Los gozos y las sombras (118 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Carlos había quedado atrás. El prior le indicó que se acercara.

—¿Piensa usted hacer alguna fiesta cuando se bendiga la iglesia? Porque esto conviene que lo vean. Canónigos de Santiago, gente así. Hay muchas iglesias que pintar, y el padre Eugenio podría hacerlo, ya lo creo. Aunque…

Los cartones estaban a la vista, en unos atriles. El prior los examinó.

—Al padre Eugenio le costará un gran sacrificio hacer concesiones; pero yo, en su caso, las haría. La Virgen un poco más bonita, el Cristo muy bien peinado. Eso atrae a la gente. Y usted podría darse el gusto de llenar de figuras como éstas los ábsides gallegos. ¡Ya lo creo! Le vendría muy bien al convento. Y usted sería feliz.

Empezó a reír.

—Esta mañana le dije al padre Eugenio que su cara es demasiado dramática. Quite al menos el drama de la cara de Cristo.

Cogió del brazo a Carlos y al padre Eugenio y los empujó hacia la escalerilla. Sonreía agradablemente.

—Mañana mismo iré a Santiago, al arzobispado. Hay que evitar que don Julián arme el barullo. Convendría que viniese alguien a ver esto, alguien de campanillas. ¿Estaría dispuesto, don Carlos, a sufragar los gastos?

Carlos se despertó temprano. Habían llamado a la puerta y habían gritado: «¡Son las siete, señor!». Y él había respondido: «¡Bien, en seguida!». Pero había vuelto a dormirse. A partir de las ocho la casa se llenó de ruidos: unas mujeres, contratadas por la
Rucha
madre —«de toda confianza»—, se encargaban de limpiar, de darle vuelta a todo, de dejarlo reluciente, sin que quedase objeto sin repaso ni alfombra sin sacudida. Cera nueva para los pisos, bujías nuevas en lámparas y palmatorias, repuesto de petróleo en los quinqués. A esto la
Rucha
hija había hecho objeciones.

—Pero, señor, ahora que viene la señorita, ¿por qué no aprovecha para instalar luz eléctrica? Nadie anda ya por el mundo con velas, y a ella le va a dar tristeza.

—¿Tú crees?

—Claro, señor. A los jóvenes no nos gusta andar ensombrecidos.

—En todo caso, ya lo dirá cuando venga.

—Claro. Cuando la casa sea suya hará lo que quiera en ella.

Llamó y mandó que le trajeran el desayuno. Fumaba un pitillo cuando la chica le trajo su ropa limpia y planchada y un montón de camisas.

—Tampoco estaría mal que se hiciese un traje como los que usa todo el mundo, porque con esta chaqueta no parece un señor.

Se levantó. Después de asearse recorrió la casa. Lo habían puesto todo patas arriba. En el salón, dos mujeres procedían a enrollar la alfombra. Otra sacaba brillo a los bronces y latones. Una muchachita muy espigada y desenvuelta lavaba los marcos de las puertas.

Mandó que bajasen su maletín al portal y que lo metieran en el coche en cuanto llegase.

—Pero ¿no lleva más que esto? ¿Y para eso pasé yo tantas horas planchándole camisas?

Decididamente no hacía nada al gusto de la
Rucha
hija. La invitó con un gesto a resignarse.

—Dile a tu madre que venga.

La
Rucha
vieja salió de la cocina secándose las manos en el mandil. Carlos le dio unos billetes.

—Arreglaréis dos habitaciones. La que fue de la señora, para la señorita, y la que yo ocupo ahora, para el señor.

—Luego, ¿usted ya no dormirá aquí?

—Probablemente, no.

La chispa de luz que saltó en los ojos de la
Rucha
vieja bien pudiera interpretarse como alegría.

—Lo vamos a sentir mucho, señorito. Ya nos habíamos acostumbrado a usted. ¡Dos personas nuevas…! ¡Y extranjeras! Cada uno con sus gustos.

