—Me da la impresión de que Inés lo ha olvidado.
—Supongo que en el fondo hasta le estará agradecida. Gracias a aquel episodio no volvió a pensar en Dios ni en sus santos. Y ahora ahí la tienes: una muchacha fuerte que sabe hacer frente a la vida. De espíritu amplio y robusto. ¡Va a casarse con un socialista! ¿Quién reconocería en ella a la Inés de hace un año?
El chico de la taberna les sirvió unos calamares.
—Yo la he aconsejado, la he guiado. Incluso la he sacado al mundo. No es nada torpe, ¿sabes? Ahora lee libros y es capaz de discutir y de llevar una conversación. En cuanto a su matrimonio…, también es obra mía. No puedo esperar ni desear que viva perpetuamente a mi lado. Llegará incluso a estorbarme. Porque el día en que la política exija de mí la acción directa, el peligro, ¿cómo voy a comprometerme si ella está en casa esperándome y angustiada por mí? La quiero demasiado, tú lo sabes. Y Gay es un buen muchacho que la adora, lo bastante listo para hacer carrera y lo bastante tonto para ser un buen marido. La dejo en las mejores manos.
Limpió con la servilleta los labios entintados.
—Bueno. Ahora dime algo de ti.
Carlos se encogió de hombros y miró al vacío.
—Yo sigo viendo vivir a los demás.
Terminaba de afeitarse cuando le avisaron de que le esperaba el señor Aldán. Levantó el visillo y miró al cielo: el sol no había salido, y una luz gris envolvía la calle.
Juan traía puesto un buen abrigo oscuro y un sombrero negro. Esperaba en el vestíbulo.
—Si te parece desayunamos antes. Hay tiempo.
Pasaron al comedor. Juan se quitó el abrigo. Llevaba corbata.
—¿Has visto la prensa?
—Todavía no.
—Esto se liquida.
Empezó a explicar la situación política, el fracaso de las derechas. Carlos miraba las volutas labradas en caoba de un aparador cercano. Un poco alejado, el camarero escuchaba a Juan con ganas de intervenir.
—Queda la incógnita de los militares.
Tomaron un taxi, que Juan se empeñó en pagar. El tren de Irún venía retrasado. Pasearon por el andén vacío, contra el aire helado y húmedo del Manzanares. De repente Juan dijo:
—Tú debías casarte con esa chica. Está justificado que un intelectual haga un matrimonio de interés. Estoy seguro, además, que ése sería el gusto de doña Mariana.
—Sí, pero doña Mariana no contó con la voluntad de la interesada ni con la mía.
—Los hombres como tú cometen un error quedando solteros.
—Ésa es, más o menos, la opinión de tu hermana Clara.
Apareció la locomotora. Se detuvieron.
—Y ahora, ¿cómo la reconocerás?
—Se parece a la Vieja y viene en coche-cáma. En cualquier caso, conozco a su padre.
—¡Ah, su padre! Lo había olvidado. Un viejo fracasado, ¿no?
Les alcanzó el vapor de los frenos: un aire pegajoso y caliente. Pasaron dos o tres furgones, varias unidades. Carlos preguntó a un maletero dónde caía el coche-cama.
—Atrás, casi al final.
Anduvieron un rato. El tren se detuvo. Carlos examinaba los rostros asomados. Juan, un poco atrás, parecía no mirar.
Germaine no se había asomado, pero Carlos la descubrió pegada a la ventanilla. Vestía de luto y bajo el sombrerillo negro le asomaban unos mechones rojizos. Carlos le hizo una señal, y ella sonrió y le saludó con la mano. Entró en el departamento y salió a poco, acompañada de su padre. Indicó a Carlos, y don Gonzalo le saludó con una mano enguantada.
—Encárguese del equipaje de esos señores.
El mozo subió al vagón. Carlos esperó al pie de la portezuela. Juan no se había movido.
—Acércate. ¿La has visto ya? Es ésa…
—Sí. Ya la veo. Guapa, ;eh?
