Los gozos y las sombras (117 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Se enamorará de ti.

—Eso ya no es tan seguro. Y no lo deseo.

Clara quedó pensativa. La luz recortaba su perfil sobre un fondo ordenado de cajas y paquetes. Carlos advirtió entonces que traía más corto el pelo, y que el jersey rojo que vestía era nuevo, y que le ceñía los pechos. Clara había cruzado las piernas hacia el interior de la tienda y sus manos reposaban en el regazo. Las tenía más blancas y más finas; en la muñeca izquierda, bajo la manga del jersey, asomaba una pulsera de fantasía. Carlos le cogió la mano y curioseó la pulsera. Clara le dejó hacer, sin volverse; luego dijo:

—¿Piensas presentármela?

—¿Por qué no? Espero incluso que seáis amigas.

Clara dio un repeluzno y Carlos la soltó. Ella se volvió bruscamente.

—Eso, no.

—¿Por qué? Es lo natural.

—No puedo quererla, ¿no lo comprendes? Y si no la quiero, no podré fingirle amistad. Le tendré envidia, ya se la tengo. Y me revienta que le den hecho lo que a mí me cuesta tanto trabajo tener.

Cogió a Carlos de un brazo y le miró a los ojos.

—Y si llegas a enamorarte de ella, la odiaré a muerte.

—Razón suficiente para que no me enamore.

Clara apartó el brazo, quedó en. silencio y, silenciosamente, descendió del mostrador. Estuvo un momento de espaldas a Carlos. Después se llegó al anaquel del fondo, recogió unas cajas, las metió en su sitio, arregló algo que se había caído, siempre de espaldas y sin volver la cabeza. Carlos buscaba con la pierna la banqueta; la encontró y se arrodilló en ella. En la plaza la lluvia caía más fuerte.

—Como comprenderás —dijo Clara, de repente—, yo ya no me hago ilusiones. El último día que estuviste aquí puse de mi parte todo lo que una mujer puede poner y no me sirvió de nada. Pero me gustaría que tú, al menos, resolvieses tu vida. Esa chica te conviene. Sólo te pido que, si es posible, te la lleves de aquí. De lo contrario, marcharé yo.

Carlos puso cara de estupor.

—¿Serías capaz… ahora?

—¿Por qué no? Lo he pensado mucho este verano y lo sigo pensando.

Carlos movía la cabeza y sonreía.

—¿Por qué dices que no?

—Porque tú, como yo, estamos metidos en esto, y de aquí, si no nos saca el Destino, no hay quien nos saque.

—¿Y quién te dice que el Destino no es la francesa?

—Eso pretendió doña Mariana: hacer de su sobrina un Destino gobernable desde la tumba a través de las cláusulas de su testamento. Pero no contó con ella ni conmigo, y ella tendrá su voluntad, y la mía, te lo juro, no se moverá para cambiar las cosas. Si la niña quiere quedarse, que se quede, que no se lo he de estorbar; pero si quiere marcharse, le pondré puente de plata. Que se lo lleve todo y que haga lo que quiera. Una situación parecida hizo a mi padre desgraciado, pero aquello no puede repetirse, porque ni yo soy mi padre ni Germaine será doña Mariana.

Se interrumpió, esperó respuesta de Clara.

—Antes —continuó— bromeaba cuando te dije que haría esto y lo otro. No pienso hacer nada.

Volvió a callar y a esperar respuesta. Entonces se dio cuenta de que Clara había escondido la cara.

Se oyeron unos golpes en la puerta de la celda. El padre Eugenio abrió.

Un hermano lego esperaba.

—De parte del padre prior, que vaya a verle antes de marchar.

—Iré en seguida.

Se retiró el lego. El padre Eugenio dejó la puerta abierta. Se puso la capa, se santiguó y salió.

Barrían el claustro ráfagas frías. Se asomó y miró al cielo: nubes oscuras volaban del sudoeste, retorcidas, furiosas.

