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Authors: Guillermo Martínez

Tags: #novela, policiaca, negra

Los Crímenes de Oxford (12 page)

BOOK: Los Crímenes de Oxford
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—¿Y la mata finalmente?

—Oh no, ella lo mata a él. Descubre una noche el diario, tienen una pelea terrible, ella se defiende con un cuchillo de cocina y logra herirlo mortalmente. Al menos esto es lo que le cuenta al tribunal. El jurado, horrorizado por la lectura del diario y las fotos de los hematomas de su cara, dictamina que el homicidio fue en defensa propia y la declara inocente. Es por ella en realidad que el crimen figura en el libro: muchos años después de muerta unos estudiantes de grafología demostraron que la letra en el cuaderno del Dr. Creen era una imitación casi perfecta, pero sin duda no pertenecía a él. Y descubrieron también este pequeño detalle fascinante: el hombre con el que se casó ella discretamente poco después era un copista de ilustraciones y obras antiguas de arte. Me gustaría saber quién de los dos fue en todo caso el que redactó el diario: es una impostación magistral del estilo científico. Fueron increíblemente audaces porque el diario, que se leyó durante el juicio, decía y revelaba línea por línea lo que ellos habían hecho. Mentir con la verdad, con todas las cartas sobre la mesa, como un acto de ilusionismo con las manos desnudas... A propósito: ¿conoce usted a un mago argentino que se llama René Lavand? Si lo vio alguna vez no puede olvidarse.

Negué con la cabeza, ni siquiera me sonaba remotamente el nombre.

—¿No? —dijo Seldom sorprendido—. Tiene que verlo actuar. Sé que vendrá muy pronto a Oxford, podemos ir juntos a verlo. ¿Recuerda nuestra conversación en Merton College, sobre la estética de los razonamientos en distintas disciplinas? La lógica de las investigaciones criminales fue, como le dije, mi primer modelo. El segundo fue la magia. Pero me alegro de que no lo conozca —dijo con el entusiasmo de un niño—, eso me dará la oportunidad de ver su espectáculo otra vez.

Habíamos llegado frente a la puerta de The Tagle and Child. Vi por una de las ventanas a Lorna. Estaba sentada de espaldas a nosotros, con el pelo rojizo suelto hacia atrás y hacía girar distraídamente sobre la mesa el posavasos redondo de cartón. Seldom, que había sacado mecánicamente su sobre de tabaco, siguió mi mirada.

—Vaya, por favor, vaya —dijo—: a Lorna no le gusta esperar.

Capítulo 15

Pasaron casi dos semanas sin que me enterara de ninguna otra novedad en el caso. Perdí también durante esos días todo contacto con Seldom, aunque supe por un comentario casual de Emily que estaba en Cambridge, ayudando a organizar un seminario de Teoría de Números. Andrew Wiles cree que puede probar la última conjetura de Fermat, me había dicho Emily divertida, como si se refiriera a un niño incorregible, y Arthur es uno de los pocos que se lo toman en serio. Era la primera vez en mi vida que escuchaba el nombre de Wiles. Había creído hasta entonces que ya ningún matemático profesional se ocupaba del último teorema de Fermat. Después de trescientos años de batallas, y sobre todo, después de Kummer, el teorema se había convertido en el paradigma de lo que los matemáticos consideraban un problema intratable. Se sabía que la solución, en todo caso, estaba más allá de todas las herramientas conocidas, y que era tan difícil como para consumir la carrera y la vida de cualquiera que lo desafiara. Cuando le dije algo de esto a Emily, asintió como si también para ella fuera un pequeño misterio. Y sin embargo, me dijo, Andrew fue mi alumno, y si hay alguien en el mundo que pueda resolverlo, yo también apostaría por él.

