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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (39 page)

BOOK: Los días oscuros
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El soldado se relajó ostensiblemente y bajó el arma. La descarga de adrenalina que sentí fue tan grande que casi caí redondo en medio de la pista. A cara o cruz, y había salido cara. Una vez más...

-¿Dónde está el resto del equipo? ¿Y dónde está el comandante? -preguntó atropelladamente el soldado, al que ya podía ver mejor. Era un chico muy joven, poco más que un adolescente-. ¡Tenemos un grupo de froilos infiltrados entre nosotros!

-Lo sabemos -respondí cansadamente, mientras cogía una de las mochilas que Viktor traía a rastras desde el helicóptero-. Sólo quedamos nosotros. El resto ha muerto, incluido Tank.

-¿Todos muertos? -El chico casi se atragantó del susto-. ¿Tank también?

-Eso es -intervino Pritchenko, con voz cansada-. Queda un grupo de unos tres froilos fuertemente armados, que en estos momentos debe estar viniendo hacia aquí en un carro blindado con un cañón bastante grande. No creo que sea prudente quedarnos.

-Eso lo tiene que decidir el piloto, supongo -contestó dubitativo el soldado.

Subimos apresuradamente a la cabina. En el suelo yacían tres cuerpos cubiertos por mantas manchadas de sangre. De debajo de una de las mantas asomaba un brazo terminado en una mano crispada.

-¿Eran tres? -preguntó Viktor.

-No, eran tan sólo dos -contestó el soldado, meneando la cabeza-. El otro es el alférez Barrios. Acabó con uno de ellos antes de que le matasen.

En ese momento salió de la cabina un teniente de mediana edad. Por el aspecto de su uniforme, adiviné que debía ser uno de los pilotos del avión.

-¡Menos mal que han llegado! -dijo mientras nos daba la mano efusivamente-. ¡Si llegan a retrasarse una hora más habríamos salido sin ustedes! Hemos intentado ponernos en contacto con Tank por radio desde hace horas, pero no respondía nadie. Cuando esos dos cabrones intentaron secuestrar el avión, imaginamos que algo similar debía de haber ocurrido con el equipo de tierra.

-Más o menos -respondí, mientras recordaba que el operador de radio se había despeñado cuando cayeron las escaleras de acceso-. Sólo que en nuestro caso, los froilos consiguieron hacerse con el control. En estos momentos vienen hacia aquí, y tienen un blindado con un cañón que podría volar este avión en mil pedazos, si se lo proponen, teniente.

-Entonces no perdamos tiempo -replicó el piloto, mientras volvía a toda prisa hacia su cabina-. Más tarde nos contarán que es lo que sucedió. ¡Ahora, despeguemos!

Agotado, me dejé caer en uno de los sillones, mientras los dos soldados supervivientes y el piloto cerraban la puerta del Airbus. Viktor, por su parte, demasiado excitado por las metanfetaminas, se había colado en el asiento del desaparecido copiloto (que en esos momentos ardía a fuego lento entre los restos del Buchón), tras comentar en voz suficientemente alta como para que le oyese todo el mundo que no estaba dispuesto a volver a pasar un viaje en el compartimiento de pasajeros.

Un par de minutos más tarde, el Airbus rodaba lentamente por la pista hasta llegar al extremo más alejado. Al girar, una de sus alas pasó brevemente por encima de la valla, cubriendo con su sombra a varios centenares de los miles de furiosos No Muertos que se concentraban al otro lado de la empalizada. Mientras el piloto hacía las últimas comprobaciones, miré con curiosidad a través de las ventanillas, tratando de adivinar la silueta del Centauro acercándose por la carretera, pero lo único que pude ver era una marea interminable de No Muertos.

Descubrir que el avión se había ido sin ellos sería un trago muy amargo para Marcelo, Pauli y Broto, sin duda. Y probablemente, una condena de muerte. Sin casi municiones, ni provisiones, y en medio de ninguna parte, sus posibilidades eran mínimas. Lo sentía especialmente por Broto, pero él había hecho su propia elección. Cara o cruz... Y él escogió cruz.

«Al menos aún tiene la bala que le regaló Marcelo -pensé-. Espero que también tenga el suficiente valor para usarla.»

Los dos motores del Airbus rugieron cuando el piloto los puso a su máxima potencia. Entre una sinfonía de ruidos y crujidos, el avión aceleró por la pista, sacudiéndose con fuerza, hasta que, milagrosamente, se elevó en el aire, salvando la valla del otro extremo por menos de medio metro de distancia.

Al cabo de diez minutos, el avión se estabilizó a cinco mil metros de altura y comenzó su viaje de dos horas de vuelta a Tenerife. Demasiado excitado por las drogas, no fui capaz de conciliar el sueño. Además, me sentía eufórico por estar vivo y de vuelta a casa. Mi mente divagaba, pensando en el recibimiento de héroes que nos darían. Viktor había limpiado su reputación, llevábamos dos mochilas con medicamentos suficientes para abastecer una farmacia y yo tenía una chica preciosa esperándome en casa. Todo era perfecto.

