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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (136 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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VI

La iglesia del monasterio estaba vacía y oscura. Germaine entró y sintió un escalofrío. Se arrimó a una pilastra y trazó una cruz vaga, desde la frente al pecho. Miró alrededor, en las sombras, y hacia arriba, hacia las bóvedas de piedra ennegrecida. Un ave oscura volaba en el espacio húmedo, buscaba una salida. Germaine no pasó adelante, ni se arrodilló: corrió a la puerta. Al salir, la sacudió el viento.

—¿Ya rezó? —le preguntó la
Rucha
desde el coche.

—Sí.

—Si quiere que la acompañe…

La
Rucha
sacaba la cabeza por la ventanilla y gritaba contra el remolino. El conductor había encendido un cigarrillo y leía el periódico.

Germaine vio un llamador en la puerta, y golpeó; vio la cadena de una campanilla, y tiró. Arreciaba el viento y se cobijó como pudo. El lego tardó unos minutos: le precedió un ruido de llaves. Asomó por un resquicio la jeta, coronada de pelos encrespados.

—¿Qué quería? Ave María Purísima.

Germaine tartamudeó:

—Ver al padre Eugenio Quiroga.

El lego abrió un poquito más la puerta.

—No sé si va a poder ser. Ahora trabaja.

—Diga que soy… —vaciló— su sobrina.

—¿Su sobrina? —el lego levantó las cejas—. Se lo diré. Su sobrina.

Iba a cerrar el postigo. Germaine adelantó el brazo y apoyó la mano en el picaporte.

—¿No podía esperar ahí dentro? Aquí hace frío.

—Sí, pero no pase del zaguán. Es clausura.

Franqueó la puerta, dejó pasar a Germaine y cerró con golpe seco. El picaporte no encajó: quedó una rendija abierta.

—Ahora que, frío, también lo tendrá aquí.

Era un fraile tosco, colorado, regordete. Andaba pesadamente, como reumático. Sonrió a Germaine con sonrisa casi animal y marchó por la puerta del fondo. Con él se alejó el ruido de las llaves, como de campanas menudas.

Germaine miró las paredes sucias, el techo de vigas oscuras, el suelo de baldosas. No había más que mirar. Tembló otra vez, cerró los ojos. La
Rucha
había entrado en conversación con el chófer: movía las manos y la cabeza, y reía. El postigo, empujado por el viento, se abrió hasta batir en la pared; Germaine volvió a cerrarlo y se apoyó contra él. Así cerrado, el zaguán quedó en penumbra. Se oía el viento silbar en los claustros y ruidos remotos de cosas golpeadas, todo envuelto en el rumor poderoso de la mar: Germaine se sentía metida en algo enorme y sonoro, como si el mundo, de pronto, se hubiera desmesurado y en su hueco entrasen sonidos salvajes.

Crujió la puerta del fondo y entró el padre Eugenio.

—¿Germaine?

—Estoy aquí, padre.

La vio, acurrucada, encogida, dando diente con diente, y corrió hacia ella.

—¿Cómo has venido a este ventisquero? ¡Debiste mandarme recado, criatura! Hubiera ido a tu casa.

Volvió la cabeza a un lado y a otro.

—No sé dónde meterte. Ahí hay una sala, pero estará más fría que esto.

—No importa. Aquí mismo…

—¿Cómo voy a recibirte en el portal?

—Son sólo unos minutos.

El padre Eugenio dejó caer los brazos.

—Aquí o en otro sitio moriremos de frío. Pero ahí dentro, al menos, nos sentaremos.

Abrió la puerta del recibidor y empujó a Germaine suavemente. Un olor fuerte de humedad invadía aquel espacio penumbroso, tristón, y el viento de las rendijas sacudía una cortina de encaje sucio que cubría el hueco de la ventana. El padre Eugenio retiró la cortina y aseguró la falleba.

—Siéntate. No sé lo que es peor.

Se sentó también, muy cerca de ella, y sonrió cariñosamente.

