—Entonces tampoco has elegido tu destino, sino el que tu padre te señaló.
—No es lo mismo. A mí me gusta cantar. Sería muy desgraciada si no lo consiguiese, y nada del mundo me bastaría para compensarme.
—Es lo que tu padre te enseñó a amar desde niña. Como a mí. Sólo que yo…
—¿Tú qué eres, Carlos?
—Una especie de médico de aldea.
Al llegar al hotel, Germaine subió a ver a su padre. Juan no había llegado todavía: quedaba en el café y dejó dicho que en seguida iría a buscarles. Carlos se sentó en el vestíbulo. Había un gato negro en un sofá: lo estuvo mirando un rato y de pronto se echó a reír. El gato volvió la cabeza solemnemente, saltó del sofá y marchó calmoso.
—Éste no es doña Mariana.
Juan vino acompañado de un sujeto desaliñado con una cartera y un paraguas. Discutieron en la puerta durante unos minutos: Carlos contemplaba el manoteo convincente, elocuente, de Juan. Por fin, el otro se marchó.
Juan se sentó a su lado. No se quitó el abrigo. Asomaban en el bolsillo unos guantes amarillos. Los sacó y jugueteó con ellos.
—Está una mañana de perros. Va a caer una nevada.
Preguntó por Germaine.
—Vendrá ahora, supongo.
—¿Habéis arreglado algo?
—Hemos hablado simplemente.
—Tienes que considerar que aquí, en España, no tardará mucho en armarse una gorda. Las noticias no son buenas. Ese tipo con el que estaba hablando está muy al tanto de la situación. Lo más probable es que el ejército no acepte un eventual triunfo de las izquierdas. Sería imperdonable que por tu culpa esa chica se viese envuelta en una revolución.
—No seré yo quien la retenga.
—No puede volver a París con las manos vacías.
—Tú sabes, Juan, que está prohibida la exportación de dinero. Estoy seguro de que alguna vez has despotricado contra los burgueses que envían clandestinamente sus capitales a Suiza.
—No es lo mismo. En este caso el contrabando es justo. Germaine no es dueña de fábricas, no trafica con la sangre del proletariado. Es una artista. La estúpida organización de la sociedad le exige dinero si quiere triunfar.
—Pero ¿por qué ha de triunfar? Doña Mariana no la ha nombrado heredera para que pueda cantar en la ópera de París. Eso está bien claro. Es una herencia condicionada: te dejo esto si haces esto otro; si no quieres hacerlo, no hay herencia. Y después de todo las condiciones de doña Mariana son humanas. No le impone la lucha con Cayetano ni nada parecido, sino sólo el respeto a un espíritu representado por ciertas cosas.
Juan clavó la mirada en los ojos de Carlos.
—¿Quieres que sea una fracasada como nosotros?
—No me importa. Es dueña, además, de aceptar o de mandar la herencia a paseo. Pero si la acepta, ¿no es justo que siga la suerte de lo que hereda?
A Juan le dio la risa.
—Sé que no eres cruel ni malo, Carlos. Sé que no tienes mentalidad de propietario. Por eso, lo que dices resulta cómico. Dala impresión de que es otro el que habla.
—Sí. Quizá doña Mariana, o su alma, que haya desalojado a la mía.
Rió también.
—La verdad es que no reconozco esas ideas como mías. Pero eso no quiere decir que las rechace. Y, sin embargo, alguna vez he dicho que eran injustas.
Germaine bajaba la escalera con el abrigo al brazo y el sombrero en la mano. Carlos se levantó. Juan corrió a esperarla.
—Papá no se encuentra bien. Le he mandado quedarse en la cama todo el día.
Les cogió del brazo, les condujo hasta el sofá y se sentó en medio.
—Lo siento. Tendremos que dejar lo del museo para mañana.
Fue tal la cara de pena que puso Juan, que Carlos se prestó a acompañar a don Gonzalo.
—Después de todo, estoy bastante acostumbrado a hacer la tertulia a Churruchaos enfermos. Lo pasaré bien, y él quizá no se aburra conmigo.
Germaine le cogió la mano.
—Eres muy amable, Carlos, pero no puedo permitirlo. La compañía de mi padre es bastante pesada para quien no sea su hija. Os lo agradezco mucho. Aprovecharé para descansar un poco y —volvió la cabeza hacia Carlos y le sonrió— para pensar.
Se despidió hasta la tarde, o quizá hasta la noche.
—Mañana, mi padre estará mejor, y pasaré unas horas con vosotros. Os lo prometo.
La acompañaron hasta el ascensor.
—¿Y ahora? —preguntó Juan.
—Yo, a mi cuarto, y tú, a tus revoluciones.
—¿Por qué no vienes a comer conmigo?
—Porque pasarías el tiempo intentando convencerme de que venda a Cayetano Salgado los bienes de la Vieja y entregue el dinero a Germaine.
—Te juro que no hablaré de eso.
—Entonces, me voy contigo; pero en cuanto menciones a Germaine, te dejo plantado.
—No. ¿Cómo no voy a hablar de Germaine? En realidad, lo que quiero es hablar de ella contigo; pero no es imprescindible mentar la herencia.
