Los gozos y las sombras (100 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Devolvió el retrato a Carlos.

—Claro que yo no tendré nunca ese collar de esmeraldas…

Clara encargó a la
Chasca
que se cuidara de su madre. Le dio las llaves de la casa.

—Si la oyes gritar y hace bueno la bajas a la huerta, pero cuida que la tapa del pozo tenga el candado puesto. Si no ando alerta, un día se me cae y se me ahoga.

El coche esperaba ya ante la puerta de doña Mariana. Estaba la calle desierta. Un oleaje manso golpeaba las piedras del muelle y un vientecillo menudo rizaba la sobrehaz de la mar.

El chófer saludó a Clara:

—Don Carlos está esperando.

Pero Carlos no tenía prisa. Se empeñó en que Clara le acompañase a desayunar. Parecía especialmente amable aquella mañana. Le ayudó a quitarse el abrigo, le dijo que estaba muy guapa y mandó que sacasen para ella los tesoros de mermeladas guardadas por la Vieja.

Clara comió con ganas y elogió el desayuno. Carlos llamó a la
Rucha
, le dio algunas órdenes y mandó a la hija que, a media mañana, fuese a llevar un recado a Rosario.

Ya en el coche, Clara le dijo:

—Oí que se casa la
Galana
.

—Sí. Yo seré el padrino.

Clara le miró y Carlos sintió como si la mirada le acusase de sinvergüenza. Empezó a liar un cigarrillo.

Quedaron callados un buen rato. Carlos fumó pitillo tras pitillo; Clara se adormiló. Cerca de Santiago se pinchó una rueda. Clara se despertó.

Mientras cambiaban el neumático, pasearon en silencio.

En Santiago fueron directamente al Banco. El cheque era nominal; Clara tenía que presentar algún documento, o dos firmas, al menos, de comerciantes en plaza. Ni traía consigo la cédula, ni conocían a nadie del comercio. A Carlos se le ocurrió telefonear a La Coruña, al Banco de doña Mariana, donde le conocían. Después de algunos trámites, pudo garantizar a Clara.

Allí mismo hicieron el giro a Juan. Treinta y siete mil quinientas pesetas. De la otra mitad, Clara se guardó cinco mil y con el resto abrió una cuenta corriente. De pronto, todo eran facilidades. Un empleado muy oficioso se lo dio resuelto. Después de media hora, Clara tuvo en el bolsillo el talonario de cheques.

—Ya soy rica.

Quiso devolver a Carlos el dinero que éste le había prestado en un par de ocasiones, pero Carlos lo rechazó.

—Era de doña Mariana.

—Pues no te vendría mal que lo aceptases. Podrías, al menos, hacerte un traje. Da pena verte con esa chaqueta y esos pantalones. Y tampoco te sobrará una gabardina.

—¿Para qué, si voy a marcharme?

—Pues para eso. No vas a andar por el mundo como un pordiosero. Además, sí vas a la boda de Rosario tienes que ponerte guapo. No le gustará que se le rían del padrino.

Le convenció. Fueron a una tienda de ropas hechas, pero Carlos no encontró nada a su gusto.

—Aquí, en Santiago, había muy buenas sastrerías.

Entraron en un bajo oscuro: «Pozas e Hijos. Sastrería eclesiástica y civil». Clara, nada más entrar, se detuvo ante una sotana nuevecita, puesta en un maniquí. Una sotana con treinta y tres botones colorados y un cordoncillo de lo mismo. La acarició.

Carlos se dirigió a un hombre que llevaba colgada al cuello una cinta métrica. El hombre cortaba unos paños oscuros, siguiendo unas líneas trazadas con jaboncillo azul. Le dijo que quería un pantalón gris, de estambre, y una chaqueta de pana.

—Como estos que llevo puestos.

Se quitó la gabardina, para que el sastre los viese. El sastre lo miró con un punto de desprecio. Alargó los dedos y tentó la tela. Luego quedó con la mano en el aire.

—En esta sastrería…

Clara se había acercado. Interrumpió:

—No sé por qué te empeñas en andar siempre vestido de sabio —dijo a Carlos.

—Quizá porque no sepa vestir de otra manera.

Carlos se volvió al sastre:

—Mire usted: hace muchos años que visto así y no quiero cambiar. Pero no me opongo a que la calidad de los tejidos sea mejor y el corte excelente. Usted tiene fama de buen sastre.

El sastre sonrió, halagado.

—Gracias a Dios, esta casa trabaja para la Mitra desde hace casi un siglo. Ya mi abuelo, que en gloria esté, vestía a los señores arzobispos de su tiempo y, desde entonces, ni uno ha dejado de hacerse la ropa aquí. Menos el actual, si he de ser fiel a la verdad. Como es andaluz… Pero, en cambio, vestimos a las dignidades del cabildo.

—Yo, en realidad, no quiero una sotana.

—Ya, ya, comprendo. Pero también vestimos al señorío y a muchos catedráticos. Aquí, en Santiago, la gente se precia de vestir bien.

—Entonces me hará usted la chaqueta de pana.