—Bueno. Dime qué te sucede.

Ella vaciló.

—Ayer estuvo a visitarme el cura con unas señoras y me dijeron algo de las pinturas de la iglesia. Quiero que usted me aconseje lo que debo responderles.

—¿Qué es lo que te dijeron?

Germaine contó. El padre Eugenio la escuchaba sin dejar de sonreír. Al terminar el cuento, Germaine dijo:

—Me advirtió que volvería a hablarme de lo mismo, él solo.

—Cuando vuelva, le respondes que no entiendes de eso, y que hable conmigo. O con Carlos. ¿Se lo has contado ya?

—No.

—Debiste hacerlo.

—No lo veo desde ayer. No cenó en casa.

Levantó los ojos, parpadeó, y los bajó en seguida.

—Ayer hemos reñido, no nos entendemos.

Llevó las manos al rostro y sollozó.

—¡No he debido venir a Pueblanueva! ¡Yo ya sabía…!

Las manos del padre Eugenio titubeaban. Se acercaron a los brazos, a las manos de Germaine, pero sin detenerse, sin agarrar. Germaine gimoteó, y el padre Eugenio la escuchaba en silencio, embarazado, compungido. Por segunda vez sus manos intentaron hablar y quedaron a medio camino. Germaine sacó del bolso un pañuelito y se limpió los ojos y las mejillas.

—Está empeñado en que me quede y me odia porque no quiero quedarme.

—¡No pienses eso! Carlos es incapaz de odiar. Quería mucho a tu tía, eso es todo, y se cree en la obligación de que se cumpla su voluntad.

—Pero usted me comprende, ¿verdad? No puedo ni debo hacerlo. ¿Cómo voy a renunciar a mi carrera por la voluntad de una muerta? ¡Es injusto, padre!

La mano diestra del padre Eugenio se detuvo, por fin, en el brazo de Germaine: apenas rozarlo, la retiró.

—Claro. Claro. ¿Cómo vas a quedarte? Encontraremos un arreglo en que las dos partes estéis conformes. Porque los dos tenéis razón, pero no podéis entenderos porque os desconocéis; porque, desde el primer momento, habéis sido hostiles. Cuando pase algún tiempo, y cada uno vaya comprendiendo las virtudes y las razones del otro, ¿quién duda de que los sentimientos de ahora pueden cambiar, pueden cambiar en absoluto?

Germaine se levantó: rápida, brusca. E inmediatamente refrenó el impulso y volvió a sentarse. El padre Eugenio se había asustado: la miraba con ojos muy abiertos, con la mano en el aire.

—¿Sucede algo?

Ella respiró fuerte.

—No, nada. Pero… ¿quiere también insinuar con eso que Carlos y yo podremos casarnos? ¿Es a ese arreglo al que usted se refiere?

El padre Eugenio no le respondió. Bajó la vista. Abrió los brazos, con las palmas extendidas, y los cruzó luego sobre el regazo.

—Comprendo que esa solución no te gusta.

—¿Cómo va a gustarme? —Germaine se levantó y quedó de pie sobre la raída alfombra: los brazos rígidos, enérgicos—. Usted que conoce el mundo, ¿ha podido pensar alguna vez que Carlos llegue a ser mi marido? Porque usted no es como la gente de este pueblo, ni como Clara Aldán, ni siquiera como mi tía. Usted sabe que yo no puedo ir por el mundo con un hombre como Carlos —rió—. Necesito un marido mínimamente presentable.

—¿Encuentras que Carlos no lo es?

Había cambiado el tono de voz de fray Eugenio: parecía sorprendido e incluso molesto. Germaine recogió los brazos y habló en tono más dulce:

—Bueno. Usted es su amigo y lo aprecia, y quizá en tantos años haya olvidado también la clase de hombre que necesita una cantante como marido.

Volvió a sentarse y se acercó al padre Eugenio.

—Es curioso. Ayer he hablado de eso mismo con Clara. He tenido que decirle que su hermano me serviría mejor que Carlos. Juan, al menos, sabe vestirse y es un hombre culto y educado.

