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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (32 page)

BOOK: Los días de gloria
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Cuando Enrique contempló en el suelo la calidad del trofeo pensó que no era de mi «categoría», que deseaba quedar mejor conmigo y por ello quiso por todos los medios que siguiéramos buscando, moviéndonos por el campo, escuchando los berridos que sonaban de vez en cuando a aquella hora temprana. Pretendía que volviera a matar, pero esta vez algún ejemplar que pudiera lucir debajo de la tabla de madera oscura en la que colgaría la cuerna, una medalla de oro, bronce o plata, un trofeo en sentido estricto como dicen los cazadores. Su insistencia tropezaba con mi intranquilidad. No solo no deseaba seguir matando, sino que ardía por regresar a La Salceda cuanto antes. No disponía del estado interior que se reclama para seguir practicando ese tipo de lances. Mi mente se encontraba en otro lugar. Así que con toda la delicadeza que pude me despedí de Enrique Quiralte y Nieves sin decirles una sola palabra acerca de lo ocurrido con su hermano y cuñado.

Mientras conducía hacia La Salceda se lo conté a Lourdes, a quien le costaba trabajo creer que fuera cierta la historia y le cuadraba más que se tratara de una reacción debida a las copas. Yo estaba seguro de que no era así. Poco tiempo atrás, los dos solos, en una escena extraordinariamente emotiva, habíamos conversado a calzón quitado en un restaurante de Aranjuez. Juan se enfrentó consigo mismo con toda claridad por una vez en su vida. Aquella conversación llegó demasiado lejos. Obligué a Juan a elegir entre dos opciones. La primera le producía, y con razón, mucho vértigo. En la segunda se había instalado demasiados años de su vida.

Una vez en La Salceda, mi misión consistía en esperar a que dieran las dos de la tarde. Juan es impenitentemente impuntual pero rompió su norma aquel día. Llegó solo. Hablamos muy poco rato. Ni siquiera entró en casa. Nos encontramos en pleno campo, en las inmediaciones del cortijo. Parecía tener prisa. Venía con la lección aprendida y vomitó su contenido:

—Lo que te voy a decir es definitivo y no tiene marcha atrás. Nuestros acuerdos no valen para nada y es necesario que cada uno tenga sus acciones. Yo quiero exigir mis derechos y nombrar a mis consejeros, porque tú has puesto a tus amigos y yo no. Por tanto, esta situación no la tolero ni un minuto más. Si no quieres por las buenas, nombraré a un abogado.

No había nada que hacer. No existía espacio para el diálogo, para el razonamiento, para un análisis sereno de la situación y sus consecuencias. La pasión, un tipo muy especial de pasión, se apoderó de su alma y eliminaba su capacidad de discernir algo que no fuera la ruptura inmediata. Ante todo la estética de plantearlo de una manera tan rotunda. Quien acudió a Mallorca para conseguir de mí que siguiera con él, que me ocupara de Antibióticos, quien me insistía en la necesidad de que camináramos juntos, quien mostraba su felicidad cuando concebimos el Grupo ABCON, con el que resumíamos nuestros dos apellidos, necesitaba ahora como requisito existencial advertirme de la imperiosidad de nuestra ruptura, liberarse de algún tormento interior suyo, no de mí en cuanto persona, sino de los efectos nocivos que mi presencia en su vida le provocaba en órdenes demasiado variados, excesivamente complejos, como para poder ser ignorados sin una decisión brutal. Y la había adoptado. Tal vez se rompiera algo en su interior. Quizá no. Pero su aspecto demostraba a cualquier observador medianamente atento que no fue resolución interiorizada sin sufrimiento.

—Querido Juan, haz lo que te pida el cuerpo, lo que creas que es mejor para ti.

Cuando Juan, en tono más bien amenazante, utilizó la expresión «abogados» como instrumento para solventar el conflicto, no me dejó más alternativa que señalarme un camino: haz lo que creas conveniente. Además admito que soy particularmente poco receptivo a cualquier cosa que me suene a amenaza; reacciono mal; no es el camino para conmigo.

No sé si la brusquedad de mi respuesta le sorprendió, pero en cualquier caso ya no tenía alternativa. Cuando a un ultimátum le responde otro, la solución es el cierre, la terminación. Se dirigió en silencio hacia su coche. No pude contemplar su rostro porque caminaba de espaldas hacia mí, pero sí guardo en mi retina, en esa memoria emocional que todos albergamos en algún reducto secreto de los llamados adentros, la mirada compungida de los miembros de la seguridad que le acompañaban. Subieron todos al coche. Arrancó y salió a toda prisa por el camino todavía de tierra levantando una polvareda agitada que escenificaba nuestro tormento interior. Se fue.

Me quedé solo, pensando. Miraba a la sierra de La Salceda desde el porche del cortijo de los Ozores. Todavía no habían llegado los tonos del otoño, verdadero espectáculo de la naturaleza en estos campos de los montes de Toledo. Los áceres y los quejigos tiñen de color amarillo, anaranjado y ocre las laderas de la sierra, en un conglomerado de colorido inconfundible que dura en su esplendor pocas semanas. A lo lejos se escuchaba algún berrido de un venado tempranero. Nadie había sido testigo fonético de nuestra conversación, aunque creo que Lucinio, entonces mi encargado, que había sido perrero con Juan, «barruntaba», como dicen en el campo, que algo muy grave había sucedido.

