Noté un golpe suave en el hombro y descubrí que Dorrie estaba sentada a mi lado. No preguntó nada, no hizo ningún comentario. Supongo que todo estaba bastante claro sin necesidad de hablar de ello.
Según el cronómetro de mi traje, habían pasado trece horas. Aquello nos dejaba treinta y pico más antes de que Cochenour regresara a buscarnos. Era una tontería malgastarlas allí sentados. Por otra parte, ¿qué sentido tenía hacer otra cosa? Bueno, siempre podía echar una cabezada, pensé... y al despertar me di cuenta de que llevaba un rato durmiendo.
Dorrie estaba acurrucada a mi lado, también dormida.
Quizás os preguntéis cómo alguien, expuesto a un vendaval térmico polar, puede dormir. Pero no es tan difícil como parece. Basta con que estés hecho polvo y totalmente desesperado. Dormir no sólo consiste en tejer el viejo y enredado ovillo del descanso, sino que es un buen modo de perder de vista la realidad cuando se convierte en algo demasiado asqueroso para enfrentarse a ella. Como entonces.
Pese a todo, quizá Venus sea el último reducto de la ética puritana. En Venus se trabaja. Los que no lo aceptan pronto quedan fuera de juego, porque no sobreviven.
Era una locura, desde luego. Se mire como se mire, estaba acabado, pero tenía la sensación de que debía hacer algo. Me aparté de Dorrie, me aseguré de que su traje estuviese sujeto a la anilla de amarre del iglú y me levanté.
Advertí que precisaba un gran esfuerzo de concentración para mantenerme en pie. No me importó. Era casi tan útil como el sueño para mantener alejados los pensamientos sobre la realidad.
Se me ocurrió —reconozco que aun entonces sólo me pareció una posibilidad remota— que mientras Dorrie y yo dormíamos tal vez hubiese sucedido un milagro. Algo como... bueno, digamos... que quedasen ocho o diez Heechees vivos en el túnel... y tal vez nos hubiesen oído llamar y hubieran abierto el fondo del pozo. Así que entré a gastas en el iglú para comprobarlo.
Nada de nada. Escudriñé el pozo para asegurarme, pero seguía siendo un agujero ciego que desaparecía en una oscuridad polvorienta al final de la luz de la linterna. Maldije a aquellos Heechees tan poco hospitalarios —por no existir, supongo— y de una patada arrojé algunos desechos al agujero, sobre sus cabezas ausentes.
La ética puritana no me dejaba en paz. Consideré qué debería estar haciendo. No se me ocurrían muchas posibilidades. ¿Morirme? Sí, claro, pero eso iba a suceder de todos modos. ¿Qué tal algo más constructivo?
La ética puritana me recordó que siempre hay que dejar los sitios como los has encontrado. Así que subí las barrenas con el cabrestante y las dejé allí colgando mientras arrojaba a patadas más escombros en el interior de aquel hueco inútil. Cuando hube hecho espacio suficiente, me senté a reflexionar.
Consideré qué habíamos hecho mal, y no con la intención de hacerlo bien la próxima vez, sino más bien como si tratase de desentrañar una vieja jugada de ajedrez. ¿Por qué no habíamos dado con el túnel?
Tras un rato de confusa cavilación, creí encontrar la respuesta.
Estaba relacionada con las características del gráfico autosónico. La gente como Dorrie y Cochenour cree que una representación sísmica es como uno de esos mapas subterráneos del centro de Dallas, que muestra todas las alcantarillas, los conductos, las tuberías y los túneles del metro, indicados de modo que si tienes que meterte en alguno basta con cavar en el lugar señalado para encontrarlo.
