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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (35 page)

BOOK: Los días oscuros
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-Va a ser que no, sargento -oí que decía Pauli-. Salga del blindado y que pueda ver sus manos. ¡Vamos!

Estupefacto, levanté la cabeza. Pauli apuntaba al sorprendido sargento con su HK mientras Marcelo, a su lado, sostenía la MG 3 apuntada hacia nosotros desde la torreta del Centauro. Por su parte, el soldado del tobillo roto se acercó cojeando hasta nosotros y lentamente nos desarmó uno a uno, arrojando nuestras armas al interior del vehículo.

-No se enojen, señores. -La voz de Marcelo, suave y fría como una daga, sonó con claridad-. Pero ustedes se quedan aquí.

43

Tenerife

-¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí? -La voz llegaba amortiguada por el pesado traje protector-. ¡Oye, no llevas puesto traje de aislamiento! ¡No puedes entrar aquí sin él!

Lucía se dio la vuelta al oír la voz apagada a sus espaldas. Al girarse vio a una mujer de unos cincuenta años de edad que la escrutaba fijamente desde el interior de la visera de un traje bacteriológico. La mujer sostenía una bandeja de probetas en una mano y una tablilla de anotaciones en la otra y permanecía de pie al lado de un microscopio.

-¡Estás herida! -dijo de pronto la mujer, con voz alarmada, mientras señalaba la pernera ensangrentada del uniforme de enfermera de Lucía-. ¡Esto es una zona de aislamiento! ¡Puedes contaminarte!

Antes de que Lucía pudiese pronunciar una sola palabra, una serie de disparos rápidos sonaron desde el otro lado de la puerta. Ambas oyeron una serie de gruñidos y ruidos de golpes, puntuados por más disparos. En un determinado momento se oyó la voz atronadora de Basilio Irisarri gritando «¡Eric, ayúdame de una puta vez!» y después, tan sólo el silencio.

La mujer del traje se acercó a la puerta y pegó su cabeza a la pequeña ventana ovalada del centro. Lo que vio le hizo dar un respingo y apartar la cabeza de forma brusca.

-¡Están fuera! ¡Los No Muertos están fuera! ¡Hay seis cubículos abiertos! -Se giró hacia Lucía, con los ojos relampagueantes de ira-. ¿Los has soltado tú? ¡Contesta!

-Eh, tranquilícese, ¿vale? -replicó la joven, sin amedrentarse-. ¡Ahí fuera hay dos tipos que...!

-No creo que quede mucha gente ahí fuera, por lo que veo -murmuró la mujer, mientras se dirigía a toda prisa a uno de los ordenadores. Tras teclear un código, una sirena comenzó a sonar insistentemente.

Otro médico, también vestido con un traje biológico, asomó la cabeza del despacho contiguo. Parecía confundido por la alarma, y llevaba una pistola en la mano.

-Eva, ¿qué diablos pasa? -preguntó. Cuando su mirada se posó en Lucía sus ojos se abrieron como platos-. ¿Quién es?

-No lo sé -respondió la mujer que atendía al nombre de Eva, volviéndose hacia Lucía-, pero es una buena pregunta. ¿Quién eres, chica?

-Me llamo Lucía y trabajo en este hospital -contestó atropelladamente-. Hay docenas de personas disparando por todas partes en las plantas de arriba, es una casa de locos... ¡Hay un montón de muertos y heridos! Unos hombres me han venido siguiendo hasta aquí tratando de matarme... ¡Han matado a sor Cecilia! ¡Tienen que ayudarme! -Hasta a ella misma le sonaba incomprensible lo que decía, pero era incapaz de calmarse, después de haber estado a punto de morir.

-Tranquila, tranquila. Enseguida llegará la gente de seguridad y se encargará de todo, ¿de acuerdo? -dijo Eva mirando a Lucía y poniendo una mano en su hombro-. Mientras tanto, ¿por qué no te sientas un rato y te tranquilizas?