Germaine descendió casi de un salto, pero a su padre hubo que ayudarle. Arrastraba las piernas y tosía.
—Ha sido una locura traerte, papá— le dijo Germaine en francés.
Y añadió en español:
—Bueno, ya estamos aquí.
Tendió la mano a Carlos mientras miraba a Juan. Carlos lo presentó.
—¿Otro Churruchao? —Germaine rió al ofrecerle la mano—. No hay confusión posible.
Vestía un abrigo grueso y llevaba en la mano una especie de bufanda de piel.
El padre le dijo:
—Abrígate la garganta, hija mía. El clima de Madrid es duro.
—Sí, papá.
Ella se envolvió el cuello, sacó del bolso un inhalador, lo acercó a la boca abierta y apretó varias veces la pera de goma: ¡Flash, flash, flash…! El viejo explicó:
—Un enfriamiento privó a su madre de su tesoro más preciado, y es natural que me cuide de la garganta de su hija.
—También nosotros nos cuidamos, no crea. El aire de Madrid es un cuchillo.
—Pero ustedes quizá no tengan una garganta que cuidar como ella. Una garganta maravillosa. ¡Un verdadero tesoro!
Puso los ojos en blanco. Germaine le tomó de un brazo.
—Vamos, papá. A quien hay que cuidar es a ti. ¿Quiere cogerle del otro brazo?
Se dirigía a Juan, y Juan se apresuró a obedecerla. El mozo había cargado en un carrillo dos maletas grandes, nuevas. Carlos lo emparejó hasta la salida. De vez en cuando volvía la cabeza. Los otros tres quedaban cada vez más lejos. Juan movía mucho el brazo libre, y Germaine parecía reír.
Metieron a don Gonzalo en el ascensor, y Germaine entró con él.
—Es una mujer extraordinaria —dijo Juan.
Se había quedado mirando a la puerta de caoba con espejo que cerraba el ascensor. Carlos le agarró de la trabilla del abrigo y tiró.
—De acuerdo, pero ya se ha retirado. Vamos a sentarnos.
—Tengo que irme.
Pero siguió a Carlos y se sentó a su lado.
—Te envidio. Me gustaría ocupar junto a ella el lugar que vas a ocupar tú.
—¿El de coco?
Juan le miró con gravedad.
—Serás su amigo.
—Me gustaría serlo. Pero tengo la obligación de hacer que se respete la voluntad de doña Mariana. Y me va a costar trabajo.
—Pero ¿vas a pretender que esta mujer se entierre en Pueblanueva durante cinco años? ¡Sería arruinar su carrera!
—Doña Mariana no tuvo en cuenta que su sobrina posee una hermosa voz de soprano probablemente porque lo ignoraba. Ni ella ni su padre dijeron jamás que estudiase en el Conservatorio ni que aspirase a cantar ópera. A mí su padre me engañó, porque me dijo que estaba interna en un colegio de Normandía.
—Bien, pero ahora ya lo sabes.
—No puedo cambiar los términos del testamento.
—Puedes hacer lo que te dé la gana. Nadie va a protestar ni a meterte en pleito. Y tu obligación es ayudar a Germaine, está bien claro. Tiene un brillante porvenir. Puede, fíjate bien, puede presentarse en la ópera de París cantando
Carmen
. Ya la has oído.
—No. Yo no la he oído:
—Claro. ¿Cómo ibas a oírlo? Andabas liado con las maletas cuando lo dijo. ¡En la ópera de París, Carlos! ¡Sólo necesita dinero!
—Yo creía que para eso sólo se necesitaba voz.
Juan le ofreció un cigarrillo.
—No tomes en serio ese testamento, Carlos. ¿Qué más te da a ti si no ganas ni pierdes? En cambio, ella… ¡Si vieras el miedo que trae la pobre! El testamento le parece absurdo, y más absurdo todavía que la Vieja lo haya puesto todo en tus manos. Claro está que yo le he dicho que eres el hombre más bueno del mundo.