No es así exactamente. El gráfico se basa más en las probabilidades. Muestra una vaga aproximación. La señal se va construyendo, minuto a minuto, a partir de los ecos del resonador. Recuerda a una de telaraña en sombras y es mucho más extensa de lo que en realidad sería ningún túnel con los bordes encrespados. Cuando miras la señal sabes que, como mucho, te está informando de que algo proyecta la sombra. Quizá sea una superficie de contacto de las rocas o una bolsa de grava. Con suerte, será un túnel Heechee. Sea lo que fuere, hay algo, pero tú no sabes dónde exactamente. Si un túnel mide diez metros, lo que constituye una buena media para un enlace Heechee, la señal de la sombra parecerá de cincuenta, quizá de cien. De modo que ¿dónde excavar? Ahí interviene el arte de la exploración. Tienes que basarte en una suposición fundada.
Puedes excavar justo en el centro geométrico, si aciertas a descubrir dónde está el centro. Es el sistema más sencillo. O puedes perforar en el punto donde las sombras son más densas; así lo hacen la mayoría de exploradores experimentados. Se trata de un método tan bueno como cualquier otro.
Sin embargo, el hábil e inteligente Audee Walthers ha ideado un sistema más efectivo. Yo lo hago a mi manera. Intento pensar como un Heechee. Contemplo la señal como un conjunto e intento descubrir qué dos puntos pretendían unir los Heechees. A continuación trazo un recorrido imaginario entre ambos, discurro dónde habría colocado el túnel si yo fuera el ingeniero en jefe Heechee y empiezo excavando en ese punto.
Eso había hecho. Obviamente, me había equivocado.
Algo muy sencillo podía haberme inducido a error, desde luego: que la señal fuese una bolsa de grava.
Aquella explicación era perfectamente plausible, pero no muy útil. Si desde el principio nos habíamos equivocado y allí no había ningún túnel, lo teníamos mal. Yo buscaba una respuesta más constructiva, y entre las brumas de mi mente me pareció atisbar una.
Visualicé el aspecto de la señal en el monitor. Había acercado el aerotaxi tanto como había podido al emplazamiento indicado. Como no había podido excavar allí, porque la nave estaba justo encima, había montado el iglú a unos dos metros, ladera arriba. Empezaba a pensar que aquellos pocos metros constituían la clave del error.
Esa vaga conjetura complació a mi torpe cerebro. Resultaba admirable por mi parte, me dije, haberlo discurrido todo en el estado en que me hallaba. A efectos prácticos, aquello no cambiaba las cosas, desde luego. Si hubiera tenido otro iglú, habría regresado encantado al aerotaxi y habría vuelto a intentarlo, suponiendo que hubiese sobrevivido el tiempo suficiente. Sin embargo, era absurdo darle vueltas a la idea, porque no tenía otro iglú.
Así que me senté al borde de aquel pozo oscuro con las piernas colgando y asentí complacido, felicitándome por mi perspicacia en la resolución del problema; de vez en cuando tiraba algo de escoria al interior. Creo que mi actitud se debía a un deseo inconsciente de morir, porque de vez en cuando se me ocurría que lo mejor que podía hacer era saltar al pozo y arrastrar todos aquellos escombros tras de mí.
No obstante, la ética puritana no veía con buenos ojos la solución.
De todas formas, haciendo eso sólo habría resuelto mis problemas personales. A la joven Dorotha Keefer, que roncaba expuesta al vendaval térmico del exterior, no le habría servido de nada. Le deseaba algo mejor que una vida sórdida e insegura viviendo de los turistas en el Huso. Era demasiado mona, amable y...
Me asaltó la idea de que si Boyce Cochenour me caía tan mal era, en parte, porque él tenía a Dorrie Keefer y yo no.
Aquella idea también resultaba interesante. Supongamos, pensé al tiempo que reparaba en el mal sabor de boca y en el insoportable dolor de cabeza, supongamos que el traje de Cochenour se hubiera roto cuando le cayó la barrena encima y que hubiera muerto allí mismo. Supongamos, puestos a ello, que hubiéramos encontrado el túnel y el premio del interior. Habríamos vuelto al Huso, nos habríamos hecho ricos, y Dorrie y yo...