Siempre he sentido curiosidad por el comportamiento de las reses. A veces, en un día claro, sin ningún presagio especial, no bajan a los llanos y sin justificación lógica aparente para los humanos permanecen quietas en sus encames de la sierra. Pregunté a Lucinio qué explicación tenían estos comportamientos. Aquel hombre de pelo rubio, algo más de cincuenta años, producto típico del campo con el que mantenía un cierto mimetismo, me respondió:

—Don Mario, las reses barruntan el cambio.

Me encanta la palabra «barruntar». Significa algo cercano a presentir, pero como con más contenido, más interiorizado, con mayor carga de subjetividad. En mi experiencia simbólica, cuando trataba de alejar la razón de la contemplación de un objeto, percibía que unas pocas líneas con cierta disposición geométrica contenían un cierto mensaje. El vehículo para penetrar en mi interior no era la razón, sino la intuición. «Barruntaba» la existencia de una cierta verdad, como las reses la tormenta por un simple movimiento de las hojas de un árbol, el cambio de viento o cualquier otra señal. ¡Qué pena que los hombres hayamos perdido esta capacidad de barruntar!

Curioso. Mi afecto por Juan fue el principal responsable de que aquella finca pasara a formar parte de nuestro patrimonio. En mi casa, de sangre gallega, no teníamos tradición de grandes fincas, ni mucho menos. En Galicia una hectárea es una enormidad. Sin embargo, por Ciudad Real, y en el magnífico enclave conocido como los montes de Toledo, se contaban por cientos y miles. A Lourdes le encantaba el campo. Quería una finca. En abril de 1987, una vez en nuestras cuentas corrientes el dinero que ganamos en la operación Montedison, nos pusimos manos a la obra. Y mi maestro, en estas como en otras cosas del mundo social, fue Juan Abelló. Juntos recorrimos los campos de la provincia de Ciudad Real.

Un día de aquellos, al regresar de estudiar —es un decir— una finca en venta cuyo nombre no recuerdo, algo me llamó la atención. Pedí a Juan que se detuviera. A lo lejos se dibujaba la silueta de una especie de cañón entre dos terminales de montañas de cierta envergadura, en cuyo centro un cerro parecía convertirse en un guardián de un paso entre dos valles, el del Milagro, plagado de un excepcional verdor para aquellos parajes, y el que conducía más al sur, con dirección a Ciudad Real. De este costado, desde el que yo contemplaba la escena, una gran mancha de agua: el embalse de la Torre de Abrahaam. Y es que en ese cerro guardián se alzaba en estado de semirruina una torre que precisamente llevaba el nombre que le dieron al pantano. Fue aduana, establecimiento morisco para el cobro de tributos. El paisaje me estremeció.

—Juan, esto es lo que quiero.

—¡Nos ha jodido! —exclamó Juan—. ¡Como que es lo mejor de los montes de Toledo! También lo querría yo.

El tono de Juan era sincero. Me explicó que se trataba de la tierra de un torero famoso, Marcial Lalanda, el del pasodoble
Marcial, eres el más grande
. Lo cruzaba un arroyo al que llamaban el arroyo del Milagro, y es que verdaderamente aquello, un verdor de agua, fresnos y chopos, era un milagro a la vista del secarral que nos rodeaba. Eran tierras de ganado bravo, del hierro Veragua. Cuando me paseaba por las lindes con El Molinillo, pude comprobar como algunos mojones de piedra llevaban grabados a cincel la divisa de esa casa. Un milagro de escenario, sin duda, como lo fue conseguir comprar tres fincas a la vez, la del torero, la de los Guío y la de Pepe de Diego. Cuando concluí aquella faena en el Banco de Progreso, cuando después de una operación extremadamente compleja, porque nada más complejo que comprar y vender campo, cuando menos en esos parajes, me di cuenta de que el afecto por Juan provocó la tendencia a estar cerca de Las Navas, a comprar tierra lo más próxima posible a la suya, así que uno de los activos decisivos de La Salceda fue, precisamente, esa proximidad.

Cuando el 13 de octubre de 2007 Juan acudió al tanatorio por la muerte de Lourdes, independientemente de mi agradecimiento por el gesto —me dijeron que dejó plantados a unos alemanes amigos para venir de urgencia a verme—, pensé para mis adentros si en algo fui yo responsable de aquella ruptura entre nosotros. Visto con la perspectiva del tiempo, aprendiendo lecciones del difícil existir en el que los factores humanos cobran dimensión capital, las cosas son muy diferentes a como las contemplas envuelto en el éxito de una trayectoria casi inconcebible. Y ahora lo tengo claro: no fui delicado en mi trato con él, no supe percatarme de su tormento interior, no alcancé a comprender la magnitud del conflicto que le asolaba. Debía haber tenido más cuidado, más tacto, ejercer menos mi presidencia con él, haber hecho otro tipo de declaraciones públicas, haberle concedido más sitio, más espacio, un trozo de mayor amplitud en el que desarrollar su ego, y no solo el suyo, sino también el de quienes le rodeaban y no siempre de afecto sincero y desinteresado.

