Los días oscuros (38 page)

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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Los días oscuros
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-Entremos en el edificio -contesté, decidido-. Tiraremos la puerta abajo con el Centauro y después buscaremos las escaleras de acceso al tejado.

-Vamos a ir muy justos para pasar entre las columnas del pórtico, pero no se me ocurre otra opción -afirmó Pritchenko después de meditarlo un rato-. De acuerdo... ¡Abróchate el cinturón, y sujeta bien al sargento! ¡Esto se va a sacudir un montón!

Con un bote, el Centauro se subió a la acera y guiado por Viktor, aceleró contra la puerta del Prado a toda velocidad. Cuando estábamos a tan sólo un par de metros me di cuenta de que el espacio entre las columnas era terriblemente escaso para el blindado, pero ya era demasiado tarde para rectificar. Sonó un chirrido espantoso cuando los costados del vehículo rascaron contra las columnas del pórtico. La situada a nuestra derecha se derrumbó con un estruendo indescriptible, y enormes trozos de granito del tamaño de una lavadora cayeron sobre el techo del blindado, cuando éste finalmente chocó contra la puerta del Museo del Prado y la reventó de cuajo.

Durante unos segundos, sólo se oyó el golpeteo de decenas de piedras de distinto tamaño cayendo sobre el techo del Centauro. Yo me sentía como si alguien me hubiese sacado por la boca todas mis tripas y después las hubiese vuelto a meter de cualquier manera dentro de mí. El arnés de seguridad me había sujetado contra el asiento, pero me apostaría doble contra nada a que debajo del neopreno tenía un buen verdugón sobre el hombro izquierdo.

-¿Estás bien? -La voz de Pritchenko sonó junto a mis pies, reconfortantemente cálida. El ucraniano ya se había desprendido de su cinturón de seguridad y gateaba hacia la torre de mando.

-Perfectamente -contesté-. ¿Y tú?

-Estoy entero -fue la parca respuesta del piloto-. Salgamos de aquí antes de que se acumulen muchos No Muertos.

Con extrema cautela levanté la escotilla delantera del Centauro y asomé la cabeza. El impacto había sido tan grande, que la mitad del vehículo se había colado dentro del vestíbulo principal del museo, mientras que la mitad trasera aún permanecía en el exterior, sepultada bajo enormes cascotes y restos de la columna que habíamos derribado. Un gigantesco trozo del pórtico, del tamaño de un coche pequeño, estaba caído justo al costado del Centauro. Solté un suspiro de alivio. Si aquel enorme trozo de granito hubiese caído encima del vehículo, ni siquiera su blindaje nos habría salvado de morir aplastados.

El interior del museo estaba fresco, en penumbra y sobre todo, vacío. No había rastro de supervivientes, y, lo más importante, ni un puñetero No Muerto estaba a la vista. Eso no significaba que no pudiera haber alguno vagando por dentro del edificio, pero me hubiese apostado mi último cigarrillo a que no había ni un alma, humana o no humana, dentro del Prado. Al fin y al cabo, el enorme palacio era como una fortaleza, con sus gruesos muros de piedra y sus puertas cerradas a cal y canto. Lo más probable es que Viktor y yo fuésemos los primeros visitantes del edificio desde que se cerró a causa de la cuarentena.

El chasis del Centauro y los escombros bloqueaban la puerta de acceso e impedían la entrada de los No Muertos del exterior, como pude comprobar con alivio. Me volví hacia el interior y me pasé el brazo del sargento Fernández sobre mis hombros para sacarlo de allí.

-Vamos, sargento, aguante un poco más -le animé-. Hay un helicóptero en la azotea y vamos a salir de aquí.

-Guarda tu aliento -dijo Viktor quedamente, mientras le levantaba un párpado al sargento y observaba fijamente su pupila-. Está muerto.