Yo mismo decidí aceptar en esas semanas una invitación a una escuela de Teoría de Modelos en Leeds, pero en vez de prestar atención a las conferencias me encontraba en cada sesión escribiendo en los márgenes de mi cuaderno, como una invocación al vacío, los símbolos del círculo y el pez. Había tratado de leer entre líneas los informes del diario en los días siguientes a la muerte de Clark, pero quizá por alguna intervención de Petersen, la posible conexión entre los dos crímenes era mencionada sólo al pasar, y aunque se describía el símbolo del pez, el diario parecía a oscuras sobre este punto y se inclinaba a considerarlo como una clase de firma. Le había pedido a Lorna que me escribiera detalladamente sobre cualquier novedad de la que se enterara, pero lo que recibí en una hoja manuscrita no fue un informe, sino una carta de una variedad que hubiera creído desaparecida, o que no hubiera asociado con ella; larga, tierna, inesperada: era una carta de amor. Alguien hablaba en el seminario del experimento de la habitación china y mientras yo releía las frases de Lorna que parecían escritas en un arrebato del que no había querido arrepentirse, pensaba que el problema más lacerante de la traducción es saber qué dice, qué quiere decir realmente la otra persona cuando desliza bajo la puerta una hoja con la terrible palabra. Le transcribí en mi contestación el ruego de Qais ben-al-Mulawah en uno de los versos para Layla:

Oh Dios, haz que el amor entre ella y yo sea parejo
que ninguno rebase al otro
Haz que nuestros amores sean idénticos,
como ambos lados de una ecuación.

Volví a Oxford el día del concierto. Tenía en mi casillero del Instituto un pequeño plano que me había dejado Seldom con indicaciones y alternativas para llegar a Blenheim Palace y un horario para encontrarnos. A la tarde, cuando estaba terminando de vestirme, sentí unos golpes en la puerta. Era Beth, y por un instante quedé enmudecido, sin poder hacer otra cosa que mirarla. Llevaba un vestido negro con un escote profundo y guantes que le enfundaban los brazos casi hasta los codos. Tenía los hombros totalmente desnudos, y el pelo, echado hacia atrás, dejaba al descubierto la línea firme del mentón y el cuello largo y esbelto. Estaba, por primera vez, pintada, y la transformación no podía ser más arrasadora. Sonrió nerviosamente bajo mi mirada.

—Pensamos con Michael que quizá quieras venir con nosotros en el auto, si no te importa llegar un poco antes. Estamos ya por salir.

Recogí un pulóver delgado de hilo y la seguí por el camino que bordeaba el jardín. Había visto antes sólo una vez a Michael, de lejos, desde la ventana de mi cuarto. Estaba cargando el violoncelo de Beth en el asiento de atrás y cuando finalmente se asomó para saludarme, vi una cara alegre e ingenua con las aureolas rojas en las mejillas de un campesino o un tomador feliz de cerveza. Era muy alto y corpulento, pero había algo blando en sus facciones que me hizo recordar la frase despectiva de Beth. Estaba vestido con un frac arrugado, que ya no alcanzaba a cerrarle sobre el abdomen. Un mechón largo y lacio de pelo rubio le había caído sobre la frente, pero vi que el movimiento de echárselo con dos dedos hacia atrás era un tic que repetía continuamente. Pensé con malevolencia que pronto se quedaría pelado.

El auto se puso en marcha y salimos a paso de hombre de la ondulación del close. Cuando nos aproximábamos al cruce con la avenida los faros iluminaron sobre el pavimento al animal despanzurrado que nadie había recogido. Michael dio un brusco giro al volante para evitar pasarle por encima y bajó la ventanilla para mirar los despojos, sobre la gran mancha de sangre seca. Los restos estaban ahora totalmente aplanados pero conservaban todavía monstruosamente la forma en dos dimensiones.

—Es un angstum —le dijo a Beth—: debe haber caído del árbol.

—Está ahí desde hace días —dije—, yo tuve que pasar al lado cuando recién lo habían atropellado. Creo que tenía una cría. Nunca había visto en mi vida un animal así.