Lucía sintió instantáneamente una oleada de alivio recorriéndole todo el cuerpo. Estaba a salvo. Todo iba a salir bien.

Se dejó caer en una silla, sintiéndose de golpe terriblemente agotada. Se estiró sobre el respaldo, pero al instante notó el escozor del fino corte que se había autoinfligido accidentalmente con el bisturí. Levantó la cabeza para pedirle a aquella gente tan amable un poco de agua oxigenada, o algo por el estilo, pero la mujer que se llamaba Eva estaba de espaldas justo delante de ella.

Fascinada, observó que el visor del casco del otro médico, de pie justo debajo de uno de los focos del techo, reflejaba como un espejo a la mujer. En el momento en que iba a abrir la boca, Eva hizo un gesto que transformó la fascinación de Lucía en terror. Con una mano, señalaba discretamente el arma que sostenía el doctor, mientras que se pasaba la otra por el cuello con un gesto inequívoco.

-¿Sabes? -decía en ese momento la mujer-. Creo que será mejor que esperemos dentro de esa... ¡Eeeeey! Pero ¿qué haces?

Lucía había saltado como un resorte y había pasado uno de sus brazos alrededor del cuello de la mujer. Con la otra mano sostenía la hoja de bisturí a la altura de sus ojos. Por un terrible instante se dio cuenta de que no tenía ni la más remota idea de qué hacer a continuación.

-Quiero salir de aquí -dijo, simplemente, tras un segundo de duda-. Ahora.

-¡Tranquilízate! ¡Suelta a la doctora Méndez, por favor! -dijo el otro individuo, con voz temblorosa, mientras levantaba el arma.

Lucía estaba casi segura de que aquel tipo (probablemente un ayudante, o un auxiliar) no se atrevería a disparar. Hay que tener algo especial en la sangre para poder dispararle a otra persona mirándole a los ojos, le había dicho Viktor una vez. Y Lucía prácticamente estaba convencida de que el ayudante no tenía lo que había que tener.

Así que, respirando hondo, apretó con más fuerza su brazo en torno al cuello de la doctora.

-Quiero salir de aquí. Ahora -volvió a repetir-. O te juro por Dios que le rajo el cuello de lado a lado.

-Escucha, ¡no puedes salir de aquí! -dijo la doctora Méndez con voz entrecortada-. Los sujetos No Muertos te han herido en la pierna, posiblemente te hayan infectado... Es mejor que me sueltes.

-Nadie me ha herido en la pierna -indicó Lucía, concisa.

-Estás sangrando -señaló torpemente el otro médico, como si aquello no fuera una obviedad del tamaño de un elefante.

-¡Me he cortado a mí misma sin querer! Tenía este bisturí en la mano y al entrar he tropezado y me he caído. Entonces me he cortado, ¿entienden? -protestó, pero con pocas esperanzas de que la creyesen.

-Por supuesto, por supuesto te has cortado tú sólita al pasar entre media docena de infectados. Oí esa misma historia en el Punto Seguro de Valencia un millón de veces antes de que nos evacuasen -jadeó Eva entrecortadamente-. Oye... me... vas... a... estrangular...

-¿Hay otra salida? -preguntó Lucía mientras aflojaba un poco su abrazo sobre el cuello de la doctora. No era su intención que nadie más saliese dañado, pero tenía que escapar de allí. Si creían que estaba infectada no se hacía muchas ilusiones sobre el «tratamiento» que le esperaba.

-Está la otra esclusa de acceso, la que da a la zona de despachos -contestó el otro médico con voz vacilante, mientras señalaba la puerta que había a sus espaldas.

-Maldita sea, Andrés, ¿por qué no te callas de una puta vez? -barbotó Eva furiosa, mientras sus ojos despedían chispas. En aquel instante, aprovechando que Lucía había aflojado su abrazo, la doctora impulsó bruscamente su cabeza hacia atrás. El borde trasero del casco golpeó con fuerza a Lucía en la frente, y por un instante lo único que pudo ver fueron un montón de manchitas de colores bailando delante de sus ojos.

