Los días oscuros (37 page)

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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Los días oscuros
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-Sí, sargento, estése tranquilo -traté de calmarle, mientras le aflojaba el cuello de la guerrera para que estuviese más cómodo-. Iremos en busca de auxilio, no se preocupe.

-Auxil... auxiliar... gilipollas... -Un destello de impaciencia asomó a los ojos del sargento, mientras tosía otro esputo enrojecido-. La batería... auxiliar.

-¿Batería auxiliar? -Prit se inclinó hacia delante, ansioso-. ¿Dónde está?

-La... torreta... batería... auxiliar. -La lluvia se mezclaba con los regueros de sangre del sargento y creaba un charco rojizo que iba creciendo a su alrededor-. Mismos bornes... y... voltaje.

Antes de que acabase de hablar, Prit ya trepaba con la agilidad de un mono por el lateral del Centauro y se colaba en el interior de la torreta. Oí trastear al ucraniano en el interior, mientras yo levantaba la cabeza del sargento, intentando que al menos pudiese respirar mejor. No sabía qué podía hacer para ayudarle, y aunque tuviese los conocimientos médicos necesarios, sospechaba que el estado del sargento Jonás Fernández estaba más allá de cualquier posible cura. Él debía de saberlo también, sin ningún género de dudas, y aguantaba estoicamente el dolor que le tenía que estar destrozando por dentro.

-¡Aquí está! -Pritchenko asomó por la torreta, sosteniendo triunfalmente una caja de forma rectangular entre sus brazos-. ¡Dame dos minutos y esto estará listo!

No íbamos a tener tanto tiempo. Por la esquina de la plaza ya asomaba un grupo de tres No Muertos tambaleándose.

-¡Prit! -vociferé con todas mis fuerzas-. ¡Apúrate! ¡Tenemos que irnos AHORA!

Me eché al hombro al sargento Fernández y lo metí de la manera más delicada que pude en el interior del Centauro a través de la escotilla superior. Afortunadamente para él, Jonás Fernández, sargento veterano del tercio Juan de Austria, parecía haber perdido el conocimiento y no tuvo oportunidad de quejarse. Cuando su cuerpo estuvo dentro, me giré para comprobar que los No Muertos ya habían avanzado la mitad de la distancia que les separaba de nosotros. En un arranque de inspiración, corrí hacia las tres mochilas que habían quedado abandonadas al pie de la ventana. Los No Muertos vacilaron un momento al verme, y comenzaron a caminar en la dirección hacia la que me dirigía. Cogí dos de las mochilas y arrastrándolas sobre el asfalto, volví trastabillando hacia el blindado, lanzando de vez en cuando una cautelosa mirada sobre mi hombro. Las criaturas ya estaban a menos de cien metros de nosotros.

-¡Viktor! ¡Acaba de una vez o te van a arrancar las pelotas! -grité mientras arrojaba las mochilas dentro de nuestro vehículo.

-Ya... casi... está... -El ucraniano sudaba profusamente, mientras sus manos se movían a una velocidad endiablada dentro de las tripas del motor-. ¡Listo! ¡Adentro, adentro, adentro!

De un salto nos encaramamos dentro del Centauro y cerramos a presión las escotillas de acceso sobre nuestras cabezas. Justo a tiempo. Cuando nos colocamos en los asientos delanteros, los No Muertos ya estaban golpeando con sus manos los costados del blindado, provocando una barahúnda increíble.

-¡Arranca de una vez, por Dios! -le grité al ucraniano.

-¿Qué dices? -Pritchenko me miró de repente como si yo hubiese perdido el juicio-. ¡Ni siquiera sé cómo se arranca este chisme!

-¿Cómo que no sabes? -Los ojos se me abrieron como platos-. ¡Se supone que eres piloto, joder!

-¡Piloto de helicópteros! ¡De helicópteros! -replicó airado el ucraniano-. ¡Y en la fuerza aérea no tenemos nada parecido a esta caja con ruedas! ¡Yo pensaba que tú sabrías guiar esta cosa!

