Los gozos y las sombras (116 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—No es lo mismo.

—Ya me explicará la diferencia.

—Pues la hay, créamelo.

Don Baldomero golpeó la mesa.

—Mire, Cubeiro, aunque nos pese, esa. fruta se da en todas partes, aquí como en La Habana, y sabe igual aquí que allá.

Cubeiro le miró con desdén.

—¡Cómo se nota que no estuvo nunca en La Habana! Porque hay cada mulata…

Entró en una explicación detallada de las virtudes, propiedades y buenos hábitos de las mulatas. De joven había estado en Cuba y conocía el paño. ¡Aquellos tiempos! Se habían ido a paseo con el desastre de Santiago de Cuba. Y era una pena, sobre todo para la juventud, que en Cuba tenía más libertad y más ocasiones. No con las blancas, naturalmente, pero sí con las mujeres de color, mulatas, zambas o cuarteronas.

—Porque disfrutar, lo que se dice disfrutar, nunca como con aquella criada de mi pensión, que después acabó bailando rumbas en el teatro. ¡Qué cuerpo, mi madre, y qué manera de moverse! Las de aquí, incluidas las francesas, son puras aficionadas.

—¿Es que también se acostó con francesas?

—¡Hombre! De todo hay que probar en esta vida.

—Usted no estuvo en Francia.

—¡Ah! Pero Francia está en todas partes. En Vigo, sin ir más lejos: calle de la Cruz Verde, siete. ¿No oyó usted hablar de Renée? Es una hembra de bandera y de lo mejor enseñado que hay por ahí. Por veinte duros…

Entró Cayetano con la pipa en los labios. Colgó en el perchero el impermeable y preguntó si no había partida.

—Estábamos de conversación. Don Baldomero trajo una buena noticia.

Don Baldomero protestó:

—No. La noticia la trajo usted.

—Es igual.

Cubeiro miró a Cayetano con los ojos achicados por la risa.

—¿No sabe que para Navidades tendremos aquí a la francesa?

—Ya lo sé. ¿Y qué?

—Pues nos habíamos echado a pensar cómo sería. Y hablando, hablando, llegamos a Renée, una puta de Vigo que también usted conocerá.

Cayetano se sentó y pidió barajas.

—¿Es que no tiene ganas de hablar?

—De bobadas, no.

Cubeiro seguía riendo.

—¡Bobadas, sí, sí! Que le diga aquí, don Baldomero, las tetas que tiene la francesa. Ya verá usted si son bobadas.

Se acercó al oído de Cayetano.

—Don Baldomero vio el retrato. Es una mujer estupenda. Y ahora que está usted vacante…

Cayetano le miró con desprecio. «Siéntese a jugar, si quiere —le dijo—, y no sea degenerado.» Cubeiro se apartó como si le hubieran escupido.

—¡Degenerado! ¿No te jode el amo?

Don Lino, el director del Grupo Escolar, avanzaba por el salón con solemnidad. Se quitó el sombrero, lo arrojó sobre un diván y alzó una mano como para imponer silencio.

—Traigo dos noticias importantes, caballeros. Dos noticias de muy buena tinta, completamente garantizadas. La primera, que va a haber elecciones.

Cayetano barajaba las cartas parsimoniosamente. Levantó la mirada.

—¿Y la otra?

—Que para las Navidades vendrá la francesa. Y son dos cosas que ya tenía ganas de que pasasen, qué caray. Porque ya está uno harto de las derechas y porque en este pueblo, desde que murió la Vieja, no hay nada de que hablar. Antes, al menos, cuando usted tenía queridas, había un cuento cada dos meses. Pero desde que usted se nos hizo casto…

Se sentó y puso las manos sobre la mesa.

—Aparte de eso, juego, si hay partida.

Cayetano soltó la baraja y se dirigió al maestro:

—Dígame, don Lino: ¿Qué preferiría usted: salir diputado a Cortes o acostarse con la francesa?