—Volverá a llover.

Entró en la celda y cogió el paraguas. Con él colgado al brazo llegó a la celda del prior. Estaba abierta.

—Entre, padre, y espere unos instantes.

El prior daba instrucciones a un monje joven acerca de unas misas. Cuando terminó, le acompañó a la puerta y la cerró.

—Ya tenemos el lío armado, padre Eugenio.

Se sentó ante su mesa y mandó sentar al fraile.

—Ayer vino aquí el capellán de Santa María. ¡No sabe usted cómo estaba! Que si va a escribir al arzobispo, que si esas pinturas son intolerables…

—Ya lo sé. También estuvo a verme.

—Y usted, ¿qué piensa?

El padre Eugenio abrió las manos desanimadamente.

—¿Qué quiere que piense? Seguir adelante y Dios dirá. Pero a usted le consta que fueron aprobadas por el arzobispo. No he introducido variación alguna, y en cuanto al conjunto de la iglesia, toda modificación está de acuerdo con la Memoria que acompañaba a los cartones. Usted la leyó.

El prior respondió distraídamente.

—Sí.

Miraba al cielo por la ventana abierta.

—Hace mal día, ¿verdad?

—Mucho viento. Lloverá.

—Sin embargo, tengo que ir a Pueblanueva a ver esas pinturas. Esta misma mañana. Es necesario, ¿sabe? El cura está hecho una furia y detrás del cura tiene que haber alguien atizando el fuego.

El padre Eugenio se puso en pie.

—Puedo cederle la mula.

—No, padre; no. La mula la necesita usted. Pero puede decir a su amigo el doctor Deza que me mande el coche. Porque tiene un cochecillo, ¿verdad? Alguna vez me llevó en él. 0 si no…

Se levantó, sonriente, y se acercó a la ventana. El viento le alborotó el cabello.

—¿Qué le parece si le pidiéramos el automóvil a doña Angustias? Sería de gran efecto.

El padre Eugenio inclinó la cabeza.

—Como mejor le parezca a Su Paternidad.

—Decidido. Le gustará que se lo pida. En cuanto llegue a la iglesia, le telefonea y le suplica, de mi parte, que me envíe el automóvil a eso de las once. No tiene por qué decir que es usted, sino un fraile cualquiera.

—Comprendo.

Puso la mano en el hombro de fray Eugenio.

—Así, si es ella la que mueve el laberinto, sabrá que la visita del cura no fue inútil y que me preocupo del asunto. En cuanto a usted, siga pintando.

El padre Eugenio le miró entristecido, saludó y fue hacia la puerta.

—No ponga esa cara, padre Eugenio. Sea usted un poco más vulgar. Le conviene. ¿Sabe que dicen en el pueblo que usted está endemoniado?

El padre Eugenio se volvió bruscamente.

—¿Eso dicen?

—Sí, y usted tiene la culpa. Un fraile no debe andar por el mundo con esa cara dramática que usted usa, sobre todo desde que empezó a pintar. Una cara así despierta la desconfianza del que la lleva y de lo que representa.

Se acercó lentamente al fraile, le apuntó con un dedo.

—Y usted representa a la Iglesia y la esperanza de salvación.

Carlos llegó corriendo, a las once menos cuarto. El padre Eugenio no había subido al andamio. Paseaba la nave de arriba abajo, con la cabeza agachada y las manos a la espalda.

La iglesia estaba apenas iluminada por la luz gris de la mañana. Carlos empujó la puerta. Sonaban al fondo secos, rápidos, los pasos del fraile.

—¡Padre Eugenio!

Fue hacia el fondo de la iglesia. El padre Eugenio ya venía a su encuentro.

—¿Sucede algo? —preguntó Carlos.

—Quizá. Quiero que esté usted aquí cuando venga el prior. Voy a necesitar su apoyo.