Beth se asomó por sobre el brazo de Michael y dio una mirada rápida, sin mucha curiosidad.

—Es como un marsupial, con la forma de una rata grande: creo que en América también existen, en los pantanos del sur. Seguramente la cría cayó de la bolsa y la madre saltó detrás para protegerla. El angstum hace todo por salvar a su cría: —dijo.

—¿Y nadie va a recoger los restos? —pregunté yo.

—No. Los recolectores son supersticiosos. Nadie se anima a tocar a un angstum, creen que contagian la muerte. Pero los autos se lo van a ir llevando de a poco.

Michael aceleró para tomar la avenida antes del cambio de luces y cuando el auto entró en el cauce normal del tránsito se volvió hacia mí para formularme las mismas preguntas corteses de siempre. Recordé que una escritora inglesa, probablemente Virginia Woolf, había excusado una vez los formalismos sociales de sus compatriotas explicando que la conversación inicial aparentemente trivial sobre el clima era el deseo de establecer un territorio común y una atmósfera cómoda antes de pasar a temas más importantes. Pero yo ya empezaba a preguntarme si existiría realmente esa segunda etapa, si llegaría alguna vez a enterarme de esos temas más importantes. Les pregunté en un momento cómo se habían conocido ellos dos. Beth dijo que se sentaban uno al lado del otro en la orquesta, como si aquello lo explicara todo, y en realidad, cuanto más los miraba, aquella parecía, sí, la única explicación. Contigüidad, rutina, repetición, la amalgama más efectiva. No había sido ni siquiera, como podían decir otras mujeres, el primero que pasó; había sido algo más inmediato: el que tenía sentado más cerca. Por supuesto, ¿qué sabía yo? No, no podía saber, pero sospechaba que el único atractivo de Michael era que otra mujer antes lo había elegido.

El auto salió al anillo periférico y por unos pocos minutos, mientras Michael aumentaba la velocidad en la autopista y cruzábamos como relámpagos carteles de publicidad, sentí que volvía al mundo moderno. Doblamos en dirección a Woodstock por una franja estrecha de asfalto con árboles a los dos lados. Las ramas se entrelazaban arriba en un largo túnel que sólo permitía ver la próxima curva adelante. Atravesamos el pequeño pueblo, hicimos unos doscientos metros por un camino lateral y al trasponer un arco de piedra, vimos aparecer con el último sol de la tarde los inmensos jardines, el lago, y la silueta majestuosa del palacio, con las esferas doradas en el techo y las figuras de mármol que asomaban desde las balaustradas como vigías. Dejamos el auto en el estacionamiento de la entrada. Beth y Michael caminaron con los instrumentos atravesando el jardín hasta la glorieta donde estaban acomodados los atriles y los asientos para los músicos de la orquesta. Las sillas para el público, todavía vacías, habían sido ordenadas por una mano amante de los detalles en semicírculos concéntricos impecables. Me pregunté cuánto duraría aquel pequeño prodigio de geometría una vez que llegara la gente y si alguien más, alcanzaría a admirar ese trabajo. Decidí caminar por el bosque y por el borde del lago en la media hora que quedaba. Anochecía. Un hombre muy viejo con uniforme gris estaba tratando de reunir los pavos reales del jardín para ponerlos a resguardo. Vi algunos caballos sueltos a través de los árboles. Un cuidador con dos perros me cruzó en el camino e inclinó hacia abajo su sombrero para saludarme. Cuando llegué al extremo del lago había oscurecido por completo. Miré en dirección al palacio; como si un gigantesco interruptor se hubiera alzado, todo el frente se iluminó por completo con la fulguración serena de una joya antigua. El lago, alcanzado por el reflejo, parecía extenderse mucho más allá de lo que había imaginado. Desistí de rodearlo y decidí volver por el mismo camino. Gran parte de las sillas ya estaban ocupadas y me asombró la cantidad de gente que seguía llegando en pequeñas caravanas perfumadas, arrastrando la cola de vestidos largos. Vi que Seldom me hacía señas con el programa en alto desde una de las primeras filas. Estaba también sorprendentemente elegante, con un smoking y un moño negro. Hablamos por un momento del seminario que estaba organizando en Cambridge, del secreto que rodeaba a la presentación de Wiles y muy brevemente de mi viaje a Leeds. Me di vuelta y vi que dos empleados se apuraban abriendo sillas para formar una fila adicional.