Don Lino se desabrochó el chaleco y dejó suelto el vientre abultado. Vestía una camisa a rayas azules, sin corbata. Las rayas de la camisa se combaban siguiendo la curva del vientre. Al final, bajo la cintura, bailaba una leontina.

—Habría que pensarlo.

—Suponga usted que ambas cosas están en mi mano y que le doy a elegir.

—En tal caso, y viniendo de usted…

Se echó atrás en la silla, miró a los circunstantes, uno a uno.

—Aunque estos señores me tengan por imbécil, preferiría salir diputado. Porque, pensándolo bien, ¿qué saca uno de acostarse con una mujer, más que un poco de gusto? En cambio, ser diputado…

Aclaró bruscamente:

—De izquierdas, claro.

—Se supone.

—Ser diputado…

Se irguió, hinchó el pecho, cerró los ojos, adelantó los brazos y las manos abiertas.

—… es lo que uno ha soñado siempre sin atreverse a pensarlo.

Cayetano le dio un golpe en la barriga. Don Lino se encogió súbitamente.

—Cualquier ciudadano tiene derecho a serlo.

—Incluso usted. ¿Y quién sabe? No es muy probable que pueda ofrecerle a la francesa para pasar la noche; pero, a lo mejor, le regalo a usted un acta.

Don Lino miró a Cayetano con estupor. Sonrió. Volvió a erguirse, a hinchar el pecho. Adelantó la mano derecha y quedó con ella en alto.

—Pues yo —dijo Cubeiro— preferiría acostarme con la francesa. Porque eso de diputado no trae más que disgustos.

—Usted es un degenerado —dijo Cayetano sin mirarle.

Después de cenar, don Lino se había quedado silencioso y distraído. Aurorita se acercó a darle un beso y las buenas noches. El chico estudiaba en un rincón y dijo que tardaría en acostarse.

—Buenas noches, hija mía.

Aurorita miró a su madre, que retiraba el servicio de la mesa. La madre le sonrió. Salieron juntas. Aurorita le dijo, en voz baja.

—¿Le hablarás hoy?

—Sí. Esta noche.

Don Lino fumaba un cigarrillo. El chico le preguntó qué quería decir «Sucre (a) Charcas, capital constitucional de Bolivia»; tardó unos minutos en darle la explicación. La madre seguía entrando y saliendo.

—¿Vas al casino o nos acostamos?

—No. Hoy no voy al casino. Hoy…

María había salido. Cuando regresó se fijó en ella. Seguía siendo bonita, pero las arrugas le estropeaban los ojos. Llevaba el gesto resignado y triste.

—Cuando quieras nos acostamos.

Sacó del chaleco un duro y lo echó sobre la mesa.

—Toma. Es lo que he ganado hoy. Bueno, la verdad es que gané seis veinticinco; pero la una veinticinco que falta la necesito.

María recogió el duro.

—Gracias. Me viene muy bien.

—El dinero siempre viene bien.

—¡Que lo digas!

—Pero no siempre para bien. De la mitad, al menos, de los males del mundo tiene la culpa el dinero. Es el veneno de las conciencias, la tentación de los justos, la defensa de los ruines, el castigo del rico y la desesperación del pobre. El dinero…

El chico levantó la cabeza del libro, miró un momento a su padre, sonrió y siguió estudiando. María limpiaba las migas de pan caídas en el mantel de hule.

—Puedes irte acostando. Yo terminaré en seguida.

—Ya.

Don Lino se levantó, dio un beso al chico y marchó por el pasillo. Antes de entrar en la alcoba adelantó una mano y encendió la luz. La cama estaba preparada. Se quitó la chaqueta y la dejó en una silla. En la alcoba vecina Aurorita tarareaba por lo bajo. Al sentir a su padre se calló.

Cuando llegó María, don Lino se metía en la cama. Por el escote de la camiseta le asomaba una pelambrera gris, áspera, rizada.