Es cierto, y no me engaño, que mi afecto y cariño eran grandes y sentidos. Es cierto que además de cariño sentía agradecimiento. Sí, es cierto, pero también lo es que no fui lo suficientemente cuidadoso en las formas. ¿Por formas se puede romper algo tan sólido, tan fundamentado, con raíces tan profundas como lo nuestro? Sin la menor de las dudas. Las formas son capitales, pero cuando se trata de una sociedad como la española, mucho más. Y lo son porque las emociones habitan en las formas. Los gestos de la epidermis agitan los interiores de ciertas almas.

Los roles sociales están asignados con una rigidez extrema. Era muy difícil aceptar sin congoja lo que sucedía. Era muy complicado ver silentes y calmos cómo de Abelló se pasaba a Abelló y Conde y casi sin solución de continuidad a Conde y Abelló. Y eso en aquellos días era injusto porque el papel de Juan en nuestra llegada a Banesto fue determinante. El mío, al menos hasta la famosa OPA que conmocionó al mundo financiero y a la sociedad española, resultó mucho más pasivo. Casi fui a Banesto a regañadientes. Pero para Juan era su sueño. Más que desearlo entendí que llegó a necesitarlo para afirmarse a sí mismo como Juan Abelló. Quizá, no sé, llegara a la conclusión de que ese día dejaría de ser el yerno de Gamazo. Entre otras cosas porque Gamazo había sido consejero de esa casa por derecho propio. De ahí su empeño en convencerme para ejecutar esa operación.

Y no fue nada fácil, porque a pesar del indudable éxito en la venta de Antibióticos, mi preocupación por la evolución de las relaciones con Juan continuó aumentando de manera constante. El fantasma de una separación definitiva, que comenzó a aparecerse, a tomar perfiles algo más densos en los últimos meses de estancia conjunta en Antibióticos, resurgía con empecinada periodicidad. Los acontecimientos que rodearon a Juan desde 1982 provocaron en él un clima muy complejo en el que desenvolver su vida conmigo. La ruptura del tradicional esquema de abogado-empresario para transitar sin solución de continuidad al de socio-amigo le resultaba difícil de metabolizar. Al mismo tiempo, desde que le solucioné el problema de Suiza, el del Frenadol, la venta de Abelló, la compra y venta de Antibióticos, decidir cualquier asunto sin mi consejo, pensar en un modelo vital en el que no estuviera allí-cerca-de-él, al menos para las materias de corte patrimonial, le provocaba una sensación de inseguridad.

Yo, mientras tanto, comenzaba a sentir una gran angustia interior. El esquema de convivencia que explicitaba sistemáticamente en su comportamiento constituía un mecanismo psicológico que yo no dominaba pero que intuitivamente percibía como un conflicto potencial de dimensiones muy considerables. Porque Juan no era solo Juan, sino un tándem integrado, como es normal, por Juan y Ana Gamazo, su mujer. El Frutilla, el psicólogo argentino, nos había ilustrado sobre ciertos componentes de la conducta humana. Atormentado por estas ideas, decidí que en cuanto cobráramos el dinero de Antibióticos cada uno seguiría por su lado. De nuevo una decisión basada en mi deseo de evitar tensiones con Juan que pudieran acabar con nuestra amistad. En los primeros meses de 1987 tomé la decisión: cada uno seguiría por su lado.

Éramos ricos, muy ricos, más, muchísimo más de lo que hubiera pensado. Podíamos disponer de nuestras vidas y haciendas con entera libertad. Si separábamos nuestros dineros, la posibilidad de mantener una relación de amistad y afecto se vislumbraba mucho más favorable que con los patrimonios entremezclados. A mí me hubiera encantado, y no solo por las bases de afecto, sino, además, porque percibía que con Juan aprendía muchas cosas.

Pero de nuevo fracasé, como sucedió en 1982. Juan se negó a un planteamiento tan tajante. En tal caso —me dije— tengo que diseñar un esquema abordable. Es así como surgió ABCON.

Esta palabra, como ya expliqué anteriormente, es la síntesis de Abelló-Conde y pretendía convertirse en el nombre de la sociedad anónima en la que volcaríamos los activos que conseguimos con la operación Antibióticos. Obviamente, yo no tenía el menor inconveniente en que Juan fuera socio mayoritario de tal compañía. Al contrario: lo dictaba la lógica del pasado. Yo no sentía ni los temores, ni las angustias ni los juicios preconcebidos de la familia Botín.

Por muy abogado del Estado que fuera, por muy dotada que hubiera nacido mi inteligencia, por profundos que se manifestaran mis conocimientos jurídicos, era elemental que sin las acciones de la familia de Juan, sin la petición a su padre de que abandonara el Consejo de Antibióticos para que entrara yo, la operación Antibióticos no habría pasado de un fantástico sueño en una cálida tarde veraniega.

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