Le di una palmada a la funda de mi pernera, donde reposaba a buen recaudo el Velázquez que había rescatado del Prado. Podía imaginarme la cara de estupefacción que pondría Lucía cuando le regalase aquel cuadro único, para colgar en la pared de nuestro salón. Sonreí, satisfecho, mientras me acurrucaba en mi asiento. Lucía estaría encantada.

49

Tenerife

-¡Eh! ¿Qué diablos sucede ahí abajo? -Era el soldado con acné quien se formulaba esa pregunta en voz alta, mientras nuestro avión realizaba la maniobra de aproximación a la terminal de Los Rodeos, en Tenerife.

El vuelo había transcurrido sin sobresaltos, y un día esplendido de principios de verano nos había acompañado mientras tomábamos tierra. Sonrientes, aunque cansados, Viktor y yo nos abrazamos antes de que el aparato se detuviese, cuando aquella frase lanzada al aire llamó nuestra atención.

-¿Qué pasa? -pregunté mientras soltaba mi cinturón de seguridad y me acercaba a la ventanilla del otro lado del avión.

Nadie me respondió. Todo el mundo estaba demasiado absorto contemplando el panorama que se ofrecía ante nuestros ojos. Todo el aeropuerto parecía un hormiguero después de que un niño travieso le hubiese dado una patada. Docenas de hombres corrían de aquí para allá, mientras que una larga hilera de camiones militares con las cajas abiertas salía ordenadamente de las instalaciones. En cada uno de los vehículos, apretados como estorninos, docenas de soldados con expresión tensa y armados hasta los dientes le daban un último repaso a su equipo.

-Esto no tiene buena pinta -murmuró una voz conocida a mi oído. Me giré hacia Viktor Pritchenko que, a mi lado, observaba con aire preocupado todo el movimiento del exterior.

-Puede que sólo sea un ejercicio, o unas maniobras -comenté, con aire casual.

-No lo creo -replicó el ucraniano-. Fíjate en todos esos camiones. Con la escasez de combustible que tiene la isla, mover tantos vehículos a la vez es una sangría para las reservas. No, esto sólo puede obedecer a algo. Algo gordo de verdad.

No tuvimos mucho más tiempo para divagar, ya que en aquel instante la escalerilla exterior se adosó al Airbus y se abrieron las puertas. Antes de que pudiésemos salir, un grupo de soldados cubiertos con trajes bacteriológicos y fuertemente armados entró dentro de la cabina.

«Oh, no, joder, otra vez no», pensé instantáneamente, pero enseguida me calmé. La actitud de los soldados no era hostil, sino más bien amigable. Tras escrutar atentamente a todos los presentes (y comprobar que no había una pandilla de No Muertos babeando en el interior del compartimiento de carga), bajaron las armas y se despojaron de las capuchas de los trajes. Todo el mundo se relajó ostensiblemente.

-Bienvenidos de vuelta, chicos -dijo el oficial al mando del grupo, mientras se pasaba el dorso de la mano sobre la frente-. Habéis escogido un día complicado para volver. Hace un calor de cojones y encima estamos en alerta máxima.

-¿Qué diablos pasa? -preguntó Prit.

-Por lo visto los froilos han atacado el hospital del centro de Tenerife o algo así -comentó el oficial, como de pasada-. Según he oído, la cosa ya está controlada, pero al parecer hay docenas de muertos.

-¡Viktor! -Sujeté por los brazos a mi amigo mientras palidecía-. ¡El hospital! ¡Lucía y sor Cecilia!

-¿Qué ha sucedido exactamente? -preguntó el ucraniano, mientras me hacía un leve gesto para que me calmase-. ¿Cuántos son?

-Nadie parece saberlo muy bien, al menos por aquí -replicó el oficial, visiblemente perplejo por aquel interrogatorio en toda regla-. Hay quien dice que el objetivo podría ser el laboratorio bacteriológico del hospital, pero yo creo que lo más probable es que hayan intentado asaltar la farmacia. Todo el mundo sabe que hoy en día los medicamentos valen una fortuna.

Su mirada se posó en ese momento en las mochilas repletas que descansaban en medio del pasillo y automáticamente un brillo codicioso apareció en sus ojos.

-¿Qué tal os ha ido a vosotros, chicos? ¿Sólo traéis estos dos bultos? ¿Dónde está ese viejo cabrón de Tank?

Por toda respuesta, guardamos silencio. La expresión del oficial pasó de la codicia a la incredulidad.

-¿Tank? ¿Muerto? -balbuceó atónito, mientras meneaba la cabeza-. ¿Y el resto...? Entonces sólo quedáis... ¿vosotros? ¡Joder! Pero ¿qué diablos ha pasado ahí fuera?

-Los froilos -respondió quedamente Viktor-. Como aquí.

-¡Mierda! -maldijo el oficial, pegando un puñetazo en uno de los mamparos del avión-. Esta jodida guerra civil va a acabar con los pocos restos que dejaron los No Muertos. ¿Quién coño necesita una infección para exterminar a la raza humana? ¡Nosotros solos nos bastamos, gracias!