Consternado, apoyé con delicadeza el cuerpo del sargento sobre el asiento del conductor. Recordé el entusiasmo con el que había hablado del Centauro minutos antes de ser acribillado a balazos por Marcelo. Mentalmente, reconocí que, en efecto, aquel vehículo era soberbio y probablemente nos había salvado la vida. Ahora, aquel Centauro en particular sería su ataúd. Le abroché el cuello de la guerrera, empapada en su propia sangre, y con su pañuelo de cuello le limpié la mugre del rostro. Aquel hombre había sido un valiente y se merecía viajar a la eternidad con dignidad.

Con una última mirada al cuerpo del militar, salí del Centauro arrastrando detrás de mí una de las pesadas mochilas llenas de medicamentos. Viktor estaba fuera del vehículo, con la otra mochila a sus pies, y permanecía embobado mirando a su alrededor. A pocos metros de nosotros, las taquillas dormían, abandonadas y solitarias, mientras sobre las pilas de folletos y guías se acumulaba una gruesa capa de polvo.

-Es una pena lo de este sitio -comentó pensativamente el ucraniano-. El día menos pensado habrá un incendio, la mitad de la ciudad arderá hasta los cimientos sin que nadie haga frente al fuego, y entonces, todo lo que hay aquí dentro se convertirá en cenizas. Es una jodida pena, ¿no crees?

Me quedé en silencio por unos instantes. De pronto, siguiendo un súbito impulso, comencé a caminar hacia el interior del edificio a pasos apresurados. Viktor, confundido, me siguió a corta distancia.

-¿A dónde vas? -me preguntó, con los ojos muy abiertos-. ¡Los accesos a la terraza están por allí!

-Será sólo un minuto -le respondí, sin dar más detalles-. ¿Puedes dejarme tu cuchillo, por favor?

-¿Mi cuchillo? Sí, claro -dijo el ucraniano, sorprendido, mientras me lo pasaba-. Pero ¿para qué...?

-Sólo un instante, Prit, te lo prometo -dije mientras cogía el puñal que Viktor me alcanzaba.

Mi cabeza pensaba a toda velocidad. Era imposible salvar todos aquellos cuadros, pero al menos podríamos llevarnos uno o dos. La pregunta que me hacía era cuáles, de entre toda la enorme colección del museo.

Nos habíamos metido en las salas del siglo XVII. Colgadas desde una pared, las Meninas nos contemplaban tristemente, como adivinando que en muy poco tiempo serían pasto de las llamas. Desalentado, comprendí que cualquier cuadro de aquella planta era demasiado grande para que me lo pudiese llevar, incluso aunque lo desmontase del marco. De golpe, me fijé que en un rincón había un óleo de muy pequeño tamaño. Me acerqué a la carrera y lo contemplé.

Era un paisaje muy pequeño, un jardín lleno de cipreses, con un elegante arco de mármol blanco al fondo. El arco estaba cubierto con unas tablas mal colocadas y desde un nicho a la derecha, un dios griego contemplaba pensativamente al espectador, mientras unos personajes en primer plano conversaban de manera apacible. Aquel cuadro transmitía una inmediata sensación de paz y tranquilidad absoluta. El autor había conseguido, con el talento de un verdadero genio, atrapar un instante de calma y sosiego en una calurosa tarde de verano.

Rodeado de los majestuosos y enormes retratos de reyes y reinas muertos muchos siglos atrás, aquel pequeño óleo brillaba sin embargo con luz propia. Tenía mucha más fuerza y vida propia que cualquiera de los óleos que lo acompañaban en la sala. La placa situada debajo ponía VISTA DEL JARDÍN DE LA VILLA MÉDICIS y un poco más abajo, el nombre del autor, VELÁZQUEZ.

