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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (17 page)

BOOK: Los días oscuros
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Además, y sobre todo, lo más curioso en aquel momento era que no teníamos nada que hacer. No teníamos que ir corriendo a ninguna parte, ni nos estaba acosando ningún No Muerto. Por primera vez en muchísimo tiempo, estábamos absolutamente ociosos.

Sin embargo, era una imagen de normalidad engañosa. Semejante multitud nunca hubiese estado en los muelles antes del Apocalipsis. No se veía circulando ni un solo vehículo a motor, excepto algún URO del ejército, pero sí se veían grandes cantidades de animales de tiro, arrastrando improvisados carros hechos a partir de chasis de furgonetas. No me sorprendió nada descubrir que el «autobús» que debía llevarnos a nuestro nuevo hogar era en realidad una carreta arrastrada por dos bueyes.

Nuestro alojamiento era un antiguo hotel de tres estrellas, construido en los años setenta y que durante décadas alojó a innumerables legiones de turistas europeos que acudían a las Canarias, sedientos de sol y playa. Era evidente que el edificio, aunque limpio y pulcro, había conocido tiempos mejores, pues presentaba un aspecto un tanto ajado. Supuse que ya antes de convertirse en un montón de viviendas para refugiados aquel hotel no era precisamente el mejor de la isla. La antigua recepción se había convertido en un improvisado patio de comunidad por donde cruzaban chillando los niños que vivían con sus familias en el complejo. No habíamos visto muchos niños (posiblemente porque no habían sobrevivido demasiados), pero sin embargo la cantidad de bebés y mujeres embarazadas era abrumadora. Miraras a donde mirases, parecía que la mitad de las mujeres de la isla estaban a punto de dar a luz o en camino de hacerlo. Era como si un primitivo instinto de supervivencia impulsase a los supervivientes a reproducirse a toda costa. Había leído algo sobre un fenómeno similar ocurrido entre los supervivientes del Holocausto judío, pero nunca imaginé que podría llegar a verlo en persona. La sensación era bastante perturbadora.

La mayoría de los residentes en aquel edificio estaba compuesto por gente que, como Prit y yo, había sido clasificada como «personal auxiliar de la Armada», acompañados de sus respectivas familias. La mayor parte de ellos eran mecánicos, ingenieros, técnicos de mantenimiento, electricistas... incluso había un veterinario dos pisos más abajo. Todos ellos tenían conocimientos esenciales para la supervivencia de la comunidad en este nuevo mundo. Era eso lo que les hacía tan importantes. «Todos, menos yo», pensé con un poso de amargura. Tan sólo estaba allí porque la burocracia de la isla había determinado que Pritchenko y yo íbamos en el mismo paquete, como «supervivientes experimentados». Si no fuese tan trágico, me daría la risa.

Nos habían asignado tres habitaciones contiguas en un pasillo de la quinta planta. Teniendo en cuenta que sólo había electricidad durante seis horas al día (desde las seis de la tarde hasta medianoche), no dejaba de ser un auténtico incordio, sobre todo cuando había que subir tramo tras tramo de escalera.

Afortunadamente, los anteriores inquilinos habían decidido tirar los tabiques para unir las tres habitaciones y formar un improvisado apartamento, así que pudimos permanecer juntos. Las habitaciones estaban baqueteadas, pero limpias, había agua, aunque no caliente, y por lo que nos contaron, durante las horas en las que había fluido eléctrico se podía recibir la señal del canal de televisión que poseía la isla en los trasteados aparatos que estaban atornillados encima de la cama. En definitiva, no estábamos tan mal. Ésa era la parte buena.

La parte mala era que en veinte días Prit y yo debíamos presentarnos en un cuartel situado cerca del centro de la ciudad para que nos asignasen a un «grupo de trabajo especial».

Y algo me decía que aquel «trabajo especial» no nos iba a gustar nada.

Pero nada de nada.

19

Otra vez al lío. No me lo podía creer. Apenas hacía unas semanas que habíamos llegado a la isla y ya estábamos de nuevo envueltos en un fregado. Era para echarse a llorar. Tenía tal cabreo que cuando salimos del despacho le sacudí una patada a una papelera que cayó rodando por las escaleras, montando un jaleo de mil demonios. Con eso sólo conseguí ganarme una mirada fulminante de una secretaria, y un dolor de mil demonios en el pie durante dos días, pero mi enfado era enorme.

Tras unas felices semanas de relajación y asueto, que habíamos aprovechado básicamente para comer hasta hartarnos, descansar a pierna suelta y tostarnos en la playa, Prit y yo habíamos sido citados al mediodía de aquella mañana en la antigua sede del MALCAN (Mando de Apoyo Logístico de Canarias), en la plaza Weyler, muy cerca del centro de la ciudad. Un mensajero se presentó en nuestra residencia por la mañana con una citación urgente para ambos. Adormilado entre las sábanas al lado de Lucía pude oír a Prit en la habitación contigua, mientras discutía con el enlace y finalmente firmaba el comprobante. Me levanté con el pelo revuelto y legañas en los ojos y me encontré la expresión preocupada del ucraniano pintada en su rostro. Aquello no podía ser bueno.