-Escuche, oficial -me adelanté, mientras sus hombres escoltaban al resto del equipo de Tank fuera del aparato-. Tenemos que ir a casa lo antes posible. Mi novia trabaja en ese hospital y tenemos además una amiga allí ingresada, y queremos saber...

-Hay un procedimiento que debemos seguir -replicó el oficial, tajante-. Siete días de cuarentena para todo el equipo, lo sabéis muy bien. Fuisteis informados antes de salir.

Traté de contener mi impaciencia. No podía esperar siete días en cuarentena, ni tan si-quiera una hora. Tenía el presentimiento de que algo iba terriblemente mal y necesitaba reunirme con Lucía y sor Cecilia cuanto antes.

-Escuche -le dije, apartándolo a un lado-. Simplemente necesito una hora para estar seguro de que ella está bien. Una cochina hora. Antes de que nadie se dé cuenta, estaré de vuelta en la zona de cuarentena, se lo juro por Dios.

-Sabe que no puedo hacerlo -replicó-. Nos meteríamos en un lío horrible, usted y yo, si alguien se enterase.

-Nadie se enterará, se lo prometo -le dije ansiosamente, mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de mi guerrera.

Finalmente encontré lo que buscaba, media docena de cajas de antibióticos, del paquete que había embutido en mis bolsillos a toda prisa cuando salíamos del depósito de Madrid. Aquel pequeño alijo valía una fortuna en Tenerife, y los ojos del oficial se abrieron con codicia cuando vio lo que le ofrecía de manera disimulada. Mi idea original había sido venderlos en el mercado negro, pero salir de allí cuanto antes era mucho más urgente.

-Una hora, ni un minuto más -musitó quedamente el oficial, mientras se metía los paquetes en sus bolsillos de forma disimulada-. Si dentro de una hora no están de vuelta, daré parte de que se han fugado y el problema será plenamente suyo. Dispararán a matar, ya lo sabe.

-Correré ese riesgo -repliqué, mientras cogía una de las Glock y me la colgaba a la cintura.

-Correremos ese riesgo -apuntó Prit, mientras agarraba uno de los HK y se ponía a mi lado.

-Prit, muchas gracias, pero no tienes por qué venir -le dije-. Esto es asunto mío. Es un pálpito, y a lo mejor no tengo razón, pero creo que Lucía me necesita ahora mismo, y no dentro de una semana. Si nos pillan fuera, nos meteremos en un lío, y vive Dios que tú ya tienes bastantes problemas como para...

-¡Acaba con ese parloteo de una puñetera vez! -me cortó, tajante, el ucraniano-. Voy contigo y se acabó. Y ahora, corre, si quieres que nos dé tiempo a estar aquí en una hora.

Miré agradecido al ucraniano y contuve las ganas de darle un fuerte abrazo. Aquel pequeño tipo era un gran hombre, y sobre todo un amigo leal hasta la muerte. Tenía suerte de contar con él.

Salimos atropelladamente del avión, mientras el oficial se alejaba trotando hacia la terminal convertida en zona de cuarentena. Ignoraba qué excusa daría para justificar nuestra ausencia, pero no me cabía la menor duda de que tendría el asunto controlado, al menos durante la hora prometida. Ese tipo de personas siempre se las apañan, de una forma u otra.

Tras cinco minutos de furiosa negociación (y el gasto de dos cajas adicionales de antibióticos que desaparecieron rápidamente en los bolsillos indicados), Viktor y yo nos encontramos sentados sobre una montaña de metal reciclado apilada en la caja trasera de un asmático camión que rodaba hacia Tenerife, con su conductor terriblemente contento por la repentina e inesperada fortuna que le había sonreído.

El viaje se me hizo interminablemente largo. Cuanto más nos acercábamos al centro de la ciudad, más intenso era mi pálpito. El número de controles militares era abundante, pero los pasábamos sin ningún problema. En uno de ellos, el suboficial al mando nos confesó que estaban en plena caza de una mujer, una agente de los froilos que había participado en el asalto al hospital, pero no nos dio más detalles.

-¿Qué opinas, Viktor? -le pregunté a mi leal amigo, que súbitamente parecía cansado.

-No me gusta. No me gusta nada -respondió el ucraniano-. Espero que encontremos a tu chica cuanto antes. Toda esta gente está paranoica y por si no te has dado cuenta todo el mundo va armado hasta los dientes. En el momento menos pensado algún chiflado va a perder los nervios y va a empezar a disparar, y entonces se va a liar gorda.

-Opino lo mismo que tú -contesté-. Espero que al menos Lucía se encuentre en un lugar seguro.

Cinco minutos después el camión llegó a una barrera más guarnecida que los anteriores controles. En aquel check-point, además de una compañía de soldados y guardias civiles, había aparcadas un par de tanquetas e incluso un nido de ametralladoras.

-El viaje se acaba aquí -nos dijo el conductor del camión, tras conversar brevemente con uno de los oficiales al mando del control-. Toda la zona alrededor del hospital en un radio de mil metros ha sido evacuada y no permiten pasar más allá.

-¿Por qué? -pregunté mientras bajábamos del camión-. ¿Qué diablos ha pasado?

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