Sería aquél, pues. Descolgué el cuadro de la pared y lo apoyé boca abajo sobre un banco. En tiempos normales aquello habría disparado instantáneamente una alarma y antes de que hubiese podido ni siquiera respirar habría tenido a media docena de guardias armados a mi alrededor. Sin embargo, ni un solo ruido se oyó cuando comencé a soltar una a una, con la punta del cuchillo de Viktor, las grapas que unían el lienzo al bastidor. Cuando lo tuve suelto, lo enrollé cuidadosamente, hasta formar un tubo de poco más de cuarenta centímetros de alto y un dedo de grosor y lo metí en la funda vacía de los virotes, que llevaba adosada al muslo.

-Muchas gracias -le dije a Viktor mientras le devolvía su cuchillo.

-¿Por qué has hecho eso? -me preguntó el ucraniano, perplejo.

-Porque tenía que hacerlo. Esos medicamentos que llevamos en las mochilas son importantes, sin duda, pero esto -contesté impotente mientras señalaba los lienzos que colgaban a nuestro alrededor-, esto es igual de importante, Viktor. Es nuestra herencia, nuestro legado, la suma de todo lo que somos. Cuando todo esto se pierda una parte de nosotros se perderá para siempre. Cuando esto desaparezca, y eso sucederá dentro de muy pocos meses, o años, la civilización será un poco menos brillante. No podemos llevárnoslos todos, Viktor, pero al menos tratemos de salvar uno. Aunque sólo sea uno.

-De acuerdo -suspiró el ucraniano, arrastrándome de un brazo hacia las escaleras-. Pero vámonos de una vez, si no quieres que corramos la misma suerte que estas pinturas.

Mi mirada se paseó por última vez sobre aquellos lienzos famosos. Desde su caballo, Carlos V se despidió con una expresión burlona en el rostro, como si supiera que nosotros seríamos los últimos visitantes que recorrerían aquella sala.

47

Las escaleras que subían al tejado arrancaban de una puerta disimulada detrás de la cabina de guardia. Era un hueco estrecho y bastante oscuro, ya que sólo se filtraba la luz del lucernario superior, cubierto por bastante suciedad. Con muchísima cautela subimos aquellas escaleras, con Viktor abriendo la marcha cuchillo en mano.

Tuvimos que empujar entre los dos para abrir la hoja de cristal blindado y acero que remataba el hueco de las escaleras. Cuando salimos al tejado, nos quedamos estupefactos. Hasta donde alcanzaba la vista, rodeando el museo, una muchedumbre de docenas de miles de No Muertos se apiñaba a nuestro alrededor. Di un paso atrás, mareado.

-Dios mío... -mascullé-. ¡Son... muchísimos!

Un coro de gemidos se alzó desde la muchedumbre cuando nos vieron movernos hacia el helicóptero. Aunque sabíamos que no podían llegar hasta allí arriba, aquel sonido nos hacía chirriar los dientes.

Nos apresuramos a comprobar el estado del aparato. El helicóptero, pintado enteramente de blanco, no llevaba ningún dibujo ni emblema, aparte de la matrícula en la cola. Aquello no nos decía nada sobre quién era su propietario, dónde diablos estaba y el motivo que le había llevado a aterrizar allí, ni en qué momento, pero tampoco teníamos tiempo ni ganas de ponernos a investigar. Al fin y al cabo, si estaba muerto, no lo necesitaba, y si estaba vivo, pues bueno... Que no se hubiera dejado las llaves en el contacto.

-Tiene electricidad en la batería. -Viktor revisaba afanosamente los controles-. Y le quedan todavía unos cien litros de combustible, un poco más de un cuarto de depósito. Su último piloto era un tipo cuidadoso, sin duda. Cruza los dedos, amigo. Si el motor funciona, nos iremos de aquí en menos de cinco minutos.

Con lentitud, las aspas del helicóptero cobraron vida, girando despacio sobre nuestras cabezas mientras la turbina comenzaba a aullar. La cabina tenía un aspecto muy frágil comparado con las del Sokol o el SuperPuma, pero Viktor parecía estar bastante satisfecho con el aparato. Empujando la palanca de gases, las palas ganaron velocidad y de repente noté cómo nos elevábamos en el aire.