-¿Yo? -Entonces me tocó el turno de quedarme asombrado-. ¡Viktor, no había subido a un blindado en mi vida, ni siquiera hice el servicio militar! ¡Yo era abogado, demonios!

-¡Eso cuéntaselo a los de afuera! -gesticuló Pritchenko-. ¿Sabes o no sabes arrancar este chisme, entonces?

-¡No! ¡Claro que no! -De repente, un destello de lucidez me asaltó con fuerza-. ¡Espera! ¡El sargento sí que sabe! ¡Eh! ¡Eh! ¡Jonás! ¡Oiga, sargento, despierte! ¡Vamos, sargento, abra los ojos, le necesitamos!

El sargento Fernández tardó un buen rato en reaccionar. Su respiración se había vuelto espasmódica, y de vez en cuando se veía asaltado por repentinos eructos de sangre que se mezclaba con la que salía de los agujeros abiertos en su pecho. No me explicaba cómo podía permanecer aún con vida.

Con voz trémula y entrecortada, le fue dando indicaciones al ucraniano para que pudiese arrancar el blindado. El sistema de ignición era ultrarresistente (gracias a eso había aguantado más de un año a la intemperie y aún funcionaba), pero también dolorosamente complejo. Viktor se equivocó dos veces en la secuencia de encendido y tuvo que comenzar de nuevo. Mientras tanto, docenas de No Muertos se habían concentrado en torno al Centauro. Algunos incluso se habían encaramado al mismo y se paseaban sobre nuestras cabezas, tratando de encontrar una vía de entrada dentro del vehículo. Con un escalofrío, comprendí que si no lográbamos encender el motor, estaríamos atrapados allí dentro para siempre (o hasta que muriésemos de hambre y sed). Pese a ser una mole de varias toneladas, los golpes que le daban los No Muertos hacían vibrar de lado a lado el blindado, y el ruido en el interior era ensordecedor.

Con un chirrido estrepitoso, Viktor logró finalmente embragar la primera marcha al tiempo que el motor tosía por primera vez en más de un año. El Centauro dio un salto hacia delante y se caló.

-¡Trata de arrancarlo! ¡Trata de arrancarlo, por Dios! -Nada más oírme decir esa frase, y pese a la gravedad de la situación, no pude evitar que una risa histérica se escapase de mis labios, incontrolable.

-¿Qué coño te pasa? -Viktor me dirigió una fugaz mirada, como si pensase que me había vuelto loco-. ¿Esto te parece gracioso?

Viktor lo intentó por segunda vez. En esa ocasión, el Centauro botó un poco, pero no se caló. Con gesto triunfante, Viktor me miró y se secó el sudor de la frente. Apretó el acelerador y un potente rugido salió del motor diesel.

-¡Ronronea como un gato! -dijo satisfecho, mientras pegaba sus ojos al visor del puesto de mando-. ¡Y ahora, vámonos!

-Tenemos que llegar a Cuatro Vientos antes que ellos, o esto no servirá de nada, Viktor -apunté, pensativo-. Y ya nos llevan una buena ventaja.

Ése no era el único problema. El indicador de combustible del Centauro estaba en la reserva, y además no teníamos la más remota idea de qué obstáculos podríamos encontrar a través de un Madrid abandonado. Ni siquiera estaba seguro de poder encontrar el camino hasta el aeródromo.

-Al carajo -dije, tras un segundo-. Sácanos de aquí cagando leches.

Con un acelerón, el Centauro comenzó a moverse lentamente, empujando a la masa de No Muertos acumulada en su entorno. Tras unos cuantos metros agónicos (y algún que otro cuerpo aplastado), Viktor se hizo finalmente con los controles del blindado y conseguimos salir de la plaza.

El ucraniano y yo nos miramos, e hicimos una mueca de asentimiento.

Empezaba una carrera contrarreloj.