Contó en dos palabras la conversación de aquella mañana.

—¿Y usted cree que el prior se pondrá de parte del cura?

—¿Qué sé yo? Si no le gustan las pinturas, y lo más probable es que no le gusten…

—Pero usted está respaldado por el arzobispo.

—Sí. ¿Y qué? Si alguien protesta, en el arzobispado lo tendrán en cuenta.

—En todo caso, ésta es una iglesia privada, y yo represento los derechos del propietario. Puedo hacer que mi opinión prevalezca.

—¿Quién lo duda? Pero la iglesia permanecerá vacía. Y yo no he pintado para que usted y yo vengamos de tarde en tarde a recrearnos en las pinturas y a lamentar que la gente no las entienda. Ayer le dije que quiero meter por los ojos de los fieles una cierta idea de Cristo que no conseguí inculcarles con la palabra…

Levantó los puños crispados.

—¡Se lo aseguro, don Carlos! ¡Estas pinturas no son una obra de arte, no quieren serlo, sino una oración de penitencia, un desagravio y al mismo tiempo una lección de teología…!

Se sentó desalentado en la esquina de un banco de enfrente. El fraile tenía hundida la cabeza y todo él parecía decaído, desmantelado.

—Lo que usted quiere que sean quizá no se me alcance, pero como obras de arte las entiendo y me gustan.

—Si el pueblo cristiano las rechaza pensaré que el Señor rechaza mi oración.

Carlos rió.

—Pero ¿por qué meten ustedes a Dios en todo? En este lío no alcanzo a verlo por ninguna parte, créamelo, y se lo digo sin la menor intención blasfematoria. El cura obra movido por alguien, es evidente; pero ¿por qué pensar que este alguien obra movido por Dios? ¿O es que Dios suele valerse de las beatas para expresar su opinión?

Se levantó.

—Ande. Déjese de elucubraciones, y vamos a poner esto bonito para que haga buen efecto al prior.

Agarró al fraile de un brazo y le empujó a levantarse.

—Sin embargo…, empecé estas pinturas con el mismo ánimo con que en la Antigua Ley se ofrecía el Sacrificio y pedí al Señor una señal de si lo aceptaba o no.

—¿Y a quién se le ocurre poner a Dios en ese trance?

—Es que yo necesito saber que estoy perdonado.

Carlos volvió a reír.

—Perdonado ¿de qué? ¿De ese mes que pasó usted borracho allá en su juventud, buscando un nuevo amarillo?

El fraile le miró rápidamente, escondió la cabeza y corrió por la nave adelante. Se oyó un chasquido, y la iglesia quedó alumbrada.

—Retire usted esas arpilleras de los altares y limpie un poco. Yo arreglaré aquí arriba.

El fraile subió al andamio y se perdió en el fondo del ábside. Carlos desembarazó el altar de la Epístola y el del Evangelio y limpió las mesas.

—Pues por muy bruto que sea el prior, esto tiene que gustarle —gritó.

Oyó lejana la respuesta del padre Eugenio:

—El prior no es un bruto.

La llegada del prior fue precedida de un ruido de automóvil que se detuvo ante la fachada de la iglesia. Carlos arrojó una escoba con la que barría.

—¡Ya está ahí!

Corrió a la puerta lateral, la abrió y esperó. Había empezado a llover, y un gran chorro de agua salpicaba el umbral. El prior apareció en la esquina de la iglesia, corriendo, y le hizo un gesto de saludo. Carlos se adelantó a recibirlo. El prior traía abierto el paraguas y le cobijó.

—Tenía que haber supuesto que el padre Eugenio le metería en este laberinto. Es incorregible.

Tendió la mano a Carlos.

—Usted estará de acuerdo con él y contra el cura, me lo supongo.

—Es que, además, soy el primer interesado. Pienso que el padre Eugenio hizo bien en avisarme. Las pinturas fueron desde un principio negocio mío.