Aquélla era la oportunidad que la doctora Méndez había estado esperando. Con un codazo seco en el tórax de Lucía, que dejó a la joven sin aire en los pulmones, se desasió de ella y se apartó rápidamente hacia un lado.

-¡Dispara, Andrés, dispara! -gritó-. ¡Está infectada!

-¡No puedo dispararle, Eva! -replicó el médico llamado Andrés con voz quejumbrosa-. ¡No puedo! ¡Hazlo tú!

-¡Trae aquí, imbécil! -gruñó la doctora Méndez mientras le arrebataba la pistola a Andrés de un palmetazo.

Ese pequeño instante fue suficiente para que Lucía se escurriese como una anguila hasta la última habitación, donde la puerta de la esclusa de desinfección estaba tentadoramente abierta. Con un salto se arrojó dentro de la esclusa y cerró la puerta a sus espaldas. Una mano apareció en el último segundo por el quicio de la puerta, agarrando su brazo.

-¡La tengo, doctora, la tengo! -La voz del ayudante sonaba triunfal, hasta que Lucía, sin miramientos, le clavó el bisturí con fuerza en el antebrazo, obligándole a retirarlo-. ¡Aaayyyy, estoy herido, doctora! ¡Creo que me ha mordido!

Lucía cerró con fuerza la puerta y apretó el botón de la pared. En pocos segundos, sus ojos volvían a lagrimear a causa de los productos químicos. Tras dos interminables minutos, la luz cambió a verde y la joven salió a un coqueto despacho, atestado de papeles y con montañas de libros apilados por las esquinas. Tropezando entre ellos, Lucía consiguió llegar hasta la ventana, que daba a un pozo de ventilación mal iluminado.

Adosada a una pared, una escalera de incendios subía hacia las plantas superiores. Sin dudarlo un segundo, la joven comenzó a trepar por ella hasta llegar al nivel de la calle.

El exterior era un caos. Docenas de personas bajaban a empujones por las escaleras, tropezando entre ellas y gritando histéricamente. Un grupo de enfermeros trataba infructuosamente de atender a los heridos de los pasillos, pero se veían desbordados ante el aluvión de gente que llegaba sin cesar. Desde dentro del hospital se oían de vez en cuando disparos aislados. Daba la impresión de que algunos de los grupos de seguridad aún no se habían dado cuenta de que estaban cazando sombras.

-¡Eh! ¡Oye! ¡Ven aquí! -Un enfermero corpulento y de piel oscura la cogió por un brazo. Lucía, aterrorizada, intentó desasirse, pero aquel hombre era demasiado fuerte-. ¡Tranquila, chica, sólo quiero ayudarte! A ver, déjame ver esos cortes.

Antes de que se pudiese dar cuenta de lo que sucedía, Lucía se vio llevada casi en volandas por el enfermero a una zona del jardín exterior, donde algún médico con iniciativa había montado un apresurado hospital de campaña.

-El corte de la pierna no parece muy profundo, pero en la frente te has llevado un buen golpe... ¿Y qué diablos te han echado en los ojos? -le preguntó mientras vaciaba un chorro de agua destilada en sus globos oculares. Lucía sintió al instante una agradable sensación de alivio-. ¡Eh, creo que hay alguien ahí dentro que está usando gases lacrimógenos!

-Estoy bien, gracias, estoy bien -fue todo lo que pudo musitar Lucía.

-Sí, eso parece. Será mejor que te apartes un poco de este lío, al menos hasta que las cosas se organicen -respondió el enfermero, escrutándola fijamente.

En ese instante dos camilleros apoyaron a su lado una parihuela donde traían a un soldado agonizante con una enorme herida de bala en el pecho. El sanitario concentró entonces toda su atención en el herido y Lucía aprovechó ese momento para escabullirse por un lateral del jardín.