—Pondré un telegrama con el día y la hora de llegada. Para que tengáis preparada la comida.

—¡Ya verá el señorito! Se chuparán los dedos…

El coche había llegado. Carlos dio una nueva vuelta por la casa, hizo alguna advertencia. Se había detenido ante el retrato de doña Mariana.

—Y ese cuadro, ¿lo mandaremos al pazo? Porque tengo entendido que es del señor.

—Todavía no. Hasta que busquemos otro para su sitio.

—Claro. Quedaría deslucida la chimenea sin ese cuadro.

Hacía frío. Mandó cerrar las ventanillas del coche. Ofreció tabaco al chófer. A la salida de Pueblanueva empezó a llover.

—¿Cree usted que llegaremos al exprés de Madrid?

—Con un poco de suerte, señor, ya lo creo que llegaremos.

II

Cosían en el cuarto grande, donde también se comía y se recibía a los amigos. Las sillas de las oficialas —cuatro, cinco a veces— rodeaban la ventana en semicírculo. Las mañanas de sol echaban las sillas un poco atrás para calentarse las piernas y los regazos sin molestia para los ojos.

Pili y Nati cantaban toda la mañana. Pili aprendía las canciones de moda —tenía radio— y se las enseñaba mientras cosían a Nati, que no tenía radio. Lola y Reme permanecían silenciosas: Lola pensaba en su novio,que estaba en África, y Reme también pensaba en su novio, que aún no estaba.

—A ver si sacas chico un día de éstos, hija, para que te animes.

En el cuarto de al lado, que también tenía ventana al patio, se probaba. El diván, de noche, se convertía en cama, y en él dormía la maestra.

Antes de marcharse, por la tarde, las oficialas lo recogían todo y lo guardaban en dos armarios. Las sillas pasaban al cuarto de los trastos, y entonces el hermano de la maestra podía traer a sus amigos.

—Ahí donde lo tienes no te vendría mal. Te lleva quince años, pero está de buen ver.

—¡Calla, hija, con esas narices y esas pecas! Además, no quiero nada con anarquistas.

—Ya sé que a ti te tiran las derechas.

—Y a mucha honra.

—Pues ya verás la corrida en pelo que llevan para las elecciones.

Hablaban en voz baja. La maestra había salido a la compra, pero una no podía confiarse nunca por aquella su manera silenciosa de andar.

—Cuando menos lo piensas tienes encima esos ojos que parecen dos carbones.

—Pues no dirás que es mala.

—Pero rara, sí que lo es.

—Oí decir que venida a menos.

Sonó el timbre de la puerta. Ninguna de las cuatro levantó la cabeza.

—Abre tú, Reme, y deja en el pasillo los suspiros que puedas, que aquí ya tenemos bastantes con los de Lola.

Reme dejó a un lado la labor y se clavó la aguja en la solapa de la blusa.

—La tenéis a una de chica para todo…

Salió y abrió la puerta. La oyeron hablar con alguien. Regresó.

—Es uno que pregunta por la maestra o por su hermano. Debe de ser pariente.

—¿Y lo has dejado en la puerta? ¡Pareces de pueblo!

Pili se levantó diligente. Al pasar frente al espejo se arregló el pelo. La Reme dijo:

—Puede ser tu padre.

—Nunca está de más.

Avanzó por el pasillo contoneando las caderas. El tipo que esperaba en la puerta era un hombre alto, como el hermano de la maestra; pero así, al contraluz, no se veía bien. Hasta que estuvo junto a él.

—La maestra vendrá en seguida. Si quiere usted pasar…

—Bueno.

Carlos entró y esperó a que Pili cerrase.

—Venga. No le molestará estar con nosotras. ¿Es usted primo de la maestra?

—Algo así.

—Se es o no se es. Pero como se parece tanto al hermano…

Le indicó una silla cerca del corro de las oficialas.

—Siéntese y espere. No le molestará que cantemos, ¿verdad? Lo hacemos siempre.