—En el caso de que se encuentre en plaza tejido de buena calidad. Sólo en ese caso. Nuestras confecciones son siempre de los mejores tejidos.

—Es que, además, tendría usted que probarme hoy. No vivo en Santiago y esta noche regresaré…

—¿A dónde?

—A Pueblanueva.

—¡Ah, sí, Pueblanueva del Conde! Allí tengo un buen amigo y correligionario, el presidente de la Comunión Tradicionalista. Don Baldomero Piñeiro, boticario.

—¡Ah, el boticario! —dijo Clara.

—¡Ah, don Baldomero! —dijo Carlos.

En la sastrería eclesiástica y civil de «Pozas e Hijos» —más propiamente hablando, nietos— surgieron las facilidades. Resultó que en aquella sastrería se había vestido también el padre de Carlos. Mientras tomaba medidas, se refirió el sastre a un canónigo muy culto, don Ceferino Tafur, que, visto en ropas menores, parecía enteramente un escarabajo, pero que, con la sotana y el manteo allí confeccionados, resultaba elegante. «Le hago traer las telas de la misma Roma, y las medias escarlata. Lleva además hebillas de plata en los zapatos, como Dios manda.»

—¿No será para él esta sotana? —preguntó Clara, y señaló la del maniquí.

—¡Oh, no! —dijo el sastre—. Don Ceferino cabe dos veces en ella… Y venga usted a última hora, hacia las ocho, y le haré la prueba…

Entonces, Clara anunció que también ella tenía que hacer sus compras, y metió a Carlos en una mercería y empezó a revolver en cajas de ropa interior, y a escoger y a rechazar, y a pedir consejo a Carlos sobre bragas, sostenes y otras cosas menudas y fascinantes, hasta que eligió cuatro o cinco juegos interiores, y una faja, y dos pares de medias. Lo pagó todo y mandó que se lo enviasen a tal sitio. Después preguntó a la mercera dónde se podían comprar aquellas cosas por junto.

La mercera le respondió que en el almacén, en tal calle y tal número, pero que el almacén no vendía más que a comerciantes establecidos.

—Es que yo voy a poner una tienda.

Llevó a Carlos al almacén. Les recibió un caballero de mediana edad, a quien las piernas de Clara encandilaron inmediatamente. Clara lo advirtió y no bajó la falda. El caballero le informó del modo de comprar, de la forma de pago: «Efectos a noventa días», y Clara preguntó que qué era aquello. El caballero le enseñó una letra de cambio y le dio una sucinta idea de la legislación mercantil acerca de las letras de cambio, y del tanto por ciento en que había que incrementar el precio de las mercancías para obtener ganancias, y… Hablaba mucho, con una mezcla de sorna y de entusiasmo, siempre con la cabeza baja, con la mirada fija en las rodillas de Clara. Le enviaría un viajante de la casa, al que podría hacer el pedido: un hombre con experiencia, que la aconsejaría bien.

—Si usted va a poner una mercería, no estaría de más que, antes, hiciese alguna práctica comercial. Nosotros no tendríamos inconveniente en admitirla aquí una corta temporada, pongamos quince días, y enseñarla.

—Gracias. Pero no puedo abandonar a mi marido y a los niños. Usted no se hace una idea de lo que es una casa sin la madre.

Miró a Carlos cariñosamente.

—Sobre todo a mi marido. Sin mí no sabría ni ponerse los calcetines.

El notario llegó puntual. Le pasaron al salón, y Carlos acudió en seguida. El notario le saludó con familiaridad exagerada. Carlos pensó que, en el fondo, se burlaba. El notario traía consigo una cartera negra, grande, abultada. Carlos temió que el testamento de doña Mariana alcanzase aquel volumen. Pero lo que el notario sacó de la cartera y se dispuso a leer era de dimensiones normales: no pasaba de diez folios, mecanografiados a tres espacios, copias aparte.

El notario era bajo, redondo, barrigudo; de voz chillona y marcado acento regional. Dejó el testamento sobre la mesa e hizo un preámbulo largo acerca de sus relaciones con doña Mariana; pasaba de treinta años que la conocía y había sido su amigo y el depositario de sus secretos. Al decir esto sonrió:

—Usted ya sabe…

Le había aconsejado como jurista ducho. Pero doña Mariana admitía consejos hasta cierto punto.

—El testamento que le voy a leer es un puro dislate, un capricho, casi una niñería, y perdóneme usted que me exprese en estos términos, aparentemente irrespetuosos. ¿Había entrado mi dilecta amiga en el período de senilidad, en esa segunda infancia que los médicos atribuyen a la arterioesclerosis cerebral? Me lo temo, porque este testamento lo hizo poco antes de morir, después de anular el anterior, que era más razonable. Existe, además, un codicilo cuyo contenido ignoro, y que seguramente será más disparatado todavía. ¡Y cuidado que yo le advertí y aconsejé debidamente! Pero mi conciencia está tranquila. Le aseguro que no tengo la culpa de que las cosas hayan sido así. Usted sabe que su voluntad nadie fue capaz de torcerla.