Carlos jugaba con el cigarrillo sin encender. Lo llevó a la boca, lo retiró.
—Eso la habrá tranquilizado, ¿no?
Encendió, por fin. Juan se había puesto en pie y se calzaba los guantes.
—No puedo esperar más, pero volveré a buscarla. A las doce. Iremos al Museo del Prado. No te parecerá mal que la haya invitado, ¿verdad? Iremos los tres.
Se encasquetó el sombrero y envolvió la bufanda al cuello.
—Piensa en lo que te he dicho. Cantar
Carmen
en la ópera de París debe de ser para ella como para ti heredar la cátedra de Freud.
—No me ha interesado nunca, puedes creerlo.
Subió a su habitación, se tumbó en la cama y se tapó con una manta. El cigarrillo quedó abandonado en el borde de la mesilla de noche: lanzaba al aire una columnita de humo azul, una columnita muy recta que al final se deshacía en volutas. Luego se apagó.
Carlos cerró los ojos. Tenía sueño y se quedó dormido. Le sobresaltaron unos golpes en la puerta: el
botones
venía a avisarle de que la señorita le esperaba. Miró el reloj: había pasado casi una hora. Se peinó un poco y bajó corriendo. Tuvo que volverse desde la mitad de la escalera, porque había olvidado algo.
Germaine traía puesto un abrigo de piel que todavía olía a tienda y llevaba en la mano el sombrero. Era alta como doña Mariana, casi tanto como él. Quizá de niña hubiera tenido pecas. El pelo rojo le llegaba hasta la espalda, y la nariz se curvaba ligeramente.
Mientras descendía los últimos escalones la contempló. Ella le esperaba arrimada al mostrador del comptoir, de charla con el empleado. Al verle le sonrió.
—Perdóneme. Me había quedado dormido.
—¿Le parece que nos hablemos de tú? Creo que en España es costumbre.
—Gracias.
Carlos recogió el cheque. El empleado atendía especialmente a Germaine. Le explicaba cosas de Madrid. Al marcharse ellos, la despidió muy amable. A Carlos ni mirarle.
—El Banco está muy cerca. No necesitamos taxi.
Tardaron más de un cuarto de hora en cobrar. Cuando tuvo el dinero en las manos se lo entregó a Germaine.
—Quince mil pesetas.
—¡Mucho dinero!
Lo guardó en un bolso chiquito que llevaba.
—Me bastará para comprar ropa. ¡Ya lo creo! Y me sobrará mucho.
—¿Ropa? ¿Para qué?
—No traigo más que lo indispensable.
—No sé qué entenderás por indispensable, pero te advierto que Pueblanueva no es una ciudad ni siquiera un pueblo grande, donde necesites cambiar de traje. Allí lo indispensable es muy poca cosa.
—Creí que mi posición exigiría un equipo completo.
Salieron del Banco.
—¿Quieres que entremos en un café?
Atravesaron la calle. Carlos dudó entre dos cafés vecinos. Eligió al azar. Entraron. Desde un rincón les saludó la voz de Aldán. Estaba con cuatro o cinco, y vociferaban.
Al fondo, en el patio, hallaron un rincón tranquilo.
—¿Qué idea te has formado de Pueblanueva?
—No sé. Papá me habló de ella muchas veces, pero tampoco la recuerda. Estuvo de niño.
—¿Y de tu posición allí?
—Una idea equivocada por lo que veo.
—Tu tía también la tenía equivocada de ti. ¿Por qué le habéis ocultado que estudiabas canto?
Germaine enrojeció.
—Se le ocurrió a papá. Yo no soy responsable.
—Tu padre sabía que ella no lo hubiera permitido.
—Sin embargo, no tenía derecho a estorbarlo.
—Quizá. Pero tengo entendido…
Se sintió repentinamente embarazado. Germaine sonrió.
—No sigas. Hace muchos años que mi padre y yo vivimos a su cuenta. Muy modestamente, ¿sabes? Nunca fue generosa.