Cuando se alejó unos cuantos metros del hospital se detuvo, mareada, delante del escaparate vacío de una tienda. Contempló su reflejo durante unos instantes, pensativa. Tenía el pelo apelmazado a causa de las duchas de productos químicos, y por su ropa parecía haber pasado un huracán. La pernera de su pantalón blanco estaba teñida de rojo a causa del corte, y lucía un enorme chichón en medio de la frente, justo por encima de sus ojos congestionados por los ácidos.

«No me extraña que la gente me mire -se dijo la joven-. Lo extraño es que no echen a correr espantados. Parezco una yonqui a tope de crack.»

Un grupo de guardias civiles se acercaban en aquel momento al trote por la acera. El primer impulso de Lucía fue acercarse a ellos y contarles lo que había sucedido. Habían asesinado a sor Cecilia prácticamente delante de sus ojos, así como a Maite. Las autoridades tenían que hacer algo, tenían que capturar a los responsables de aquello. Quizá incluso aún estuviesen por allí cerca. Se estremeció al pensar en eso y no pudo evitar echar una mirada atemorizada a su alrededor.

Cuando ya empezaba a cruzar la calle se detuvo súbitamente, asaltada por un tenebroso pensamiento. Si detenía a los guardias y les contaba aquella extraña historia de pistoleros, monjas y No Muertos, lo más probable sería que la retuviesen un buen rato, mientras se aclaraba aquel follón («sobre todo con la pinta de colgada que llevas»). Y no tenía la menor duda de que en aquellos momentos los médicos del laboratorio («el zoo, le llamaban el zoo a aquel sitio horrible») ya estarían dando a los guardias armados del hospital una descripción detallada de la enfermera de ojos enrojecidos a la que habían «herido» los No Muertos.

Y aquellos médicos también habían querido matarla.

Sin que hubiese hecho nada malo, y sin atender a sus explicaciones, habían querido matarla.

«¿Por qué? -se preguntó, al borde de las lágrimas-. ¿Por qué?»

«Porque te tienen miedo, estúpida. Porque les aterroriza que el virus se desate de nuevo, y creen que tú puedes ser la puerta al infierno.»

«Pero yo no he hecho nada -protestó-. ¡Nada! Y ni siquiera me he acercado a los No Muertos.»

«¿Te crees que eso le importa a alguien? -rió amargamente la voz de su cabeza-. Ahora, sé buena chica y sal de aquí a toda velocidad... por tu bien.»

Sin atreverse a levantar la mirada, Lucía pasó de largo al lado de los guardias civiles. El bocinazo de un claxon la sobresaltó, cuando un pesado camión militar, que llegaba a toda velocidad, se detuvo con un crujiente chirrido de frenos en la puerta del edificio. Un grupo enorme de legionarios pertrechados con armamento pesado bajó de un salto y se metió a la carrera dentro del hospital.

Con un estremecimiento, Lucía les dio la espalda y empezó a correr.

Sólo en ese instante se dio cuenta de que no tenía a donde ir.

Era una fugitiva.

44

Madrid

-¿De qué coño va esto? -gruñó el sargento, demasiado sorprendido como para poder moverse-. ¡Dejaos de tonterías, que no estamos para bromas, joder!

-Esto no es broma, pelotudo -replicó lentamente Marcelo, casi masticando las palabras-. Nosotros nos vamos, ustedes se quedan. Es sencillo.

-¿Estáis mal de la cabeza o qué? -gritó Broto, sin poder contenerse-. ¡Los No Muertos están a punto de llegar! ¡Tenemos que salir de aquí cagando hostias!

-Por supuesto que nos vamos, pero no a Tenerife -contestó Pauli, sin apartar sus ojos de nosotros-. Estos medicamentos son propiedad del gobierno español legítimo y nos marchamos a Gran Canaria con ellos. ¿Queda claro?

Tank había estado en silencio hasta ese momento, demasiado anonadado para poder hablar, pero aquello fue demasiado para él. Rojo de furia, se acercó hasta los dos soldados encaramados en el vehículo, haciendo caso omiso a las armas que le apuntaban.

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