—¿Te gusta?
Juan no contestó.
Se fueron a comer a una taberna cerca de la glorieta de Bilbao. Había quince o veinte personas, de distintas cataduras. Juan explicó:
—Aquí no vienen más que albañiles e intelectuales. Los albañiles toman su cocido por cinco reales. A los intelectuales nos cuesta un poco más caro, porque no solemos tomar cocido, pero nunca pasa de tres pesetas.
—¿Y confraternizan?
—¿Quiénes?
—Los albañiles con los intelectuales.
—No.
Se acercó el mozo. Juan encargó dos platos de sopa y dos chuletas de cerdo con patatas.
—Y vino. Trae media botella de la casa.
El mozo cantó el pedido.
—La sociedad española desconfía radicalmente de los intelectuales. Ni siquiera nuestra República de catedráticos y magistrados ha logrado borrar esa desconfianza, sino que más bien la ha aumentado. Y los albañiles, aunque no lo parezca, forman parte de la sociedad española.
Se desabrochó el chaleco. El mozo sirvió el vino. En la mesa vecina, dos obreros discutían de jornales.
—¿Qué clase de mentira tiene que contar un hombre para que los demás confíen en él?
—Quizá si cuenta la verdad…
—En España, no. Tú no nos conoces bien. Los intelectuales somos impopulares porque, cada cual a su modo, decimos o intentamos decir la verdad. Ya a Quevedo lo metieron en la cárcel por eso, como más tarde a Jovellanos. Carecemos del valor moral necesario para hacer cara a la verdad y morir por ella si hace falta.
—¿Incluyes a los anarquistas?
—Esos mueren por la gran mentira de la Nada.
Los dos obreros habían levantado el tono de la voz. Alguien gritó: «Más bajo». Uno de los obreros respondió con un taco. El otro le pidió que callase.
—Nunca te he oído hablar de esa manera —dijo Carlos.
—Es que hoy me siento sincero, tengo necesidad de serlo, y contigo puedo serlo sin riesgo.
El mozo sirvió la sopa. Juan tomó tres o cuatro cucharadas seguidas. Después abandonó la cuchara en el plato y empezó a comer pan.
—Se pasa uno año tras año arreglándose con mentiras diversas, propias o ajenas, da igual, que permiten ir tirando. Pero, de pronto, todo eso se viene abajo, y no porque las analices y las rechaces, sino porque un hecho casual y baladí las deja sin sentido, las deja inservibles.
No movía los brazos, ni hacía pausas estratégicas. Sus dedos, nerviosos, jugaban con lo más próximo: el cubierto, un trozo de pan.
—¿El hecho casual y baladí es la llegada de Germaine?
Antes de responder, Juan miró a Carlos largamente. Carlos bajó los ojos y tomó una cucharada de sopa.
—Sí.
—¿Te has enamorado de ella?
—No. Pero sé que me enamoraría si la viese media docena de veces más. Es una suerte que me haya marchado de Pueblanueva.
Bebió medio vaso de vino y apartó el plato. La pareja de obreros volvía a gritar.
—He estado pensando. Supongamos que me enamoro. Un hombre se enamora de una mujer para vivir con ella, casados o como sea, pero juntos. Y enamorarse, creo yo, es algo más que el deseo de dormir con una mujer; es, supongo, el haber hallado una persona junto a la cual uno puede ser verdadero. Porque buscar una mujer para espectadora de la mentira que has ido inventando es arriesgado: no hay mentira que soporte la convivencia. Pues bien, ¿qué clase de verdad podría yo ofrecer a una mujer como Germaine? He llegado a una conclusión desoladora.
—No más, quizá, que la de cualquier otro. Y los otros se casan, o al menos se enamoran, y cultivan su mentira con arte y perseverancia. A veces, toda una vida. Y se dan casos en que la mujer no la descubre, aunque la mayor parte de las veces la descubra y se resigne.
—Las mentiras de los otros no me sirven de consuelo si ese hecho elemental y humano de querer a una mujer y convivir con ella me está vedado. Soy todo mentira, y lo poco que en mí hay de verdad es tan pobre, tan miserable, que es más desconsolador todavía que seguir mintiendo. Me dan ganas de destruirlo.
El mozo se acercó con las chuletas de cerdo. Dejó los platos en la mesa y señaló la sopa de Juan, apenas tocada.
—¿Retiro esto, don Juan? Casi no la ha probado.
—Sí.
—¿Es que no le gusta?
—Está muy buena, Pepe, no te preocupes. Soy yo quien no tiene ganas.
Carlos cogió con la mano una patata frita y la mordió. El mozo se alejó con los platos de la sopa.
—Comprendo a los suicidas —continuó Juan—. Tienen que experimentar hasta la angustia ese deseo de destruirse, y tienen que experimentarlo como placer y como justicia. Anoche…
Se echó atrás en el asiento, apoyó la espalda en la pared. Los obreros vecinos echaban con el mozo la cuenta del gasto.
