Los Crímenes de Oxford (15 page)

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Authors: Guillermo Martínez

Tags: #novela, policiaca, negra

BOOK: Los Crímenes de Oxford
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—Otra cosa —dije—. ¿Volviste a hablar con tu amigo forense sobre la autopsia de Clark? El inspector Petersen cree tener una explicación distinta.

—No —dijo Lorna—, pero me invitó varias veces a cenar. ¿Te parece que debería aceptar y tratar de averiguarlo?

Reí.

—No, no —dije—: puedo vivir con ese misterio.

Lorna miró con preocupación su reloj.

—Tengo que volver al hospital—dijo—, pero todavía no me contaste sobre la serie. Espero que no sea muy difícil: ya no me acuerdo nada de matemática.

—No, lo sorprendente es justamente lo simple que era la solución. La serie no es más que uno, dos, tres, cuatro... en la notación simbólica que usaban los pitagóricos.

—¿La hermandad de los pitagóricos? —preguntó Lorna, como si aquello le trajera un vago recuerdo.

Asentí.

—Los estudiamos al pasar en una materia de la carrera: Historia de la Medicina. Creían en la trasmigración de las almas, ¿no es cierto? Hasta donde me acuerdo tenían una teoría muy cruel sobre los deficientes mentales, que después llevaron a la práctica los espartanos y los médicos de Crotona... La inteligencia era el valor supremo y creían que los retardados eran la reencarnación de las personas que habían cometido en sus vidas anteriores las faltas más graves. Esperaban a que cumplieran catorce años, la edad crítica de mortandad en el síndrome Down, y a los que sobrevivían los usaban como conejillos de Indias para sus experimentos médicos. Fueron los primeros que intentaron trasplantes de órganos... el propio Pitágoras tenía un muslo de oro. Fueron también los primeros vegetarianos, pero tenían prohibido comer habas —dijo con una sonrisa—. Y ahora, de verdad, me tengo que ir.

Nos despedimos en la puerta del café; yo tenía que volver al Instituto para redactar el primer informe de mi beca y pasé las dos horas siguientes revisando
papers
y transcribiendo referencias. A las cuatro menos cuarto bajé, como todas las tardes, al
common room
donde se reunían los matemáticos a tomar café. La sala estaba más llena de lo habitual, como si nadie se hubiera quedado en su oficina ese día, y percibí de inmediato los murmullos de excitación. Al verlos así todos juntos, tímidos, desarreglados, corteses, volvió a mí la frase de Seldom. Sí, aquí estaban, dos mil quinientos años después, con las monedas en la mano esperando en orden por su taza, los arduos alumnos de Pitágoras. Había un diario abierto sobre una de las mesitas y pensé que estarían todos comentando o preguntándose sobre la serie de símbolos. Pero me equivocaba. Emily se unió a mí en la cola del café y me dijo con los ojos brillantes, como si me hiciera parte de un secreto todavía de pocos:

—Parece que lo logró —me dijo, como si todavía le resultara difícil a ella misma creerlo, y al ver mi cara de desconcierto dijo—: ĄAndrew Wiles! Pidió dos horas adicionales para mañana en la conferencia de Teoría de Números en Cambridge. Está demostrando la conjetura de Shimura-Taniyama... si llega hasta el final quedará probado el último teorema de Fermat. Hay todo un grupo de matemáticos que piensa hacer el viaje a Cambridge para estar allí mañana. Puede ser el día más importante de la historia de la matemática.

Vi que Podorov había entrado con su aire hosco de siempre y, al ver la cola, había decidido sentarse a leer el diario en el sillón. Me dirigí hacia él haciendo equilibrio con mi taza demasiado llena y mi
muffin
. Podorov levantó los ojos del diario y paseó la mirada en torno con una mueca de desprecio.