-¿Qué diablos sucede? -pregunté mientras trasteaba con la cafetera y la llenaba con la sustancia infame que allí llamaban café-. ¿Qué quería ese tipo?

-Mejor míralo tú mismo -fue la respuesta del ucraniano, mientras me tendía la hoja de papel-. Creo que quieren que empecemos a ganarnos nuestro alojamiento.

Tras desayunar y asearnos, emprendimos el camino con una sensación de intranquilidad en el fondo del estómago. No teníamos muy claro qué era lo que querían de nosotros, así que decir que ambos íbamos con la mosca detrás de la oreja es quedarse cortos.

Un maltratado URO nos esperaba en la puerta del antiguo hotel. Su conductor, un chico muy joven vestido de uniforme, no aparentaba tener más de dieciocho años. Me jugaría un millón de euros a que ese muchacho llevaba poco tiempo alistado. Seguramente apenas unos meses antes era un refugiado más entre la multitud. Eso me hizo reflexionar. Los militares se habían llevado la peor parte de todo el Apocalipsis, sobre todo durante las primeras semanas, mientras defendían los Puntos Seguros. Con toda seguridad sus bajas fueron espantosas y habían tenido que llenar los huecos con lo que había disponible.

Tan sólo cinco minutos después de haber salido nos quedó suficientemente claro que aquel chaval que nos habían asignado como conductor no tenía mucha experiencia conduciendo un chisme del tamaño de un URO. Manejaba el pesado vehículo a tirones por las atestadas calles que conducían al centro, aporreando el claxon como un taxista de El Cairo en hora punta, y arrimándose despreocupadamente a carros de tiro, camiones, peatones e incluso montándose en ocasiones sobre las aceras. Cada vez que cambiaba de marcha parecía que deseaba hacer saltar en mil pedazos la transmisión del pesado vehículo militar. Sin embargo, de manera milagrosa, al cabo de cuarenta minutos de trayecto llegamos finalmente de una pieza a la plaza Weyler.

Al bajar del vehículo, Prit y yo echamos un vistazo a nuestro alrededor, sin ser capaces de creernos bien lo que estábamos viendo. Gran parte de los edificios que rodeaban la plaza presentaban claras huellas de haber ardido en mayor o menor grado. Muchas de las paredes estaban marcadas por restos de metralla, y huellas de innumerables balazos atestiguaban que la zona había sido objeto de una cruenta batalla. Una profunda mancha negruzca tiznaba el suelo bajo nuestros pies, como una especie de alfombra siniestra. Intrigado, se la señalé silenciosamente al ucraniano. Prit se agachó y rascó parte de la superficie con sus uñas y la olisqueó brevemente con gesto de experto. Sacudiendo la cabeza, se levantó y murmuró «napalm» antes de entrar en el edificio.

El antiguo cuartel estaba atestado de oficinistas correteando apresuradamente de un lado para otro mientras cumplían Dios sabía qué funciones.

Durante un rato nos mantuvieron esperando en una pequeña salita, adornada con docenas de banderines de regimientos que después del Apocalipsis probablemente ya no existían más que sobre el papel o en el recuerdo. Cuando finalmente un ajetreado sargento nos hizo pasar a un despacho contiguo, el sol ya había avanzado bastante en el cielo.

Tras el escritorio de aquel despacho estaba un tipo pequeño, calvo y con un ligero problema de sobrepeso. Debía rozar la cincuentena, y lucía una arreglada perilla que destacaba como un cañonazo sobre su piel blanca. Aquel hombre no vestía de uniforme, cosa sorprendente en aquel edificio, donde hasta aquel momento los únicos que habíamos visto vestidos de civil éramos nosotros mismos. En aquel instante hablaba apresuradamente por dos teléfonos a la vez, mientras que sus manos volaban a toda velocidad por el teclado del ordenador que tenía delante. A su lado, un ujier sostenía un montón de carpetas, mientras otro ayudante revolvía como un poseso entre un montón de documentación apilada en una mesa auxiliar. El tráfago de gente entrando y saliendo de aquel despacho era incesante, pero con un sistema, como en un ordenado hormiguero.

Nada más vernos, el tipo de la perilla nos hizo un gesto a Pritchenko y a mí para que nos sentásemos en unas sillas situadas enfrente de su escritorio, sin dejar de gritar órdenes por teléfono.

Mientras esperábamos a que acabase sus varias conferencias simultáneas me dio tiempo a echarle un vistazo al marasmo que nos rodeaba. La mayoría de las carpetas llevaban un sello que las identificaba como pertenecientes al 2.° Grupo Operacional de Intendencia. Por el contexto de las conversaciones intuí que aquella parte del edificio debía de ser la sede administrativa de dicha unidad, de la que hasta entonces no habíamos tenido ninguna noticia.