Carlos le sonrió. Pili recabó la labor. Nati miraba de reojo y reía.

—¡Qué tío feo!

—Sin despreciar a nadie…

Pili se puso a cantar, pero Reme se pinchó un dedo. Estuvo en un tris de manchar la tela.

—¡Si pusieras los cinco sentidos en lo que haces…!

—¡Como si tú no te hubieras pinchado nunca…!

Carlos intentaba distraerse con una revista de modas. Inclinó un poco el torso para que no le vieran reír.

Alguien gritó por el patio:

—¡Señorita Inés!…

Ahí está ésa otra vez —dijo Nati—. Querrá la blusa.

Pili se levantó y abrió la ventana. Dijo que la maestra vendría pronto y que la blusa estaba a falta de pegarle los botones.

—A primera hora de la tarde yo misma se la llevaré.

Se oyó abrir y cerrarse la puerta. Pero Inés no entró en el obrador.

—Habrá que decirle que está aquí el caballero…

—Hazlo tú, Reme.

Reme salió y volvió corriendo.

—Que nos vayamos todas y que vengamos puntuales. Y usted, señor, que espere.

Recogieron en un santiamén. Saludaron una a una.

—Buenos días, señor.

—Buenos días.

—Usted lo pase bien.

Reían en el pasillo con risa contenida. La señora del patio llamó de nuevo a Inés y un momento más tarde a un niño que se llamaba Felipe.

—¡Felipe, Felipín!

Carlos seguía hojeando la revista. No advirtió la llegada de Inés hasta que oyó su voz.

—¡Carlos!

Derribó la silla al levantarse. Quedó corrido y un poco embarullado. Inés se agachó para recogerla. Luego le tendió la mano. Se miraron con las manos cogidas, sin decir nada. Carlos sonrió.

—Bueno. Aquí estoy…

—Me alegro mucho de verte… Me alegro de verdad. Estás más gordo.

—Y tú pareces otra —Inés le miró satisfecha—. Y tan bien vestida…

Se sentaron en sillas bajas, con las piernas al sol. Volvió a llamar la vecina. Inés no hizo caso.

—Háblame de Clara y de su tienda. ¿Es cierto que le va bien? ¿Y mi madre?

Carlos habló largamente, respondió a sus preguntas. Inés sentía curiosidad por todo. Escuchaba con entusiasmo de desterrada.

—¿Es cierto que han derribado nuestra casa? ¿Y que estás arreglando la iglesia de Santa María? ¡Cuéntame cómo murió la Vieja…! Clara en sus cartas contaba todo, pero sin detalles.

—Nos gusta saber lo que sucede allá, aunque no volveremos nunca. Porque no volveremos, ya lo sabes. Ni Juan, ni yo. Yo…

Levantó a medias una mano y se echó a reír.

—Yo voy a casarme. No se lo dije a Clara todavía.

Juan no solía comer en casa. Carlos propuso que salieran y buscaran una taberna. Inés prefirió quedarse: las oficialas regresarían pronto.

—Si no eres muy exigente preparo comida para los dos. Y hablamos. Es la primera vez que estamos solos y que hablamos tanto, ¿verdad? Sin embargo, me parece como si hubieras sido mi amigo toda la vida.

Mientras Inés guisaba, Carlos bajó a la calle y compró fruta y vino. Hacía una mañana resplandeciente y fría. Con el paquete en la mano, Carlos descendió hasta Rosales. ¡Qué distinto estaba todo desde sus años de estudiante!

Inés preparó la mesa. Durante la comida, Carlos explicó la razón de su viaje. Inés no pareció interesarse por Germaine.

—Y Juan, ¿qué hace?

Inés dejó de sonreír.

—¿Puede saberse alguna vez lo que hace Juan? Ni siquiera puede saberse lo que quiere.

—¿Trabaja?

—Todo el día, pero no gana un céntimo. Abogado, como siempre, de causas perdidas.