—¿Y? ¿Se anotó para ir a la excursión mañana? Puedo prestarle mi cámara de fotos —dijo—. Todos quieren tener la fotito del último pizarrón de Wiles con el q.e.d.
1

—Todavía no estoy seguro si iré —dije.

—¿Por qué no? Hay un ómnibus gratis y Cambridge es también muy hermoso, a la manera británica. ¿Ya estuvo allí?

Dio vuelta la página distraídamente y sus ojos tropezaron con la gran nota sobre los crímenes y la serie de símbolos. Leyó las dos o tres primeras líneas y volvió a mirarme con una expresión en la que había algo de alarma y recelo.

—Usted sabía de todo esto ayer, ¿no es cierto? ¿Desde cuándo están ocurriendo estas muertes?

Le dije que la primera había ocurrido casi un mes atrás, pero que recién ahora la policía había decidido revelar los símbolos.

—¿Y cuál es el papel de Seldom en todo esto?

—Los mensajes después de cada muerte le están llegando a él. El segundo mensaje, con el símbolo del pez, apareció aquí mismo, pegado en la puerta giratoria de la entrada.

—Ah, sí, ahora recuerdo un pequeño alboroto esa mañana. Vi a la policía, pero creí que alguien había roto un vidrio.

Volvió al periódico y terminó rápidamente de leer la nota.

—Pero aquí no aparece en ningún lado el nombre de Seldom.

—La policía no quiso divulgar esto, pero los tres mensajes estaban dirigidos a él.

Volvió a mirarme y su expresión había cambiado, como si algo lo divirtiera secretamente.

—De modo que alguien está jugando al gato y al ratón con el gran Seldom. Quizá haya entonces después de todo una justicia divina. Un Dios matemático, por supuesto —dijo, de una manera enigmática—. ¿Cómo imagina usted la cuarta muerte? —me dijo—. Una muerte que convenga a la antigua solemnidad del
Tetraktys
... —miró en derredor como buscando inspiración—. Me parece recordar que a Seldom le gustaba el
bowling
, por lo menos en una época —dijo—: un juego que no era muy conocido en Rusia. Recuerdo que en su charla comparó los puntos del Tetraktys con la disposición de los bolos al comienzo del juego, y hay una jugada en la que se derriban todos los bolos de una vez.


Strike
—dije.

—Sí, exactamente, ¿no es una palabra magnífica? —y repitió con su fuerte acento ruso y con una sonrisa extraña, como si pudiera imaginar una bola implacable y cabezas que rodaban— Ą
Strike
!

Capítulo 19

A las cinco había logrado terminar un primer borrador de mi informe y antes de salir del instituto pasé por la sala de computadoras y volví a revisar mi cuenta de e-mail. Tenía un mensaje breve de Seldom en el que me pedía que lo encontrara a la salida de su seminario en Merton College, si estaba libre a esa hora. Me apuré para llegar a tiempo y cuando subí la escalerita que llevaba a las pequeñas aulas pude ver por la puerta vidriada que se había quedado unos minutos después de hora discutiendo con dos de sus alumnos un problema en el pizarrón. Cuando los alumnos salieron me hizo un gesto para que entrara y mientras guardaba sus apuntes en una carpeta me señaló la figura de una circunferencia que había quedado dibujada en el pizarrón.

—Estábamos recordando la metáfora geométrica de Nicolás de Cusa, la verdad como una circunferencia y los intentos humanos por alcanzarla como una sucesión de polígonos inscriptos, con más lados cada vez, aproximándose en el límite a la forma circular. Es una metáfora todavía optimista, porque las sucesivas aproximaciones permiten intuir la figura final. Hay sin embargo otra posibilidad, que mis alumnos todavía no conocen, mucho más desanimante. —Dibujó rápidamente junto al círculo una figura irregular con una multitud de picos y hendiduras.— Suponga por un momento que la verdad tuviera la forma, digamos, de una isla como Gran Bretaña, con la costa muy escarpada, con una infinidad incesante de salientes y entradas. Cuando usted intenta repetir aquí el juego de aproximar la figura con polígonos se encuentra con la paradoja de Mandelbrot. El borde es siempre elusivo, se fragmenta a cada nuevo intento en más salientes y entradas y la serie de polígonos no converge a ningún límite. La verdad también podría ser irreductible a la serie de aproximaciones humanas. ¿A qué le hace acordar esto?