—No imaginé que vendría tanta gente —dije.

—Sí —dijo Seldom—, casi todo Oxford está aquí: mire hacia allá —y señaló con los ojos unos asientos atrás a la derecha.

Volví a darme vuelta con más disimulo y vi a Petersen con una mujer muy joven, probablemente la niñita rubia que había visto en la foto, unos veinte años después. El inspector nos hizo un pequeño saludo con la cabeza.

—Y hay alguien más que ahora encuentro en todos lados —dijo Seldom—: dos filas detrás de la nuestra, el hombre de traje gris que finge leer el programa. ¿Lo reconoce sin el uniforme? Es el teniente Sacks. Petersen parece creer que nuestro hombre puede intentar un acercamiento más directo la próxima vez.

—Entonces, ¿volvió a hablar con él? —pregunté.

—Sólo por teléfono. Me pidió que escribiera en los términos más sencillos posibles la justificación del tercer símbolo, la ley de formación de la serie, como yo la imagino. Le envié desde Cambridge la explicación. Es apenas media página, contra ese informe tan... imaginativo que nos leyó. Creo que tiene un plan, pero seguramente todavía duda. Es interesante el poder de seducción de las conjeturas psiquiátricas. Aunque sean falsas o incluso absurdas resultan siempre más atractivas que un razonamiento puramente lógico. La gente tiene una resistencia natural, una desconfianza instintiva hacia los esquemas lógicos. Y aun con todas las razones equivocadas, en el fondo de esta resistencia, si uno estudia la formación histórica de la lógica en el cerebro humano, hay quizás algún fundamento.

Seldom había bajado insensiblemente la voz. Los murmullos a nuestro alrededor cesaron y las luces se atenuaron casi hasta extinguirse. Un pode-roso haz blanco iluminó dramáticamente a los músicos en la glorieta. El director dio dos golpes breves sobre el atril, extendió la mano hacia el violinista y escuchamos la primera línea solitaria de la sonata que abría el programa, como una voluta de humo que se esforzaba por elevarse y se abría paso a tientas en el silencio. Con extrema suavidad, como si recogiera en el aire hilos sutiles, el director hizo entrar en escena a Beth y a Michael, a los vientos, al piano, y por último al percusionista. Miré a Beth, aunque en realidad ni aun cuando escuchaba a Seldom había dejado de mirarla. Me pregunté si allí en el escenario estaría la verdadera conexión con Michael, pero parecían los dos absortos y reconcentrados, cada uno siguiendo la partitura y dando vuelta con rapidez las páginas. Cada tanto un brusco golpe de timbal me hacía levantar la mirada hacia el percusionista. Era, por mucho, el más anciano en la orquesta, un hombre muy alto, encorvado por la edad, con un bigote blanco ya algo amarillento en las puntas que alguna vez debió ser su orgullo. Tenía un aspecto vacilante y tembloroso que contrastaba con el vigor espasmódico de sus golpes, como si estuviera ocultando a la vista de los demás un incipiente mal de Parkinson. Noté que retiraba sus manos a la espalda después de cada golpe y que el director se esforzaba con una cómica seña por atemperar sus intervenciones. Hubo un crescendo majestuoso y el director marcó el cierre con un movimiento enérgico antes de darse vuelta para recibir, con una inclinación de cabeza, los primeros aplausos del público.

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