46

-¡Prit, cuidado!

El Centauro dio un bandazo que casi lo levantó de un lado para esquivar en el último momento una pila de contenedores de basura atravesados en medio del carril. Con un quejido, el vehículo recuperó su posición natural y continuamos circulando por el centro de la calzada a toda la velocidad que podíamos.

Tras media hora de trayecto por la Castellana, en un recorrido que nos mantenía al borde del infarto, estaba claro que nos iba a llevar bastante tiempo salir de Madrid por tierra. La enorme calle, con sus diez carriles de anchura, era lo suficientemente amplia como para poder esquivar los ocasionales grupos de No Muertos que encontrábamos por el camino. De vez en cuando, los restos de un vehículo o de un puesto de control abandonado nos obligaban a avanzar en zigzag, pero por lo demás, el paseo estaba bastante despejado. Las calles secundarias que desembocaban en el eje principal estaban en su mayor parte cortadas mediante barricadas, hechas a base de montañas de coches apilados de forma improvisada. Algunas de esas barricadas habían caído por el paso del tiempo (o derribadas por la presión de los No Muertos), y unos cuantos miles de esos seres se paseaban por la calzada, como peatones borrachos. Prit los esquivaba con relativa facilidad, pero su número aumentaba a cada minuto que pasaba.

-¿Qué opinas de esas barricadas? -me preguntó el ucraniano, sin apartar la vista de la calzada.

-Me imagino que quisieron crear un corredor seguro para conectar los puntos con el exterior de la ciudad -repliqué, con los ojos pegados al periscopio de observación del comandante de carro-. Así, tendrían una ruta de evacuación bastante decente.

-¿Y entonces? -El ucraniano pegó un volantazo que hizo que mi barbilla chocase contra el borde del visor-. ¿Cómo es que apenas sobrevivió nadie?

-Ni idea. Seguramente la ruta debe de estar cortada algo más adelante -contesté, maldiciendo por lo bajo, mientras notaba el sabor salobre de mi propia sangre en la boca.

-¿Y qué vamos a hacer?

-No lo sé. Ya lo pensaremos cuando llegue el momento -contesté meditabundo, mientras pasábamos por debajo de las Torres KIO. Una de las torres había ardido casi desde los cimientos, y era tan sólo una montaña de hierros retorcidos que se elevaban en el aire como las raíces de un diente podrido. El Centauro se sacudió como una coctelera cuando Prit lo encaramó por encima de los escombros caídos en la calzada.

Tenía la piel de gallina. La sensación de ir circulando por el corazón de una ciudad muerta era fantasmagórica. La Castellana, normalmente llena de tráfico, estaba vacía, excepto algún que otro resto ocasional, y en algunos puntos, una gruesa capa de polvo, escombros y ceniza cubría por completo el asfalto. En un punto, incluso algunos pequeños árboles habían comenzado a retoñar entre las juntas de dilatación del asfalto, agrietándolo. Pero lo más opresivo era el silencio. Mientras el Centauro corría a poca velocidad no se oía ningún otro sonido aparte del rugido del motor diesel del blindado. Las ventanas de los edificios, muchas de ellas destrozadas, nos contemplaban como ojos oscuros des-de las aceras. En un determinado momento mi corazón galopó salvajemente al ver en una esquina un grupo de personas amigablemente reunidas en torno a la puerta de un restaurante. Cuando nos acercamos un poco más, sin embargo, resultaron ser un puñado de No Muertos, que asomaban sin cesar del interior de tiendas y portales atraídos por el ruido del Centauro al pasar.

Tras unos cuantos minutos más de marcha llegamos a la plaza de la Cibeles. Alguien había mutilado la estatua, a la que le faltaba la cabeza. Sobre el pecho de la diosa, habían escrito con tinta roja y mano temblorosa ISAÍAS 34-35.El vaso de la fuente estaba lleno hasta los topes de esqueletos cubiertos de harapos. Una mente desquiciada había colocado ordenadamente docenas de calaveras apoyadas en el borde de la fuente. Al pasar, sentí cómo los ojos sin vida de todos aquellos cráneos sonrientes nos seguían, amenazadores.