-¡Lo has conseguido, Prit! -grité alborozado-. ¡Lo has conseguido! ¡Estamos volando de nuevo! ¿Dónde está ahora tu fatalismo, joder?

-Muy lejos de aquí, espero -fue la sencilla respuesta del ucraniano, acompañada de una brillante sonrisa bajo sus bigotes-. Lejos de aquí. Ahora, vayámonos de una condenada vez, si no te importa.

Con un suave giro de muñeca, el helicóptero se elevó en el aire y por fin nos alejamos, camino del aeródromo de Cuatro Vientos.

Dejamos la ciudad condenada y en ruinas a nuestras espaldas, mientras nos volvíamos un punto cada vez más pequeño en la distancia, hasta por fin, desaparecer.

Y entonces, de nuevo, llegó el silencio.

48

El Airbus descansaba en un extremo de la pista, brillando bajo un sol poniente que arrancaba los últimos destellos de su chapa bruñida. El helicóptero dio un par de pasadas por encima del avión, pero ni un alma se asomó desde el interior. Si no fuese por el brillo del fuselaje, se podría pensar que aquel aparato llevaba allí tanto tiempo abandonado como el resto de los objetos esparcidos por la pista.

-Fíjate allí -me señaló Viktor, al tiempo que inclinaba el pájaro en una espiral para que pudiese ver lo que me señalaba.

Seguí la dirección que me indicaba mi amigo. Al final de la pista había un montón de hierros retorcidos que aún desprendían algo de humo y llamas.

-¡Es uno de los Buchones! -grité sorprendido-. ¿Crees que los froilos lo habrán derribado?

-No lo creo. -Meneó la cabeza-. Lo más probable es que el piloto se haya estrellado al intentar aterrizar. Esos pájaros no eran fáciles de manejar, ni siquiera en su época, así que imagínate la cantidad de cosas que pueden haber fallado después de llevar cincuenta años en un museo.

-No creo que el piloto haya salido con vida -murmuré lúgubremente, mientras contemplaba la pira que ardía a nuestros pies.

-Ni yo tampoco -convino el ucraniano-. Pero lo importante no es quién se ha matado sino quién está vivo ahí abajo en este momento.

Con un último giro el helicóptero se puso en la vertical de aterrizaje y comenzó a descender. Nada más tocar tierra, Viktor bajó las revoluciones del motor, pero no lo apagó. Si teníamos que salir corriendo, era mejor que estuviera en marcha.

Bajé del aparato y me acerqué con cautela al Airbus. Comprobé que las luces del interior estaban encendidas y las gigantescas turbinas del avión de pasajeros estaban en marcha, como si estuviesen a punto de salir de un momento a otro. De repente, la puerta lateral se abrió y un nervioso soldado se asomó, apuntándome con un fusil.

-¡Alto! -gritó-. ¿Quién va?

-¡Somos amigos! -respondí también a voces.

-¡Amigos! -tronó de nuevo la voz del soldado que me apuntaba-. ¿Amigos de quién?

Por el tono de voz de mi interlocutor adiviné que estaba terriblemente nervioso, y eso, cuando alguien te está apuntando con un arma, no es nada bueno. Miles de personas muertas a lo largo de la historia a causa de un dedo inquieto en el gatillo respaldarían esta afirmación. Así que medité por un segundo mi respuesta, antes de contestar. Había dos opciones y sólo una era la correcta.

-¡República! -grité, jugándome el todo por el todo-. ¡Amigos de la República!

Contuve el aliento, esperando el resultado de mi apuesta. Si los froilos infiltrados en el equipo del avión habían conseguido tomar el control del aparato, lo que me esperaba era una lluvia de balas y la muerte en medio de la pista de Cuatro Vientos. Si por el contrario, eran los republicanos quienes estaban a bordo, aún teníamos una posibilidad.

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