—Sospecho que por eso siempre se sintió un poco dueña de ti y que jamás perdonó a tu padre el que te hubiera tenido alejada. Pensaba en ti como su heredera, y en cierto modo es natural que desease hacerte a su imagen y semejanza.
—Nosotros no pensábamos lo mismo. Por eso hubo que engañarla.
—No estoy seguro de que lo hayáis conseguido.
Germaine le miró con inquietud.
—¿Por qué lo dices?
—Las condiciones de su testamento son en realidad precauciones.
—El testamento es un disparate.
—Sí. Es la opinión más generalizada, y yo mismo la comparto. Sin embargo, desde el punto de vista de doña Mariana es razonable. No pensaba como nosotros. No creía que la riqueza estuviese a nuestro servicio, que sirviese para hacer o deshacer nuestro destino. Ni creía tampoco que el destino fuese algo que se podría elegir, aceptar o rechazar, sino algo que nos venía dado, como un deber que tenemos que cumplir. Desde su punto de vista, yo soy un traidor a mi destino, y tú lo eres también. Y no digamos tu padre. Por tu padre no sentía la menor estimación. Le ayudó pensando en ti.
Germaine inclinó la cabeza. Revolvía con la cucharilla un resto de café.
—Creo que debo hablarte sin rodeos —añadió Carlos.
—Mi padre es lo que más quiero en el mundo.
—¿Sabes que tu tía tenía un hijo?
Germaine soltó la cucharilla, levantó la cabeza bruscamente. Miró a Carlos.
—Un hijo natural. Es una historia vieja que ya te contaré, y si no te la cuento te la contarán en Pueblanueva. Ese hijo vive. Está en América, tiene carrera y no creo que ande necesitado de dinero. Hace algunos años, tu tía le dio a elegir entre reconocerlo como hijo de soltera y ser hijo suyo con todas las consecuencias o conservar el nombre postizo que llevaba, la legalidad ficticia. Él prefirió seguir ocultando su condición y por ocultarla mejor marcharse a América. Tu tía no le negó su ayuda, pero desde entonces lo despreció, y no creo que sintiese por él ningún afecto. Es ése a quien deja en su testamento cierta cantidad de dinero.
—Mi tía era un monstruo —dijo Germaine.
—No. Era simplemente de otra manera. Quizá no fuese fácil quererla, pero era inevitable admirarla.
—Prefiero a mi padre. Fue un hombre débil, un fracasado si quieres, pero quiso a mi madre, me quiere a mí, fue para mí padre y madre. No supo hacer nada importante en este mundo, salvo querer, y por la persona a quien quería, primero por mi madre, luego por mí, fue capaz de todos los sacrificios y de todas las humillaciones. Yo sé que cuando nací, cuando murió mi madre, todavía mi padre no recibía un céntimo de doña Mariana. Nunca he logrado averiguar lo que entonces hizo para criarme: si alguna vez se lo pregunté me respondió que lo había olvidado, pero sospecho que fueron años terribles, en los que ejerció los oficios más bajos, quizá incluso degradantes. Y después…
—Sí. Cuando yo estuve en tu casa hace un año le sorprendí guisando…
—Ahora ya no puede hacerlo. Está enfermo, y hemos tenido que coger una sirvienta. En Francia es un lujo. Por eso necesitábamos más dinero.
Desvió la vista. Su mano ahora jugueteaba con los guantes.
—Hemos vivido siempre pobremente. Cuando estábamos apurados recordábamos a la tía Mariana. Entonces papá me contaba que vivía en un palacio y que era una especie de señora feudal. «Quieres que lo dejemos todo y nos vayamos allí?» A veces me sentía tan desanimada, tan sin esperanza, que estaba a punto de decirle: «Vámonos». Y mi padre lo comprendía y para animarme a resistir me recordaba que a tía Mariana no le gustaría que yo cantase ópera. Yo apretaba los dientes y aguantaba, porque la ilusión de mi padre era que yo cantase.