Un rato después, cuando llegamos a la glorieta de Atocha, Viktor detuvo el Centauro con un frenazo tan brusco que casi me derriba al suelo.

-¿Qué diablos pasa? -le pregunté-. ¿Por qué frenas?

-Mira ahí delante -replicó Pritchenko-. No podemos seguir por aquí.

La plaza de Atocha ya no existía. Uno de los edificios que hacía esquina había sido volado por los aires y sus restos obstruían gran parte de la calzada. En los puntos donde no había escombros, habían abierto anchas zanjas en el suelo, de varios metros de amplitud, que en aquel momento estaban llenas de agua de aspecto estancado. Para rematar la escena, varios camiones articulados yacían volcados, formando una muralla infranqueable, que partía aquel eje de la ciudad en dos.

-Fin del trayecto -musitó el ucraniano-. Y ahora, ¿qué hacemos?

-Retrocede -mascullé-; quizá si desandamos todo el camino y agarramos la M-30 podamos llegar más lejos. O si eso no funciona, podemos intentarlo por algunas calles secundarias.

Ni yo mismo me creía lo que estaba diciendo. En un vial tan ancho como la Castellana, el Centauro tenía alguna posibilidad de avanzar, pero en las calles secundarias, estrechas y llenas de restos de vehículos y edificios derruidos, nos quedaríamos atascados en menos que canta un gallo. Sin embargo, no nos quedaba otra alternativa.

Obediente, Prit trazó una amplia curva e hizo rodar el Centauro en dirección contraria. En aquella parte, el paseo de la Castellana se había transformado en el paseo del Prado, más estrecho y terriblemente lleno de árboles. Prit se las veía y se las deseaba para serpentear entre los troncos con el Centauro, cada vez que un grupo de No Muertos le obligaba a cambiar de carril. No podría decir la cantidad que nos rodeaba en aquel momento, pero superaba con creces el par de miles. Si el Centauro se quedaba atascado, no tendríamos la menor posibilidad.

Sentía los ojos ardiendo, mientras los apretaba contra el caucho del periscopio. Una gota de sudor se coló por una comisura y me eché hacia atrás para secarme el rostro. Cuando volví a pegar la cara al visor, un reflejo del sol sobre algo brillante llamó mi atención. Giré el periscopio hacia mi derecha y lancé un grito de advertencia.

-¡Prit! ¡Detente!

-¿Qué sucede? -preguntó el ucraniano, alarmado.

-He visto algo, a la derecha, encima de ese tejado -le indiqué a Viktor, que a su vez miró en la misma dirección. Estábamos detenidos justo delante de la puerta principal del Museo del Prado. Entre el follaje de los árboles se podía distinguir la cúpula del cuerpo central del enorme edificio, pero justo delante de ésta, sobre el tejado, un cristal de plexiglás lanzaba destellos cada vez que el sol incidía sobre él. Si no se hubiese abierto un hueco entre las nubes justo en el momento en que pasábamos por allí, no lo habríamos visto de ninguna manera.

-¿Es lo que creo que es? -pregunté tratando de controlar la emoción de mi voz.

-Si eso no es la cabina de un helicóptero entonces yo no he pilotado ninguno en mi vida -contestó el ucraniano, al cabo de unos segundos-. Es un aparato pequeño, de los de cabina de burbuja, pero demonios, sí, es un helicóptero.

El corazón me comenzó a palpitar con tanta fuerza que pensé que se me saldría del pecho. Si aquel pájaro podía volar, era nuestra mejor posibilidad de salir de aquel infierno.

-Está posado en el tejado -dijo Viktor, sin separar los ojos del visor- y parece estar de una pieza, pero hasta que no nos subamos a él no sabremos si puede volar o no.

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