—¿Al teorema de Gödel? Los polígonos serían sistemas con más y más axiomas, pero una parte de la verdad queda siempre fuera del alcance.

—Sí, quizá, en cierto sentido, pero también a nuestro caso, a la conclusión de Wittgenstein y Frankle: los términos conocidos de una serie, cualquier cantidad de términos, podrían ser siempre insuficientes... —volvió a señalar el pizarrón—. ¿Cómo saber a priori con cuál de estas dos figuras estamos tratando? Sabe —me dijo de pronto—, mi padre tenía una gran biblioteca, con un anaquel en el centro donde guardaba libros que yo no podía ver, un anaquel con una puerta que cerraba con llave. Cada vez que abría esa puerta yo sólo alcanzaba a distinguir una lámina que había pegado por dentro: la silueta de un hombre con una mano tocando el suelo y el otro brazo extendido hacia lo alto. Al pie de la lámina había una frase en un idioma desconocido, que con el tiempo supe que era alemán. Descubrí también con el tiempo un libro que me pareció milagroso: un diccionario bilingüe que usaba para dar sus clases. Descifré las palabras una por una. La frase era simple y misteriosa:
El hombre no es más que la serie de sus actos
. Yo tenía una fe de niño, absoluta, en las palabras y empecé a ver a las personas como figuras provisorias, incompletas; figuras en borrador, siempre inasibles. Si el hombre no es más que la serie de sus actos, me daba cuenta, nunca estará definido antes de su muerte: uno solo, el último de sus actos, podía aniquilar su existencia anterior, contradecir toda su vida. Y a la vez, sobre todo, era justamente la serie de mis actos lo que yo más temía. El hombre no era más que lo que yo más temía.

Me mostró sus manos cubiertas de tiza. Tenía también una cómica raya blanca en la frente, como si se hubiera manchado al tocarse inadvertidamente.

—Voy a lavarme las manos y en un minuto estoy con usted —me dijo—. Si baja por aquí encontrará la cafetería; ¿pediría un café doble para mí? Sin azúcar, por favor.

Ordené los dos cafés en la barra y Seldom reapareció a tiempo para llevar su taza hasta una mesa algo apartada que daba a uno de los jardines. Por la puerta abierta de la cafetería se podía ver el paso incesante de turistas que atravesaban el pasillo de entrada hacia las galerías internas del College.

—Estuve conversando con el inspector Petersen esta mañana dijo Sel-dom—, y me planteó un pequeño dilema que tuvieron con las cuentas ayer a la noche. Tenían por un lado la cifra exacta de personas que habían entrado a los jardines de Blenheim Palace por el corte de tickets en la entrada, y tenían por otro lado el número de sillas que se habían ocupado. La persona a cargo de las sillas es particularmente meticulosa y asegura que agregó sólo las estrictamente necesarias. Y bien, aquí viene lo curioso: al hacer las cuentas resultó que había más personas que sillas. Tres personas aparentemente no usaron sus sillas.

Seldom me miró, como si esperara a que yo diera de inmediato con la explicación. Pensé durante un instante, algo incómodo.

—Y se supone que en Inglaterra la gente no se cuela en los conciertos —dije.

Seldom rió francamente.