—Quizá, quizá…

Entraron. Carlos cerró la puerta y pasó el cerrojo. El paraguas del prior quedó chorreando, en un rincón.

El prior había adelantado unos pasos y miraba a todos lados.

—Pues ya se habrán gastado ustedes dinero en la iluminación.

—No íbamos a dejar las pinturas en tinieblas.

—Es natural. Pero con tanta luz, ¿no cree que la iglesia pierde misterio? Yo iluminaría solamente los ábsides y dejaría el resto en penumbra.

No esperó respuesta. Descendió al fondo de la iglesia, apoyó la espalda a la puerta y miró. El padre Eugenio, al borde del andamio, esperaba, con los pinceles en la mano. El prior le gritó:

—¡Siga pintando, padre, no vaya a escapársele la inspiración! Ya subiré ahí.

Se volvió a Carlos.

—Esto está bien, ¿sabe? Me gusta.

Se le afilaba el rostro como un cuchillo, se le empequeñecían los ojos maliciosos. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y la capilla ligeramente echada sobre la frente ancha. Al mirar alzaba el rostro inmóvil, pálido, un poco oscurecido por la barba.

—Ya lo creo que está bien —dijo Carlos.

—Sí, pero no lo repita muchas veces. No hay que dar alas al padre Eugenio. En estos asuntos siempre hay que ceder para ganar, y él si se sabe apoyado no cederá.

Se acercó al ábside del Evangelio, contempló la pintura, pasó la mano por la piedra del altar. Atravesó luego la iglesia y se detuvo ante la losa de doña Mariana.

—¿Conque es aquí donde quiso enterrarse la señora? ¡Con lo bien que estaría en un nicho del cementerio!

Cogió a Carlos del brazo.

—Usted estará de acuerdo con ella probablemente, pero yo pienso que no hay por qué meter tanto barullo. ¿Por qué se le habrá antojado enterrarse aquí para que todos la pisen?

Ante el ábside de la Epístola soltó el brazo de Carlos y se alejó unos pasos.

—El cura es un paleto —dijo a media voz. Y añadió—: Vamos a ver qué hace el fraile. ¿Usted lo ha visto pintar?

—No le gusta.

—Pudor de artista, ¿verdad?

Hablaba con una sonrisita leve, con un tono de remota burla.

—A mí me parece que se puede pintar lo mismo sin echarle tanto teatro.

Fray Eugenio, subido a una banqueta, perfilaba el hombro de Cristo. Volvió a medias la cabeza.

—Le pido perdón, padre, pero no puedo dejar de pintar… Si se seca la masa…

El prior dio un codazo a Carlos y dijo en voz baja:

—¿Lo ve?

Estaba encendida la estufa. Se sentaron. El prior miraba al padre Eugenio, yz Carlos miraba al prior.

—¿Usted fuma, padre?

—No, gracias. Es una costumbre que no puedo pagarme.

El padre Eugenio dejó caer el pincel. Descendió de la banqueta. Quería disimular la ansiedad. La luz le iluminaba de lleno.

El prior se levantó.

—¿Se puede mirar ya, padre?

El padre Eugenio afirmó con la cabeza.

—Pero esto está sin terminar. Le falta lo principal.

—Sí. Lo más difícil.

—¿Y qué piensa hacer?

—No puedo explicarlo.

—Comprendo. Pretende pintar lo inexplicable. Está bien.

Carlos pensó que sin aquel tono cazurro el prior podría ser simpático.

—Por primera vez estoy de acuerdo con usted, padre Eugenio. Me gusta esto. Y voy a defenderle, no se preocupe.

La cabeza, los hombros del padre Eugenio se irguieron, y el rostro resplandeció.

—¿De veras?

—¿Qué había pensado? ¿Que iba a dejarle en la estacada? Soy tan responsable como usted. Pero, además, esto me gusta. Y tiene que gustar a todo el mundo.

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