Pasé un buen rato pensando en lo que Dorrie y yo habríamos hecho si las cosas hubieran salido de otro modo y todas mis fantasías fuesen realidad; pero no lo eran, y la situación no podía ser peor.
Arrojé más escombros al pozo de un puntapié. Cada vez estaba más convencido de que el túnel se hallaba a pocos metros de donde habíamos excavado. Se me ocurrió saltar al fondo y escarbar con las manos.
En aquel momento me pareció buena idea. No estoy seguro de hasta qué punto me dejé llevar por la fantasía o por los desvaríos de un hombre muy enfermo. No hacía más que pensar en cosas raras. Se me ocurrió algo maravilloso: tal vez aún hubiera Heechees dentro y cuando saltara al fondo para abrirme paso escarbando, golpearía el primer trozo de pared azul que encontrase y ellos abrirían el túnel para dejarme entrar.
Eso habría sido fantástico. Incluso imaginé su aspecto, entre afable y majestuoso. Quizá llevaran togas y me ofrecieran vinos especiados y frutas exóticas. Tal vez supiesen hablar inglés y pudiese comunicarme con ellos, hacerles unas cuantas preguntas que me venían rondando. «Oye, Heechee, ¿para qué servían en realidad los molinillos de oraciones?», habría preguntado. O bien: «Heechee, perdona que te moleste, pero ¿tienes algo en tu botiquín que me pueda salvar de la muerte?» O quizás: «Heechee, siento haberte dejado el jardín hecho un desastre, procuraré adecentarlo.»
Tal vez fue aquel último pensamiento el que me impulsó a seguir echando escombros al pozo. No tenía nada mejor que hacer y, quién sabe, quizá me lo agradeciesen.
Al cabo de un rato el pozo estaba medio lleno y ya no quedaba basura, aparte de la que se había salido del iglú, pero no tenía fuerzas para ir a buscarla. Quise hacer algo más. Volví a engastar las barrenas, remplacé las hojas romas con las últimas afiladas que nos quedaban, varié el ángulo de perforación en veinte grados y las puse en marcha ladera abajo.
Hasta que Dorrie estuvo a mi lado ayudándome a estabilizar las barrenas durante la perforación del primer par de metros, no me di cuenta de que tenía un plan. No me acordaba. Ni siquiera recordaba que Dorrie se hubiera despertado y hubiese entrado en el iglú.
Debía de tratarse de un buen plan, pensé. ¿Por qué no compensar el ángulo de perforación? ¿Teníamos algún modo mejor de pasar el rato?
No, de modo que empezamos a excavar.
Cuando las barrenas dejaron de ejercer presión en nuestras manos y comenzaron a perforar la roca sin ayuda, despejé un espacio junto al iglú y pasé un rato empujando escombros al exterior.
A continuación nos quedamos allí sentados, mirando cómo las barrenas escupían trozos de roca del nuevo agujero, sin hablar. Enseguida me quedé dormido.
No me desperté hasta que Dorrie me aporreó el casco. Los escombros nos inundaban. Resplandecían azules, tan brillantes que casi me dañaban la vista.
Las barrenas debían de haber estado arañando el material de la pared Heechee durante una hora o más. En realidad ya le habían hecho algunos agujeros.
Cuando miramos hacia abajo, vimos el ojo redondo, brillante y azul del túnel, que nos devolvía la mirada. Era una hermosura, desde luego. No dijimos nada.
No sé cómo conseguí abrirme paso entre el montón de escombros hasta la gatera. Tras sacar a patadas un par de metros cúbicos de restos, cerré la antecámara y la precinté. A continuación me puse a revolver por la pila de desechos buscando los cohetes. Por fin los encontré, aún no me explico cómo, y conseguí sacarlos y cebarlos.
