersen se conformaba por ahora con haberle arrancado el símbolo y no quería forzar a Seldom con más preguntas, o quizá, más simplemente, prefiriera conversar luego en privado con él. Se me ocurrió que tal vez debiera levantarme para dejarlos a solas, pero fue Petersen el que se incorporó en ese momento para despedirnos con una sonrisa inesperadamente cordial.
—¿Tuvieron los resultados de la segunda autopsia? —preguntó Seldom mientras nos dirigíamos a la puerta.
—Ese es también un pequeño misterio interesante —dijo Petersen—; los forenses estaban al principio desconcertados: no encontraron en el organismo rastros de ninguna sustancia conocida, creyeron incluso que podría tratarse de una droga invisible muy reciente, de la que yo no había escuchado nunca. Pero esto por lo menos creo haberlo resuelto —dijo, y por primera vez vi en sus ojos algo parecido al orgullo—: él puede creerse muy inteligente, pero nosotros también pensamos un poco cada tanto.
Salimos en silencio del departamento de Policía y caminamos de regreso por St. Aldates hasta Carfax Tower sin intercambiar una palabra.
—Necesito comprar tabaco —dijo Seldom—, ¿me acompañaría al Covered Market?
Asentí con la cabeza y doblamos en High Street sin que yo hubiera vuelto a hablar. Seldom se sonrió para sí.
—Está molesto porque no compartí el símbolo con usted. Pero créame que tengo una razón.
—¿Una razón distinta de lo que me contó ayer en el parque? Ahora que ya se lo enseñó a Petersen no alcanzo a ver por qué las consecuencias de que yo lo conozca podrían ser peores.
—Podrían ser... otras —dijo Seldom—, pero no es ése exactamente el motivo. Lo que quiero evitar es que mis conjeturas interfieran con las de usted. Es lo mismo que hago con mis alumnos de doctorado: trato de no adelantarme a ellos con mis propios razonamientos. Lo más valioso en el pensamiento de un matemático es el momento solitario de la primera intuición. Aunque no lo crea confío más en usted que en mí para que encuentre la idea correcta: usted estuvo allí en el principio y el principio, como diría Aristóteles, es la mitad del todo. Usted, estoy seguro, registró algo, aunque todavía no sepa qué, y sobre todo, usted no es inglés. En ese primer crimen está la matriz, ese círculo es como el cero de los números naturales, un símbolo de máxima indeterminación, sí, pero que a la vez lo determina todo.
Habíamos entrado en el mercado y Seldom se demoró en elegir su mezcla de tabaco en la cigarrería de una mujer india. La mujer, que se había incorporado de un taburete para atenderlo, llevaba un vestido largo y envolvente de seda y una insignia en la frente de un verde esmeralda. De su oreja izquierda pendía un aro de plata como una cinta circular. En realidad, mirando con más atención, vi que era una serpiente enroscada. Recordé de pronto lo que había dicho Seldom sobre el uróboro de los gnósticos y no pude resistirme a preguntarle sobre el símbolo.
—Shunyata —me dijo, tocando levemente la cabeza de la serpiente—: el vacío y la totalidad. El vacío de cada cosa por separado, la totalidad que las abraza. Difícil, difícil de entender. La realidad absoluta, por encima de todas las negaciones. La eternidad, lo que no tiene principio ni fin... la reencarnación.
Pesó con cuidado en una balanza de precisión las hebras de tabaco y cambió un par de palabras más con Seldom mientras le entregaba el vuelto. Salimos por el laberinto de puestos hacia la calle y en la arcada, de pie, nos encontramos a Beth junto a una pequeña mesa de la orquesta del Sheldonian, repartiendo unos volantes de propaganda. Estaban organizando una función benéfica y los músicos de la orquesta —nos contó— se turnaban para ofrecer las entradas. Seldom alzó uno de los programas.
—El concierto de 1884 con cañones auténticos y fuegos artificiales en Blenheim Palace —dijo—. Me temo que no podrá escapar de Oxford sin ir, por lo menos una vez, a un concierto con fuegos artificiales. Déjeme por favor invitarlo —y sacó del bolsillo el dinero para dos entradas.
No había vuelto a conversar con Beth desde mi viaje a Londres, y mientras buscaba los talonarios y escribía los números de los asientos me pareció que rehuía mi mirada. En todo caso, el encuentro parecía incomodarla.
—¿Podré verte finalmente tocar? —le dije.
—Creo que será mi último concierto —y sus ojos se cruzaron por un instante con los de Seldom, como si fuera algo que aún no le había dicho a nadie y no estuviera muy segura de la aprobación de él—: me caso a fin de mes y voy a pedir una licencia... no creo que después siga tocando.
—Es una pena —dijo Seldom.
—¿Que no siga tocando o que me case? —dijo Beth, y se sonrió sin alegría de su propio chiste.
—ĄLas dos cosas! —dije yo. Rieron francamente, como si mi frase les hubiera procurado un inesperado alivio, y al verlos reír así volvió a mí lo que me había dicho Seldom, que yo no era inglés. Aun en esa risa espontánea había algo contenido, como si se tomaran una libertad infrecuente de la que no debían abusar, y aunque Seldom hubiera podido protestar que él era escocés, había de todos modos entre ellos, en los gestos, o más bien en el cuidadoso ahorro de gestos, un indudable aire en común.
Salimos por Cornmarket Street y le señalé a Seldom un afiche en una de las carteleras comunales que ya había visto antes en la entrada de la Biblioteca Bodleiana: era el anuncio de una mesa redonda en la que participarían el inspector Petersen y un autor local de novelas policiales: ¿Existe el crimen perfecto? El título de la charla hizo detener a Seldom por un instante.
—¿Usted cree que es un anzuelo de Petersen? —me preguntó. Era algo en lo que no había pensado.
—No, la charla está anunciada desde hace casi un mes. Y supongo que si quisieran tenderle una trampa lo hubieran invitado también a usted.
—Crímenes perfectos... Hay un libro con ese mismo título que yo consulté cuando trataba de establecer las analogías de la lógica con la investigación criminal. El libro pasaba revista a decenas de casos nunca resueltos. El más interesante, para lo que yo buscaba, era el de un médico, Howafd Creen, que llegó a la formulación para mí más precisa del problema. Quería matar a su esposa y escribió un diario minucioso, verdaderamente científico, sobre todas las posibles ramificaciones adversas. No era difícil, concluía él, matarla de una manera en que la policía no pudiera culpar definitivamente a nadie. Proponía catorce formas diferentes, algunas realmente ingeniosas. Lo que era mucho más difícil era librarse a sí mismo para siempre de cualquier sospecha. El peligro principal para el criminal, sostenía, no era la investigación que pudiera hacerse de los hechos hacia atrás —eso podía siempre solucionarse borrando o confundiendo rastros con una preparación suficiente del crimen— sino las trampas sucesivas que podían tenderle hacia adelante. La verdad, escribió en términos casi matemáticos, es férreamente única: cualquier apartamiento de la verdad es siempre refutable. Él sabría en cada interrogatorio lo que había hecho y cada coartada en la que pensaba tenía inevitablemente un elemento de falsedad que con la suficiente paciencia podía ser puesto al descubierto. Ninguna de las alternativas que analiza lo convencen: hacerla matar por otro, simular un suicidio o un accidente, etc. Llega entonces a la conclusión de que debe proporcionarle a la policía otro culpable, uno que sea obvio e inmediato y que cierre la investigación. El crimen perfecto, escribe, no es el que queda sin resolver sino el que se resuelve con un culpable equivocado.