—Tenía que hablarte de Aurorita —dijo María; y don Lino la miró con inquietud.

—¿Sucede algo a nuestra hija?

—Parece que tiene novio.

—¿Novio?

—Bueno. Un pretendiente. Tú lo conoces: estuvo contigo en la escuela. Ramiro, el hijo de Benito, el de los coches de alquiler.

—No es mal muchacho.

—La hija quiere que tú lo sepas.

—Eso es buena señal…

María, en camisa, se quitaba las medias. Conservaba la figura, aunque algo más gorda y blanda. Todavía atractiva.

—También yo tengo algo que decirte.

María levantó la cabeza, y sus manos —la media apenas baja— se detuvieron.

—¿Alguna mala noticia?

—Una noticia buena. Más que una noticia, una buena esperanza, una buena promesa y, quizá, una buena ilusión. Y no tengo a quién contarlo más que a ti…

María escondió el rostro y acabó de quitarse la media.

—… a ti, que me has desilusionado, pero que sigues siendo mi compañera. Aunque no lo creas, cuando siento necesidad de contar a alguien mis alegrías todavía pienso en ti como en años más felices, como en años en que la confianza no se había destruido entre nosotros. Lo cual, rectamente interpretado, significa que sigo considerándote lo que has sido siempre y como si nada hubiera sucedido.

Oyó un sollozo de María y se incorporó.

—No era mi intención despertarte los malos recuerdos y te pido perdón. Sólo quería explicarte…

Ella sacudió la cabeza, sin mirarle. Él retrocedió unos pasos, hasta quedar apoyado en la cama.

—Siempre hacen falta palabras previas, entrar en situación. El exordio. Porque yo quería contarte… ¿Me escuchas? Quería contarte que después de muchos años sin ilusiones unas palabras quizá vanas han hecho renacer las mías. ¿Sabes que…? —se acercó a María, la acarició—. ¿Sabes que me han propuesto presentarme a diputado?

María levantó la cabeza y le miró entre lágrimas.

—Diputado. ¿Te das cuenta? ¡Diputado a Cortes!

Ella se limpió los ojos con el dorso de la mano.

—Y eso, ¿nos sacará de pobres?

Don Lino meneó la cabeza.

—Soy un hombre honrado y condenado a la modestia para toda la vida. Ser diputado no nos sacará de pobres, pero me dará dignidad. Y eso también vale.

María había vuelto a sollozar, aunque suavemente. Don Lino siguió hablando.

Clara iba a cerrar la puerta cuando apareció Carlos. Llovía fuerte y las losas bajo los soportales estaban húmedas, pisoteadas. Clara había baldeado un poco delante de la puerta y lo había barrido después, y brillaba. Le echaba un vistazo desde el mostrador, y la sombra de Carlos cegó los brillos. Clara reconoció la sombra y la vio vacilar. Ella misma vaciló. Carlos apareció en seguida, con una sonrisa tímida bajo el ala del sombrero. Quedó en medio de la puerta, indeciso.

—Vengo de ahí, de la iglesia, y como vi esto abierto…

—Entra.

Clara se acodó al mostrador y esperó a que Carlos subiese el escalón, a que buscase con la mirada donde sentarse: torpe de movimientos, más que de costumbre, y sin dejar de sonreír. Por fin, halló la banqueta y la arrastró, pero sin sentarse en ella.

—Seis meses, día por día, sin verte —dijo Clara—. Si no fuera por los cuentos que me traen de ti, te hubiera dado por muerto.

—¿Cuentos?

—¡Claro, hombre! Eres de las personas del pueblo de quienes se cuentan cosas.

—¿Y qué te contaron?

—Lo he olvidado.

Señaló la banqueta.

—Si no traes prisa, siéntate. Me alegro de verte. Y no te culpo de que no hayas venido; yo te lo pedí…

Carlos se quitó el sombrero y lo dejó encima del mostrador. Luego se sentó.