En aquel momento nuestro anfitrión, tras identificarse ante alguien como «Luis Viena, responsable de administración del 2.° de Intendencia», comenzó a discutir vivamente con la persona al otro lado del teléfono. Por lo visto, había algún tipo de problema con la disponibilidad de unos cuantos cientos de litros de combustible de helicóptero, que él quería de manera inmediata y que del otro lado por lo visto se negaban a facilitarle. Finalmente pareció llegar a algún tipo de acuerdo, tras mencionar algo llamado «prioridad presidencial», y colgó el teléfono con aire satisfecho.

Por un instante quedó en silencio, sumido en sus pensamientos. Tras unos interminables segundos parpadeó, se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente, mientras se volvía hacia nosotros con una amplia sonrisa en la boca.

-Buenos días, buenos días -comenzó a hablar como un torrente incontenible-. Les ruego que me perdonen por haberles hecho esperar tanto tiempo, pero es que organizar una operación de este calibre es difícil, muy difícil, sí señor, sobre todo con tan pocos medios disponibles, y el personal, el personal... -Lanzó un bufido despectivo, mientras hacía un gesto teatral con la mano-. La mayoría son buenas personas, sí señor, hombres y mujeres trabajadores y entregados, desde luego muy entregados, pero la formación y la experiencia, ¿saben?, la formación y la experiencia no se improvisan de la noche a la mañana, no señor -concluyó bajando la mano como si fuese un hacha imaginaria-. Y así no hay manera.

Prit y yo nos mantuvimos en silencio, mientras aquel hiperactivo hombrecillo se levantaba y, sin parar de despotricar, revolvía en uno de los archivadores. Finalmente encontró un par de carpetas con nuestros nombres escritos en las portadas y se giró triunfalmente con ellas en la mano, mientras las agitaba en el aire como si fuesen unos abanicos.

-Organización -dijo ufano-. Organización y sistema. Esas son las palabras clave, sí, sí señor -repitió mientras se sentaba de nuevo en su silla y apartaba distraído una montaña de informes de la mesa para poner los documentos que tenía en sus manos.

Leyó nuestros nombres en voz alta y durante los siguientes diez minutos se sumergió en la lectura de los expedientes (de un grosor considerable) a una velocidad sorprendente. De vez en cuando soltaba un «uhum» o un «ajá» e incluso en un par de ocasiones emitió un audible «oh» de sorpresa, mientras levantaba la cabeza para observar nuestros rostros. Finalmente, cuando consideró que había leído lo suficiente, dejó las carpetas sobre la mesa. El hombre apoyó allí sus gafas y se frotó los ojos con un gesto de increíble cansancio; acto seguido, comenzó a hablar con nosotros.

A lo largo de la siguiente media hora nos explicó que se llamaba Luis Viena (como ya habíamos adivinado) y era el responsable de administración de aquel grupo operativo. No vestía uniforme porque, pese a estar prestando servicios dentro de una unidad del ejército, no era militar. Hasta antes del Apocalipsis, Luis había sido un ejecutivo de Inditex, con más de quince años de experiencia dirigiendo uno de los gigantescos centros logísticos de distribución de ropa que la compañía poseía en Zaragoza. Estaba disfrutando de unas tranquilas vacaciones en su casa de las islas, con su mujer y sus hijas, cuando el mundo empezó a irse al carajo. Desde allí asistió impotente al derrumbe del mundo y a la derrota de la humanidad a manos de los No Muertos, así como a la llegada de los restos destrozados de los grupos de supervivientes, primero como una tromba y después, y poco a poco, como un leve goteo, que había acabado, de momento, en nosotros. Una vez que las cosas comenzaron a calmarse en Canarias, el ejército lo reclutó rápidamente para que se encargase de ordenar los trozos rotos en los que se había convertido su intendencia. Era la persona indicada, debido a su profesión, y la única que tenía alguna experiencia en organización de recursos considerables; por lo visto, su trabajo había sido notable hasta el momento.

No pude evitar sentir una profunda envidia de aquel tipo parlanchín y nervioso que se sentaba frente a nosotros. No sólo había sobrevivido al Apocalipsis tranquilamente sentado en las Canarias, en su propia casa y rodeado de su familia, sino que además su puesto estaba justo allí, confortablemente situado detrás de un escritorio, a cientos de kilómetros del No Muerto más cercano. Comparado con nuestra experiencia, una bicoca.

Además, algo me decía que Prit y yo íbamos a tener que oler la mierda mucho más de cerca que él. De hecho, y si mi instinto no me engañaba, en primera fila.

Evidentemente, el TSJ no había tenido la delicadeza de llevarse por delante tan sólo a los inútiles o malhechores, sino que desgraciadamente gran parte de los caídos eran personas con conocimientos o habilidades imprescindibles para la supervivencia del resto de la sociedad. Ingenieros, arquitectos, técnicos agrícolas, enfermeras, pilotos, médicos, soldados... de todo eso faltaba en grandes números, sobre todo de los últimos. El personal médico y los militares se habían llevado la peor parte en el reparto de muerte, al haber constituido la primera línea de defensa en la batalla perdida contra el TSJ. Ahora el gobierno estaba tratando de reconstruir las unidades militares y sanitarias a marchas forzadas, pero para eso hacía falta tiempo, sobre todo para el personal médico.

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