El fraile se echó a reír —«Y Carlos, ¿no?»—. La risa era franca, incluso alegre.

—¿Por qué se ríe, padre?

—Porque si todas las dificultades nacen de ese equívoco, el asunto está resuelto —se levantó y dio unos pasos largos, mientras soplaba los dedos entumecidos—. ¿Cómo podré decirte que estás en un error?

—No lo estoy, padre. Lo menos a que tengo derecho es a que se me comprenda como artista. Me comprendió Aldán y se puso de mi parte desde el primer momento; hasta el pueblo que llenaba la iglesia el otro día, y las señoras que estuvieron ayer en mi casa, y no digamos el padre prior y usted, me comprendieron. Sólo Carlos se muestra insensible. Canté para él el día de mi llegada, para él solo. Lo hice adrede, a la primera insinuación, sin hacerme rogar, porque sé que el canto convence más que las razones. Pero fue inútil. El canto resbaló sobre la piel de Carlos como sobre la piel de un elefante.

El fraile seguía sonriendo. Restregó las manos y las escondió en las bocamangas.

—Aquella tarde de tu llegada estuvo a verme en la iglesia. Yo había terminado mis pinturas. Me habló de ti y de tu canto. ¡Cómo me gustaría recordar ahora sus palabras exactas! Te halagaría conocerlas.

—Serán, más o menos, las que me dijo a mí, o parecidas: palabras elementales de cortesía: «¡Qué bonito! ¡Qué bien canta usted!». Lo que puede decir un ignorante.

—Carlos no lo es.

—Admito que pueda ser un sabio en su profesión, pero no sabe una palabra de música. Carece, además, de sensibilidad. Toqué para él, al piano, un vals de Chopin. A Chopin le entiende todo el mundo, Chopin llega a todos los corazones. Menos al de Carlos. Ponía cara de bobo al escucharlo. Como’ si hubiera tocado un pasodoble. No hacía más que mirar mis manos.

Aquí, el rostro del padre Eugenio se ensombreció. Dijo en voz baja, como si hablara para sí: «¿Eso hizo?». Y empezó a pasear rápidamente, con grandes zancadas, las manos a la espalda y el cuerpo inclinado hacia delante. Germaine le miraba ir y venir, una, dos, tres veces… Se echó atrás en el asiento, temerosa. Los pasos del padre Eugenio sonaban fuertes sobre las losas, se apagaban al cruzar la alfombra y volvían a resonar. Hasta que se detuvo: también inclinado y con gesto entre furioso y enojado. Le tembló la voz.

—Eso no lo tolero, ya lo creo que no lo tolero. ¡Pues no faltaba más!

Germaine se aplastó contra el respaldo del sillón.

—No le entiendo, padre. No sé qué quiere decir.

El fraile alzó los brazos al techo y gritó:

—Que Carlos te ha engañado. ¿Lo comprendes ahora? Carlos sabe de música más que de cualquier otra cosa; hubiera sido incluso un gran pianista si no le hubieran obligado a ser médico. Pero es todavía un pianista bueno, un hombre que toca todos los días durante dos o tres horas, y no ignora a Chopin, y puede mejor que nadie juzgar la calidad de tu voz. ¿Lo entiendes ahora? Miraba tus manos para estudiar tu técnica. Te ha engañado, y eso no lo tolero.

Se dejó caer en el sofá. Germaine había perdido el temor y, poco a poco, se aproximaba a él. Tendía las manos, interrogantes.

—Pero ¿por qué?

—Eso me pregunto yo. ¿Por qué? ¿Y para qué? Porque de una cosa sí estoy seguro, y es de que Carlos no se propone perjudicarte.

Germaine se pasó la mano por la frente.

—Cada vez lo entiendo menos, padre. Es decir, no entiendo absolutamente nada. Tengo la impresión cada vez más fuerte de haber caído en un mundo en que los locos andan sueltos por la calle, y en que los más locos son los que tienen que ver conmigo.