—¿Qué tal te va el negocio?

—¿No se me nota en la cara?

—Estás guapa, pero eso no es ninguna novedad.

—Gracias.

—¿Quieres decir que te va bien?

—Al menos, no me va mal. Trabajo todo el día y gano para vivir.

Carlos dejó de sonreír. Algo iba mal del cordón de su zapato. Se agachó y sus dedos tantearon el suelo.

—Me hace gracia oírte hablar así.

—Soy tendera y hablo como los tenderos. Todo se pega.

—Me alegro de tu éxito. ¿Y de Juan?

—Escribe a veces. Siempre cuenta que va a hacer cosas, pero nunca las hace.

—Tienes que darme su dirección.

—¿Vas a escribirle?

—Probablemente iré a verle. Un día de éstos marcho a Madrid.

Clara veía la cabeza de Carlos, los cabellos rojos, recios, en punta, como los de un chiquillo despeinado. Alargó la mano hacia ellos, por encima del mostrador, la detuvo en el borde, la retiró.

—¿Para siempre?

—Ida por vuelta.

Ciarlos hizo, por fin, el nudo del zapato. Sin levantar la cabeza, añadió:

—Es que… Viene la sobrina de doña Mariana. Tengo que ir a esperarla.

—¡Por fin…!

Carlos se irguió lentamente y repitió:

—Por fin.

—¿Y después?

—Quizá pueda marcharme. Si ella se hace cargo de esto, claro.

—No será tan imbécil que vaya a tirar una fortuna.

—Eso espero.

—Aunque no me extrañaría nada que volviese a marchar. Y que se llevase el dinero de la Vieja…

—El testamento…

—¿Qué importa el testamento? El testamento eres tú, y a ti te sacará lo que quiera, si se lo propone. Ahí tienes a la
Galana
.

Las manos de Carlos esbozaron en el aire un movimiento de protesta.

—No es lo mismo. A la
Galana
le di lo mío. Y tuve mis razones.

—Pues si a la francesa le das lo que no es tuyo, que se lo darás, no te faltarán razones para justificarte. Si no, al tiempo.

—También vendrá su padre.

Clara se echó a reír.

—¿Por qué me dices eso? ¿Para que esté tranquila?

—Porque forma parte de la noticia. Un viejo bastante chocho. Lo conozco.

—No creo que el viejo le estorbe para engatusarte. Al contrario. ¿Qué más puede querer para su hija, por muy bonita que sea? Incluso la aconsejará…

—¿Para qué va a hacerlo? Lo que deseo es verme libre cuanto antes de este asunto. Le daré facilidades.

Clara volvió a reír. Miró a Carlos de través y Carlos esquivó su mirada.

—Pero ¿sin que ella ponga nada de su parte?

—¿Qué quieres decir?

—¡Hombre! Tienes la sartén por el mango en ese asunto. Hay que darse a valer. Si desde el principio le pones las cosas fáciles…

—Se las pondré sobre ruedas.

Clara se sentó en el mostrador.

—Dime, Carlos: ¿no tienes un poco de miedo a esa chica?

—¿Por qué he de tenérselo?

—Me da la impresión de que te pone miedo cualquier mujer que no sea pan comido.

—Estás equivocada. No me da pizca de miedo. ¿Te haces una idea de los recursos que se pueden usar con una chica como ésa? Por sus cartas, me parece bastante ingenua.

Se levantó, se acercó al mostrador, habló en voz baja.

—Es una chica de ciudad que ha vivido modestamente. Encuentro natural que le atraiga el dinero, pero yo debo intentar que se sienta también atraída por lo demás. Intentarlo, al menos, por lealtad a la Vieja. Ella quería que su sobrina heredase, con los bienes, el espíritu; quería que llegase a amar sus cosas como ella las amó y vivir entre ellas como ella vivió. No va a serme fácil, pero es una tarea interesante. No me voy a aburrir.

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