Empezó a leer:

—Por lo pronto, faltan las habituales disposiciones de carácter religioso. ¡Y cuidado que le insistí: encargue usted funerales, doña Mariana, funerales de lujo, como a su posición corresponde! Y ella me respondió: «¿Para qué, si no creo en Dios?». «Entonces, ¿por qué ese empeño de que la entierren en la iglesia?» «Porque la iglesia es mía y porque tengo mis razones.»

La información de Cayetano era excelente. El texto del testamento coincidía con lo que le había contado a Carlos. Había algunas cosas más, de las menudas: mandas para las sirvientas; condonaciones de rentas, donativos.

—Pero ¿y si no acepto ese encargo de administrar los bienes?

—Espere hasta el final, no sea apresurado.

En el caso de que la señorita Germaine Sarmiento no aceptase las condiciones estipuladas para que se la considere heredera de doña Mariana, o en el caso de que el señor Carlos Deza rechazase el encargo que se le hacía, el testamento se consideraría nulo y, en su lugar, todos habrían de atenerse al codicilo.

—Pues ya puede usted ir abriéndolo, porque yo no acepto.

—¿Por qué se precipita?

El notario apartó unas copias del testamento y guardó el original.

—Una de estas copias es para usted. La otra deberá enviársela a la señorita Germaine Sarmiento, que vive en Paris, plaza del Tertre, 2. Sería conveniente que le escribiese y le advirtiera que el testamento difícilmente puede impugnarse. La partida más disparatada, la de los barcos, aparte de que no sería conveniente litigar sobre ellos, porque los obreros armarían la de San Quintín, y ganarían, tal como van las cosas en este país, es perfectamente legal, porque el valor de los barcos apenas roza el tercio del total. En cuanto a usted… Su caso tiene dos aspectos: el primero, el de administrador, no creo que le dé muchas molestias. ¡A nadie se le entregó una fortuna con más libertad, amigo mío! Puede usted hacer y deshacer durante cinco años sin que nadie tenga derecho a exigirle cuentas. Tampoco estoy seguro de que un abogado lograse anular esta disposición. El segundo es más pesado, pero tiene muchas escapatorias para un hombre inteligente. ¿Ha pensado usted, por ejemplo, en que como administrador y gerente tiene perfecto derecho a nombrar un apoderado? Y un apoderado, amigo mío, le libraría a usted de todos los engorros. Si consideramos que los barcos son cosa perdida, es lo mejor que puede hacer. Mi consejo es que se ponga al habla con los pescadores y que ellos elijan una persona de confianza. Usted le da plenos poderes, y allá ellos. Si roban, que roben; si fracasan, que fracasen. Usted se lava las manos. Lo que usted no puede hacer, lo comprendo, es. echarse encima esa responsabilidad y ser blanco de las iras del populacho si las cosas terminan mal.

Abrochó la cartera, pero no hizo ademán de levantarse.

—Hay un punto…, un aspecto secundario, sobre el que también me gustaría aconsejarle. Las acciones del astillero. Tiene usted que venderlas. ¿Ha pensado algo de esto?

—No.

—El señor Salgado las querrá comprar. Es natural. Pero tengo entendido que alguna firma importante de Vigo está también interesada en el asunto. Aparte de que podría usted obtener una comisión considerable, estoy seguro de que le pagarían por ellas una buena cantidad. Son acciones muy valiosas, todo el mundo lo sabe. Y los astilleros son un negocio que va para arriba; una de las industrias más potentes de todo el litoral gallego. De modo que, cuando usted haya tratado con el señor Salgado, hable conmigo.

—Supongo que el señor Salgado está ya al tanto de esto. ¿No sabe usted que hace más de una semana que tiene en su poder una copia de ese testamento?

—¡No me diga!

—Una copia puntual. Lo que usted acaba de leer coincide con lo que él me anunció en esta misma habitación.

El notario, puesto en pie, llevó la mano al pecho.

—¡Le doy mi palabra de honor…!

—No hace falta. Pero ¿sabe usted lo que me dijo? «Al juez, al notario y al cura no se les debe comprar, habiendo secretarios, chupatintas y sacristanes.»

—¡Chupatintas! ¡Hay tres en mi notaría!

—Uno de ellos puede estar enterado de que una firma de Vigo codicia las acciones que doña Mariana poseía de los astilleros Salgado. Puede usted estar seguro.

—En cualquier caso, eso a usted no le afecta.

—No. Pero Cayetano ya habrá tomado sus precauciones. Yo, en su caso, haría igual. Por otra parte, la comisión a que usted se refiere no me interesa gran cosa, y el dinero de la señorita Sarmiento y del otro beneficiario, otro tanto. No venderé tirado, por conciencia, pero no me romperé la crisma con nadie por lograr un buen precio.

—¿Debo inferir de lo que usted dice que acepta la administración de los bienes que fueron de la difunta señora Sarmiento?

Al menos en este punto… Es un acto de cortesía con unas personas que no conozco.

El notario guiñó un ojo.

—Una chica muy hermosa, ¿no? Y con una dote excelente.

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