La voz del padre Eugenio se tiñó de melancolía.

—No estamos locos —dijo—. ¡Ojalá!

Escondió la cara entre las manos. Después miró a la ventana sucia, al poco cielo que se veía por ella.

—Ni Carlos ni yo lo estamos. Pero jamás lograré entender por qué Carlos se condujo de esa manera. Es bueno y cortés —se volvió a Germaine y añadió con pasión—: Le quiero de veras, y su compañía me ha hecho mucho bien. Sólo una persona me ha merecido más confianza que él en este mundo, y esa persona casi no pertenecía al mundo.

Empezó a buscar en los bolsillos y preguntó a Germaine si le permitía fumar. Ella dijo que sí.

Jamás Carlos hizo ni dijo nada que anunciase esta conducta, sino todo lo contrario. ¿Cuántas veces habremos hablado de ti? Durante el verano, cuando yo descansaba del trabajo en la iglesia…, un día y otro hablaba de ti con entusiasmo, casi con amor. Por debajo de sus bromas, se veía que se consideraba un poco como tu padre, y que empezabas a ser para él algo así como una esperanza. El, que jamás se preocupó del dinero, llegó a pensar en algún negocio para que tu herencia aumentase. Estaba dispuesto a sacrificar su vida por ti. Cuando alguna vez le dije que tenía que hacer en el mundo algo más que cuidarte, me respondió que, gracias a ti, iba a tener algo verdaderamente serio en qué ocuparse.

Germaine hizo un gesto vago con la mano.

—Nada de eso concuerda con su conducta de ahora.

La mirada del padre Eugenio se apartó de la ventana y buscó una esquina sombría en que enredarse.

—No esperaba, no podía sospechar que te dedicases al canto. Esto le causó una desilusión —hizo una pausa—. Sí, eso tiene que ser…

—Bien. Pero estará usted de acuerdo conmigo en que no voy a renunciar a lo único que me importa en la vida por complacer a un hombre al que conozco hace una semana y que sólo por la ocurrencia de mi tía tiene que ver en mi vida. Suponga que mi tía hubiera hecho un testamento normal. ¿Qué sería Carlos para mí más que un pariente lejano al que se recibe de visita?

Se levantó.

—Quiero que usted me ayude a resolver mi situación, padre. Háblele a Carlos. No puedo permanecer aquí mucho tiempo más. Necesito volver a París, pero no puedo irme sin mi dinero. Tiene que haber unas razones que le convenzan, ‘o quizá la autoridad de una persona… Juan Aldán me dijo que él podría…

—¿Aldán?

El fraile rió y negó con la cabeza.

—Él me lo dijo. Que tenía influencia sobre Carlos. Pero yo he pensado que usted, quizá, por su condición de fraile, y por su amistad, y por lo mucho que le quiere…

—Iré a verle esta misma tarde.

Lo dijo sin convicción, desmayadamente, mientras se levantaba; y añadió, ya de pie:

—Y tú también deberías hacerlo, ahora mismo. Habéis regañado, y vas a firmar las paces. Carlos es muy sensible: ya verás como se olvida de todo.

La cogió del brazo y la sacó al zaguán. Alguien había dejado abierta la puerta del claustro y entraba una luz violenta.

—La casa de Carlos queda de camino. El chófer sabrá llevarte. Te gustará: tiene una vista muy bonita.

Abrió el postigo, y el viento los sacudió. Volaba la capa del fraile y tiraba de él. Las manos, los brazos del padre Eugenio peleaban contra el viento y la capa. Germaine sonrió. Por fin, el fraile pudo sujetar la capa, recogerla sobre el cuerpo y agarrarla con los brazos.

—No digas a Carlos que has estado conmigo, ¿eh?, ni te des por enterada de su engaño. Y que no te note que has llorado.

El chófer, sin apearse, había abierto la portezuela y esperaba la entrada de Germaine. El viento barría la quintana, chocaba contra las esquinas, silbaba en remolinos.

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