—No, no por lo menos en los conciertos de beneficencia... Oh, no piense más, es realmente muy tonto, Petersen sólo quería divertirse conmigo, hoy estaba por primera vez de buen humor; las tres personas que sobraban eran discapacitados, en sillas de ruedas. Petersen estaba encantado con sus cuentas. En la lista que hicieron sus ayudantes no sobraba ni faltaba nadie. Por primera vez cree tener acotado el problema: en vez de las quinientas mil personas de Oxfordshire, sólo tiene que ocuparse de las ochocientas que fueron al concierto. Y Petersen cree que puede reducir rápidamente ese, número..

—Las tres en sillas de ruedas —dije.

Seldom me concedió aquello con una sonrisa.

—Sí, en principio las tres en sillas de ruedas y un grupo de chicos Down de una escuela diferencial, y varias mujeres muy ancianas que podrían haber sido más bien otras posibles víctimas.

—¿Usted cree que lo decisivo en la elección es la edad?

—Es verdad que usted tiene otra idea... personas que estén viviendo de algún modo una sobre vida, más allá de lo esperable. Sí, en ese caso, la edad no sería excluyente.

—¿Le dijo Petersen algo más sobre la muerte de anoche? ¿Tenía los resultados de la autopsia?

—Sí. Quería descartar la posibilidad de que el músico hubiera ingerido algo antes del concierto que pudiera provocarle el paro respiratorio, y en efecto, no se encontró nada en ese sentido. Tampoco había ningún signo de violencia ni marcas alrededor del cuello. Petersen se inclina a creer que fue atacado por alguien que conocía bien el repertorio: eligió el fragmento más largo en que desaparecía la percusión. Eso le aseguraba también que el músico quedara fuera del haz de luz. También descarta que haya podido ser otro músico de la orquesta. La única posibilidad de acuerdo a la ubicación al fondo de la glorieta y la ausencia de marcas en el cuello es, que alguien haya trepado por detrás...

—Y le tapara al mismo, tiempo la nariz y la boca.

Seldom me miró, algo sorprendido.

—Es lo que me dijo Lorna.

Movió la cabeza en asentimiento.

—Sí, debí suponerlo: Lorna sabe todo de crímenes, ¿no es cierto? El forense dice que el shock producido por la sorpresa pudo provocar instantá-neamente el paro respiratorio, antes de que el músico intentara resistirse. Alguien que trepa por detrás y lo ataca en la oscuridad... Parece la única posibilidad razonable. Pero no fue lo que vimos.

—¿Usted se inclina acaso por la hipótesis del fantasma? —dije.

Para mi sorpresa, Seldom pareció considerar seriamente mi pregunta y afirmó lentamente, con una leve oscilación del mentón.

—Sí —dijo—, entre las dos prefiero por ahora la hipótesis del fantasma.

Tomó un sorbo de su taza y volvió a mirarme después de un instante.

—El afán de buscar explicaciones... no debería dejar que interfiera con sus recuerdos. justamente le pedí que viniera porque quiero que le dé una mirada a esto.

Abrió su carpeta de clases y sacó del interior un sobre de madera.

—Petersen me mostró estas fotos cuando estuve hoy en su oficina, le pedí que me las dejara para mirarlas con más cuidado hasta mañana. Quería sobre todo que usted las viera: son las fotos del crimen de Mrs. Eagleton, la primera muerte, el principio de todo. Finalmente el inspector volvió ahora a la pregunta del origen: cómo se vincula con Mrs. Eagleton el círculo del primer mensaje. Ya sabe, yo creo que usted vio algo más allí, algo que todavía no registró como importante, pero que está guardado en algún pliegue de su memoria. Pensé que quizá las fotos lo ayuden a recordar. Está todo otra vez aquí —dijo y me extendió el sobre—: la salita, el reloj cucú, la chaise longue, el tablero de scrabble. Sabemos que en el primer crimen se equivocó. Eso debiera decirnos algo más... —Su mirada adquirió ese aire algo ausente. Paseó los ojos en torno de las mesas y hacia afuera en el pasillo. De pronto su expresión se endureció como si algo que hubiera visto lo alarmara.

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