Cuando los disparé, nos apartamos rápidamente. Vi el rayo de luz brillante salir del pozo proyectado en el techo del iglú. Después se oyó un silbido de gas corto y súbito, y un estruendo cuando cayeron los fragmentos sueltos del fondo del pozo. Habíamos abierto un túnel Heechee.
Estaba intacto y nos aguardaba. Nuestra hermosa conquista era una virgen. Le arrebatamos la virginidad con infinito amor y respeto, y entramos en su interior.
Debí de quedarme inconsciente una vez más, porque de repente me di cuenta de que me hallaba en el suelo del túnel. Tenía el casco abierto, así como las cremalleras laterales del traje. Estaba respirando un aire viciado y estancado que tenía doscientos cincuenta mil años de antigüedad y cuyo olor delataba hasta el último minuto. Pese a todo, era aire.
Me pareció más denso que el de la Tierra y mucho menos húmedo, pero la presión parcial de oxígeno se aproximaba bastante a la terrestre. Yo mismo constituía una prueba de ello, porque lo había respirado sin morir.
A mi lado, en el suelo, estaba Dorrie Keefer.
También llevaba el casco abierto. La luz azul de la pared Heechee no la favorecía y tenía tan mala cara como pueda tenerla una chica guapa. Al principio dudé de si respiraba. No obstante, a pesar de su aspecto, tenía pulso y le funcionaban los pulmones. Cuando notó que la palpaba, abrió los ojos.
—Dios, estoy hecha polvo —dijo—. ¡Pero lo hemos conseguido!
Yo no respondí. Dorrie Keefer había hablado por los dos. Nos quedamos allí sentados, sonriendo como un par de bobos, como dos caretas de Halloween recortadas contra el resplandor azul Heechee.
En aquellos momentos no me sentía capaz de hacer nada más. Estaba muy aturdido. Me bastaba con el hecho de tener conciencia de que seguía vivo. No quería poner en peligro aquella realidad precaria e inverosímil moviéndome de un lado a otro.
Pero estaba incómodo, y al cabo de un momento advertí que tenía mucho calor. Cerré el casco para resguardarme, pero el olor era tan insoportable que volví a abrirlo, imaginando que el aire sería mejor.
En aquel momento se me ocurrió cuestionarme por qué el calor sólo resultaba incómodo y no fatal, como sería lógico.
El material de las paredes Heechees conduce la energía lentamente, pero no tanto como para que se demore cientos de miles de años. Mi enfermo y agotado cerebro rumió aquello un rato y por fin, a trancas y barrancas, llegó a la conclusión de que hasta hacía poco, quizás algunos siglos o unos miles de años como máximo, aquel túnel se había mantenido fresco de manera artificial. De modo que me dije sabiamente: tiene que haber algún tipo de maquinaria automática. Aunque sólo encontrásemos eso, ya valdría la pena. Estropeada o no, ésas son las cosas que te hacen rico... Aquel pensamiento me hizo recordar a qué habíamos ido. Recorrí el pasillo con la mirada, ansioso por descubrir el emplazamiento del botín Heechee gracias al cual las cosas se arreglarían.
Cuando iba al colegio en Amarillo Central, mi maestra favorita era una mujer minusválida llamada Stevenson. Solía contarnos historias de Bulfinch y Hornero.
La señorita Stevenson me amargó todo un fin de semana con la triste historia de un griego cuya mayor ambición era convertirse en un dios. Deduje que debía de tratarse de un objetivo muy normal para los griegos jóvenes e inteligentes de aquellos tiempos, aunque no estoy seguro de que lo alcanzasen con mucha frecuencia. Cuando se hizo el propósito, aquel hombre ya ocupaba una buena posición —era rey de alguna parte de Lidia—, pero no le bastaba. Aspiraba a la divinidad. Los dioses incluso le dejaron ir al Olimpo, y todo indicaba que lo había conseguido... hasta que metió la pata.