Hablaba con tono amargo. La mirada se le había entristecido.

—Tú le quieres mucho, ¿verdad? —dijo Carlos.

—Sí, pero… ya no soy la misma.

Estaba pelando una manzana. La cortó en trocitos.

—¿Cómo te lo diría? Hoy me encuentro más cerca de Clara que de mí misma. Estuve equivocada. Clara tenía razón muchas veces. Y yo, ahora que veo las cosas como son, la comprendo.

—Alguna vez he defendido a tu hermano de las acusaciones de Clara.

—No más que yo. Quizá en el fondo supiera que ella, y no yo, estaba en la verdad; pero entonces… Adoraba a Juan y no quería a Clara. Tú sabes por qué, naturalmente —Carlos asintió—. Ahora llevamos unos meses separados, yo no soy la misma —recalcó—. Por otra parte, allá, Juan y yo formábamos en un bando, contra Clara y contra todos; pero ahora no tenemos enemigos enfrente, nadie se ocupa de nosotros ni hay de quién defenderse. No estamos desunidos, y le quiero como siempre; pero ya no estoy ciega. Me doy cuenta de que Juan lleva varios años haciendo lo posible por disimular su incapacidad y hasta por convencerse de que no es un incapaz.

Pinchó con el tenedor un trocito de manzana y lo remiró.

—Hemos tomado esta casa, la hemos amueblado y hemos repartido el dinero restante. La casa la sostengo yo con mi trabajo y aún me sobra. Juan gasta de su dinero y lo tira innecesariamente, como si le estorbase. A veces me asombro al recordar la austeridad de su vida en Pueblanueva. ¿Cómo pueden unos miles de pesetas cambiar así a un hombre?

Masticó pausadamente la manzana. Sus dientes eran finos, menudos, su boca, grande y carnosa, como la de Clara. Ahora llevaba el pelo corto y bien peinado y se pintaba un poco. También se arreglaba las uñas. Ceñía discretamente los pechos, hasta cuyo arranque llegaba el escote agudo de la blusa.

—Me da miedo Juan. Ahora para poco en casa, anda con amigos, viste bien. Cuando se le acabe el dinero, ¿qué hará? ¿Encerrarse aquí, atormentarse y atormentarme sólo de verle, aunque no se queja? No sé si has experimentado alguna vez el dolor de querer apasionadamente a una persona a la que ya no respetas.

Dejó caer las manos sobre el mantel y bajó la cabeza. La levantó de pronto, con brusquedad, y clavó en Carlos una mirada fogosa. Unas guedejas negras le cayeron sobre la frente.

—Yo ya no tengo resignación, ¿comprendes? Ya te dije que he cambiado mucho; es como si antes fuese una niña y ahora una mujer de verdad. En la vida hay muchas cosas que valen la pena, y no veo la razón de renunciar a ellas por Juan. Aún puedo tener hijos.

Rió, y Carlos se sorprendió.

—Te resulta raro, ¿verdad? Sin embargo, a mí me parece natural. Tenía un velo en los ojos, y un día se me cayó.

Empezó a amontonar los platos del postre.

—Esperemos que Juan no te acapare para lucirte por ahí y que tengas un momento para conocer a mi novio. Él ya sabe quién eres. ¿Cómo no va a saberlo? Juan no le habla más que de ti. Para Juan eres el genio de los Churruchaos.

Tenía la tarde vacante. Su equipaje —un maletín— lo había dejado en un café antes de echarse a buscar la casa de Juan. Ahora debía cuidarse del alojamiento. Intentó en vano recordar nombres de hoteles decentes: sólo alguno de mucho lujo se le venía a las mientes.

Se metió en un café de la Puerta del Sol, pidió una copa de coñac. El café empezaba a vaciarse, y el camarero se mostró locuaz. Le remitió a un hotel de la calle de Echegaray.

Quedaba cerca. La tarde empezaba a entoldarse y venía un viento frío, afilado. Se subió el cuello de la gabardina.

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