—… anoche tardé mucho en irme a casa. Estuve paseando hasta la madrugada solo, a pesar del frío. Al principio, me engañaba a mí mismo, pero no fue más que al principio. Poco a poco se impuso la verdad, y conforme veía claro, sentía nacer dentro de mí otro hombre que me acusaba, que me avergonzaba y me ordenaba matarme. Llegué a tener miedo.
—¿Tú también? —preguntó Carlos; y Juan quedó sorprendido y miró a Carlos con los ojos muy abiertos.
—Conozco ese sentimiento, Juan. Y por el hecho de haberlo analizado muchas veces y de entender su mecanismo, no me he librado de él. Forma parte de mí, espera agazapado en el olvido la ocasión de salir a la luz, de fascinar y aterrar. A veces pienso que toda mi vida presente está dominada, guiada por él. Porque, ¿qué hago, sino destruirme día a día? Tú, sales de ti mismo, encuentras mentiras que te satisfacen, te entregas a ellas y te destruyes ignorando que lo haces; porque, si no lo ignorases, no te vendrían las ganas de destruirte al hallarte ante su propia verdad. Es la diferencia entre nosotros. Tú, en un momento de sinceridad, sientes deseos de suicidarte. Yo veo claro hace mucho tiempo. Quizá también gracias a una mujer que no nos tolera las mentiras.
Juan dejó el cuchillo en la mesa.
—¿Que no
nos
tolera… ? ¿A nosotros?
—Clara, tu hermana. Es la criatura más desgarradamente verdadera que he hallado en mi vida, es como un ácido que corroe la mentira. Con ella no valen subterfugios. Vive tan a lo vivo su dolorosa verdad, que, a su lado, la mentira ajena no subsiste.
Juan requirió el cuchillo, partió un trozo de chuleta y empezó a mascarlo. Miró a Carlos un par de veces y sonrió.
—Creí que ibas a referirte a la Vieja.
—A la Vieja era posible engañarla, porque también en ella había algo de mentira. Pero a Clara, no. Has pasado a su lado veinticinco años sin sospechar que era la única persona a quien no engañabas.
Juan inclinó la cabeza. Cortaba trocitos menudos de chuleta y los comía en silencio. Carlos prefería las patatas. Las había acabado, y la chuleta permanecía entera, solitaria, a un lado del plato.
Juan mandó traer más vino.
—¿Estás enamorado de Clara?
—Yo estoy más cansado que tú, Juan, y pienso que el amor es paz. Con Clara no la hallaría nunca. Porque, para mí, la paz no consiste en la verdad, sino en una mentira convincente y confortable. No me siento capaz del menor heroísmo, ni siquiera del heroísmo intelectual de saber cómo soy. El problema consiste en hallar el modo de retardar la destrucción, incluso de olvidarte que te destruyes, y poner toda tu fe en algo estúpido y satisfactorio, la ciencia o el éxito profesional. Pero eso, con Clara, sería imposible.
El mozo trajo otra media botella de vino. Juan llenó los vasos.
—De acuerdo en lo de la mentira confortable. A veces pienso que los hombres no estamos hechos para soportar la verdad, porque la verdad debe resultar insoportable a todo el mundo, como a mí la mía. Lo que sucede es que hay quien encuentra su mentira y sigue con ella toda la vida, y quien tiene menos suerte, como yo, y sabe que sus mentiras son poco duraderas. Por ejemplo, ahora tengo dinero. He despojado a Clara de su casa, porque legalmente era suya, y ni Inés ni yo teníamos derecho alguno sobre ella. Por primera vez en mi vida dispongo de unos miles de pesetas. Quizá no seas capaz de imaginar las humillaciones, los sufrimientos, el dolor que me ha causado la pobreza. En Pueblanueva, ¿lo recuerdas?, lo disfrazaba de austeridad. He pegado a Clara porque vendía el maíz para comprarse medias, cuando ella era la verdadera propietaria del maíz. He levantado una bandera contra Cayetano… ¿Sé acaso verdaderamente por qué? ¿No habrá sido porque él era rico y yo no? ¿No habré disfrazado de afán justiciero lo que era sólo envidia? Porque hoy, que tengo dinero, no recuerdo a Cayetano. El dinero es una realidad, sirve para comprar cosas; pero sirve también para que, de pronto, puedas hacerte el rico y desquitarte de las humillaciones y de la pobreza. Deja de ser una realidad, se transforma en mis manos en mentira, porque lo que compro con él no es real: es una ilusión de la que estaba necesitado, que no engaña a nadie más a que a mí mismo. Una ilusión a plazo fijo. Gasto mil pesetas cada mes, ya ves con qué poco me siento rico; me quedan ahora seis mil. El día treinta de junio de mil novecientos treinta y seis sacudiré mis bolsillos vacíos y diré adiós…
Se interrumpió y cerró fuertemente los puños…
—¿A qué diré adiós, Carlos? Quizá…
Extendió las palmas, las alzó a medias y sonrió.
—No sé. Quizá entonces haya algún general rebelde que matar y yo me preste voluntario.
—¿Deseas verdaderamente matar a un general rebelde, Juan?
—No.
—Entonces, también esa hazaña será mentira.
—Sí. Lo será. Pero después me matarán a mí, y tengo la esperanza de que mi muerte no sea una mentira.